Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Miércoles, 30 de octubre de 2024

Arquitectura Gótica

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar

Arquitectura Gótica: El término gótico fue usado por primera vez durante el Renacimiento tardío y con intención despectiva. Según Vasari, “aparecieron nuevos arquitectos, quienes levantaron, a la manera de sus naciones bárbaras, edificios en el estilo que llamamos gótico”; en tanto que Evelyn no puede menos que expresar la actitud mental de su propia época al escribir: “La arquitectura de griegos y romanos de la Antigüedad cumplía todas las perfecciones esperadas en un edificio sin tacha y bien logrado” —pero los godos y los vándalos la destruyeron e “introdujeron en su lugar una manera fantástica y licenciosa de construir: hacinamientos de pilares pesados, oscuros, melancólicos, monacales, sin proporción justa, utilidad o belleza”.

Por primera vez se intentaba destruir una forma de arte instintiva y, por lo que a Europa concierne, casi universal, y sustituirla por otra levantada sobre reglas artificiales y teorías premeditadas; por tanto, era necesario despejar el terreno de un crecimiento una vez exuberante y que todavía mostraba signos de vitalidad, para lo cual, las escuelas de Vignola, Palladio y Wren se vieron obligadas a despreciar el arte que se proponían desacreditar. En su ignorancia, tanto del verdadero entorno del estilo como de su naturaleza, los italianos del Renacimiento lo llamaron “maniera Tedesca”; y dado que para ellos la palabra “godo” implicaba barbarie a la perfección, es natural que la aplicaran al estilo que deseaban destruir. El estilo desapareció, pues había llegado a su fin ese tipo particular de civilización a la que expresaba; pero el nombre permaneció y ya a principios del siglo XIX, cuando en los inicios de una nueva época aparecieron nuevos apologistas, se recuperó el antiguo apelativo como el único disponible. Desde entonces, se hacen constantes esfuerzos por definirlo con mayor exactitud, por darle un nuevo significado o por sustituirlo con uno más expresivo de la idea que se desea transmitir.

La palabra en sí misma, según su uso actual, repele todo sentido de pensamiento preciso; en lo étnico, el arte al que describe es inmediatamente de origen franco-normando, y un abismo racial, religioso y cronológico se abría entre los godos arrianos, por un lado, y los francos y normandos católicos por el otro. Con la conquista de Italia y Sicilia por Justiniano (535-553) “la raza y nombre de los ostrogodos desapareció para siempre” (Bryce, “The Holy Roman Empire”, III,29) cinco siglos antes de los comienzos del arte que lleva su nombre. La erudición moderna busca tendencias más profundas que las raciales para la raíz del impulso artístico en cualquiera de sus formas, y aparte de la deseable corrección de un anacronismo histórico, se estima que el arte medieval (del cual la arquitectura no es sino una de sus categorías), puesto debe su existencia a influencias y tendencias más fuertes que las de la sangre, exige un nombre exacto, significativo e indicativo de una estimación más justa que la que actualmente se le tiene.

No obstante, los intentos de definir el término han tenido poco éxito. Ese esfuerzo ha producido resultados tan variados como los epítetos de Vasari y Evelyn, las nebulosas y sentimentales paráfrasis de los románticos a principios del siglo XIX, las estrechas definiciones arqueológicas de De Caumont y los rígidos formalismos de los más avezados lógicos y especialistas estructurales como Viollet le Duc, Anthyme Saint-Paul, Enlart y el profesor Moore. El único intento científico es aquél del cual el primero fue el creador y el último, su exponente más erudito y exacto. Dicho de manera concisa, lo que esta escuela afirma es que:

“todo el esquema del edificio está determinado, no por paredes, sino que toda su fuerza ha de residir en una armazón exquisitamente organizada y francamente reconocida. Esta armazón, hecha de pilares, arcos y contrafuertes, se libera de cualquier carga de pared innecesaria y se vuelve tan ligera en todas sus partes como compatible con la resistencia —la estabilidad del edificio no depende de la masa inerte excepto en el estribo exterior de partes activas, cuyas fuerzas opuestas se neutralizan entre sí y producen un equilibrio perfecto. Se trata, por lo tanto, de un sistema de empujes balanceados, opuesto al antiguo sistema de estabilidad inerte. La arquitectura gótica es tal sistema, ejecutado con un espíritu hermosamente artístico” (Charles H. Moore, "Development and Character of Gothic Architecture", I, 8).

Este es un admirable enunciado sobre el elemento estructural fundamental en la arquitectura gótica; pero dejándose arrastrar por su entusiasmo hacia el logro cimero del intelecto humano en el ámbito de la construcción, quienes han demostrado su preeminencia con mayor claridad usualmente han caído en el error de afirmar que esta cualidad única es la piedra de toque de la arquitectura gótica, lo cual minimiza la importancia de todas las consideraciones estéticas y así niega el nombre “gótico” a todo aquello donde no aparece consistentemente el sistema de empujes balanceados, bóvedas de nervadura y cargas concentradas. Incluso el propio profesor Moore afirma que “dondequiera que esté ausente una armazón sostenida bajo el principio de empuje y contra empuje, nos falta el gótico” (Moore, op. cit., I, 18). El resultado es que se le niega el título de gótica a toda la arquitectura medieval de Europa occidental, a excepción de la producida durante siglo y medio, y principalmente dentro de los límites del antiguo dominio real de Francia.

De toda la arquitectura inglesa producida entre 1066 y 1528, se dice que “deben desecharse las pretensiones inglesas de haber participado en el desarrollo inicial del gótico, o tener la arquitectura apuntada de la isla como propiamente gótica” (Moore, op. cit., prefacio a la primera edición, 8); y lo mismo se dice de la arquitectura contemporánea en Alemania, Italia y España. Lógicamente aplicada, esta regla también excluiría todas las iglesias techadas en madera y las estructuras civiles y militares erigidas en Francia al mismo tiempo que las catedrales, y (aunque no se insiste en ese punto) inclusive las fachadas occidentales de edificios tan reconocidamente góticos como las catedrales de París, Amiens y Reims. Como ha dicho un comentarista sobre arquitectura gótica, “una definición tan restringida carga dentro de sí su propia condena (Francis Bond, "Gothic Architecture in England ", I, 10).

Un argumento de mayor peso en contra de la aceptación de esta definición estructural reside en el hecho de que si bien, como lo declara Moore, “el monumento gótico, considerado maravilloso como organismo estructural, es aún más admirable como obra de arte” (op. cit., V, 190), este formidable componente artístico, predominante a lo largo de más de tres siglos en la mayor parte de Europa occidental, existió independientemente de ese supremo sistema estructural, y varía sólo en pequeños detalles de tendencia racial o presentación, ya se encuentre en Francia o Normandía, en España o Italia, Alemania, Flandes o la Gran Bretaña —este, que por sí mismo es manifestación de los impulsos subyacentes y los verdaderos logros de la era que denota, es tratado como un accesorio a una evolución estructural, y queda desprovisto de nombre excepto el título superficial “ojival”, que es aún menos descriptivo que la misma palabra “gótico”.

La definición estructural carece de aceptación general, dado que el temperamento de la época tiene cada vez menos paciencia con las definiciones materialistas, y existe la exigencia de interpretaciones más amplias, que tengan en cuenta los impulsos subyacentes en lugar de las manifestaciones materiales. Se reconoce el hecho de que en torno y más allá de los aspectos estructurales de la arquitectura gótica yacen otras cualidades de igual importancia y mayor amplitud, y, si la palabra ha de continuar usándose en el sentido general con el que siempre se ha usado, es decir, para denotar la expresión arquitectónica definida de ciertos pueblos que actuaban bajo impulsos definidos dentro de límites temporales definidos, un principio estructural completamente desarrollado no puede servir como prueba única de ortodoxia, si excluye un gran número de obras ejecutadas dentro de ese período, y que en todos los demás aspectos presenta completa uniformidad e importancia consistente.

Se puede decir de la arquitectura gótica que es un impulso y una tendencia, más que un logro perfectamente acabado; en lo estético, no alcanzó nunca la perfección en ningún monumento o grupo de monumentos, ni sus posibilidades se realizaron al máximo, excepto en la categoría de ciencia estructural. En ello, sólo los constructores de catedrales de la Ile-de-France alcanzaron el culmen, pero este hecho no puede dar a su trabajo exclusividad sobre el nombre de gótico. El arte de cualquier época es la expresión de ciertas capacidades raciales, modificadas por la herencia, la tradición y el entorno, y que se resuelven bajo el control de impulsos religiosos y seculares. Cuando estos elementos son sólidos y vitales, combinados en las proporciones correctas y operando durante un lapso suficiente, el resultado es un estilo definido en una o más de las artes. Tal estilo es la arquitectura gótica, y es a este estilo, considerado en su aspecto más amplio, al que se le aplica por acuerdo general el término “gótico”, y es en ese sentido en que se usa aquí esa palabra.

La arquitectura y el arte góticos son la expresión estética de esa época de la historia europea cuando el paganismo estaba extinguido, las tradiciones de la civilización clásica destruidas, las hordas de invasores bárbaros derrotados o cristianizados y asimilados; y cuando la Iglesia Católica se había establecido no solo como el único poder espiritual, supremo y casi incuestionable en autoridad, sino también como el árbitro de los destinos de los soberanos y de los pueblos. Durante los primeros cinco siglos de la era cristiana, la Iglesia había luchado por sobrevivir, primero contra el imperialismo agonizante, luego contra las invasiones bárbaras. El traslado de la autoridad temporal a Constantinopla había prolongado las tradiciones de la civilización en la que elementos griegos, romanos y asiáticos se fundían en un curioso crisol, uno de cuyos resultados fue un estilo arquitectónico que posteriormente, modificado por numerosos pueblos, sirvió como piedra angular de la arquitectura católica de Occidente. Entretanto, en este ámbito imperaba el caos absoluto, mas el fin de la Edad Oscura estaba a la mano y durante todo el siglo VI acontecieron eventos que sólo podían desembocar en su redención de Occidente.

No se puede subestimar el rol que desempeñaron la Orden Benedictina y el Papa San Gregorio I Magno en el desarrollo de esta nueva civilización: a través de la primera la fe católica se convirtió en un atributo más vivo y personal del pueblo y comenzó asimismo a forzar su camino a través de las fronteras de la barbarie, al tiempo que se restablecían, en cierta medida por su conducto, los hacía tiempo perdidos ideales de ley y orden. En cuanto a San Gregorio Magno, casi puede considerársele la piedra fundacional de la nueva época. La redención de Europa se consumó durante los cuatro siglos posteriores a su muerte, en gran medida a manos de los monjes de Cluny y el Papa San Gregorio VII (1073-1085), quien libró a la Iglesia del dominio secular. Con el siglo XII llegarían la reforma cisterciense, la revitalización y purificación del episcopado y del clero secular por los canónigos regulares, el desarrollo de las grandes escuelas fundadas en el siglo precedente, las comunas, las órdenes militares y las Cruzadas; mientras que el siglo XIII, con la ayuda del Papa Inocencio III, Felipe Augusto, San Luis, los franciscanos y dominicos, elevaría a su más alto de realización las potencialidades espirituales y materiales desarrolladas en el pasado inmediato.

Esta es la época de la arquitectura gótica. Conforme analicemos los agentes que en conjunto hicieron posible una civilización que solo podía florecer en un arte preeminente, encontraremos que caen dentro de ciertas categorías precisas. En lo étnico, la sangre septentrional de lombardos, francos y escandinavos proveería la vitalidad física de la nueva época. En lo político, el Sacro Imperio Romano, los reyes capetos de los francos y los duques de Normandía restaurarían un sentido de nacionalidad sin el cual es imposible la civilización creadora, en tanto que el papado, sirviéndose de la irresistible influencia de las órdenes monásticas, dio el impulso fundamental. La Normandía del siglo XI fue simplemente Cluny en plena acción, y durante ese periodo se crearon los elementos estructurales de la arquitectura gótica.

El siglo XII fue el siglo de cistercienses, cartujos y agustinos, en el que los primeros infundieron a toda Europa de un entusiasmo religioso que clamaba por expresión artística, mientras que por su antagonismo con el opulento arte de los viejos benedictinos desviaron la atención de la decoración al diseño, forma y construcción. Las reformas cluniacenses y cistercienses, por conducto de sus propios miembros y las otras órdenes a las que dieron origen, fueron el brazo móvil y eficiente de un papado reformador, y desde el día en el que San Benito promulgó su Regla, se convirtieron en la manifestación visible de la ley y el orden. Al llegar el siglo XIII, el episcopado y el clero secular se unieron a la labor de dar expresión adecuada a una fe religiosa unida e incontestada, y podemos decir, por lo tanto, que la civilización de la Edad Media fue lo que hizo de ella la fe católica organizada e invencible. Se puede, por lo tanto y con buenas razones, sustituir el título no descriptivo “gótico” por el término “estilo católico”, exacto y razonablemente amplio.

Los inicios del arte que marcó el triunfo del cristianismo católico se encuentran en Normandía. Ciertos elementos se remontan a los constructores carolingios, los lombardos en Italia y los coptos y sirios del siglo IV, y por tanto a los griegos de Bizancio. No son más que elementos, gérmenes que no se desarrollaron sino hasta que recibieron la pujanza de los escandinavos y fueron avivados por el espíritu de la reforma cluniacense. El estilo desarrollado en Normandía durante el siglo XI contenía la mayor parte de estas normas elementales que los francos debían fusionar y coordinar aún más, llevadas a su perfección final y transfiguradas por el espíritu que fue el de todo el mundo medieval. Por maravilloso que fuese este logro, el de los normandos fue aún más notable, pues en el estilo que transmitieron a los francos yacía inherente toda su potencialidad esencial. En ese momento, Normandía fue el foco de la vitalidad septentrional y casi, por el momento, el centro religioso de Europa misma. La fundación de monasterios rayaba en manía y el resultado fue un notable renacer del aprendizaje; las abadías de Bec, Fécamps y Jumièges se hicieron famosas en toda Europa y atraían estudiantes de todas partes del Continente; en este particular, inclusive Cluny misma quedó en segundo lugar. Fue una civilización muy vigorosa y extendida, en la que la expresión arquitectónica se volvió un imperativo. Convencida de que

“formaba parte y desempeñaba el papel protagónico de la civilización de Europa…
Normandía percibió e imitó el progreso arquitectónico de otras naciones, aun las
alejadas de sus fronteras. En este tiempo, no había ningún país europeo que pudiera
compararse con Lombardía en cuanto a logros arquitectónicos. Por lo tanto, fue
en Lombardía donde los normandos buscaron inspiración para sus propias
edificaciones. Adoptaron lo vital del estilo lombardo, lo combinaron con lo que
ya habían aprendido de sus vecinos franceses y agregaron un cuantioso
elemento de su propio carácter nacional.”
(Arthur Kingsley Porter, "Mediaeval Architecture", VI, 243, 244).

¿Cuáles son esos elementos que se tomaron prestados de los lombardos y los francos y formarían el cimiento de la arquitectura gótica? De aquéllos, son: - La columna en haz y la arquivolta. - El sistema alterno. - Las bóvedas de nervadura y vaída.

De éstos (es decir, de los vestigios carolingios): la planta basilical modificada, con sus naves triples, atravesadas por un crucero extendido, y con tres ábsides. Esto, la base de la típica planta normanda y gótica, deriva directamente de la iglesia de la Natividad en Belén, desconociéndose su fecha de origen. Pudo ser construida por Constantino o por Justiniano, o en cualquier momento entre ambos. En todo caso, ni antes de 300 ni después de 550 d.C. las torres pareadas, hacia el oeste, la linternilla o torre central, sobre el crucero, y el sistema interior triple, compuesto por arquería, triforio y clerestorio.

Se verá que las principales disposiciones de la planta gótica derivan del desarrollo carolingio sobre las modificaciones bizantinas hechas a la basílica cristiana temprana, que en sí misma era una adaptación de la Roma pagana; empero, de los lombardos se habían adquirido tres elementos que están en la base de la construcción gótica. Se rechazaron muchas de las características más típicas de las arquitecturas bizantina, carolingia y lombarda, lo cual demuestra que no se siguió un proceso de imitación servil sino de selección consciente; no se apreciaron las vastas posibilidades inherentes en otras características, por ejemplo, en el motivo de domo poligonal, rodeado por un ambulatorio abovedado, presente en San Vitale y Aquisgrán, de donde los francos desarrollaron la girola gótica, o en el arco ojival, nunca usado por los normandos con todo y que debieron conocer o imaginar su existencia.

Por fortuna, se conservan los pasos genuinos en el desarrollo de lo que puede llamarse “el orden gótico”, desde la primitiva basílica hasta la plena perfección de Chartres, y podemos rastrear el progreso año tras año, a manos de los varios pueblos. Ya a principios del siglo X, agotadas las existencias de columnas de la antigüedad, los pilares cuadrados, hechos de piedras pequeñas, ocupaban el lugar de los fustes monolíticos, pero el sistema basilical de antaño permanecía intacto (excepto en las iglesias carolingias poligonales), con sus arquerías cargando los muros portantes de la cubierta, éstos perforados por ventanas estrechas, más el muro envolvente, construido por separado, que limita las naves laterales cerradas con tejado de madera. En Sant’ Eustorgio, Milán (hacia 900), encontramos evidencia de arcos transversales, tendidos desde cada pilar de la arquería al muro circundante, lo que hacía necesario agregar una pilastra plana a cada pilar, para tomar el arranque del arco. Estos arcos pudieron surgir del propósito de reforzar la fábrica, de razones ornamentales o por imitación de arcos similares en las iglesias de domo carolingias, pero al margen de su origen subsiste el hecho de que en lo estructural constituyen el paso inicial hacia la evolución del sistema gótico de construcción. Posteriormente se tendieron arcos transversales sobre la nave, siendo el primer ejemplo registrado el de la iglesia de los santos Felice y Fortunato en Vicenza, fechada en 985. No era necesario, ni por razones estructurales ni estéticas, disponer un arco en cada pilar, de modo que sólo se colocaron alternados, lo que llevó a suprimir el correspondiente arco sobre la nave lateral y a reducir aquel pilar que no portaba ya arco alguno. Para cargar los grandes arcos de la nave se adosaron pilastras por la cara del pilar que ve hacia la nave central y estas pilastras, lo mismo que las que ven hacia la nave lateral, se hicieron de sección semicircular. Si suponemos, como es válido hacerlo, que en otros ejemplos se retuvieron todos los arcos transversales de la nave lateral, en tanto que sólo cada tercer pilar cargó un arco sobre la central, tendremos una planta formada por pilares en haz, que cargan arcos portantes, en sentidos longitudinal y transversal, los cuales dividen toda la superficie en cuadrados, grandes y pequeños, donde con frecuencia los cuadrados grandes ocupan cuatro veces la superficie de cada uno de los de la nave lateral.

El siguiente de aquél pueblo en la vía del progreso sería abovedar estos cuadrados con mampostería, pues las cubiertas de madera eran tan inflamables; más aún, los constructores carolingios siempre habían abovedado sus áreas cuadrangulares pequeñas. El progreso inició de inmediato, por supuesto en los cuadrados laterales, donde el problema estructural era más sencillo. No hay fecha registrada; no quedan ejemplos tempranos en Lombardía, pero en Normandía encontramos, hacia 1050, iglesias que poseen naves laterales cubiertas por bóvedas de arista, cuadradas, donde se muestran los arcos transversales. El siguiente paso lo fue, desde luego, el abovedado de los grandes cuadrados de la nave, pero antes de intentar tal cosa se ideó la bóveda de nervaduras, lo que simplificó la tarea en lo estructural. Los antiguos arcos transversales proveyeron el indicio; cuando se quería abovedar una nave lateral así atravesada, los arcos ya existentes eran una plataforma por demás conveniente sobre la cual podían descansar los sillares de la bóveda, ahorrando, en igual medida, parte del encofrado temporal. El intelecto no dejaría de sugerir que un recurso tan útil en lo transversal podría serlo también en las diagonales, mucho más difíciles de construir y más susceptibles de ceder en el caso de bóvedas de arista, sin nervaduras. ¿Cuándo ocurrió esta invención, gestadora de una época, y a manos de quiénes? Dónde, es probable que no lo sepamos nunca, ni cuándo, con exactitud, pero no pudo ser antes de 1025 ni después de 1075. San Flaviano Montefiascone, fechada con certeza en 1032, tiene naves laterales con bóvedas nervadas de origen, que son las más tempranas que se conozcan, mientras la bóveda central de Sant’ Ambrogio Milán (hacia 1060) es una construcción nervada completa. “Las autoridades más reacias (como Venturi, Storia dell’ Arte Italiana, 1903, quien cita a Stiehl, 1898), aceptan el punto de vista que las bóvedas son fábrica extranjera, derivada de Borgoña, más o menos coetáneas de la torre del campanario [1129]… La evidencia parece obligarnos a suponer que Sant’ Ambrogio derivó su esquema de construcción de Normandía. Puede ser que el origen de las bóvedas deba buscarse inclusive en Inglaterra, pero hay muchas razones para pensar que la semilla de la idea, como tantas otras, provino de Oriente". (W. R. Lethaby, "Mediaeval Art", IV, 100-111.)

Lo más probable es que los originadores de un recurso tan preñado de posibilidades futuras fueran los lombardos. La nueva bóveda, de arista, nervada, cupular, era todo un tipo nuevo, distinto de cualquier cosa anterior. Difería de la bóveda romana particularmente en que ésta tenía un coronamiento a nivel, resultado de usar arcos de medio punto, laterales y transversales, más arcos de arista elípticos (que se forman naturalmente con la intersección de dos bóvedas de cañón de radios iguales), en tanto que la bóveda “lombarda” se construía con diagonales de medio punto y el resultado presentaba esa forma de cúpula que los constructores góticos de Francia siempre mantuvieron, dada su belleza intrínseca. Por último, las nuevas diagonales sugerían nuevos soportes en los ángulos del pilar y de ahí obtenemos la columna en haz completamente desarrollada, la que posteriormente, a manos de los ingleses, alcanzaría extremos de belleza, siendo también un poderoso factor en el desarrollo del sistema estructural gótico.

Faltaba dar el último paso en la elaboración de la planta de bóvedas gótica: la sustitución de áreas abovedadas cuadradas por rectangulares. Esto se logró por fin en la Isla de Francia, luego de numerosos experimentos normandos de los que quedan evidencias en las bóvedas de San Jorge de Bocherville y en dos grandes abadías de Caen. El abovedado sexpartita de la última, junto al de otras cinco iglesias normandas de similar cubierta y al del coro de San Dionisio en París ha sido siempre una incógnita arquitectónica, pues estando claro que se trata de una fase en el desarrollo de la bóveda cuatripartita rectangular, aparece en los casos dichos algunos años después de que el sistema ulterior, según se sabe, fuera comprendido plenamente en Francia y tres cuartos de siglo luego de las bóvedas de Sant’ Ambroglio. Hay una razón para suponer que se trata del retorno a alguno de los experimentos más tempranos en el desarrollo de la bóveda rectangular, amplia y elevada, a partir de la pequeña y cuadrada, de las naves laterales. Puede suponerse que las bóvedas sexpartitas existieron en Lombardía antes de desarrollarse la cuatripartita, lo cual explicaría la persistencia, en Sant’ Ambroglio, de los fustes en los pilares intermedios, para los que no hay razón de ser aparente. La bóveda de la Abbaye aux Dames puede considerarse como bóveda nervada cuatripartita de planta cuadrada, bisectada y reforzada con un arco transversal de enjuta cerrada, o como una serie de arcos transversales, uno en cada par de pilares, con los espacios de la cubierta cerrados por superficies de piedra curvas, cargadas por nervaduras diagonales que se encuentran entre sí en el coronamiento de cada tercer arco transversal. El primer caso indicaría el temor de confiar en la estabilidad de una bóveda cuatripartita tan grande hasta que se demostrara la eficiencia del experimento; el segundo, un paso en la evolución de la gran bóveda de Sant’ Ambroglio, de la que se ha perdido toda evidencia local. La bóveda de la Abbaye aux Hommes es un paso más en este desarrollo: los espacios abovedados se curvan tanto desde el arco transversal como del intermedio, que de esta manera deja de ser un arco —como en la Abbaye aux Dames— y se convierte en una verdadera nervadura. El resultado es un sistema de abovedado muy sólido, particularmente efectivo por su juego de luz y sombra y por su composición lineal, por lo cual no sorprende que de tiempo en tiempo, los constructores normandos lo usaran de nuevo, o que el abad Suger mismo lo empleara para su magnífica abadía, por su solidez o su belleza, en lugar de la bóveda cuatripartita, más simple y abierta.

Entretanto, el otro gran problema estructural, apuntalar los empujes de la bóveda, lo habían resuelto los normandos. La construcción romana neutralizaba el empuje de las bóvedas de cañón con muros de gran espesor, y el de las bóvedas de arista con el mismo y torpe recurso o con muros transversales; cuando los lombardos tendieron por primera vez arcos transversales sobre sus estrechas naves laterales, agregaron breves pilastras exteriores en el punto de contacto, dado que los muros ya eran suficientemente fuertes como para tomar el leve empuje de esos pequeños arcos. El problema se agravó al abovedar la nave; en Sant’ Ambroglio no se atrevieron a levantar el arranque de la bóveda por encima del piso del triforio y el empuje fue recibido con dos arcos masivos que salvan la nave lateral, uno abajo y otro arriba de dicho piso, escondiendo el arco superior bajo el tejado de la nave, que se continuó hasta el muro circundante. Por supuesto, no se trataba de otra cosa que del muro transversal romano, perforado mediante vanos en arco; el resultado no es bello y quedó a los normandos el desarrollo de un método mejor y más científico. En sus manos, la breve pilastra de los lombardos se convirtió de inmediato en un contrafuerte funcional y no un aditamento decorativo, al tiempo que los pasos sucesivos en el desarrollo del arbotante están registrados y son de particular interés. En la Abbaye aux Hommes se emplearon como recurso medias bóvedas de cañón, que arrancan en los muros circundantes y se apoyan contra las bóvedas de la nave por abajo del tejado. Aunque se trata en realidad de arbotantes ocultos, lo eran de mala manera, ya que sólo una pequeña parte de su acción recibía el empuje concentrado de las bóvedas que estabilizaban, mientras el resto operaba sobre los muros entre los pilares, donde no se requería apuntalamiento alguno (Moore, op. cit., I, 12, 13).

En la Abbaye aux Dames se remediaron estos defectos, pues se suprimió la bóveda de cañón excepto en la pequeña porción donde se apoya contra el arranque de la bóveda. He ahí el arbotante. Aún estaba escondido bajo el tejado del triforio, sin declararse a la vista, pero en lo funcional estaba completo.

El fruto de la reforma cluniacense actuando en sangre normanda fue la evolución de los lineamientos principales de la planta gótica (excluyendo la terminación oriental o girola), junto al desarrollo del sistema gótico de abovedado y el principio gótico de concentrar empujes que se reciben con contrafuertes y arbotantes. El verdadero “sistema gótico” es, entonces, un producto de Normandía. Entretanto, ¿qué se había hecho para resolver la otra mitad de la idea gótica, léase el redescubrimiento de los principios fundamentales de belleza pura, su análisis dentro de los elementos de forma, composición, proporción, relación y ritmo, línea y color, más claroscuro, y qué se había logrado en la vía de desarrollar esa nueva calidad de forma-expresión que, distinguiéndose de todas las escuelas del pasado, da al arte gótico su personalidad peculiar? Nada, por lo que a Normandía concierne, salvo lo relativo a ciertas cualidades arquitectónicas reveladas primeramente en Jumièges y, enseguida, en las abadías de Caen y San Jorge de Bocherville. La Abbaye aux Hommes es la norma de todas las catedrales francesas, la Abbaye aux Dames, del orden inglés; mientras Jumièges, antecesora, permanece como una de las más asombrosas construcciones de la historia. Si tuvo antecedentes, si ocurrió como culminación de una larga y progresiva serie de experimentos en el desarrollo de la forma arquitectónica, la evidencia se ha perdido para siempre pues como están hoy las cosas, permanece aislada, casi sobrenatural. Hasta donde sabemos, no tuvo precursoras, pero ahí está, la majestuosa ruina de una iglesia monástica más grande que ninguna otra desde tiempos de Constantino y tanto más avanzada, por lo que a diseño y desarrollo se refiere, que ninguna estructura coetánea. Montier en Der, una abadía del alto Marne, construida por los abades Adso y Berenger (960, 998), es la única estructura registrada que tenga cierto parentesco con Jumièges y la diferencia entre las dos, a una distancia de sólo 50 años, es la que hay entre barbarie y civilización. Todo lo bueno en la arquitectura lombarda está asimilado y por añadidura, encontramos fijadas para el resto del periodo gótico esas magníficas y enaltecidas proporciones, esa magistral disposición de la planta, el poderoso agrupamiento de las elevadas torres; encontramos ya completo el organismo de triforio en arquería y clerestorio, que juntos establecerían el carácter de la arquitectura gótica durante toda su duración y seguirían sin cambio, si bien perfeccionados una y otra vez mientras la civilización cristiana de la Edad Media permaneció operativa. Luego de Jumièges, las abadías de Caen fueron fáciles y, dada la continuación de las condiciones culturales, Amiens y Lincoln resultan inevitables.

Durante la segunda mitad del siglo XI, estas condiciones culturales desaparecieron de Normandía. Tiempos difíciles le vinieron al ducado luego de la muerte de Guillermo el Conquistador, y la elaboración del estilo, hasta su suprema y lógica culminación, quedó en otras manos, vgr. las de los franceses del antiguo Dominio Real y las de los normandos trasplantados a Inglaterra. En Francia, al siglo XI lo distinguió la ineficiencia real, la tiranía feudal sin freno, la rebeldía de los obispos al control papal, la indiferencia hacia la reforma cluniacense y en general, la anarquía. A mediados de siglo, Cluny ya había cumplido su labor inmediata y comenzaba a faltar a sus enaltecidos ideales, pero otros ocuparían su lugar y harían su labor, y en 1075, san Roberto de Molesme fundó en Borgoña la primera casa del orden cisterciense, que desempeñaría en el siglo XII el papel de Cluny durante el siglo XI. La contienda preliminar que despejaría el terreno francés comenzó con el concilio de Reims, convocado por el Papa León IX (1049-1054), en el que el pontífice y las órdenes monásticas hicieron causa común contra la simonía, el mundanidad y la independencia del episcopado local. Esta lucha se libró al mismo tiempo que otra aún mayor contra el imperio, y al igual que en ésta, la victoria fue del papado. Con el final del siglo XI, las condiciones en Francia eran tales que la antorcha caída de las manos de los decadentes normandos pudieron recogerla y portarla, en su ascenso, los francos.

La explosión de vigor arquitectónico en la Isla de Francia durante la primera mitad del siglo XII es de notar. Soissons, Amiens y Beauvais se convirtieron simultáneamente en centros de actividad y la bóveda nervada aparece al mismo tiempo en muchos lugares. Durante la primera fase de la transición, 1100 a 1140, los constructores lucharon por dominar la bóveda de nervaduras en sus cuestiones más simples: aprendieron a construirla sobre plantas cuadradas y rectangulares, e inclusive sobre las incómodas curvas de los ambulatorios, pero sus experimentos siempre fueron en pequeña escala. Durante la segunda fase (1140-1180), se abordó el problema de abovedar grandes naves; la evolución se centra en el peculiar desarrollo que el genio de los constructores franceses dio a los arbotantes ocultos y a la bóveda sexpartita, los dos tomados de Normandía (Porter, op. cit., II, 54).

El ambulatorio circular de Morienval (hacia 1122), con sus bóvedas apoyadas en nervaduras de planta curva, y la iglesia de San Esteban en Beauvais (hacia 1130), de la que el profesor Moore dice que a excepción de San Luis en Poissy es “la única estructura románica conservada en suelo francés diseñada sin duda alguna con bóvedas nervadas de arista, lo mismo en nave central que en laterales”, son valiosos hitos de ese desarrollo. La otra tarea de los constructores franceses se simplificó con la introducción de la ojiva. Al igual que con la bóveda nervada, no hay manera de conocer la fuente precisa de donde se tomó. Se le usaba en el Oriente desde casi mil años antes de su aparición en Occidente; para 1050 se ha consolidado en el sur de Francia como la manera efectiva y económica de dar sección a las bóvedas de cañón y de ahí emigró a Borgoña y luego a Berry (donde aparece en 1110), aunque siempre en relación a bóvedas más que a arcos. El arco ojival estructural más temprano que se tenga registrado en Francia es el del ambulatorio de Morienval, mencionado antes, y data de 1122. Esta forma, tan preñada de posibilidades estructurales y artísticas, tal vez llegó con los peregrinos de Tierra Santa, o tal vez se desarrolló por su propia cuenta. Cualquiera que sea su origen, sus ventajas son tan grandes desde un punto de vista práctico que resulta difícil de creer que las razas que produjeron Sant’ Ambroglio y Jumièges no elaboraran por sí mismas la idea del arco ojival. Sus dos grandes virtudes son la brevedad de su empuje lateral en relación al del arco de medio punto, y su infinita posibilidad de variar su altura. Las diagonales elípticas de los romanos no convencieron a los constructores septentrionales y las formas cupulares que resultan del uso uniforme de arcos de medio punto, aunque no ofendan al usarse en superficies cuadradas, son imposibles cuando se quiere cubrir espacios rectangulares, no teniéndose en ese tiempo todavía el recurso de peraltar los arcos longitudinales. Con la ojiva, todas las dificultades desaparecen. En unos cuantos años luego de introducida, se volvió forma universal, y su belleza era tal que de inmediato suplantó al arco de medio punto para salvar cualquier claro. Casi a la par de la aceptación del arco ojival apareció el recurso de peraltar, como se hizo con los arcos transversales de Bury (hacia 1125). Esto sugeriría que para los constructores góticos, el valor de este arco estaba más bien en su empuje comparativamente pequeño y su belleza intrínseca, más que en la facilidad con la que podía usársele para obtener coronamientos a nivel al cubrir áreas rectangulares. Desde el principio, peraltar los arcos longitudinales fue casi constante en Francia: en lo estructural, concentra el empuje de la bóveda sobre una línea vertical comparativamente estrecha, donde es fácil de recibir con arbotantes, permite la más amplia superficie de ventana en el clerestorio, y la composición de líneas y superficies delicadamente onduladas o torcidas resulta por sí misma tan hermosa, que una vez descubierto, los francos, amantes de la lógica y la belleza, no pudieron ya abandonarlo.

Los avances estructurales y estéticos procedieron con ímpetu. Unos años luego de Bury se construyó Saint Germer de Fly, siendo 1130 la fecha aproximada que Moore le asigna. Aquí encontramos un edificio casi tan sorprendente como Jumièges, pues si la fecha citada arriba es correcta, la iglesia no tiene ni prototipo ni fases experimentales que la anuncien. El abovedado, tanto del ambulatorio como del ábside, está peraltado y tiene todas sus nervaduras, las columnatas todas están finamente articuladas, las dimensiones son señoriales, las proporciones, justas y efectivas y la extremidad oriente es un ábside perfectamente desarrollado, con capillas rudimentarias; una girola en potencia. Los arbotantes aún se ocultan bajo el triforio y por fuera, el edificio carece de todo carácter gótico, pero el organismo gótico está casi completo.

San Dionisio, creación del abad Suger cuya terminación oriente se data de 1140 y es totalmente nueva, ostenta casi completamente desarrollados la planta, el orden y el sistema góticos, incluida una genuina girola, de capillas y doble ambulatorio absidial. Este último atributo, de entre las partes de la iglesia gótica quizás el más genial en concepto y esplendoroso en efecto, tal vez deriva de la terminación triabsidial de la basílica carolingia o de las estructuras de domo poligonal de la misma época. Formas de transición se encuentran a todo lo largo del siglo XI y el desarrollo a partir de plantas como la de San Generou por un lado y Aquisgrán por el otro, hasta San Dionisio, presupone grados de fuerza inventiva y vitalidad desbordante como los que de hecho existieron durante los siglos XI y XII.

Con la girola tan acabada como lo está en San Dionisio, sólo queda el gradual perfeccionamiento y refinamiento del sistema estructural y el dotarlo de esa cualidad de singular belleza en cualquier aspecto que vendría a ser el florecimiento mismo de la civilización católica durante la Edad Media. Desde mediados del siglo XII, ambos procesos avanzaron parejos y simultáneos. Noyon vino enseguida y aquí, se dice, los arbotantes emergieron por primera vez sobre el tejado, para mostrar de manera lógica el sistema constructivo y situar el apuntalamiento arriba del arranque de la bóveda, donde se da de hecho el empuje más fuerte, lo cual permitió bajar el techo del triforio de modo que las ventanas del clerestorio obtuvieran mayor altura y, de paso, mejores proporciones en relación a la arquería y el triforio. Senlis, de la misma fecha, demuestra un gran avance de pericia mecánica y exactitud lógica, con una innovación que atrae menos admiración: la sustitución de los pilares intermedios por columnas cilíndricas, en cuyos remates descansan los ejes de las nervaduras intermedias de la bóveda sexpartita.

Repetido este recurso astuto pero poco convincente en Nuestra Señora de París, se le abandonó por insatisfactorio al demostrarse que no era más que un experimento, y los más grandes monumentos del gótico francés como Chartres, Reims, Bourges y Amiens se ciñen al recurso específicamente gótico de la columna de haz, donde cuando menos las nervaduras transversales se conducen franca y firmemente hasta el pavimento.

La construcción de la catedral de París inició en 1163 por el coro y se completó en 1235 con la construcción de las torres occidentales. Del extremo oriental al occidental, por conducto de la belleza de la forma y la línea, van desarrollándose la certidumbre del toque, la eficiencia estructural y la expresión de civilización medieval en su culmen. El orden interior muestra los defectos de imperfecta organización del sistema normando, particularmente en la altura del triforio abovedado, tan grande que no hay ritmo en la relación entre arquería, triforio y clerestorio, junto al esquema columnar de Sens y Noyon (la imposición de los ejes de la bóveda sobre remates de columnas cilíndricas sin mérito), el cual debe considerarse un retroceso en la perfecta articulación del sistema gótico. Con todo, la planta se desarrolla con nobleza, refinada en cierto grado en sus relaciones de altura y ancho, mientras el diseño gótico de la fachada oeste (1210-36) llega, tal vez, al más alto nivel alcanzado hasta entonces en lo que a sencillez, poder y proporción clásica se refieren. La semilla de Jumièges ha fructificado a plenitud. La fachada de Nuestra Señora debe considerarse como uno de los pocos logros arquitectónicos perfectos. En la catedral de París, además, se muestra la maravillosa capacidad incluyente del nuevo arte; el diseño, como materia distinta de la ciencia constructiva, fluye abundante en el tratamiento exterior; el rosetón lombardo se ha desarrollado al máximo; el detalle decorativo, por su diseño y emplazamiento, alcanza seguridad y maestría; por su parte, la escultura, el vitral y la pintura, por lo que los documentos nos dicen, han progresado cuando menos a la par de su hermana, la arquitectura. Es particularmente en la escultura es donde ocurre un avance asombroso. Durante generaciones se sostuvo que devolver la escultura a las bellas artes se debió a Italia, particularmente a Niccolo Pisano, pero el hecho es que esto se logró en Francia desde un siglo antes. Ese renacimiento comenzó en el sur, donde los vestigios bizantinos eran numerosos y la tradición permanecía. En Clermont-Ferrand, a fines del siglo XI se desarrolló una escuela de hábiles escultores; Toulouse y Moissac siguieron y para 1140, en la Isla de Francia se producían obras que demuestran “gracia y maestría de diseño, verdad y ternura de sentimiento, más una delicadeza y precisión en el cincelado sin paralelo en ninguna otra escuela como no sea las de la Grecia de la Antigüedad e Italia en el siglo XV (Moore, op. cit., XIII, 366). Las piezas en San Dionisio, Chartres, Senlis y París son perfectos ejemplos de escultura más allá de toda crítica en sí misma y exquisitamente adaptada a la función arquitectónica; la estatua de Nuestra Señora en el portal del transepto norte de París puede compararse, sin nada que pierda, con las obras maestras de la escultura helenística. Quedan suficientes vitrales, aquí y en otros lugares, como para demostrar cuán maravilloso fue ese arte nuevo, creado por el medioevo; nos hace creer que pintura y dorado de las superficies interiores estuvo al mismo grado de perfección. Puesto que lo que nos queda son las catedrales e iglesias —dado que muchos vitrales fueron destruidos por iconoclastia y brutalidad salvajes, dado que han desaparecido todos los rastros de color de las paredes, y con éstos, los altares originales, con sus ornamentos y ricos cortinajes (ocupando su lugar monstruosidades como la de Chartres), dado que relicarios, rejas y tumbas, todos maravillosamente forjados en colores y dorados, fueron destrozados y arrojados al montón de escombros—, tenemos sólo una idea, inadecuada en el mejor sentido, de la naturaleza de ese arte cristiano que surgió en los siglos XII y XIII como resultado de la fusión de todas las artes, cada cual llevada ya a su más alto grado de eficiencia. Acerca del color del arte gótico, ya perdido, Prior sostiene: Podemos estar seguros que en el esquema colorístico de la Edad Media no hubo nada crudo, pues ¿no tenemos como evidencia los manuscritos miniados? Por su armonía, pura y delicada, una página de manuscrito de los siglos XIII o XIV puede competir con las obras de los más grandes maestros del color que el mundo ha conocido, y no podemos dudar que la misma maestría de tintes brillantes y armoniosos se mostró en la pintura de las catedrales (op. cit., Introd., 19).

Indicios de lo desaparecido pueden obtenerse en los desteñidos frescos de Cimabue y de los pintores de Siena, según puede vérseles hoy en Asís, Florencia y Siena misma. Los defectos de París desaparecen casi todos en Chartres, que entre todas las catedrales góticas es la más próxima a la perfección, en concepto tanto como en los detalles de ejecución. Se trata, sin duda, del más noble interior de la cristiandad, aunque las porciones bajas del coro han sido arruinadas por el vandalismo más agresivo del siglo XVIII. Sus relaciones de tamaño son del mismo tipo de la fachada de París, acabado y clásico, y se encuentra en ese punto intermedio en el que los defectos del sistema normando ya fueron eliminados y aquellos de vitalidad demasiado exuberante del siglo XIII aún no aparecen. Como ya se dijo, la arquitectura gótica es un impulso y una tendencia, más que un logro perfectamente alcanzado; como elemento, la personalidad interviene como en ningún otro de los grandes estilos y por lo tanto estuvo sujeta no sólo a los deslumbrantes vuelos del genio espontáneo sino también a las imaginaciones desviadas de atrevidos innovadores. A la noble serenidad de la fachada de París la siguió la inquieta complejidad y falta de relación de Laon. Apenas cinco años luego de lograrse la obra maestra de Nuestra Señora, se reconstruyeron los arbotantes de la girola y en lugar de la sencillez y lógica del sistema de arcos dobles, que declaran perfectamente la planta, se acudió a los actuales arcos, audaces y sorprendentes pero ilógicos y desgarbados, que desde los puntales exteriores vuelan sobre ambas naves hasta el arranque mismo de la bóveda superior. Del mismo modo, al construir Amiens, el orgullo de la pericia estructural sacrificó las exactas proporciones de Chartres, y la armonía sin tacha en partes y proporciones cedió ante la enjuta elegancia y las inquietantes alturas que en Beauvais, poco después, serían la derrota del arte gótico. Finalmente, el sistema de cargas concentradas que posibilitaba esa estructura de mampostería reducida a un esqueleto portador de bóvedas de piedra y cerrado por muros de vidrio tentó el sentido de audacia y la inevitable lógica del genio francés, y lo condujo a una imprudente reducción de sólidos tal que debe considerarse apartada de la justeza y grandiosidad de un esquema arquitectónico clásico, como el que se encuentra en Chartres, por mucho que se justificara estructuralmente y por maravillosos que pudieren haber sido los resultados que hacía posibles en cuanto a arrebolados muros de colores apocalípticos.

Fue la lógica del parisino lo que trajo a su gótico tanto la excelencia extrema como la decadencia: la ciencia de la construcción de bóvedas encajaba con sus inclinaciones. Atrapado por el concepto, se vio obligado a desarrollarlo hasta el final por su facultad lógica. Alzó sus bóvedas más y más alto; aplomo y apuntalamiento, trabazón de empuje y esfuerzo se volvieron más complejos y audaces, hasta que la masa material desapareció del diseño y las catedrales se volvieron especies de mallas de piedra prendidas al suelo mediante pináculos (Edward S. Prior, "A History of Gothic Art in England", I, 9). No debe ignorarse el hecho de que aún en los monumentos culminantes del siglo XIII en Francia, la manía de construir esqueletos condujo a subterfugios desafortunados. La reducción de la mampostería se llevó más allá de su mínimo posible y su insuficiencia se suplementó con barras, anclas y cadenas de hierro escondidas.

Las ventanas se subdividieron mediante fuertes rejas de hierro forjado, con barras horizontales que en algunos casos atraviesan los pilares. En la Santa Capilla, una cadena perimetral se ahogó dentro de los muros y las nervaduras de piedra se reforzaron por los costados con listones curvos de hierro, remachadas a éstas (W.R. Lethaby, “Mediaeval Art”, VII, 161). A pesar de estos errores por la excesiva perfección en el dominio del arte de la construcción, al grupo de catedrales surgido en Francia durante el siglo XIII deberá considerársele como la cúspide de la arquitectura católica. Bourges, Reims y Amiens, junto a incontables ejemplos de un arte perfeccionado, desde el canal de la Mancha hasta los Pirineos, desde los Alpes hasta el océano, forman el más grande ciclo constructivo que el hombre jamás produjera en un estilo, definido y altamente desarrollado, y son la más sobresaliente demostración histórica de la capacidad humana de desarrollar la perfección material con belleza absoluta y significado espiritual, todo bajo el control y el impulso de una fe religiosa predominante e indivisa. Hay tres asuntos, abstrusos y relativos a la naturaleza y desarrollo de la arquitectura gótica, sobre los que se ha escrito mucho, sin que podamos considerar nada como terminante: los Commacini, o gremio de constructores del siglo VII; los “refinamientos estructurales”, a los que Goodyear ha dedicado tanto estudio; el uso de ciertos números místicos y su relación con la solución de los problemas de proporción.

Sobre los Commacini, cuyo nombre aparece por primera vez en un documento de mediados del siglo V, Lethaby afirma: Los estudiosos sostienen por lo general que la palabra no se refiere a un centro en Como sino que debe considerarse que significa una asociación o gremio de constructores, y que la importancia de los Magistri Commacini de los que se habla en el siglo VII no era menor. Parece probable, sin embargo, que la propagación del arte italiano septentrional hacia muchas partes de Europa, aparentemente ocurrida en los siglos XI y XII, puede rastrearse al hecho de que los gremios en Italia gozaban privilegios que daban a sus miembros la libertad de viajar en una época, en Occidente, en la que los constructores estaban sujetos a casas solariegas o monasterios (W.R. Lethaby, “Mediaeval Art”, IV, 114).

Puede suponerse que el profesor Goodyear demostró que las irregularidades en la planta, las variaciones en el espaciamiento, la inclinación de los muros y todas las otras variadas peculiaridades de la construcción medieval son en gran medida premeditadas y no el resultado de negligencia o accidente. Pero la justificación estética que él argulle no es obvia ni ha establecido regla general alguna que se cumpla con la congruencia de las que gobiernan los refinamientos de la arquitectura griega. Las deducciones místicas sobre la continuación de ciertas leyes numéricas, las ocultas propiedades de los números y del ángulo llamado “pi”, desde tiempos de los constructores de las pirámides, todo los cual se supone que expresa ciertas leyes fundamentales que gobiernan el universo y fueron transmitidas de padres a hijos durante miles de años hasta aparecer como los principios que gobiernan la proporción gótica y la disposición de sus plantas, pueden encontrarse en "Ideal Metronomy", del Rev. H.G. Wood (Boston, 1909).

En 1254, al terminarse la girola de Le Mans, los inicios registrados en Jumièges dos siglos antes ya se habían agotado a un punto más allá del cual cualquier desarrollo saludable era imposible. Los francos perfeccionaron lo que los normandos empezaron; el esquema estructural inherente en Jumièges había progresado paso a paso hasta su conclusión; las grandes armonías arquitectónicas de forma, proporción y dimensión, los misteriosos y evocativos poderes de las relaciones sutiles y rítmicas ya habían dado su mejor fruto en Chartres y Reims, en tanto que una categoría de arte completamente nueva, sin rasgo alguno atribuible a los normandos, renació a manos de los francos, vgr., el de la absoluta belleza de la decoración, ya en piedra o vidrio o pigmento, ya por sí misma como detalle aislado o en relación a su emplazamiento o disposición. Más aún, esta manifestación artística se expresable en términos radicalmente distintos a nada que ocurriera antes, aunque sus principios se identificaran con los de cualquier otro gran arte. “En cuanto a amplitud de diseño, acomodo de las partes y graduada repetición de los elementos estructurales y ornamentales, el artista gótico obedeció las mismas leyes primordiales que rigieron a los griegos de la Antigüedad, si bien de manera diferente” (Moore, op. cit., I, 22). Lo mismo puede decirse de su sentido de belleza abstracta y concreta; y en los contornos de sus molduras, el labrado de sus remates, medallones y enjutas y el desarrollo de sus composiciones decorativas de masa y línea, luz y sombra, no quedó a la zaga de sus hermanos griegos, sino superó a los de Bizancio. Las formas eran distintas, del todo suyas y originales, pero el espíritu esencial fue el mismo.

Entretanto, la arquitectura gótica siguió un curso paralelo de desarrollo en Inglaterra, al tomar prestado directamente de Normandía y Francia, asimilar lo que por esa vía obtuvo y darle al todo un carácter nacional propio, que de año en año alejaba del gótico de todos los demás, tanto en lo estructural como en lo artístico. Apenas consumada la conquista en 1066, inició la construcción de abadías, catedrales e iglesias normandas. De hecho, la introducción del románico normando ocurrió 16 años antes, vgr., en 1050, cuando san Eduardo el Confesor inició la construcción de Canterbury. Las primeras obras no se distinguen en nada esencial a las de Normandía, salvo por el tamaño, que en muchos casos fue sorprendente; las abadías no sólo fueron mucho más grandes que cualquiera en Normandía, sino también las más grandes construcciones de Europa. En superficie, Winchester y la de San Pablo fueron más del doble que la Abbaye aux Hommes, en tanto que la catedral londinense y Bury St. Edmund fueron cada una un cuarto más extensas que la enorme Cluny. Desde el inicio, fue conspicua la peculiaridad inglesa de gran longitud combinada a naves comparativamente estrechas (30-35 pies de claro). Conforme se destruyeron las construcciones normandas para rehacerlas bajo la influencia gótica, la disposición original se mantuvo y rara vez se encuentran naves góticas de amplitud superior a la de la normanda. Muy temprano, también, se da el típico coro inglés, muy largo, con Canterbury (1096), de nueve tramos. Esta longitud excesiva de la porción oriente se debe tanto a consideraciones prácticas como a estéticas. En Inglaterra, la religión fue popular varios siglos luego de la conquista y había que dar cabida a grandes cantidades de feligreses. En España, el coro de monjes o clero secular se extendía hasta medio camino hacia la puerta principal; en Francia, normalmente abarcó al menos el crucero; las catedrales de la Isla de Francia eran seculares y los anchos coros fácilmente alojaban los pocos canónigos. En cambio, en Inglaterra el número de monjes y canónigos era tan grande y tantas catedrales eran monásticas en su origen que esos coros enormemente largos eran necesarios, para dar en su estrechez asiento a quienes estaban permanentemente sujetos a cada iglesia.

Rara vez se cubrieron con bóveda las grandes abadías y catedrales, cerrándolas tejados de madera de escasa pendiente, salvo por las naves laterales, fáciles de abovedar. Ocasionalmente se usaron bóvedas de cañón y las de arista eran frecuentes. La bóveda de arista nervada ocurre por primera vez en Durham, en 1093, una fecha sorprendente ya que la primera en Francia está en la diminuta iglesia de Rhuis, una estructura cuya fecha se desconoce pero que se sitúa en torno a 1100. La bóveda de arista más temprana que se conozca es, según Rivoira, la de San Flaviano en Umbría, pero hay ciertas dudas sobre si se trata de la cubierta original en una iglesia cuya construcción se sabe que ocurrió hacia 1032. San Nazzaro Maggiore, en Milán, tiene una auténtica bóveda de nervadura de 1075, de lo cual parece que la bóveda del coro de Durham es más temprana que cualquier ejemplo en Francia, por pequeño que sea, y que fue construida durante las dos décadas luego de la primera bóveda de nervadura fechada en Lombardía. Las bóvedas de la nave de Durham son ojivales y nervadas, y no son de después de 1128, seis años luego que la ojiva apareciera en la pequeña iglesia francesa de Morienval.

No hay en Inglaterra mayor avance hacia el gótico sino hasta mediados del siglo XII. Por toda Inglaterra se levantaron las grandes abadías del estilo normando completamente desarrollado, como Kirkstall y Fountains, Malmesbury, Peterborough, Norwich y Ely, pero la influencia monástica prevaleciente fue la benedictina, en lo arquitectónico siempre conservadora, pero también magnífica. Ábsides con ambulatorios circundantes eran casi inevitables, y el transepto oeste figura con frecuencia, como en Bury y Ely. A fines del periodo normando, la influencia cluniacense intensificó notablemente la natural riqueza decorativa del arte benedictino y a ello debemos en gran medida lo rico e intrincado del labrado normando tardío que pervive inclusive hasta la capilla de Nuestra Señora de Glastonbury, construida en 1184. Antes de esta fecha, ocurrieron dos acontecimientos que iniciarían y, en diferente grado, controlarían la propagación del gótico en Inglaterra: la llegada de los cistercienses y la reconstrucción del coro de Canterbury, a cargo de Guillermo de Sens. Los cistercienses siempre favorecieron el gótico sobre el románico de benedictinos y cluniacenses, masivo y grandioso, por su austeridad inicial y las ahorros en construcción que hacía posibles. Por razones similares, los canónigos regulares también adoptaron la nueva manera, y esta doble influencia siempre obró en favor de la sencillez estructural y artística, cosa afortunada para el nuevo estilo, puesto que evitaba el florecimiento demasiado anticipado de la riqueza y abundancia del detalle fino.

Que Guillermo de Sens introdujera a Inglaterra y mostrara ante ojos ingleses cuanto podía de lo que entonces había del gótico francés es cierto, pero no parece que el suyo fuera el primer gótico realizado en Inglaterra o que tuviera una influencia amplia y duradera. Bond divide la adaptación local del gótico en tres escuelas —la del oeste, la del norte y la del sur— dándole a la primera prioridad en el tiempo. Afirma: El primer gótico inglés no inicia con el coro de Lincoln sino el de Wells, comenzado por Reginald FitzBohun, quien fuera obispo de 1174 a 1191… Fue en el oeste de Inglaterra donde primero se logró dominar el arte del abovedado gótico; primero, según sabemos, en Worcester, y fue en el oeste, aparentemente primero en Wells, que cada arco fue ojival y que al de medio punto se le exterminó (op. cit., VII, 105).

Esta evolución ya estaba en camino en Worcester, Dore, Wells, Shrewsbury y Glastonbury, por mencionar sólo algunos ejemplos citados, cuando el trabajo en Canterbury pasó de las manos de Guillermo de Sens a las de Guillermo el Inglés, y hay poca evidencia que tuviera algún efecto particular en la evolución iniciada. En el norte, el coro de Lincoln siguió de cerca al de Canterbury, que lo influyó manifiestamente y de varias maneras, mas como Bond lo asegura, “resulta igualmente claro que la deuda en diseño se tiene casi por completo con la parte inglesa, no la francesa” (op. cit., VII, 111-12), pues no todo el coro de Canterbury es francés, incluso en el caso del trabajo de Guillermo de Sens mismo; los esbeltos fustes de mármol de Purbeck, el arranque de las nervaduras al nivel del los remates del triforio y no al de la hilada superior, las entrantes en el clerestorio, los elaborados pilares en haz de las esquinas, con su anillo de columnas exentas, son todos ingleses y son precisamente estas cualidades las que St. Hugh copió para Lincoln. En el trascoro de Chichester, iniciado al tiempo que Guillermo de Sens regresara a Francia, tampoco aparece evidencia alguna que su trabajo estableciera el precedente principal; el trabajo es aquí de una naturaleza marcadamente local, particularmente las columnas de la arquería, originales en buen grado y de la más notable belleza.

El elemento exótico en Canterbury resultó no ser más que un episodio y el gótico inglés continuó desarrollándose con su manera propia e independiente. El coro de Lincoln ejerció una influencia mucho mayor, convirtiéndose en el modelo para cualquier punto de Inglaterra. En algunos casos se hizo el intento, exitoso, de hacer de lado la bóveda, como en Hexham, Tynemouth y Whitby, donde se conservó la techumbre de madera de la abadía anglonormanda y se dio la mayor atención a refinar y mejorar el detalle y la composición del diseño de muros, obteniéndose resultados extremadamente hermosos, como el de Whitby, mediante la elaboración típicamente inglesa de las molduras del arco y el perfilado de las secciones de pilar. El arbotante fue de lenta aceptación y de hecho, nunca fue una característica sobresaliente, como en todos los edificios franceses del siglo XIII. A los ingleses les importaba poco la lógica y aún menos el alarde estructural o su congruencia. Las metas a las que apuntaron fueron la belleza en todas sus formas, la expresión individual, lo novedoso y original, cualidades que obtuvieron no pocas veces a costa de la integridad estructural. El gótico de Francia fue singularmente constante; rápidamente se convirtió en un sistema clásico del que no hubo desviaciones radicales y en el que a duras penas llegó a introducirse el elemento de la iniciativa individual, una vez fijado el cuerpo de reglas y precedentes. El gótico inglés nunca poseyó un canon tal, ni de lógica ni de gusto. Cada obispo, abad o maestro constructor trató de superar a sus semejantes, de forjar una nueva y asombrosa obra maestra, y si la construcción medieval inglesa careció, en consecuencia, de la certidumbre y uniformidad de la francesa, logró una variedad y una personalidad mucho más avanzada que nada que pueda encontrarse al otro lado del Canal. La segunda importación de ideas francesas, vía la abadía de Westminster, parece haber sido tan incapaz de cambiar el carácter inglés como lo fuera el coro de Canterbury. Una vez más, la disposición francesa, el ábside y el sistema estructural quedan recubiertos de cualidades inglesas.

Sin dificultad alguna podemos admitir la máxima influencia francesa en el caso de Westminster, pues a tal punto se traduce a los términos del detalle inglés que el resultado es inequívocamente inglés. Es, en efecto, notable que esta iglesia, tan influida por los hechos franceses, sea de espíritu un edificio tan inglés entre los ingleses (Lethaby: "Westminster Abbey and the King's Craftsmen", V, 125).

Los “hechos” franceses aparentemente eran tan incapaces de ejercer control sobre la actividad constructora de un pueblo como lo fueron de limitar a los trabajadores ingleses en los detalles, y luego de terminarse la gran basílica, Inglaterra siguió su camino. En ese tiempo, la calidad estilística del gótico inglés ya estaba bastante establecida, con obras como el coro y los transeptos de Beverly, con Christ Church y San Patricio en Dublín, con el presbiterio de Ely, el coro de Southwell, las abadías de Netley y Rievaulx, más las capillas de los “nueve altares” en Durham y en Fountains, todo terminado entre 1225 y 1250, con las cualidades peculiares del trabajo inglés adoptando una forma definida y muy hermosa. Se trata de un periodo comúnmente denominado “inglés temprano”, que no muestra grandes progresos en el desarrollo estructural, y registra un notable cambio en cuanto a diseño. Prácticamente toda la atención de los constructores se dedica a resolver los problemas de belleza de forma y línea, detalle y composición, principalmente en interiores. Las proporciones de arquería, triforio y clerestorio, los varios diseños de este último con los sutiles acomodos de esbeltos fustes y delicadas lancetas, las hermosas secciones de los pilares y perfiles de las molduras, junto al labrado de capiteles, medallones, enjutas y remates —con las variaciones propias de las muchas subescuelas de las cuatro principales provincias arquitectónicas pero siempre distinguidas por calidad y bellezas rara vez logradas en la Isla de Francia— distinguen todos un desarrollo artístico nacional, aunque siga líneas diferentes a las del otro lado del canal de la Mancha.

Con la construcción de Westminster coinciden otros trabajos, como el trascoro de Exeter, la nave de Lichfield y la abadía de Tintern, donde se encuentran las primeras señales del tránsito hacia el gótico geométrico. Este proceso continuó hasta finales de siglo y en las obras de los 25 años postreros se encuentran los más altos logros del arte inglés. El coro y la fachada este de Carlisle, los coros de Peterborough y Pershore, y la abadía de Santa María en York, son todos expresión de un tipo de arte que se alza al más alto nivel entre los logros del hombre. La exquisita composición lineal de las abadías de Pershore y York, el refinamiento combinado con fuerza masculina, las ágiles y aceradas curvas de los perfiles de las molduras, la perfecta belleza de los follajes labrados, junto al magistral acomodo de las líneas y espacios de luz, los huecos y profundidades de sombra, todo se conjunta para dar forma a un arte supremo. Mucho de lo que este tiempo produjo ha desaparecido e inclusive de la abadía de York, que parece marcar la cúspide del diseño inglés puro, no queda más que un destrozado muro de nave lateral, un pilar de crucero y algunos montones de fragmentos de mármol. Aunque a principios del siglo XIX, la mayor parte de la fábrica permanecía intacta, hacia 1820 fue vendida a especuladores que la convirtieron en cal. Durante la primera mitad del siglo XIV, el progreso arquitectónico fue acumulativo y alcanzó su apogeo durante el reinado de Eduardo III. La refinada sencillez y sensibilidad casi helenística por la línea, que se aprecia en el trabajo del medio siglo previo y le da un sitio de precedencia respecto del quehacer gótico de cualquier otro pueblo o época, cede ahora ante la riqueza decorativa, la multiplicación del ornamento y el detalle y una intrincada composición de luz y sombra. El incomparable labrado en Lincoln y Wells, la abadía de York, West Walton y Llandaff, destinado a la arquitectura pero con todas las cualidades formales que se encuentran en la escultura más noble, primero cede al tipo de la sala capitular de Southwell, encantador pero naturalista, y luego a las formas globulares, el modelado bulboso y las afeminadas curvas de Patrington, Heckington y las tumbas del siglo XIV en Beverly y Ely. La tracería curvilínea de las ventanas, con toda su afable gracia, a partir de Netley ocupa el lugar de las formas finas y vigorosas, un paso adelante de los prototipos franceses. Por último, la bóveda de red, brillantemente articulada, con nervaduras intermedias que acentúan la verticalidad de la composición y llevan a término en la cubierta el fino dibujo de las columnas y arcos moldurados, vira en dirección de la tracería de nervaduras puramente decorativa sobre las superficies de la bóveda, tipo injustificado, que justo antes de la bóveda de abanico y viola el principio estructural.

Decadencia y logro perfecto van de la mano: por un lado, la nave de Exeter, el más refinado interior inglés que permanece intacto; por el otro, el presbiterio de Wells. Pero cualesquiera que fuesen las debilidades que asomaban, su participación fue poca en la realización de las grandes iglesias parroquiales que dan cuenta, más que las estructuras obispales y monásticas, del genio de ese periodo. Esta fue una de las tres grandes épocas de esa arquitectura parroquial en Inglaterra y no debe olvidarse que las verdaderas cualidades del arte gótico inglés se revelan con igual plenitud en los edificios menores que en los principales. A lo largo de todo un siglo, es decir, de 1350 a 1450, la historia del gótico inglés es más que nada la de la construcción de parroquias. La Peste Negra golpeó al país en 1349 reduciendo la población a casi a la mitad, siguiéndola la guerra de Las Rosas, y la paz y la prosperidad de Eduardo III no volvieron sino hasta la asunción de Enrique VII. No obstante, las notables innovaciones iniciadas por el abad Thokey en Gloucester (1330) y continuadas por Guillermo de Wykeham en Winchester desde 1380, durante este largo periodo cambiaron por completo la dirección del desarrollo estilístico.

La suprema importancia de Gloucester en la historia del gótico tardío nunca se ha reconocido adecuadamente. Viró a la arquitectura inglesa en una dirección totalmente nueva. De no ser por Golucester, el estilo decorado inglés podría haberse convertido en un flamígero tan rico e imaginativo como el francés. Incontables peregrinos al santuario de Eduardo Segundo en el coro de Gloucester llevaron esa influencia a catedrales, abadías, colegiatas y parroquias de todo el país, salvo los rincones más apartados (Bond, op. cit., VII, 134).

Se atajaron las manifiestas tendencias del estilo decorado —no lo más prometedoras, ha de confesarse—, instituyéndose un nuevo progreso hacia el desarrollo de lo que hoy conocemos como perpendicular, primer estilo de arquitectura al que podemos llamar “inglés” con propiedad. Hasta entonces, el gótico inglés había sido más bien un encantador barniz, una singular decoración racial y cierta delicada exquisitez por el diseño, aplicado sobre los principios de tierra firme con mínimas modificaciones en planta y sistema, que dejaba intactos los cimientos tanto cuanto se les había aprehendido y asimilado.

Ahora vendría la manifestación perfectamente independiente en la que sistema, diseño y decoración son todos exclusivamente ingleses. Por fin se adopta el esquema francés del armazón estructural, los muros no siendo ya de mampostería sino de vidrio dispuesto en una esbelto andamiaje de parteluces de piedra, pero su realización prácticamente no tiene relación con el método francés. Antes de esa revolución arquitectónica, hubo indicios de deterioro en cuanto a proporción y composición, por ejemplo, en la capilla de Nuestra Señora en Ely (1321), la que casi carece de cualidades arquitectónicas que la ensalcen, pero sea por Guillermo de Wykenham o por influencias psicológicas más profundas, el hecho es que se evitó el peligro e Inglaterra recuperó principios más sólidos dando nueva vida al gótico, el cual prevaleció hasta que Enrique VIII y los regidores durante Eduardo VI dieron fin a toda la época de civilización medieval y abandonaron en manos de la Reforma a un pueblo no dispuesto. La nave de Winchester y el coro de York, Westminster Hall, la capilla de King’s College en Cambridge, St. George’s Windsor, Sherborne y Malvern, la bóveda del coro de la catedral de Oxford y la capilla de Enrique VII en Westminster, junto a la mayor parte de los colegios de Oxford y Cambridge, las grandes torres centrales en muchas de las catedrales y abadías y, por último, parroquias de todos tamaños, casi sin número, son indicativas de la renovada vida artística y, por lo tanto, de la fuerza y solidez de la civilización católica en Inglaterra. La belleza del nuevo estilo, su integridad estructural y su fecunda variedad son dignas de admiración. Lo que le faltaba en cuanto a majestad de forma y serena reserva de una época anterior casi se compensa con la delicadeza de la línea, la riqueza de un diseño sin opulencia y un esplendor de color que encuentra pocos antecedentes en la historia, en tanto que la bóveda de abanico toma su lugar como una de las grandes invenciones arquitectónicas. “En estos espléndidos abovedados del siglo XV tenemos, de hecho, la obra postrera del arte monástico inglés” (Prior, op. cit., VII, 95).

Paso a paso, desde su punto de partida del gótico francés, Inglaterra elaboró al máximo su propia forma de expresión gótica. Los precedentes franceses la tocaron sólo en la superficie y no estaba ella dispuesta a la coerción. En planta, se siguió al tipo normando y borgoñón y en lugar de la concentración que en Francia produjo un paralelogramo con un extremo semicircular, ocurrió una expansión que resultó en la plantas de cruz de Lincoln, Beverly y Salisbury, obispales o arzobispales: naves largas y estrechas, coros igualmente largos, extensos transeptos, con naves laterales, y también, con frecuencia, transeptos de coro, con una capilla para la virgen continuando el eje principal aún más hacia el este. La planta de la catedral francesa, como la de París o la de Amiens, anuncia con indiferencia la jerarquía; la de la inglesa, con exactitud. Exteriormente, aquélla es poco más que una masa montañosa, sin composición, vasta y sobrecogedora pero sin énfasis ni variedad salvo por su fachada oeste, si se la considera por sí misma. La segunda —con su larga fachada lateral, formada de planos sucesivos, tanto horizontales como verticales, con su capilla de la virgen, su coro, torre central y torres occidentales, sus audaces transeptos, pórticos y capillas— se vuelve una composición de luz y sombra, brillante e infinitamente variada, elaborada y con todo, monumental. Salvo por Hales, Lincoln y Beaulieu (hoy destruida), Tewkesbury y Westminster, la girola no arraigó en Inglaterra, y la terminación absidial no se ostentó prominentemente; en lugar de eso, la terminación recta al oriente se convirtió en el tipo establecido y cuando a ésta se añadía el trascoro con una capilla para la virgen aún más baja, más al este, el resultado fue un esquema arquitectónico independiente, igual de admirable que la compleja gloria de la girola francesa.

Prior plantea la interesante teoría de que la terminación recta al oriente era una característica fija de las iglesias sajonas tanto como las celtas, que fue llevada a Borgoña por san Esteban Harding, monje inglés en Sherborne, Dorset, donde la antigua tradición nacional sobrevivió la invasión normanda, y que ésta regresó con los cistercienses, quienes fueron capaces de imponerla tanto a la abadía benedictina como a la catedral con nada más que su fuerza dinámica, dando así nueva presencia a un recurso local. Inclusive, afirma: En esta materia, el coro de Canterbury de Guillermo de Sens fue una supervivencia más que el patrón del hábito inglés. Para finales del siglo XII, el pequeño santuario de Keltic se había impuesto en los coros de nuestras grandes iglesias normandas más decididamente aún que en su uso basilical en San Agustín (A History of Gothic Art in England, II, 79).

En cuanto a altura en relación al ancho, nunca se sobrepasaron las razones francesas del principio, más reservadas, sino que se disminuyeron frecuentemente; hasta la época tudor, la eliminación del muro a favor de la construcción en armazón combinada con pantallas de vidrio gozó de pocos seguidores, preservándose una relación grave y conservadora entre sólidos y vanos. La torre central, la culminación que ata de la composición, era casi inevitable, mientras que la fachada oeste usualmente se subordinaba al todo. La elaborada articulación de pilares y arquivoltas, hasta convertirse ambas en composiciones de delgadas líneas de luz y sombra, en Inglaterra se llevó más lejos que en ninguna otra parte y la introducción de terceletes o nervaduras auxiliares, con las nervaduras de arista recibiéndolos, correspondía al instinto que sentía la sutil belleza de las líneas múltiples. El sentido lógico, que exigía aterrizar cada empuje descendente de nervadura, ya en el pavimento o en el ábaco del pilar o columna, no operaba y en la mayoría de los casos, los ejes de la bóveda terminaban en ménsulas sobre los capiteles de la nave. Dada la aversión cisterciense al ornamento y tal vez también en parte por el uso de fustes torneados de mármol oscuro adosados a los pilares y afianzados con anillos de piedra o espigas de bronce, apareció el remate torneado y moldurado, con ábaco circular. Con sus salas capitulares poligonales, Inglaterra desarrolló un concepto enteramente suyo, y casi lo mismo podría decirse de su iglesia parroquial, mientras que en el diseño de tumbas, altares, rejas para coro y carpintería para el presbiterio, la delicada imaginación del inglés intervino a plenitud en la creación de un exquisito conjunto de escultura y ebanistería que no tiene contraparte. Si lógica y congruencia son la nota del gótico francés, personalidad y audacia lo son del inglés. Las fachadas occidentales de Peterborugh, Bury St. Edmunds, Wells, Ely y Lincoln, las salas capitulares de York, Salisbury, Lincoln y Westminster, el octágono de Ely, las bóvedas de abanico de Gloucester, Sherborne, Oxford y Westminster, son todos ejemplos de pujanza en el impulso, fertilidad en la concepción, altísima imaginación y alegre desinterés por el precedente erudito que dan al gótico inglés una calidad propia, tan importante en la conformación de la expresión artística de la Europa católica del medioevo como la maestría y definitivo logro estructural de la Isla de Francia.

Fuera de Francia e Inglaterra, las adaptaciones raciales del impulso gótico son mucho menos vitales y singulares. Gales desarrolló desde temprano una escuela que tuvo gran influencia en el desarrollo de la escuela del oeste de Inglaterra, pero pronto se fusionó con ésta y no sostuvo su identidad mucho tiempo. Irlanda muestra cualidades peculiares y muy individuales en su reducido quehacer monástico. En Escocia, la influencia francesa es más pronunciada que en el sur y el normando de Jedburgh y Kelso, el gótico de Dryburgh, Melrose y Edimburgo merecen un estudio más cuidadoso del que se les ha dado. Sin embargo, en todas sus particularidades esenciales pertenecen a la escuela inglesa, sin mostrar desviaciones radicales del tipo establecido al sur por los benedictinos, cluniacenses, cistercienses, agustinos y franciscanos. En Alemania, la expresión gótica tardó en establecerse, mostrándose pocas evidencias antes que el estilo gótico alcanzara su perfección en Francia e Inglaterra.

Un razón de esto puede tal vez encontrarse en el hecho de que durante el siglo XII, Alemania poseyó una arquitectura románica de admirable carácter y bien ajustada a los gustos del pueblo germánico, particularmente en las importantes iglesias a lo largo del Rin, (Moore, op. cit., VII, 237).

Otra razón también puede encontrarse en el hecho adicional de que, durante su gran periodo formativo, la presión de la influencia cisterciense se orientó hacia Francia e Inglaterra más que en dirección de Alemania, mientras que el aliento creativo de la civilización del siglo XII fue de sangre normanda y franca, más que teutona. Cuando los arquitectos franceses comenzaron la construcción de la catedral de Colonia hacia mediados del siglo XIII, según la exagerada manera de Beauvais, casi podrían haberla calificado como primera estructura gótica en Alemania. Arcos apuntados y bóvedas de arista habían aparecido esporádicamente en algunas de las más grandes iglesias a fines del siglo XII, como Worms, Maguncia y Bamberg, pero los arcos laterales no están peraltados y por lo que a proporción, diseño y tratamiento exterior se refieren, estas iglesias son rigurosamente del tipo románico renano, como de hecho lo son, torpemente, las de Magdeburgo y Limburgo, un tanto más góticas en lo interior, San Gereon en Colonia y la Liebfraukirche de Tréveris, la primera terminada en 1227, la segunda comenzada el mismo año; en planta, ambas son novedosas, cada una aparentemente resulta del esfuerzo de hacer de la girola francesa la iglesia misma, repitiendo su diseño para lograr una planta próxima al círculo, que de cierta modo remite a las iglesias poligonales carolingias, con domo; en ambos casos, los esquemas y formas franceses se han usado más bien superficialmente y con poco aprecio. A pesar de estos ejemplos, Colonia permanece como la primera iglesia en Alemania que es estrictamente gótica en planteamiento y desarrollo, pero aun aquí, detalle y ornamento son alemanes más que franceses. Tuvo considerable influencia en el desarrollo superficial del estilo y a fines de siglo, obras como Santa Isabel de Marburgo y las catedrales de Estrasburgo y Friburgo muestran la propagación de un estilo que llegó demasiado tarde como para alcanzar un florecimiento completo. Hasta fines de la Edad Media, en la que curiosas fantasías de diseño y decoración dieron al gótico alemán cierta individualidad incuestionable, las contribuciones al desarrollo de esta fase no son notables; la más conspicua es el esquema “de salón” (Hallenbau), que consiste en elevar una o más de las naves a los lados de la central todas a la misma altura, o más bien en construir un gran salón, con bóvedas a nivel cargadas por hileras de esbeltos fustes separando las naves. Lübeck tiene cinco de estas iglesias, otras poblaciones no menos de siete. Al margen de su ancho, la iglesia “de salón” habitualmente estaba cubierta por un tejado enorme y el resultado, adentro como afuera, cae tan lejos como se puede de la idea gótica del ensamblado lógico, donde cada parte muestra una hermosa proporción en relación a las demás, todas interrelacionadas y formando un organismo altamente articulado, cuyo exterior explícitamente anuncia cada forma estructural en planta y jerarquía. Las agujas “afiligranadas”, como la de Friburgo, son una elaboración alemana del concepto flamígero, con mucho a su favor en lo estético, por el efecto de encaje que frecuentemente se le dio a las caras. El gótico flamenco es a todas luces una subescuela del francés más que del alemán. La nave de Tournai, construida en 1060, es todavía románico renano, a pesar de sus ojivas y el asomo de ciertas cualidades borgoñonas; así y todo, sus proporciones participan del sentir más refinado de los francos, aunque su concepción general es renana. Durante la primera mitad del siglo XIII, aparecen ejemplos tan poderosos y refinados de gótico auténtico como san Martín de Ypres, St. Bavon y San Miguel de Gante, su calidad muy distante de los inciertos esfuerzos en la Alemania propiamente dicha. Las obras civiles de Flandes son tal vez la creación nacional más distintiva, y si bien la lonja de telas de Ypres y el grupo de ayuntamientos del siglo XIV —Brujas, Bruselas, Lovaina, Odenarde, Alost y Gante— son excesivos en sus detalles flamígeros, retienen dos elementos esenciales, refinada composición y vigoroso diseño.

En Italia, la introducción de las formas góticas demoró tanto como en Alemania, mas por lo que a la obra local se refiere, los principios fundamentales de la construcción gótica nunca fueron aceptados. Se trataba en lo esencial de un arte septentrional y en Italia, ni la disposición mental de la gente ni las condiciones espirituales y temporales tenían aprecio alguno por ideas que, en sí mismas, les eran racialmente ajenas. Con todo, una vez introducidas produjeron en muchos casos resultados muy bellos, particularmente en decoración y diseño, de modo que el gótico italiano sí aporta elementos valiosos al todo del arte medieval. Durante el siglo XI aparecieron una escuela tras otra prácticamente en cada parte de Italia, todas basadas más o menos en modificar localmente la idea basilical primitiva aunque apuntando en direcciones distintas, según lo determinaban las influencias peculiares de cada región. En Torcello, Murano y Venecia, éstas fueron naturalmente bizantinas, más o menos modificadas por las variaciones de Ravena. En Sicilia, la influencia bizantina se mezcló con ecos de fuentes mahometanas y la fuerte influencia traída por el rey Roger y sus seguidores normandos. Pisa y Florencia trabajaron según sus propias líneas y un leve agregado lombardo, mientras aquellas porciones de la península bajo control lombardo desarrollaron, a partir de la persistente tradición carolingia, su estilo pujante e inspirado. La abstracta belleza de mucho de esta producción italiana durante el siglo XI es muy marcada; San Marcos en Venecia, San Miniato en Florencia, Cefalu, Monreale y la Capilla Palatina en Sicilia, Troja, Toscanella, San Miguel en Pavia, San Zenón en Verona, todas poseen los elementos del arte en plenitud pero ninguno de los estilos indicados por cualquiera de estos edificios estaba destinado a encontrar condiciones culturales que hicieran inevitable la plenitud de su elaboración. El desarrollo durante el siglo XII fue casi por completo local en su diseminación y decorativo en su alcance y no fue sino hasta la llegada de los cistercienses a inicios del siglo XIII, con su gótico de Borgoña, que los modos locales, incipientes o aún vivos, fueron extinguidos y se hizo un intento generalizado de unificar el estilo.

Aparentemente, la influencia gótica llegó demasiado tarde. La época en la que la arquitectura fue el modo favorito de expresión artística de la civilización estaba, al menos en el sur, cerca de su fin, la pintura y la escultura tomarían su lugar y por lo tanto, la arquitectura gótica en Italia seguiría siendo racialmente ajena y de naturaleza anecdótica. En la primera clase están aquellas iglesias cuyos diseños aparentemente fueron importadas físicamente de Borgoña por los monjes cistercienses, tales como Fossanova, Casmari y San Galgano, todos trabajos de gran belleza en forma y proporción, todas abovedadas en piedra, las dos primeras con bóvedas de nervaduras plenamente desarrolladas, con arcos laterales peraltados de buena factura gótica, aunque ninguna con sistema de arbotantes. Poco después llega Sant’ Andrea, Vercelli (1219-53), diz que el trabajo de un arquitecto inglés pero francesa de manifiesto, con un sistema de arbotantes completo, San Francisco en Asís (1228-53), atribuida a un arquitecto alemán por Vasari, inconfundiblemente francesa en su inspiración primordial pero considerablemente modificada por lo que bien puedo ser la influencia franciscana local, y San Francisco en Bolonia, de la que puede decirse mucho de lo mismo.

El primer desarrollo gótico verdaderamente local parece haber ocurrido a manos de los frailes; la Santa Cruz y Santa María Novella en Florencia, que datan de fines del siglo, difieren tanto de cualquier forma del gótico coetánea que sus peculiaridades deben atribuirse sea a los frailes mismos o al influjo de la personalidad italiana. Una de las características fundamentales del gótico es el sentido de proporción justa y la fina relación entre las partes, combinados con la pasión por la belleza de la línea, la forma, la luz y un asomo de color, y sus relaciones, no siempre logradas pero siempre buscadas con un ansia que consume. Estas cualidades están prácticamente ausentes en las iglesias mencionadas antes, tanto como en la catedral misma, que participa de casi todas sus peculiaridades. Sabemos que en Inglaterra, cuando los franciscanos y dominicos construyen sus iglesias, grandes y visitadas, al buscar los mismos grandes espacios y economía de materiales nunca perdían de vista las cuestiones de proporción y belleza pura, de lo cual parece inevitable concluir que no es la naturaleza de los mendicantes sino cierta incapacidad racial, como era en ese entonces, a la que debemos las radicales insuficiencias del trabajo de Arnolfo y sus colegas en Italia. Con todo, persiste el hecho de que las grandes iglesias de los frailes son las principales transgresoras. San Juan y San Pablo y Los Frailes en Venecia, la catedral de Arezzo, San Petronio, Bologna y la catedral de Florencia, junto a las iglesias de los frailes en la última ciudad citada, son brillantes ejemplos del lamentable resultado que puede obtenerse cuando se ignoran o malentienden las leyes estructurales y estéticas del gran estilo. Las catedrales de Siena y Orvieto evitan la desnuda fealdad de esa clase de trabajo pero en su estructura no tienen parentesco alguno con el gótico, mientras que en relación a la fachada, la única cualidad gótica que poseen en alguna medida es un cierto sentido de belleza en el ornamento, que resulta de acudir a las formas de la naturaleza como inspiración, de combinarlas con un intenso refinamiento en la línea y el modelado, y de fundir las artes de escultura y color en una composición poética y encantadora. Tal vez la aproximación más cercana al verdadero sentimiento gótico y sus logros se encuentre en la fachada inconclusa de la catedral de Génova; siendo del siglo XII, es suficientemente temprana como para haber recibido algo del gran impulso inicial del gótico y es una obra maestra de delicadas proporciones y exquisito detalle. El mejor trabajo gótico no es eclesiástico sino secular, encontrándose en los palacios de Venecia, Siena, Florencia y Bolonia. El palacio del Dogo y las innumerables estructuras privadas en la primera ciudad dicha tienen en su diseño y detalle todas las cualidades de la belleza pura, más el infalible sentido de proporción y relación infalible que caracterizan al arte gótico, mientras las formas mediante las que éste se expresa son totalmente medievales, con un dejo del todo racial que las levanta casi a la dignidad de una escuela de diseño nacional.

Salvo por una reducida área de territorio inconquistado, próxima a los Pirineos, España no existió en calidad de Estado cristiano sino hasta el siglo XII, cuando Fernando III, canonizado después, unió a Castilla y León, reconquistó Sevilla y Córdoba y estableció la victoria final de la cruz sobre el Islam en la península ibérica. Hasta ese entonces, el espíritu gótico apenas si había franqueado las montañas, siempre como importación directa de Borgoña o Aquitania; la catedral de Salamanca, San Vicente en Ávila, las catedrales de Lérida, Tudela y Tarragona, la abadía de Verula y la iglesia de Las Huelgas en Burgos, construidas todas entre 1120 y 1180, muestran un tipo de construcción gótica temprana muy poco desarrollada, en combinación con un tratamiento románico meridional, rico e imaginativo, en los exteriores. Salamanca y San Isidoro en León poseen ambas cúpulas o linternillas sobre el crucero, notables en cuanto a ingenio estructural y belleza de diseño interior y exterior. Si ese esquema se tomó del otro lado de los Pirineos, fue transformado y glorificado por completo y esta brillante innovación, preñada de amplias posibilidades de desarrollo que no llegaron más allá, puede con justeza atribuirse al genio español nativo. Empero, no hubo crecimiento progresivo en los siguientes cincuenta años y la arquitectura gótica en el verdadero sentido no apareció en España sino hasta que las contundentes victorias de san Fernando hicieran posible la nacionalidad española y la llegada de los cistercienses diera el necesario impulso espiritual, haciéndolo como importación directa de Francia más que como desarrollo de las cualidades raciales latentes, contenidas en Salamanca. Burgos, Barcelona, Toledo y León son muy francesas en su disposición y ordenamiento, pero en cuanto a detalle, varían ampliamente respecto de los precedentes franceses. En Burgos, por ejemplo, hay riqueza y romance meridionales, tanto en el diseño exterior como en el interior, lo mismo que en otras obras españolas desde mediados del siglo XIII, lo que arroja cierta personalidad, muy diferente de cualquier otra escuela gótica. La suntuosidad de detalle y color, la composición de luz y sombra, participan en cada detalle; altares y retablos, los últimos frecuentemente de gran tamaño y riqueza de materiales; rejas de metal intrincadamente forjado y cincelado; tumbas esculpidas, sillerías con el labrado más elaborado; grandes pinturas, tapices y estatuas a tutiplén, junto a un tipo de vitral flamenco del más brillante colorido, todo se vertió abundante en cada iglesia, y dado que España escapó el saqueo y destrucción de las revoluciones religiosas, permanece mucho de la totalidad medieval, aunque considerablemente recubierta de una gruesa capa renacentista, por lo cual sólo en iglesias españolas podemos cobrar cierta idea del efecto general de una iglesia medieval como alguna vez fue antes de verse sometida al maltrato de revolucionarios, iconoclastas y restauradores.

El final de la arquitectura gótica y de todo el arte católico llegó en distintos grados de rapidez y en diferentes momentos entre las diversas escuelas europeas. En términos generales, el toque a duelo sonó cuando el trabajo de Gregorio Magno, san Gregorio VII e Inocencio III quedó temporalmente desecho y la corona francesa obtuvo un control temporal sobre el papado. El exilio de Avignon, iniciado en 1305, seguido del Gran Cisma, quebró las ligas que ataban monarcas y pueblos a la Iglesia, hasta entonces dominante, abrió las puertas de Italia a la oleada de neopaganismo que venía del Oriente con la caída de Constantinopla en 1453, permitió el brote de herejía en todas partes de Europa e hizo posible la supremacía en Italia de los tiranos del siglo XIV: Visconti, Sforza, Medici. La Peste Negra, que desoló Europa, y la Guerra de los Cien Años en Francia derribaron de su alto nivel la civilización que floreció en Chartres, Reims y Amiens, y cuando la arquitectura comenzó a recuperarse en Francia con el regreso de la paz, su progreso ocurrió según las líneas sugeridas por el gótico del siglo XIV en Inglaterra, que crecía rico y fértil y era la más vital escuela de arte gótico de su tiempo. Las semillas se esparcieron durante la guerra misma, con la capilla de san Juan Bautista de la catedral de Amiens, construida en 1375, ya como ejemplo del estilo flamígero plenamente desarrollado. Desde entonces, el reemplazo sería total; cualquier edificio que se levantara, era explícitamente flamígero; el antiguo sistema lógico, la antigua amplitud y nobleza del diseño, con el detalle siempre debidamente subordinado a la composición justa, desaparecieron casi de un día para otro. Según Enlart:

Ce style, qui est l'exagération et la décadence de l'art gothique, n'apporte presque aucun perfectionnement à l'art de bâtir ou de dessiner, mais seulement un système décoratif très particulier et plus ou moins arbitraire, qui, appliqué sans exception dans les moindres détails, produit beaucoup d'effet et beaucoup d'harmonie d'ensemble (“Este estilo, exageración y decadencia del arte gótico, no aporta prácticamente ningún perfeccionamiento al arte de construir o diseñar, sino apenas un sistema decorativo muy peculiar y más o menos arbitrario, el cual, aplicado sin excepción hasta en los detalles menores, es muy efectivo y produce una impresión de conjunto muy armoniosa”. “Manuel d’archéologie français”, I, 586).

No se cuestiona la delicada y fantástica belleza del detallado flamígero y, como decoración, las delgadas redes de graciosas formas curvas, como encajes, más las luces y sombras hábilmente localizadas, como se ven en las fachadas de Rouen, Troyes y Abbeville y en los transeptos de Beauvais, en Louviers, Caudebec, Nuestra Señora de l’Epine, St. Maclou en Rouen, San Miguel y San Germán en Amiens, están entre las más encantadoras creaciones de la imaginación artística. Debe recordarse, sin embargo, que todo es sólo una manera de decorar, no un estilo arquitectónico ni siquiera una subescuela de uno, excepto en esos ejemplos tan admirablemente peculiares como la fachada de Troyes, la girola del monte Saint Michel y la muy admirable San Germán de Amiens, donde la cualidad de integridad estructural, aún presente, combinada con las proporciones justas y cierta inusual reserva en el emplazamiento de la decoración justifican una dignidad poco sustentada por la inigualada licencia de la producción flamígera en general. Hasta cierto grado, es un misterio arquitectónico, pues se trata de una refinamiento artístico excesivo, que aparece en medio de la guerra y la anarquía coetáneas a la degradación religiosa, cuando se ha cerrado un periodo de civilización sólida y vigorosa, floreciendo junto a las tendencias que en unos pocos años traerían el fin de la civilización que connota. En esto, con todo, no estaba solo. En Italia, condiciones similares rodeaban la culminación de las grandes artes de la pintura y la escultura, mientras que en Inglaterra, el gótico perpendicular, delicado y exquisito, lograba su desarrollo más elevado durante el reinado de Enrique VIII. Al examinar el fenómeno, Potter afirma: Así, a la hora del infortunio político y económico, en medio de la ruina financiera y la degradación de la Iglesia, nació la arquitectura flamígera, última floración del genio medieval. ¿Nació este arte como manifestación profética del gran despertar nacionalista que produciría a Juana de Arco y se sacudiría el yugo inglés? No me atrevería a asegurarlo, pues la historia de la arquitectura es más reflejo que presagio del desarrollo económico (op. cit., II, X, 368).

Podría uno ir más allá y decir que el florecimiento del arte siempre está una generación o más después de las causas de su ser. Dante y Giotto son lo último del medioevo más que los precursores del Renacimiento. Shakespeare es isabelino por accidente de nacimiento pero es, esencialmente, resultado de la Inglaterra prerreformista. El Renacimiento temprano en Italia es el florecimiento de lo medieval más que la germinación de la semilla renacentista, y de manera similar, el arte flamígero francés, poético aunque inorgánico, no toma su color de la ruina de la civilización católica en la Francia del siglo XV sino de los más benignos días que precedieron la gran caída. La magia del arte del siglo XV no está ni en la enfermiza iridiscencia del desmoronamiento ni en los primeros fulgores hacia la alborada renacentista sino en el arrebol de un gran día, que proyectó su luz sobre personalidades creadoras como los santos Odo de Cluny y Robert de Molesme, Bernardo y Norberto, Gregorio VII e Inocencio III, Felipe Augusto y el rey Luis IX.

En términos generales, la arquitectura en toda Europa durante el siglo XV es secular, por oposición a los románicos cluniacense y normando y al gótico cisterciense de los tres siglos anteriores. El gótico perpendicular en Inglaterra y su derivado, el tudor, son en gran medida el producto de los gremios de arquitectos, escultores y albañiles trabajando sobre todo para los grandes comerciantes y los frailes, siendo los últimos la influencia religiosa dominante de su tiempo. En Francia y Flandes, el estilo flamígero es el producto del arquitecto individualista y el portador de lujos artísticos y durante todo su periodo, el trabajo mejor y más significativo debe buscarse en las lonjas, palacios, castillos, casas solariegas y colegios, y en las torres, capillas, tumbas y otros monumentos pagados por las nuevas clases de opulentos comerciantes y afluentes cortesanos.

El fin vino pronto. En Italia, el sentimiento tanto como las formas góticas habían desaparecido por completo ya a fines del siglo XV, apareciendo el último destello del instintivo arte medieval, distinto del artificio premeditado del Renacimiento, en el trabajo de los Lombardi en Venecia y en estructuras como la iglesia de Santa María de los Milagros y la Scuola di San Marco (1480-95). En Francia, algo del romance y la belleza intrínseca del gótico continuaron hasta 1550 en las casas solariegas y los castillos, mientras en Alemania se sostuvo algunas décadas más en casos aislados. En España, la construcción de la soberbia torre central de Burgos ocurre hasta 1567, aunque en otras partes de la península ya se ejecutaba obra cabalmente renacentista. En Inglaterra, el suntuoso perpendicular de la capilla de Enrique VII en Westminster rápidamente se anquilosó en los formalismos del tudor postrero y desapareció por completo como estilo definido cuando se detuvo la construcción de iglesias por la supresión de los monasterios, la separación de la iglesia anglicana de la obediencia a Roma y la imposición de los principios de la dogmática Reforma germana sobre el pueblo inglés. Con el sometimiento final de los ingleses a la dogmática revolución que no fomentaron pero tampoco pudieron resistir, durante el reino de Isabel, llegó la influencia alemana que rápidamente borró la tradición misma del gótico excepto en las universidades y en la construcción doméstica menor, colocando en su lugar formas clásicas que se usaban con menos inteligencia que en ningún otro momento de la historia del Renacimiento. En Oxford y Cambridge, la tradición cultural era suficientemente fuerte como para resistir durante un siglo la aceptación total de la nueva moda y hasta mediados del siglo XVII, la tradición antigua persistió en obras como San Juan en Cambridge y Wadham en Oxford, en tanto que su coacción era tan grande como para forzar a Inigo Jones a construir la hermosa fachada hacia el jardín de San Juan, en Oxford, en un estilo que al menos recuerda lo que dos siglos antes fuera universal. Ese mismo impulso instintivo continuó aún después, en el caso de las casas solariegas y las granjas, y a la fecha actual, en algunas porciones de Inglaterra, el cantero, el carpintero o el embaldosador conservan las antiguas reglas y tradiciones de su oficio, heredados de padre a hijo durante siglos.

Desde el año 1000 hasta 1500, la Europa católica elaboró su propia forma de expresión artística, en gran medida a través “del más consumado arte de la construcción que el mundo ha logrado " (Prior, "History of Gothic Art in England", I, 7). Del modo como el paganismo lo hizo en Grecia, igualmente, la cristiandad lo forjó en el norte. En primera instancia, fue un arte para construir iglesias, y dar aliño a la Iglesia fue el hecho concreto e inconfundible de la vida. “En tanto que todo los demás era inestable y pletórico de cambio, ella, con su tradición continuada y sus ininterrumpidos servicios reivindicaba el principio del orden y la continuidad moral de la raza… Los servicios del los cleros regular y secular, los oficios de la fe, la caridad y el trabajo en campiña y choza, escuela y hospital tanto como en la iglesia fue, durante siglos, el principal testigo del espíritu de hermandad humana (Norton, "Historical Studies of Church Building in the Middle Ages", I, 16). Por lo tanto, pisando los talones al triunfo de la iglesia en el siglo X vino la pasión constructiva del siglo XI; como lo dice Rudolphus, monje en Cluny, quien rodeado por todo eso escribió, "Erat enim instar ac si mundus ipse excutiendo semet, rejecta vetustate, passim candidam ecclesiarum vestem indueret" (Era como si el mundo, sacudiéndose y librándose de las cosas viejas, estuviera poniéndose la blanca toga de las iglesias). En efecto, se arrojó la vieja vestidura y la “blanca toga de las iglesias” resultó de otra factura. Las leyes subyacentes del nuevo estilo eran idénticas a las de los otros grandes estilos, la visión de belleza no era distinta en ningún sentido y sólo las formas eran completamente nuevas. Durante cinco siglos, el modo artístico de Europa occidental siguió su camino sin pausa alguna, espiritual a dondequiera que fue.

En su naturaleza esencial, los motivos que inspiraron las grandes edificaciones de este periodo, los principios que subyacen sus formas, el carácter general de las formas mismas fueron los mismos en toda Europa, de Italia hasta Inglaterra. Las diferencias en las obras de los diferentes países no eran sino variaciones locales y externas (Norton, op. cit., I, 10).

Este modo universal fue destruido universalmente, en el espacio de unos pocos años. Con el despertar del siglo XV, la victoria del Renacimiento estaba definitivamente asegurada y se completó apenas un siglo después. Es comparativamente poco lo que del resultado de estos cinco siglos de actividad queda intacto. Como los afirma Prior, “hasta mediados del siglo XVI, a Europa occidental podría llamársele una caja fuerte llena de gemas del genio gótico. Profanaciones y revoluciones durante dos siglos destruyeron la mitad, despojaron a las iglesias góticas de sus ornamentos y redujeron a polvo muchas de las fábricas que aliñaban. Desde entonces, la incuria y el descuido y las necesidades de reconstrucción han obrado similar desorden en mucho de lo que no se destruyó… En su peor forma, este reconstruir y repintar y tallar de nuevo ha sido sustitución gratuita y sin motivo… Para la generación que nos siga, cualquier contacto directo con el genio universal del gótico será difícil, como no sea por conducto de parodias (A History of Gothic Art in England, I, 3, 4). Empero, queda lo suficiente como para permitirnos reconstruir, cuando menos en la imaginación, un producto singular de la civilización cristiana, de la que Norton puede afirmar que “avanzó incrementando constantemente su poder de expresión, de maleabilidad y capacidad de adaptación, la belleza de su diseño y la pericia edificadora, hasta alcanzar, en el consumado esplendor de una catedral como la de Nuestra Señora de Chartres o la de Amiens, una altura no rebasado jamás” (op. cit., I, 13).


Fuente: Cram, Ralph Adams. "Gothic Architecture." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6, págs. 665-680. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/06665b.htm>.

Traducido por Gabriel E. Breña