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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Don Sobrenatural

De Enciclopedia Católica

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Un don sobrenatural puede ser definido como algo conferido a la naturaleza por encima de todos los poderes (vires) de la naturaleza creada. Cuando Dios creó al hombre, no estuvo satisfecho con concederle los talentos esenciales requeridos por la naturaleza humana, sino que lo elevó a un estado superior al añadirle ciertos dones a los cuales su naturaleza no tenía ningún derecho. Estos consisten de cualidades y perfecciones, fuerzas y energías, dignidades y derechos, el destino a objetivos finales, de los cuales la constitución esencial del hombre no es el principio; los cuales no son requeridos para el logro de la perfección final del orden natural del hombre; y los que sólo pueden ser comunicados por el libre funcionamiento de la bondad y poder de Dios. Algunos de estos son absolutamente sobrenaturales, es decir, más allá del alcance de toda naturaleza creada (incluso de los ángeles), y elevan la criatura a una dignidad y perfección naturales sólo a Dios; otros son sólo relativamente sobrenaturales (preternaturales), es decir, sólo sobre la naturaleza humana y elevan la naturaleza humana a ese estado de perfección superior que es natural a los ángeles. El estado original del hombre los incluía a ambos, y cuando cayó, los perdió ambos. Cristo ha restaurado en nosotros los dones absolutamente sobrenaturales, pero no nos restauró los dones preternaturales.

Los dones absolutamente sobrenaturales, que solos son los propiamente dichos sobrenaturales, se resumen en la adopción divina del hombre para ser el hijo y heredero de Dios. Esta expresión, y las explicaciones que le dan los escritores sagrados, hacen evidente que la filiación es mucho más que una relación fundada en la ausencia de pecado; es de carácter totalmente íntimo, que eleva a la criatura de su humilde estado natural y la hace objeto de una benevolencia y complacencia peculiares de parte de Dios, admitiéndola al amor filial, y que le permite convertirse en heredera de Dios, es decir, partícipe de la propia beatitud divina. “Dios envió a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva (ten ouiothesian). La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.” (Gál. 4-4-7). “…que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;… eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos (ouiothesian) por medio de Jesucristo” (Ef. 1,3-5). "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Juan 3,1). Además, este estado exaltado es descrito como una comunicación o sociedad con el Hijo unigénito de Dios, una participación en los privilegios que le son propios a él en oposición a las simples criaturas. "…para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros... yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno” (Juan 17,21-23). También se le llama comunión (koinonia) “con el Padre, y con su Hijo” (1 Jn. 1,3), y “la comunión (he koinonia) del Espíritu Santo” (2 Cor. 13,13).

La adopción divina es un nuevo nacimiento del alma (Juan 1,12-13 y 3,5; 1 Jn. 3,9; 5,1; 1 Pedro 1,3 y 1,23; Stgo. 1,18; Tito 3,5; Ef. 2,5). Esta regeneración implica la fundación de un estado superior de ser y de vida, resultante de una influencia divina especial, y que nos admite a la dignidad de hijos de Dios. “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8,29; cf. también 2 Cor. 3,18; Gál. 3,26-27; 4,19; Rom. 13,14). Como consecuencia de esta adopción y nuevo nacimiento somos hechos “partícipes de la naturaleza divina) (theias koinonoi physeos, 2 Ped. 1,4). El contexto total de este pasaje y de los pasajes ya citados muestran que esta expresión debe tomarse tan literalmente como sea posible; no, ciertamente, como una generación de la substancia de Dios, sino como una comunicación de vida divina por el poder de Dios, y una morada más íntima de su substancia en la criatura.

Por lo tanto, también la herencia no se circunscribe a los bienes naturales. Comprende la posesión y disfrute del bien que es la herencia natural del Hijo de Dios, por ejemplo, la visión beatífica. “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.” (1 Juan 3,2). “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces [en la visión beatífica] veremos cara a cara.” (1 Cor. 13,12). Los Padres no han vacilado en llamar unión sobrenatural de la criatura con Dios a la deificación de la criatura. Esta es una expresión favorita de San Ireneo ("Adv. Haer.", III, XVII, XIX; IV, XX, etc.), y es usada frecuentemente por San Atanasio (vea Newman, San Atanasio, II, 88). Vea también a San Agustín (Serm. CXCI, "In Nat. Dom."), citado por Santo Tomás (III:1:3).

Con el fin de ser merecedores de nuestra dignidad divina y de lograr nuestro fin divino, tenemos necesidad de una ayuda sobrenatural. Esta ayuda sobrenatural para un fin sobrenatural es llamada gracia. Para nuestro propósito presente bastará notar que la gracia es habitual (es decir, santificante, la que nos hace agradables a Dios) o actual (es decir, que nos capacita para producir obras que merezcan la salvación). A veces recibimos otras ayudas más para el beneficio de otros que para el nuestro, las cuales se llaman gratiae gratis datae (carismas). Ellos no nos ayudan directa e inmediatamente al logro de nuestro fin, pero nos ayudan desde afuera. Las virtudes teologales y las virtudes morales son gracias propiamente dichas. Así, también, son los dones del Espíritu Santo (vea Espíritu Santo).

Estará bien aquí decir unas pocas palabras sobre los dones preternaturales (relativamente sobrenaturales) concedidos a nuestros primeros padres, que a veces son confundidos con los dones sobrenaturales propiamente dichos. Al principio Dios libró al hombre de la debilidad inherente a su naturaleza, es decir, las enfermedades de la carne y las consecuentes enfermedades del espíritu. Creó al hombre inmortal, impasible, libre de la concupiscencia y la ignorancia, libre de pecado y amo de la tierra. Estos privilegios están más allá de la naturaleza humana, pero no más allá de alguna criatura superior (por ejemplo, los ángeles); por lo tanto son preternaturales (praeter naturam). Los Padres los consideran como una glorificación de la naturaleza, y le aplican las palabras del Salmo 8,5-9. De hecho, estos dones no fueron conferidos aparte de los dones sobrenaturales; un estado preternatural es, sin embargo, concebible, y la capacidad de separar de los dos conjuntos de dones es clara a partir de nuestra posesión actual de los dones sobrenaturales sin los preternaturales. “Aunque distintos y separables, se unen en un todo armonioso y orgánico. Los Padres consideran esta unión en el estado original del hombre como una anticipación de su estado de bienaventuranza final en la visión de Dios, de modo que la gracia tiene con la integridad la misma relación que la gloria futura del alma con la gloria futura del cuerpo. Cuando se combinan la integridad y la gracia, elevan al hombre a la más perfecta semejanza con Dios obtenible en esta vida; ellas lo disponen y lo preparan para la aún más completa semejanza de la vida eterna”.


Fuente: Scannell, Thomas. "Supernatural Gift." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/06553a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina