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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Ordenación Anglicana: Origen de la invalidez»

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Teniendo en cuenta los principios indicados, recordemos brevemente las vicisitudes de las ordenaciones anglicanas.  Durante el [[cisma]] de [[Enrique VIII]] (1534-47) en los tres primeros años de su sucesor Eduardo VI, todas las órdenes se confirieron según el Ritual romano y con la debida [[intención]], ya que aún se conservaba fielmente la [[doctrina cristiana|doctrina]] de la Iglesia católica; consiguientemente todas aquellas ordenaciones fueron consideradas como válidas.   
 
Teniendo en cuenta los principios indicados, recordemos brevemente las vicisitudes de las ordenaciones anglicanas.  Durante el [[cisma]] de [[Enrique VIII]] (1534-47) en los tres primeros años de su sucesor Eduardo VI, todas las órdenes se confirieron según el Ritual romano y con la debida [[intención]], ya que aún se conservaba fielmente la [[doctrina cristiana|doctrina]] de la Iglesia católica; consiguientemente todas aquellas ordenaciones fueron consideradas como válidas.   

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La ceremonia solemnísima de la reciente coronación de S. M. la reina Isabel II de Inglaterra (4 de febrero de 1953), a la que todos los medios modernos de publicidad han dado la más amplia resonancia, ha sembrado en el ánimo de algunos católicos cierta confusión. Dicha ceremonia presentaba muchas semejanzas con la liturgia católica; de aquí la perplejidad, la curiosidad y las preguntas frecuentemente formuladas: “¿Qué me dice usted del señor arzobispo de Canterbury, el oficiante principal en la ceremonia de la coronación, que por una parte es anglicano, y por otra se presentaba y actuaba de tal manera que apenas hubiera sido posible distinguirle de un arzobispo católico? ¿Y qué sentir de la ceremonia de la coronación, que parecía tomada de la liturgia católica?
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1. El arzobispo de Canterbury no es católico, sino anglicano; no está por lo tanto en la debida obediencia con el Vicario de Cristo, ni en la debida unión de fe con la verdadera Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, sino separado de dicha obediencia y fe. Más aún, propiamente hablando no es verdaderamente ni obispo ni sacerdote, cualesquiera que sean las apariencias externas; pues no hay razones para establecer en su favor una excepción de la regla general, según la cual las ordenaciones de sacerdotes y obispos realizadas según el rito anglicano son inválidas. La cuestión relativa a la invalidez de las ordenaciones anglicanas, esto es, si los ministros ordenados según el rito anglicano son verdaderos sacerdotes y verdaderos obispos, equiparables en la dignidad de sacerdotes u obispos respectivamente, a los sacerdotes y obispos tanto de la Iglesia cismática oriental como de la católica, suscitó una larga serie de polémicas, principalmente en la segunda mitad del siglo XIX, a las que puso fin la bula de Su Santidad León XIII, Apostolicae curae, del 13 de septiembre de 1896.

Teniendo en cuenta los principios indicados, recordemos brevemente las vicisitudes de las ordenaciones anglicanas. Durante el cisma de Enrique VIII (1534-47) en los tres primeros años de su sucesor Eduardo VI, todas las órdenes se confirieron según el Ritual romano y con la debida intención, ya que aún se conservaba fielmente la doctrina de la Iglesia católica; consiguientemente todas aquellas ordenaciones fueron consideradas como válidas.

Por el contrario, en el año 1550 entró en vigor el Book of Common Prayer (Libro de oración pública) de Eduardo VI. En éste, el Ritual romano era sustituido por el Ordinal Eduardino, que tanto en la ordenación de los sacerdotes como en la consagración de los obispos omitía la especificación de la potestad conferida. Se cometía por lo tanto un error sustancial de forma. Por lo que hace a la intención, en el Prayer Book del 1550, no solamente se negaba el Sacramento del Orden, sino que en la celebración de la cena con la que había sido sustituida la Misa, se eliminaba toda idea de sacrificio y de consagración y conversión del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo. Faltaba por lo tanto la intención necesaria en cuantos se acomodasen a la mentalidad del Prayer Book.

Conforme al ordinal eduardino y consiguientemente con los dos defectos sustanciales indicados fueron conferidas en la Iglesia Anglicana todas las órdenes tanto sacerdotales como episcopales hasta el año 1662. En esta fecha los dirigentes de la Iglesia Anglicana, conscientes de la indeterminación de la fórmula de consagración, trataron de corregirla, añadiendo la expresión del oficio respectivo de sacerdote o de obispo. Pero esta corrección, dado que confiriese a la fórmula la significación conveniente, vino demasiado tarde cuando, transcurrido un siglo largo en el uso de la fórmula inválida, se había ya extinguido ciertamente la jerarquía y con ella la potestad de ordenar.

Es sabido que en la administración de todo sacramento, para que sea válida, ha de haber necesariamente materia y forma. La materia, de suyo menos determinada cuanto a su significado, debe ser debidamente determinada por la forma. Así por ejemplo es materia común en la ordenación del presbiterado y del episcopado la imposición de manos; a esa materia indeterminada debe aplicarse la forma, o sea las palabras que determinan y signifiquen el carisma o don impartido y la potestad conferida. Cuando tal determinación no se verifica debidamente surge el defecto de forma que invalida el sacramento.

Otro requisito indispensable para la validez de un sacramento es la intención del ministro, esto es, la voluntad de hacer, al administrarlo, lo que hace la verdadera Iglesia de Jesucristo. Si el ministro como es---en el caso de la ordenación, el consagrante---tiene una idea completamente equivocada de lo que hace la Iglesia que es lo que instituyó Jesucristo, y actúa y forma su intención según sus propias opiniones erróneas y no según la doctrina de la Iglesia; la debida intención falta y el rito sacramental resulta inválido.

Supuestos los datos precedentes, la polémica en torno a la validez tenía que surgir y no tardó en presentarse. Durante el reinado de la católica María Tudor (1553-58), el cardenal Reginald Pole, enviado como legado pontificio a Inglaterra, después de haber examinado cuidadosamente las ordenaciones anglicanas, terminó por declarar inválidas, por defecto de forma y de intención, todas las conferidas según el Ordinal eduardino.

Posteriormente se han convertido en diversas ocasiones ministros religiosos anglicanos a la Iglesia Católica, por ejemplo, el obispo Gordon en el año 1704. La Iglesia Católica al recibirlos en su seno los consideró como simples seglares.

Hacia la mitad del siglo XIX se desarrolla entre los anglicanos la teoría llamada de las tres ramas. Sus autores, suponiendo la validez de las ordenaciones anglicanas, pretendían que la verdadera Iglesia de Jesucristo, la verdadera Iglesia Católica, se compone de tres ramas o partes principales, o sea de las tres iglesias que conservan el episcopado, que serían---según ellos---la católica, la cismática oriental y la anglicana. Pero la Iglesia Católica y la oriental rechazaron tal pretensión, entre otras razones por la invalidez de las ordenaciones anglicanas.

Como por su parte, los anglicanos, suponiendo siempre la validez de sus ordenaciones, se esforzaban por comprobarla con toda clase de argumentos, la polémica se agudizó y, juntamente con la benevolencia que León XIII había manifestado siempre para con los ingleses provocó el recurso de la Santa Sede. En efecto, algunos católicos no ingleses y principalmente el anglocatólico lord Halifax solicitaron una declaración pontificia sobre al asunto de la controversia.

El Papa procedió con la máxima prudencia que requería el asunto. Comenzó por designar una comisión de eclesiásticos eruditos pertenecientes a varias naciones para que estudiasen a fondo la cuestión. La comisión, realizado el encargo, presentó el fruto de sus investigaciones a la Congregación del Santo Oficio; los cardenales componentes de aquel supremo tribunal dieron su parecer y las conclusiones fueron presentadas y examinadas por el mismo Sumo Pontífice. Más aún, dos renombrados eclesiásticos anglicanos fueron invitados a presentarse a Roma, para que pudiesen presentar a la comisión cuantos argumentos y documentos creyesen oportunos.

Después de estos trabajos cuidadosamente realizados, después de examinados diligentemente todos los documentos y razones en pro y en contra, el Sumo Pontífice manifestó el resultado mediante la bula Apostolicae curae, declarando inválidas las ordenaciones anglicanas, en virtud del doble defecto sustancial antes señalado: el defecto de la fórmula y el defecto de intención.

De lo dicho se desprende claramente una consecuencia grave, a saber: los que en la Iglesia anglicana figuran oficialmente como sacerdotes u obispos, puesto que en realidad no fueron válidamente ordenados, ni son verdaderamente sacerdotes y obispos, ni pueden conferir válidamente sino aquellos sacramentos que pueden administrar los seglares, que son el bautismo y el matrimonio. Recuérdese que los ministros del matrimonio son los mismos contrayentes, si bien la Iglesia, por justas causas, exige para la validez la presencia del sacerdote como testigo cualificado.

Por consiguiente, los sacerdotes y los obispos anglicanos no consagran válidamente, no celebran verdaderamente la Santa Misa, aunque realicen todas las ceremonias exteriores exactamente como las prescribe la liturgia romana, ni administran realmente la Sagrada Comunión.

La impresión que produjo la bula de León XIII fue muy diversa, según la disposición de los diversos grupos interesados en la cuestión. Los católicos ingleses experimentaron con ella un gran alivio. La bula los libró de una grave dificultad que entorpecía el movimiento de conversiones al catolicismo entre aquellos anglicanos que creían de buena fe poderse beneficiar, dentro de la Iglesia Anglicana, del fruto de sacramentos verdaderamente conferidos por ministros realmente ordenados.

Los anglicanos, principalmente, los de la llamada Iglesia baja (Low Church), de sentimientos marcadamente protestantes (más alejados de la doctrina católica), la celebraron como un triunfo, porque venían mirando con gran descontento el que los otros anglicanos, los de la Iglesia alta (High Church) asumiesen la defensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, y se esforzasen por restablecer el sacerdocio en el cual ellos no creían. Para los ritualistas y para los abusivamente llamados anglocatólicos, en cambio, la bula resultó un duro golpe, pues echó por tierra las teorías (la de las tres ramas) y los ideales en los que habían cifrados sus mejores esperanzas.

2. La semejanza, para muchos sorprendente, entre las ceremonias de la coronación de Isabel II y determinadas ceremonias de la liturgia católica, tiene fácil explicación. Nos llevaría demasiado lejos sin provecho que compense, el estudio y análisis de las ceremonias de la coronación, en orden a investigar el origen de cada una de ellas. Creo preferible recordar algunas indicaciones generales que sirvan de orientación en esta materia.

El uso de la coronación o consagración de reyes y emperadores es antiquísimo; la forma concreta de su realización es variadísima según los diversos tiempos y lugares. Precisamente entre los anglosajones la coronación parece haber alcanzado una importancia particular. Uno de los ejemplos más antiguos es la consagración de Aidán, rey de Escocia, administrada por San Columba el año 574. En el siglo siguiente el Pontifical de Egberto ofrece entre sus ceremonias un Ordo coronationis regis (Rito de la coronación de un rey), uno de los más antiguos, en el que se pueden apreciar algunos puntos de semejanza con la coronación de la reina de Inglaterra.

La ceremonia de la coronación tiene lugar dentro de una Misa propia de tal ocasión e inmediatamente después del Evangelio. La acompañan tres oraciones que recuerdan la dignidad y los poderes de los reyes. Viene inmediatamente después la unción que realiza el prelado consagrante derramando un poco de aceite sobre la cabeza del rey, mientras uno de los obispos asistentes recita una oración. A continuación los obispos y príncipes entregan el cetro al elegido, y entretanto se recitan oraciones brevísimas en forma de aclamaciones: “Bendice, Señor, a este rey; tú que gobiernas desde el principio los reinos de todos los reyes. Amén…” Luego le entregan el bastón, nuevo signo de autoridad, y el casco, símbolo de fortaleza, acompañando la acción con las correspondientes oraciones. Todo el pueblo canta entonces nuevas aclamaciones: “Viva el rey para siempre…” y tras una breve oración final continúa la Misa como de ordinario. Al final de la Misa, como broche de la ceremonia, se lee el primer mandato del nuevo rey a su pueblo.

Parecidas a ésta, aunque siempre con algunas variantes, fueron las formas de coronación admitidas en los libros litúrgicos y empleadas hasta la aparición del anglicanismo.

Dado que el anglicanismo no es, en fin de cuentas, sino una rama desgajada del robusto árbol de la Iglesia Católica, no debe extrañarnos que el follaje de su culto externo presente muchas coincidencias con la liturgia católica, de la que en buena parte se deriva.

En efecto, el Prayer Book es el libro litúrgico impuesto por los dirigentes del anglicanismo en sustitución de la liturgia católica. El pretexto fue lograr una mayor uniformidad, sencillez y edificación; el intento verdadero fue eliminar de los libros litúrgicos todas aquellas verdades y prácticas católicas que los protestantes rechazaban, por ejemplo; la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, el Sacrificio de la Misa, la invocación de la Santísima Virgen y de los santos, las oraciones por los muertos, los siete Sacramentos especialmente la confesión. El empeño reformista no se extendía a otros elementos litúrgicos menos característicamente católicos. Así se llegó a una liturgia nueva, la anglicana, que conserva sin embargo, muchos elementos de la liturgia precedente, la católica.

Hechos posteriores lo comprueban. Principalmente desde mediados del siglo pasado, los deseos de lograr una profunda reforma del Prayer Book se han venido manifestando insistentemente. Dichas tendencias se desarrollan en dos direcciones opuestas, correspondientes a las dos fracciones del anglicanismo denominadas Iglesia alta e Iglesia baja. Estos, más alejados de la doctrina y del espíritu de la Iglesia Católica, opinan que el Prayer Book contiene aún demasiados elementos del viejo papismo, que es preciso eliminar. Los pertenecientes a la Iglesia alta, especialmente los militantes y simpatizantes del movimiento de Oxford, juzgan que es preciso retornar al espíritu y a la liturgia anterior al Prayer Book, el cual eliminó o alteró muchas de sus partes.

La anhelada reforma no se ha llevado a cabo en Inglaterra; sin embargo, la mayor parte del anglicanismo, cuyo espíritu culmina en el movimiento de Oxford, la está introduciendo prácticamente saltando por encima de las descripciones oficiales, y acercándose con decisión y tenacidad esperanzadora a la liturgia y al espíritu de la Iglesia Católica.

Tanto que, cuando los católicos de otros países visitan por primera vez un templo anglicano, suelen quedarse perplejos, no acertando a descubrir indicio alguno de que se encuentran en un templo no católico. Poco a poco, pero progresivamente, venciendo toda oposición disimulada o manifiesta, los anglicanos que podríamos llamar de la extrema derecha (anglo-católicos) han ido adoptando buena parte de la liturgia católica: ornamentos y libros litúrgicos, incienso, paños de altar, cálices, patenas, palias, candeleros; celebración de la Eucaristía aunque no haya fieles que reciban la Comunión, uso del latín y de las rúbricas romanas en el canon de la Misa, uno de la hostia en vez del pan común, conservación de la Eucaristía, procesión del Corpus Christi, rezo del Santo Rosario, himnos y cánticos en honor a la Santísima Virgen y de los santos, imágenes, confesionarios; fiestas de la Asunción y del Sagrado Corazón de Jesús.

Gracias a Dios muchos anglicanos avanzan por buen camino; no pocos retornaron ya o llaman cada día a las puertas de la casa paterna. Roguemos al Señor dirija y acelere sus pasos por el camino de la verdad, de la unidad y de la paz.

Transcripción: Luz María Hernández Medina

Selección: Jose Gálvez Krüger