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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Cardenal Protector

De Enciclopedia Católica

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Cardenal Protector: Desde el siglo XIII ha sido costumbre en Roma confiar a algún cardenal particular de la Curia Romana un cuidado especial por los intereses de una determinada orden o instituto religioso, cofradía, iglesia, colegio, ciudad, nación, etc. Era su representante u orator cuando buscaba un favor o un privilegio, lo defendía cuando se le acusaba injustamente y suplicaba la ayuda de la Santa Sede cuando sus derechos, propiedad o intereses eran violados o puestos en peligro. Tal cardenal llegó a ser conocido como cardenal protector.

En la antigua Roma existía una relación similar entre el cliente (cliens) y su patrón (patronus); a medida que crecía el poder de la ciudad, se hace visible una analogía aún más estrecha entre la institución romana y el protectorado eclesiástico moderno. Casi todas las ciudades provinciales tenían su patronus, o procurator, en la Roma imperial, generalmente un patricio o caballero romano, y esas personas eran muy estimadas. Cicerón, por ejemplo, era patronus de Dirraquio (Durazzo) y de Capua, en cuya ciudad se le erigió una estatua dorada. Con el tiempo, el cargo se volvió hereditario en ciertas familias; Suetonio, en su vida de Tiberio, dice que la familia claudiana (gens Claudia) fue desde la antigüedad (antiquitus) protectora de Sicilia y el Peloponeso.

La Iglesia Romana adoptó esto, con muchas otras instituciones imperiales, como una útil para la administración externa, no porque los Papas que primero otorgaron este cargo y título buscaran copiar un uso romano antiguo, sino porque condiciones y circunstancias análogas crearon una situación similar. El Papa confiere el cargo a través del Secretario de Estado, a veces por designación espontánea del Santo Padre, a veces a petición de quienes buscan tal protección. Tal cardenal protector tenía derecho a colocar su escudo de armas en la iglesia o edificio principal del instituto o en el palacio municipal de la ciudad en cuestión.

El primero en ocupar tal cargo fue el cardenal Ugolino Conti ([[Papa de 1227-41), quien con ello buscó paralizar las intrigas de sus numerosos enemigos en Roma; a petición del propio San Francisco, Inocencio III lo nombró protector de los franciscanos y también Honorio III. Alejandro IV y Nicolás III retuvieron para sí mismos el oficio de protector de los franciscanos. De hecho, estos últimos fueron durante mucho tiempo la única orden que se jactaba de tener un cardenal protector; sólo en el siglo XIV que se extendió gradualmente el cargo. Ya para 1370 Gregorio XI se vio obligado a detener los abusos cometidos por el cardenal protector de los franciscanos; Martín V (1417-31) prohibió que el protector de una orden religiosa aceptase cualquier pago por su protección. Mientras que Sixto IV y Julio II definieron más particularmente los límites del oficio, a Inocencio XII (1691-1700) se le debe atribuir la regulación final de los deberes y derechos de un cardenal protector.

Los reinos, imperios, etc. deben haber tenido cardenales protectores antes de Urbano VI (1378-89), ya que ese Papa prohibió a tales cardenales recibir cualquier cosa de los respectivos soberanos de estos estados, no fuese que por amor al dinero fueran inducidos a realizar obras de injusticia. En 1424 Martín V prohibió a los cardenales aceptar el protectorado de reyes y príncipes, prohibición que fue renovada en 1492 por Alejandro VI. Esta prohibición no fue renovada por León X en la novena sesión del Quinto Concilio de Letrán (1512); sin embargo, instó a los cardenales a ejercer el cargo de manera imparcial y sin respeto humano. En la actualidad (a 1908), el único estado con un cardenal protector es el Reino de Portugal.


Bibliografía: HIERONYMI PLATI, Tractatus de cardinalis dignitate et officio (Roma, 1836), XXXIII; HUMPHREY, Urbis et Orbis (Londres, 1896).

Fuente: Benigni, Umberto. "Cardinal Protector." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3, pág. 341. New York: Robert Appleton Company, 1908. 6 oct. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/03341a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina