Posesión Demoníaca
De Enciclopedia Católica
Posesión demoníaca: El hombre está sujeto de diversas maneras a la influencia de los malos espíritus. Por el pecado original entró al "cautiverio bajo el poder de aquel que desde entonces [desde el momento de la transgresión de Adán] tuvo el imperio de la muerte, es decir, el diablo" (Concilio de Trento, Ses. V, de pecc. orig., 1), y “por miedo a la muerte estaba de por vida sujeto a servidumbre” (Heb. 2,15). Aunque redimido por Cristo, está sujeto a una tentación violenta: "porque nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra principados, potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas." (Ef. 6,12). Pero la influencia del demonio, como sabemos por las Escrituras y la historia de la Iglesia, va más allá. Puede atacar el cuerpo del hombre desde afuera (obsesión), o asumir el control de él desde adentro (posesión). Según sabemos por los Padres y los teólogos, el alma misma nunca puede ser "poseída" ni privada de libertad, aunque su control ordinario sobre los miembros del cuerpo puede verse obstaculizado por el espíritu obsesivo (cf. S. Tomás," In II Sent. ", D. VIII, Q. I; Ribet," La mystique divine ", París, 1883, págs. 190 ss.).
Casos de Posesión
Entre las antiguas naciones paganas era frecuente la posesión diabólica (Maspero, "Hist. Anc. Des peuples de l'Orient", 41; Lenormant, "La magie chez les Chaldéens") como lo es todavía entre sus sucesores (Ward, "Hystory of the Hindoos”, v., I, 2; Roberts, "Oriental Illustrations of the Scriptures”; Doolittle, "Social Life of the Chinese”). En el Antiguo Testamento tenemos un solo caso, e incluso de ese no hay mucha certeza. Se nos dice que “un espíritu malo que venía de Yahveh perturbaba” a Saúl (1 Sam. 16,14). El término hebreo rûah no implica necesariamente una influencia personal, aunque, si podemos juzgar por Josefo (Ant. Jud., VI, VIII, 2; II, 2), los judíos se inclinaban a dar a la palabra ese significado en este mismo caso.
En la época del Nuevo Testamento, sin embargo, el fenómeno se había vuelto muy común. A veces las víctimas se veían privadas de la vista y el habla (Mt. 12,22), a veces solo del habla ((Mt. 9,32; Lc. 11,14), a veces afligidos en formas no especificadas claramente (Lc. 8,2), mientras que en la mayoría de los casos no se menciona ninguna aflicción corporal más allá de la posesión misma (Mt. 4,24; 8,16; 15,22; Mc. 1,32.34.39; 3,11; 7,25; Lc. 4,41; 6,18; 7,21; 8,2). Los efectos son descritos en varios pasajes. Un joven es poseído por un espíritu que “dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y le deja rígido. “y muchas veces le ha arrojado al agua y al fuego para acabar con él”. (Mc. 9,17.22). Los poseídos a veces están dotados de poderes sobrehumanos: “un hombre con espíritu inmundo, que moraba en los sepulcros y a quien nadie podía ya tenerle atado ni siquiera con cadenas, pues muchos veces le habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarle” (Mc. 5,2-4). Algunas de las infortunadas víctimas eran controladas por varios demonios (Mt. 12,43.45; Mc. 16,9; Lc. 11,24-26); en un caso por tantos que su nombre era “Legión” (Mc. 5,9; Lc. 8,30). Sin embargo, por malos que fuesen los espíritus poseedores, no podían evitar testificar de la misión divina de Cristo (Mt. 8,29; Mc. 1,24.34; 3,12; 5,7; Lc. 4,34.41; 8,28); y continuaron haciéndolo después de su Ascensión (Hch. 16,16-18).
La historia de la Iglesia primitiva está llena de tales casos de acción diabólica similar. Una cita de Tertuliano bastará para presentarnos la convicción prevaleciente. Al tratar sobre la divinidad verdadera y la falsa, se dirige a los paganos de su tiempo: "Supongamos que una persona, claramente bajo posesión demoníaca, es llevada ante sus tribunales. El espíritu malvado, obligado a hablar por los seguidores de Cristo, fácilmente hará la verdadera confesión de que él es un demonio, así como en otros lugares ha afirmado falsamente que es un dios" (Apolog., c. XXIII). Los hechos asociados con la posesión prueban, dice, más allá de toda duda la fuente diabólica de la influencia: —"¿Qué prueba más clara que una obra como esa? ¿Qué más confiable que una prueba así? Así se establece la simplicidad de la verdad; su propio valor la sustenta; no queda base para la menor sospecha. ¿Dices que se hace por magia o por algún truco de ese tipo? No dirás nada por el estilo si se te ha permitido usar tus oídos y ojos. Pues, ¿qué argumento puedes presentar contra una cosa que se exhibe a simple vista en su realidad desnuda?”
Y los cristianos expulsan con una palabra: "Toda la autoridad y el poder que tenemos sobre ellos proviene de nuestra mención del Nombre de Cristo y al recordarles las calamidades con que Dios los amenaza a manos de Cristo como Juez y que esperan un día los alcanzará. Al temer a Cristo en Dios y a Dios en Cristo, se vuelven sujetos a los siervos de Dios y de Cristo. Así, por nuestro toque y aliento, abrumados por el pensamiento y la realización de esos fuegos del juicio, dejan a nuestras órdenes los cuerpos en los que han entrado". Declaraciones de este tipo encarnan los puntos de vista de la Iglesia en su conjunto, como es evidente por los hechos: que varios concilios legislaron sobre el tratamiento adecuado de los poseídos, que paralelamente a la penitencia pública para catecúmenos y cristianos caídos, también había un curso de disciplina para los energúmenos, y, finalmente, que la Iglesia estableció una orden especial de exorcistas (cf. Martigny, "Dict. des antiq. chrét.", París, 1877, p. 312).
A través de toda la Edad Media los concilios continuaron discutiendo el asunto: se aprobaron leyes y se decretaron castigos contra todos los que pidiesen la influencia del diablo o la utilizaran para infligir daño a su prójimo (cf. las Bulas de Inocencio VIII, 1484; Julio II, 1504; y Adriano VI, 1523); y se confirió poderes de exorcismo a cada sacerdote de la Iglesia. Todos los cristianos aceptaron el fenómeno como uno verdadero. Llenarían volúmenes los expedientes de investigaciones criminales en que solo cargos de brujería o posesión diabólica formaron una parte prominente. Los curiosos pueden consultar obras tales como: Des Mousseaux, "Pratiques des démons" (París, 1854), o Thiers, "Superstitions" I, o, desde el punto de vista racionalista, Lecky, "Rise and Influence of Rationalism in Europe", I, 1-138, y para casos posteriores Constans, "Relation sur une épidemie d'hystéro-démonopathie" (Paris, 1863).
Y aunque al presente, entre las razas civilizadas, son pocos los casos de posesión demoníaca, el fenómeno del espiritismo, que ofrece muchos puntos sorprendentes de semejanza, ha venido a tomar su lugar (cf. Pauvert, "La vie de N. S. Jésus-Christ", I, p. 226; Raupert, "The Dangers of Spiritualism", Londres, 1906; Lepicier, "The Unseen World", Londres, 1906; Miller, "Sermons on Modern Spiritualism", Londres, 1908). Y si juzgamos por los relatos provistos por los pioneros de la fe en países de misión, las evidencias de acción diabólica allí son casi tan claros y definidos como lo fueron en Galilea en la época de Cristo (cf. Wilson, "Western Africa", 217; Waffelaert en "Dict. apol. de Ia foi cath.", París, 1889, s.v. Possession diabol.).
Realidad del Fenómeno
La política de los infieles sobre este asunto es negar la posibilidad de la posesión en cualesquiera circunstancias, ya sea sobre la suposición de que no existen los malos espíritus o que no tienen poder para influir sobre el cuerpo humano en la manera descrita. Fue según este principio que, según Lecky, el mundo dejó de creer en la brujería; los hombres no se ocupaban en analizar la evidencia que podría producirse a su favor; simplemente decidieron que el testimonio debía ser erróneo porque "gradualmente llegaron a considerarlo absurdo" (op. cit., p. 12). Y es por este mismo principio a priori, creemos, que son influenciados inconscientemente los cristianos que intentan explicar los hechos de posesión.
Aunque los líderes del pensamiento materialista una vez lo presentaron como una trivialidad, existe una tendencia notable de los últimos años (a 1911) a no insistir en ello tan fuertemente en vista de la admisión hecha por investigadores científicos competentes que muchas de las manifestaciones del espiritismo no pueden ser explicadas por los humanos (cf. Miller, op. cit., 7-9). Pero, sea cual sea el punto de vista que los racionalistas puedan adoptar en última instancia, para un sincero creyente en las Escrituras, no cabe duda de que existe la posibilidad de la posesión. Y si es lo suficientemente optimista como para sostener que, en el orden actual de las cosas, Dios no permitiría que los espíritus malignos ejercieran los poderes que poseen naturalmente, podría abrir los ojos a la presencia del pecado y la tristeza en el mundo, y reconocer que Dios hace que el sol brille sobre los justos e injustos y usa los poderes del mal para promover sus propios propósitos sabios y misteriosos (cf. Job, passim; Marcos 5,19).
No vacilamos en admitir que a menudo se cometieron errores en el diagnóstico de casos, y se atribuyeron a la acción diabólica resultados que realmente se debían a causas naturales. Pero sería ilógico concluir que toda la teoría de la posesión se basa en la impostura o la ignorancia. El abuso de un sistema no nos da autorización para denunciar el sistema en sí. Extraños fenómenos de la naturaleza se han considerado erróneamente como milagros, pero la detección del error ha dejado intacta nuestra creencia en los milagros reales. Algunos hombres han sido condenados erróneamente por asesinato, pero eso no prueba que nuestra confianza en la evidencia sea esencialmente irrazonable o que nunca se haya cometido ningún asesinato. A los católicos no se les pide que acepten todos los casos de posesión demoníaca registrados en la historia de la Iglesia, ni incluso que formen una opinión definida sobre la evidencia histórica a favor de cualquier caso particular. Eso es principalmente un asunto para la ciencia histórica y médica (cf. Delrio, "Disq. Mag. Libri sex", 1747; Alexander, "Demon. Possession in the New Testament", Edimburgo, 1902). Desde el punto de vista dogmático, la verdadera pregunta es si la posesión ha ocurrido alguna vez en el pasado y si, por lo tanto, no es posible que vuelva a ocurrir. Y si bien la fuerza acumulada de siglos de experiencia no debe ser ignorada, la evidencia principal se encontrará en la acción y la enseñanza de Cristo mismo según reveladas en las páginas inspiradas del Nuevo Testamento, de las cuales está claro que está condenado al fracaso cualquier intento de identificar la posesión con una enfermedad natural.
Es cierto que en el griego clásico daimonan significa “estar loco” (cf. Eurip., “Phœn.” 888; Xenofonte, “Memor.”, I, i, ix; Plutarco, “Marc.”, xxiii), y la frase del Evangelio daimonion echein transmite un significado similar cuando los fariseos la usan sobre Cristo (Mt. 11,18; Jn. 7,20; 8,48), especialmente en Juan 10,20, donde ellos dicen “tiene un demonio y está loco” (daimonion echei, kai mainetai); daimonan, sin embargo, no es la palabra usada por los escritores sagrados. Su palabra es daimonizesthai, y los significados dados a ella previamente por los escritores profanos (“estar sujeto a un destino designado”; Filemón, “Incert.”, 981; “ser deificado”; Sófocles, “Fr.”, 180) están manifiestamente excluidos por el contexto y los hechos.
Los endemoniados a menudo padecían otras enfermedades, pero seguramente no hay nada improbable en la opinión de los teólogos católicos que los demonios a menudo afligían a aquellos que ya estaban enfermos, o que el mismo hecho de la obsesión o la posesión producían estas enfermedades como consecuencia natural (cf. Job 2,7; Görres “Die christ. Mystic”, iv; Lesêtre en "Dict. de la bible" s.v. Démoniaques). Los evangelistas distinguen claramente entre la enfermedad natural y la posesión: "Expulsó a los espíritus con su palabra y curó a todos los enfermos" (Mt. 8,16). "Le trajeron todos los enfermos y endemoniados… y curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios” (Mc. 1,32.34); y la distinción se muestra más claramente en el griego: pantas tous kakos echontas kai tous daimonizomenous.
Una afirmación favorita de los racionalistas es que la locura y especialmente la parálisis eran a menudo confundidas con la posesión. San Mateo no pensaba así, pues nos dice que “le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades [poikilais nosois] y tormentos [Basanois] diversos, endemoniados [daimonizomenous], lunáticos [seleniazomenous] y paralíticos [paralytikous], y los curó” (4,24). Y las circunstancias que ayudaban en las curaciones apuntan en la misma dirección. En el caso de las enfermedades ordinarias, se efectuaban en silencio y sin violencia; no siempre era así con los poseídos. Los espíritus malignos pasaban a los animales inferiores con resultados terribles (Mt. 8,32), o arrojaban a su víctima al suelo (Lc. 4,35) o, "el espíritu salió dando gritos y agitándole con violencia. El muchacho quedó como muerto, hasta el punto de que muchos decían que había muerto "(Mc. 9,25; cf. Vigouroux," Les livres saints et la crit. racionaliste ", París, 1891).
Abstrayendo totalmente del hecho de que estos pasajes son en sí mismos inspirados, prueban que los judíos de la época consideraban que estas manifestaciones particulares se debían a una fuente diabólica. Seguramente este era un asunto muy relacionado con la misión divina de Cristo como para pasarlo por alto como algo sobre lo que a los hombres se les permitiese tener opiniones erróneas, sin muchos inconvenientes desde el punto de vista religioso. Por lo tanto, si la posesión fuese simplemente una enfermedad natural y la opinión general de la época estuviese basada en un engaño, podríamos esperar que Cristo hubiera proclamado la doctrina correcta como lo hizo cuando sus seguidores hablaron del pecado del ciego de nacimiento (Juan 9,2-3), o cuando Nicodemo entendió mal su enseñanza sobre la necesidad de nacer de nuevo en el bautismo (Juan 3,3-4). Lejos de corregir la convicción prevaleciente, la aprobó y alentó con su palabra y acción.
Se dirigió a los espíritus malignos, no a sus víctimas; les dijo a sus discípulos cómo actuaba el espíritu maligno cuando fue expulsado (Mt. 12,44-45; Lc. 11,24-26), les enseñó por qué habían fallado en exorcizar (Mt. 17,19); les advirtió a los setenta y dos discípulos contra glorificarse en el hecho de que los demonios estaban sujetos a ellos (Lc. 10,17-20). Incluso confirió poderes expresos a los apóstoles "sobre espíritus inmundos, para expulsarlos y para sanar todo tipo de enfermedades y toda clase de dolencias" (Mt. 10,1; Mc. 6,7; Lc. 9,1); e, inmediatamente antes de su Ascensión, enumeró los signos que habrían de proclamar la verdad de la revelación que sus seguidores habrían de predicarle al mundo: “En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.” (Mc. 16,17-18). Así, la expulsión de los demonios está tan estrechamente ligada a otros milagros de la religión cristiana que apenas permite la separación.
Por lo tanto, el problema que confrontamos es el siguiente: si una creencia tan íntimamente conectada en la propia mente de Cristo con la misión que vino a cumplir se basó en un engaño, ¿por qué no la corrigió? ¿Por qué más bien la alentó? Solo dos respuestas parecen posibles. O era ignorante de la verdad religiosa o deliberadamente dio instrucciones que Él sabía eran falsas —instrucciones que engañaban a sus seguidores y que se calcularon eminentemente, como lo probó el asunto, para que tuviesen muy serias consecuencias, a menudo de la clase más dolorosa y deplorable, en toda la historia posterior de la Iglesia que fundó. Ningún católico puede soñar con admitir ninguna de las dos explicaciones. La teoría de la acomodación formulada por Winer (“Biblisches Realwörterbuch", Leipzig, 1833) puede ser descartada de inmediato (vea ENDEMONIADO). Quizás podría permitirse la acomodación entendida como la tolerancia de ilusiones inofensivas que tienen poca o ninguna conexión con la religión; en el sentido de la inculcación deliberada del error religioso, nos resulta muy difícil asociarlo con un alto principio moral, y es completamente imposible reconciliarlo con la santidad de Cristo.
Por qué la posesión debería manifestarse en un país en lugar de otro, por qué debería haber sido tan común en la época de Cristo y tan comparativamente rara en el nuestro, por qué incluso en Palestina debería haberse limitado casi por completo a la provincia de Galilea son cuestiones sobre las que los teólogos han especulado pero nunca han podido llegar a una conclusión segura (cf. Delitzch, "Sys. der biblis. Psychol.", Leipzig, 1861; Lesétre, op. cit.; Jeiler en "Kirchenlexikon", II, s.v. "Besessene"; San Agustín, City of God X.22). El fenómeno en sí mismo es preternatural; una explicación humanamente científica es, por lo tanto, imposible. Pero creemos que podría esperarse correctamente que, dado que Cristo vino a derrocar el imperio de Satanás, los esfuerzos de los poderes de las tinieblas deberían haberse concentrado en el período de su vida terrenal, y deberían haberse sentido especialmente en la provincia donde, con la excepción de algunas breves visitas a tierras vecinas, pasó su vida pública y pública.
Bibliografía: Vea también los artículos DEMONOLOGÍA, ENDEMONIADO, EXORCISMO, EXORCISTA, DIABLO,
DEMONIOS. En adición a las obras mencionadas arriba, vea PERRONE, De deo creatore, p. I, c. v, prop. I, II; BINTERIM, Denkwürdigkeiten, VII (Maguncia, 1841); MAURY, La magie et l'astrologie (París, 1900), p. II, c. II; TYLOR, Primitive Culture (Londres, 1891), cc. XIV, XV; SPENCER, Principles of Sociology, I.
Fuente: O'Donnell, Michael. "Demonical Possession." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12, págs. 315-217. New York: Robert Appleton Company, 1911. 10 mayo 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/12315a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina