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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Mentira

De Enciclopedia Católica

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344290954 985119459526036 1210582565356282752 n.jpg Mentira, según la define Santo Tomás, es “una declaración en desacuerdo con la mente”. Esta definición es más precisa que muchas otras que están en boga. Así una autoridad reciente define la mentira como una declaración falsa hecha con la intención de engañar. Pero es posible mentir sin hacer una declaración falsa y sin tener ninguna intención de engañar. Pues si una persona hace una declaración qué el piensa que es falsa, pero que en realidad es cierta, él ciertamente miente en cuanto a que intenta decir lo que es falso, y aunque un mentiroso bien conocido puede no tener intención de engañar a otros ---pues él sabe que nadie le cree una sola palabra--- aun así si habla en desacuerdo con su mente no deja de mentir.

Siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás los teólogos y escritores sobre ética comúnmente hacen la distinción entre las mentiras (1) nocivas o perjudiciales, (2) oficiosas y (3) jocosas. Las mentiras jocosas se dicen con el propósito de causar diversión. Por supuesto, lo que se dice simple y obviamente en broma no puede ser una mentira; para que tena alguna malicia alguna en ella, lo que se dice debe ser naturalmente capaz de engañar a los demás y se debe decir con la intención de decir lo que es falso. Una mentira oficiosa, o blanca, es tal que no le hace daño a nadie; es una mentira de excusa, o una mentira dicha para beneficiar a alguien. Una mentira perjudicial es la que hace daño.

Siempre se ha admitido que la cuestión de la mentira crea grandes dificultades para el moralista. Desde los albores de la especulación ética ha habido dos opiniones diferentes sobre la cuestión de si la mentira es admisible alguna vez. Aristóteles, en su “Ética”, parece afirmar que nunca es permisible decir una mentira, mientras que Platón, en su “República”, es más complaciente; él permite a los médicos y hombres de estado a mentir de vez en cuando por el bien de sus pacientes y para el bien común. Los filósofos modernos se dividen de la misma manera. Kant no permitía una mentira bajo ninguna circunstancia. Paulsen y la mayoría de los escritores no católicos modernos admiten la legalidad de la mentira por necesidad. De hecho la tendencia pragmática del día, que niega que exista tal cosa como la verdad absoluta, y mide la moralidad de las acciones por su efecto sobre la sociedad y sobre el individuo, parecería abrir ampliamente las puertas a todas las mentiras, excepto las perjudiciales. Pero incluso en el terreno del pragmatismo es bueno que tengamos en cuenta que las mentiras blancas son aptas para preparar el camino para otras de un tono más oscuro. Hay alguna diferencia de opinión entre los Padres de la Iglesia cristiana. Orígenes cita a Platón y aprueba su doctrina sobre este punto (Stromata, VI). Él dice que una persona que está bajo la necesidad de mentir debe considerar diligentemente el asunto de modo que no se exceda. Se debe tragar la mentira como una persona enferma hace con su medicamento. Debe guiarse por el ejemplo de Judit, Ester y Jacob. Si se excede, será juzgado enemigo de Aquel que dijo: "Yo soy la verdad". San Juan Crisóstomo sostuvo que es lícito engañar a otros por el beneficio de ellos, y Juan Casiano enseñó que a veces podemos mentir como tomamos la medicina, impulsados a ella por pura necesidad.

San Agustín sin embargo, tomó el lado opuesto, y escribió dos tratados cortos para probar que nunca es lícito decir una mentira. La Iglesia Occidental ha seguido generalmente su doctrina sobre este punto, y los escolásticos y los teólogos modernos la han defendido como la opinión común. En primer lugar, se basa en la Sagrada Escritura, la cual en pasajes casi innumerables condena la mentira tan absoluta y francamente como condena el homicidio y la fornicación. El Papa Inocencio III da expresión a esta interpretación en una de sus decretales, cuando dice que la Biblia nos prohíbe decir una mentira incluso para salvar la vida de una persona. Si, entonces, permitimos la mentira de necesidad, no parece haber razón desde el punto de vista teológico para no permitir ocasionalmente el asesinato y la fornicación cuando estos crímenes obtendrían grandes ventajas temporales; el carácter absoluto de la ley moral sería socavado, sería reducido a asunto de simple conveniencia.

El principal argumento a partir de la razón que Santo Tomás y otros teólogos han utilizado para probar su doctrina se extrae de la naturaleza de la verdad. La mentira se opone a la virtud de la verdad o veracidad. La verdad consiste en una correspondencia entre la cosa manifestada y su significado. El ser humano tiene el poder como ser razonable y social de manifestar sus pensamientos a su prójimo. El orden correcto exige que al hacer esto debe ser veraz. Si la manifestación externa está en desacuerdo con el pensamiento interior, el resultado es una falta de orden correcto, una monstruosidad en la naturaleza, una máquina que está fuera de engranaje, cuyas partes no trabajan juntas en armonía. Como estamos tratando con algo que pertenece al orden moral y con la virtud, la falta de orden correcto, que es de la esencia de una mentira, tiene una depravación moral especial propia. No es precisamente la misma malicia en la hipocresía, y en este vicio vemos la depravación moral con mayor claridad.

Hay precisamente la misma malicia en la hipocresía, y en este vicio vemos más claramente la depravación moral. Un hipócrita pretende tener una buena cualidad que sabe que no posee. Hay la misma falta de correspondencia entre la [[mente] y la expresión externa de ella que constituye la esencia de una mentira. La depravación y malicia de la hipocresía son evidentes para todos. Si es más difícil percibir la malicia de la mentira, la razón parcial, al menos, puede ser porque estamos más familiarizados con ella. La verdad es principalmente una virtud que se estima a sí misma; es algo que el hombre le debe a su propia naturaleza racional, y nadie que tenga ninguna consideración por su propia dignidad y autoestima será culpable de la depravación de una mentira. Según el hipócrita es justamente detestado y despreciado, así debe sr el mentiroso. Como ninguna persona honesta consentiría en jugar al hipócrita, así ningún hombre honesto será nunca culpable de una mentira.

La malicia absoluta de mentir también se muestra por las malas consecuencias que tiene para la sociedad. Estas son suficientemente evidentes en las mentiras que afectan injuriosamente los derechos y reputaciones de otros. Pero la confianza mutua, la interacción y la amistad, que son de tan grande importancia para la sociedad, sufren mucho incluso por las mentiras jocosas u oficiosas. En esto, como en otras cuestiones morales, con el fin de ver con claridad la calidad moral de una acción debemos considerar cuál sería el efecto si la acción en cuestión se considerase como perfectamente correcta y se practicase comúnmente. Al aplicar este criterio, podemos ver que la desconfianza, la sospecha y la absoluta falta de confianza en los demás sería el resultado de la mentira indistinta, incluso en aquellos casos en que no se inflija ningún daño positivo. Además, cuando se contrae el hábito de la falta de [|verdad |veracidad], es prácticamente imposible restringir sus caprichos a los asuntos que son inofensivos; el interés y el hábito por igual conducirán inevitablemente a la violación de la verdad, en detrimento de otros. Y así parecería que, aunque el daño a otros fue excluido de las mentiras jocosas y oficiosas por definición, aun así en lo concreto no hay ninguna clase de mentira que no sea perjudicial a alguien. Pero si se acepta la enseñanza común de la teología católica sobre este punto, y concedemos que la mentira es siempre mala, se deduce que nunca estamos justificados en decir una mentira, porque no podemos hacer el mal para que vengan bienes; el fin no justifica los medios. Entonces, ¿qué medios tenemos para proteger los secretos y defendernos de los fisgoneos impertinentes de los curiosos? ¿Qué vamos a decir cuando un moribundo hace una pregunta, y sabemos que decirle la verdad pura y simple lo matará de inmediato? Debemos decir algo, si hemos de conservar su vida; él detectaría al instante el significado de nuestro silencio. La gran dificultad de la cuestión de la mentira consiste en encontrar una respuesta satisfactoria a preguntas como esas.

San Agustín afirmó que se debe decir la verdad escueta sin importar las consecuencias. Enseña que en casos difíciles se debe mantener silencio si posible. Si el silencio fuese equivalente a darle al enfermo noticias indeseables que lo matarían, es mejor, dice, que el cuerpo del enfermo perezca antes que el alma del mentiroso. Además de este, expone otro caso que se volvió clásico en las escuelas. Si hay un hombre escondido en tu casa, y unos asesinos buscan su vida, y llegan y te preguntan si está en tu casa, tú les dices que sabes donde está, pero que no lo vas a decir; no puedes negar que está allí. Los escolásticos, mientras aceptan la enseñanza de San Agustín sobre la malicia intrínseca y absoluta de una mentira, modificaron su enseñanza sobre el punto que estamos discutiendo. Es interesante leer lo que escribió San Raimundo de Peñafort sobre el tema en su Summa, publicada antes de mediados del siglo XIII. Dice que la mayoría de los doctores están de acuerdo con San Agustín, pero otros dicen que uno debe decir una mentira en tales casos. Luego se da su propia opinión, hablando con vacilación y bajo corrección. El propietario de la casa donde el hombre se oculta, al ser preguntado si él está allí, debe en lo posible no decir nada. Si el silencio fuee equivalente a traicionar el secreto, entonces debe dejar a un lado la cuestión preguntando otra ---¿Cómo podría saberlo?--- o algo por el estilo. O, dice San Raimundo, puede usar una expresión con un doble sentido, un equívoco tal como: Non est hic, id est, Non comedit hic ---o algo como eso. Dice que un número infinito de ejemplos lo indujeron a permitir tales equívocos. Jacob, Esaú, Abraham, Jehú y San Gabriel Arcángel los usaron. O, añade, puedes decir simplemente que el dueño de la casa debe negar que el hombre está allí, y, si su conciencia le dice que ésta es la respuesta adecuada, entonces él no debe ir contra su conciencia, y así no pecará. Tampoco este sentido es contrario a lo que enseña Agustín, pues si da esa respuesta no mentirá, pues no hablará en contra de su mente (Summa, lib. I, De Mendacio).

La glosa en el capítulo “Ne quis” (causa XXII, q.2) del Decreto de Graciano, que reproduce la enseñanza común de las escuelas en esa época, adopta la opinión de San Raimundo, y le añade la razón de que es permitido engañar al enemigo. Para que la doctrina no se extendiese indebidamente a los casos en los que no aplique, la glosa advierte al estudiante que un testigo que está obligado a decir la verdad escueta no puede utilizar el equívoco. Una vez la doctrina del equívoco hubo entrado a las escuelas, fue difícil mantenerla dentro de los límites apropiados. Se había introducido con el fin de proporcionar una vía de escape de graves dificultades para quienes sostenían que no era permitido decir una mentira jamás. El sigilo de confesión y otros secretos debían ser preservados, este era un medio de cumplir con los deberes necesarios sin decir una mentira. Algunos, sin embargo, extendieron indebidamente esta doctrina. Enseñaban que un hombre no dijo una mentira al negar que hizo algo que en verdad hizo, si quiso decir que lo hizo de otro modo, o en otro tiempo, que el que lo hizo. Un sirviente, por ejemplo, quien rompió una ventana en la casa de su amo, al ser preguntado por éste si la había roto, pudo afirmar sin mentir que no lo hizo, si quiso decir que no la rompió el año pasado o con un hacha. Se considera que más de cincuenta autores enseñaron esta doctrina, y entre ellos hubo algunos de gran influencia, cuyas obras son clásicas.

Por supuesto, hubo otros que rechazaron tales equívocos, y que enseñaron que eran sólo mentiras, como de hecho lo son. El jesuita alemán Paul Laymann, quien murió en el año 1625, fue de este número. Refutó los argumentos en los que se basaba la falsa doctrina y probó lo contrario de forma conclusiva. Sus adversarios afirmaban que tal declaración no era una mentira, en la medida en que no estaba en desacuerdo con la mente del hablante. Laymann no vio ninguna fuerza en este argumento; el hombre sabía que había roto la ventana, y, sin embargo, dijo que no lo había hecho; hubo una evidente contradicción entre su afirmación y su pensamiento. L as palabras usadas denotaban que él no lo había hecho; no había circunstancias externas de ningún tipo, ningún uso o costumbre que permitiese que fuesen entendidas en otro que no fuese el sentido obvio. Sólo podían ser entendidas en ese sentido obvio, y ese era su único significado verdadero. Ya que estaba en desacuerdo con el conocimiento del hablante, la declaración era una mentira. Laymann explica que él no deseaba rechazar todas las reservas mentales.

A veces una declaración recibe un significado especial a partir del uso y la costumbre, o de las circunstancias especiales en las que se coloca una persona, o por el mero hecho de que ocupa una posición de confianza. Cuando el amo le ordena al criado decir que él no está en casa, el uso común permite a cualquier hombre de sentido interpretar la frase correctamente. Cuando un acusado se declara “no culpable” en un tribunal de justicia, todos los concernidos entienden lo que quiere decir. Cuando a un hombre de estado, o un médico o un abogado se le hacen preguntas impertinentes sobre lo que no puede dar a conocer sin ruptura de confianza, él simplemente dice: "No sé", y la afirmación es cierta, ya que recibe el significado especial de la posición del hablante: "No tengo conocimiento transmisible sobre el punto." Lo mismo es cierto para cualquier persona que tenga secretos que guardar, y que es interrogado injustificadamente sobre ellos. La persona prudente solo habla sobre lo que debe hablar, y lo que dice debe ser entendido con esa reserva.

Los escritores católicos llaman a tales declaraciones como la anterior reservas mentales, y las cualifican como reservas mentales amplias para distinguirlas de la reserva mental estricta. Estas últimas son equívocos cuyo verdadero sentido es determinado solo por la mente del hablante, y no por ninguna circunstancia externa de uso común. La Santa Sede las condenó como mentiras el 2 de marzo de 1679. Desde esa época todos los escritores católicos las han rechazado como ilícitas. Se debe observar que cuando se usa una reserva mental amplia, se está diciendo la verdad simple, no hay declaración en desacuerdo con la mente. Pues no sólo se debe considerar los términos empleados en una declaración, cuando deseamos entender su significado, y llegar a la verdadera mente del hablante. Las circunstancias de lugar, tiempo, persona y manera forman una parte de la declaración y la expresión externa del pensamiento. Las palabras, "yo no soy culpable", derivan el significado especial que tienen en la boca de un prisionero en su juicio de las circunstancias en que él está. Es una declaración verdadera de hecho si en realidad él es culpable o no. Esto debe entenderse de todas las restricciones mentales que son lícitas. La virtud de la verdad requiere que, a menos que haya alguna razón especial al contrario, el que habla a otro debe hablar franca y abiertamente, de tal modo que sea entendido por el interlocutor. No es lícito utilizar reservas mentales sin una buena razón. De acuerdo con la enseñanza común de Santo Tomás y otros teólogos, la mentira perjudicial es un pecado mortal, pero las mentiras simplemente oficiosas y jocosas son de su propia naturaleza pecado venial.

La doctrina que se ha expuesto arriba reproduce la enseñanza común y universalmente aceptada de las escuelas católicas a través de la Edad Media hasta época reciente. Desde mediados del siglo XVIII en adelante se han oído unas pocas voces discordantes de tiempo en tiempo. Algunas de estas, como Van der Velden y algunos escritores franceses y belgas, mientras que admiten en general que una mentira es intrínsecamente mala, argumentan que hay excepciones a la regla. Según es lícito matar a otro en defensa propia, así en defensa propia, es lícito decir una mentira. Otros deseaban cambiar la definición aceptada del término “mentira”. Un escritor del siglo XIX de la serie parisina “Ciencia y Religión” deseaba añadir a la definición común algunas palabras tales como “hechas a uno que tiene el derecho a la verdad”. De modo que una declaración falsa hecha a sabiendas a uno que no tiene el derecho a la verdad, no sería una mentira. Esto, sin embargo, parece ignorar la malicia que una mentira tiene en sí misma, como la hipocresía, y derivarla solamente de la consecuencia social de mentir. Muchos de estos escritores que atacan la opinión común muestran que ellos han captado imperfectamente el verdadero significado. De cualquier modo, ellos han hecho poca o ninguna impresión en la enseñanza común de las escuelas católicas.


Fuente: Slater, Thomas. "Lying." The Catholic Encyclopedia. Vol. 9, pp.469-471. New York: Robert Appleton Company, 1910. 5 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/09469a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.