Manantiales
De Enciclopedia Católica
EN LA ESCRITURA
Para los habitantes de un clima más húmedo es difícil percibir la importancia que un país como Palestina le adjudica a cualquier fuente de agua dulce. El Litani (Leontes) y el Jordán son los únicos ríos de cualquier tamaño; los arroyos perennes son muy escasos, y los torrentes, aunque son numerosos e impetuosos en la temporada lluviosa, son secos durante el resto del año. Job (6,16-17) compara acertadamente a los amigos desleales con los lechos de torrentes, henchidos en la primavera, pero que se extinguen en el tiempo cálido. Los cinco meses del tórrido calor veraniego pasan sin lluvia, y cuando el caliente sherkiveh, el siroco árabe, sopla desde el desierto, la vida misma parece una carga. Nada salvará al pastor y su rebaño, al agricultor ni a la caravana, de perecer de sed, sólo los inagotables manantiales y depósitos de aguas incontaminadas. Por lo tanto el Hijo de Sirá enumera dos veces el agua como la primera entre las "cosas principales necesarias para la vida del hombre" ( Eclo. 29,21; 39,26). Desde tiempos inmemoriales, ser dueño de un pozo y poseer los alrededores eran términos sinónimos ( Prov. 5,15-17). Por otra parte, eran tan serias las disputas que surgían por el uso o pretensión a un pozo que se apelaba a la espada como el único árbitro ( Gén. 26,21; Éx. 2,17; Núm. 20,17). Si se temía la cercanía de un enemigo, su progreso podía verse seriamente obstaculizado, si no del todo frustrado, al detener o destruir los pozos a lo largo de su ruta (2 Crón. 32,3). El enemigo, a su vez, podía reducir una ciudad a la inanición y a la sumisión cortándole su suministro de agua, como hizo Holofernes cuando sitió a Betulia (Judit 7).
Los manantiales y fuentes fueron los centros de la antigua vida hebrea. Hacia allí el pastor de la ladera soleada llevaba a su rebaño de ovejas y cabras fuera de las sedientas extensiones de rocas y arbustos espinosos. Largas caravanas, legiones de soldados y viajeros solitarios se apresuraban hacia los pozos a la puesta del sol para refrescar sus cansados miembros y olvidar el ardiente calor del mediodía. Allí se reunían las mujeres del barrio a platicar y a llenar sus jarras. Los pozos, manantiales y cisternas les han inspirado a los poetas hebreos algunas de sus más selectas imágenes, y Cristo mismo las utilizó para ilustrar sus propias verdades. Se han convertido en hitos de la topografía de Palestina y enlaces en su variada historia que se extiende desde Abraham, que cavó pozos cerca de Gerara hace unos 4000 años, hasta Cristo, que, sentado en el borde del Pozo de Jacob, enseñó a la mujer samaritana el paso de la Antigua Alianza.
Una fuente (en griego: pede, fons) es el "ojo del paisaje", la explosión natural de agua viva, que fluye durante todo el año, o que se seca en ciertas temporadas. En contraste con "las aguas turbias" de los pozos y ríos ( Jer. 2,18), de ella brota el "agua viva", con la que Jesús compara acertadamente la gracia del Espíritu Santo ( Jn. 4,10; 7,38; cf. Is. 12,3; 44,3). Cuan altamente se han valorado estas fuentes naturales se desprende del número de pueblos y aldeas que tienen nombres compuestos con la palabra Ain (En), como, por ejemplo, Endor (manantial de Dor), Engannim (manantial de jardines), Engadí (fuente del cabrito) Rogel o En-rogel (fuente del pie), Ensemes (fuente del sol), etc. Pero los manantiales eran comparativamente raros, y la densa población se veía obligada a recurrir a fuentes artificiales. La Sagrada Escritura es siempre cuidadosa en distinguir los manantiales naturales de los pozos (en hebreo: KAR, griego: psrear, puteus), que son hoyos de agua excavados bajo la superficie rocosa y que no tienen salida. Naturalmente, pertenecían a la persona que los excavó, y sólo él podía darle un nombre. Entre los árabes de hoy día son propiedad de las tribus o familias, un extraño que desee sacar agua de ellos se espera que dé una propina. Muchos nombres de lugares, también están compuestos con B’er, tal como Berseba, Beerot, Beer Elim, etc.
Las cisternas (lakkos, cisterna) son reservas subterráneas que algunas veces cubren tanto como un acre de terreno, en las cuales se acumula el agua de lluvia durante la primavera. Su extrema necesidad es atestiguada por el gran número de cisternas antiguas y en desuso con las que la Tierra Santa está, literalmente, agujereada. Se pueden encontrar a lo largo de las carreteras, en los campos, en jardines, en eras, en las aldeas y, sobre todo, en las ciudades. Jerusalén estaba tan bien provista de ellas que cada vez que fue sitiada nadie dentro de sus muros sufrió alguna vez por falta de agua. Las cisternas eran talladas en la roca natural y luego recubiertas con mampostería y cemento impermeable. Como su construcción conllevaba gran trabajo corporal, es fácil de entender por qué Yahveh les prometió a los israelitas, a la salida de Egipto, la posesión de cisternas excavadas por otros como una señal especial de favor ( Deut. 6,11; Neh. 9,25). Si el cemento de la cisterna cedía, la reserva se inutilizaba y era abandonada; y se convertía entonces en una de las “cisterna agrietada, que no retiene el agua” ( Jer. 2,13). La boca de los pozos y cisternas generalmente estaba rodeada por un brocal o muro bajo y cerrada con una piedra, tanto para prevenir accidentes como para alejar a los extraños. Si el dueño se descuidaba en cubrir el pozo, y una bestia caía en él, la Legislación de Moisés le obligaba a pagar el precio del animal (Ex. 21,33-34, cf. Lc. 14,5). A veces la piedra colocada en el orificio era tan pesada que un hombre era incapaz de moverla (Gén. 29,3). Cuando las cisternas se secaban eran usadas como calabozos, ya que, al ser angostas en la parte superior, como "botellas enormes", no dejaban vía abierta para el escape (Gén. 37,24; Jr. 38,6; 1 Mac. 7,19). También ofrecían lugares convenientes para ocultar a una persona de sus perseguidores (1 Sam. 13,6; 2 Sam. 17,18). Los métodos utilizados para sacar el agua eran los mismos que los que estaban en boga a través de todo el antiguo Oriente (cf. Egipto).
Fuente: Cotter, Anthony. "Wells in Scripture." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15581a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina