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Martes, 19 de marzo de 2024

Adopción sobrenatural

De Enciclopedia Católica

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Vea también los artículos JUSTIFICACIÓN, GRACIA, REGENERACIÓN.

Adopción (Lat. adoptare, escoger) es la toma gratuita de un extraño como su propio hijo y heredero. De acuerdo a si el adoptante es hombre o Dios, la adopción se llama humana o divina, natural o sobrenatural. En la presente ocasión sólo se trata de la divina: esa adopción del hombre por Dios en virtud de la cual nos convertimos en sus hijos y herederos. ¿Es esta adopción sólo una manera figurada de hablar? ¿Existe autoridad substancial para garantizar esta realidad? ¿Qué idea nos tenemos que formar de su naturaleza y elementos? Una cuidadosa consideración de la presentación de las Sagradas Escrituras, de las enseñanzas de la tradición cristiana y de las teorías formuladas por los teólogos en relación con nuestra filiación adoptiva nos ayudará a contestar estas preguntas.

El Antiguo Testamento, que San Pablo apropiadamente compara al estado de infancia y de esclavitud, no contiene textos que puedan apuntar concluyentemente a nuestra adopción. Ciertamente hubo santos en los días de la ley antigua, y si hubo santos hubo también hijos adoptados por Dios, ya que la santidad y la adopción son efectos inseparables de la misma gracia habitual. Pero como la Antigua Ley no poseía la virtud de dar esa gracia, ni tampoco contenía una clara insinuación de la adopción sobrenatural, tales dichos como el de Éxodo (4,22) "Israel es mi hijo, mi primogénito"; Oseas (2,1) "Ustedes son los hijos del Dios vivo”; y en los Rom. (9,4) "los israelitas, de los cuales es la adopción filial", no se deben aplicar a un alma individual, pues éstos se refieren al pueblo escogido de Dios tomado colectivamente.

Es en el Nuevo Testamento, que marca la plenitud de los tiempos y la venida del Redentor, que debemos buscar la revelación de este privilegio nacido del cielo (cf. Gál. 4,4). Hijo de Dios es una expresión usada frecuentemente en los Evangelios Sinópticos, y según empleadas ahí, las palabras se aplican tanto a Jesús como a nosotros. Pero si, en el caso de Jesús, esta frase se refiere al mesiazgo solamente, o podría incluir también la idea de una filiación divina real, es asunto de poca consecuencia en nuestro caso en particular. Seguramente en nuestro caso no puede por sí misma ofrecernos una base suficientemente estable sobre la cual establecer un reclamo válido de filiación adoptiva. De hecho, cuando San Mateo (5,9.45) habla sobre los "hijos de Dios” se refiere a los pacificadores, y cuando habla de los "hijos de vuestro Padre celestial", él se refiere a los que pagan el odio con amor, implicando así nada más que una amplia semejanza a, y unión moral con Dios.

San Pablo registra adecuadamente el estatuto de nuestra adopción en (Rom. 8; Ef. 1; Gál. 4); San Juan en el prólogo y en su Primera Carta 1,3; San Pedro en 1 Pedro 1; y Santiago en su capítulo 1. De acuerdo a estos numerosos pasajes, fuimos engendrados, nacidos de Dios. Él es nuestro Padre, pero de tal modo que nos podemos llamar, y verdaderamente somos sus hijos, los miembros de su familia, hermanos de Jesucristo, con quien participamos de la Naturaleza Divina y tenemos parte en la herencia celestial. Esta filiación divina, junto con los derechos de la coherencia, emana de la propia voluntad y divina condescendencia de Dios. Cuando San Pablo, utilizando un término técnico tomado prestado de los griegos, lo llama adopción, debemos interpretar la palabra en un sentido meramente analógico. En general, la interpretación correcta del concepto bíblico de nuestra adopción debe seguir el justo medio y colocarse a mitad de camino entre la filiación divina de Jesús por un lado, y la adopción humana por el otro —inconmensurablemente por debajo del primero y por encima de éste último. La adopción humana puede modificar la posición social, pero no agrega nada al valor intrínseco del niño adoptado. La adopción divina, por el contrario, trabaja hacia el interior, penetrando hasta el mismo núcleo de nuestra vida, renovándola, enriqueciéndola, transformándola a semejanza de Jesús, "el primogénito entre muchos hermanos". Por supuesto que no puede ser más que una semejanza, una imagen del Original Divino reflejado en nuestro yo imperfecto. Siempre habrá entre nuestra adopción y la filiación con Jesús la infinita distancia que separa la gracia creada de la unión hipostática. Y aun así, esa íntima y misteriosa comunión con Cristo, y a través de El con Dios, es la gloria de nuestra filiación adoptiva: "Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: Yo en ellos y Tú en Mí," (Jn. 17,22-23).

El frecuentemente repetido énfasis que la Sagrada Escritura coloca sobre la adopción sobrenatural ganó gran popularidad para ese dogma en la Iglesia primitiva. El bautismo, el lavado de la regeneración, se convirtió en la ocasión de una expresión espontánea de fe en la filiación adoptiva. Los recién bautizados se llamaban infantes, sin importar su edad. Ellos asumían nombres que sugerían la idea de adopción, tales como Adepto, Regenerato, Renato, Deigénito, Teógono y otros parecidos. En las oraciones litúrgicas para neófitos, algunas de las cuales han sobrevivido hasta hoy día (por ejemplo, la colecta del Sábado Santo y el prefacio de Pentecostés), el prelado celebrante hizo un deber sagrado el recordarles esta gracia de la adopción, y aclamar del cielo una bendición semejante sobre aquéllos que todavía no habían sido tan privilegiados. (Vea BAUTISMO).

Los Padres hacían hincapié en este privilegio, al cual ellos se complacían en llamar deificación. San Ireneo (Adv. Haereses, III, 17-19); San Atanasio (Cont. Arrianos, II, 59); San Cirilo de Alejandría (Com. sobre San Juan, I, 13, 14); San Juan Crisóstomo (Homilías sobre San Mateo, II, 2); San Agustín (Tractos 11 y 12 sobre San Juan); San Pedro Crisólogo (Sermón 72 sobre la Oración del Señor)— todos están dispuestos a emplear su elocuencia en la sublimidad de nuestra adopción. Para ellos era un principio fundamental indiscutible, una fuente de instrucción siempre lista para los fieles, así como un argumento contra los herejes tales como los arrianismo, los macedonios y nestorianos. El hijo es verdaderamente Dios, de otro modo ¿cómo nos podría divinizar? El Espíritu Santo es verdaderamente Dios, ¿de qué otra manera El que habita o mora podría santificarnos? La Encarnación del Logos es real, ¿de qué otro modo podría nuestra deificación ser real? Sea cual sea el valor de dichos argumentos, el hecho de haber sido usados, y en sí a buen efecto, es testigo de la popularidad y aceptación común del dogma en esos días.

Algunos escritores, como Scheeben, van aún más allá y buscan en los escritos patrísticos teorías establecidas que se refieran al factor constituyente de nuestra adopción. Ellos alegan que, mientras que los Padres orientales explican nuestra filiación sobrenatural por la inhabitación del Espíritu Santo, los Padres occidentales mantienen que la gracia santificante es el factor real. Tal punto de vista es prematuro. La verdad es que San Cirilo enfatiza especialmente en la presencia del Espíritu Santo en el alma del hombre justo, mientras que San Agustín es más parcial hacia la gracia. Pero es igualmente cierto que ninguno habla exclusivamente, mucho menos pretenden establecer la causa formalis de la adopción como la entendemos hoy día. A pesar de todos los usos polémicos y catequéticos a los cuales los Padres imponen este dogma, no lo aclararon mejor que sus predecesores, los escritores inspirados del pasado distante. Los dichos patrísticos, como los de las Sagradas Escrituras, ofrecen información valiosa para el enmarcado de esta teoría, pero esa teoría por sí misma es el trabajo de épocas posteriores.

¿Cuál es el factor esencial o causa formal de nuestra adopción sobrenatural? Esta pregunta nunca fue discutida seriamente antes del período escolástico. Las soluciones que recibió entonces fueron influenciadas hasta cierto punto por las teorías sobre la gracia vigentes en ese entonces. Pedro Lombardo, quien identifica la gracia y la caridad con el Espíritu Santo, estuvo naturalmente inclinado a explicar nuestra adopción por la sola presencia del Espíritu en el alma del justo, a la exclusión de cualquier entidad dada por Dios creada e inherente. Los nominalistas y Escoto, aunque renuentes a admitir una entidad creada, sin embargo fallaron en ver en ella un factor válido para nuestra adopción divina, y en consecuencia apelaron a una aprobación positiva divina el decretar y recibirnos como hijos de Dios y herederos de su Reino. Aparte de éstos, una vasta mayoría de los escolásticos con Alejandro de Hales, San Alberto Magno, San Buenaventura, y especialmente Santo Tomás de Aquino, señalaron a la |[Gracia Santificante |gracia habitual]] (una expresión acuñada por Alejandro) como el factor esencial de nuestra filiación adoptiva. Para ellos la misma cualidad inherente que da nueva vida y nacimiento al alma también le da una nueva filiación. Dice el Ángel de las Escuelas (III:9:23, ad 3am), “La criatura se asimila al Logos en Su Unidad con el Padre, y esto es realizado por la gracia y la caridad… Tal semejanza perfecciona la idea de adopción, porque para el igual es debida la misma herencia eterna.” (Vea GRACIA)

Esta última opinión recibió el sello del Concilio de Trento (Ses. VI, c. VII, can. 11). El Concilio primero identifica justificación con adopción: “Volverse justo y ser heredero de acuerdo a la esperanza de la vida eterna” es una y la misma cosa. Entonces procede dar la esencia real de la justificación. “Su única causa formal es la justicia de Dios, no aquella por medio de la cual Él mismo es justo, sino por medio de la cual Él nos hace justos.” Además, repetidamente caracteriza la gracia de la justificación y adopción como “no un mero favor o atributo extrínseco, sino un regalo inherente en nuestros corazones.” Esta enseñanza fue enfatizada más fuertemente en el Catecismo del Concilio de Trento (de Bapt., No. 50), y por la condenación del Papa Pío V de las cuarenta y dos proposiciones de Michel Baius, cuya contradictoria lee: “La justicia es una gracia infundida dentro de nuestra alma por medio de la cual el hombre es adoptado a la filiación divina.” Podría parecer que la minuciosidad con la cual el Concilio de Trento trató esta doctrina podría haber impedido aún la posibilidad de discusiones futuras.

Sin embargo la pregunta vino al foro de nuevo con Lesio, 1623; Petavio, 1652; y Matías Scheeben, 1888. En la opinión de ellos, podría ser muy bien que la única causa formalis del Concilio de Trento no es la causa completa de nuestra adopción, y es por esta razón que ellos podrían establecer la inhabitación del Espíritu Santo por lo menos como un constituyente parcial de la filiación divina. No necesitamos malgastar palabras en considerar la idea singular de hacer la morada del Espíritu Santo un acto propio a, y no meramente una apropiación de, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Respecto al punto principal en discusión, si examinamos cuidadosamente las explicaciones póstumas dadas por Lesio, si recordamos el hecho de que Petavio habló del asunto bajo consideración bastante en passant; y si notamos el cuidado que tuvo Scheeben en afirmar que la gracia es el factor esencial de nuestra adopción, siendo la presencia del Espíritu Santo sólo una parte integral y complemento substancial de la misma, habrá poco lugar para alarmarse sobre la ortodoxia de estos distinguidos escritores. La innovación, sin embargo, no fue feliz. No armonizó con las enseñanzas del Concilio de Trento. Ignoró la tajante interpretación dada en el Catecismo del Concilio de Trento. Sirvió sólo para complicar y oscurecer esa teoría tradicional simple y directa, explicando nuestra regeneración y adopción por el factor mismísimo. Aun así tuvo la ventaja de arrojar una luz más fuerte sobre las connotaciones de la gracia santificante, y de realzar en la beneficencia más pura las relaciones del alma adoptada y santificada con las Tres Personas de la Santísima Trinidad: con el Padre, el autor y dador de la gracia; con el Hijo Encarnado, el ejemplar y causa meritoria de nuestra adopción; y especialmente con el Espíritu Santo, el vínculo de nuestra unión con Dios, e infalible promesa de nuestra herencia.

También nos llevó a las algo olvidadas lecciones éticas de nuestra comunión con el Dios Trino, y especialmente con el Espíritu Santo, lecciones sobre las cuales insistían mucho la antigua literatura patrística y los escritos inspirados. “Las Tres Personas de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”, dijo San Agustín (Tracto 76; En Juan), “vienen a nosotros con tal que nosotros vayamos a Ellos, Ellos vienen con Su auxilio, si nosotros vamos con humildad. Ellos vienen con luz, si nosotros vamos a aprender; Ellos vienen a abastecernos si nosotros vamos a ser llenados, que nuestra visión de Ellos no sea desde el exterior sino desde el interior, y que Su morada en nosotros no sea fugaz sino eterna.” Y San Pablo (1 Cor. 3,16-17), “¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y ustedes son ese santuario.” De lo que se ha dicho es manifiesto que nuestra adopción sobrenatural es una propiedad necesaria e inmediata de la gracia santificante. El concepto primario de gracia santificante es una nueva vida dada por Dios y parecida a la de Dios sobreañadida a nuestra vida natural. Mediante esa misma vida nacemos a Dios aun como el niño a sus padres, y así adquirimos una nueva filiación. Esta filiación se llama adopción por dos razones: primero, para distinguirla de la filiación natural que pertenece a [Jesucristo |Jesús]]; segundo, para enfatizar el hecho de que la tenemos sólo por la libre elección y condescendencia misericordiosa de Dios. Otra vez, así como de nuestra filiación natural surgen muchas relaciones sociales entre nosotros y el resto del mundo, así nuestra adopción y vida divina establece múltiples relaciones entre el alma adoptada y regenerada por un lado, y el Dios Trino por el otro. No fue sin razón que la Escritura y la Iglesia Oriental designaron especialmente a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad como el término especial de estas tan altas relaciones. La adopción es obra del amor. “¿Qué es la adopción”, dice el Concilio de Fráncfort, “sino una unión de amor?” Es, por lo tanto, conocer que debe ser descubierto y terminar en la íntima presencia del Espíritu de Amor.


Bibliografía: WILHELM AND SCANNELL, Un Manual de Teología Católica basado en la Dogmática de Scheeben (Londres, 1890); HUNTER, Bosquejos de la Teología Dogmática (Nueva York, 1894); NIEREMBERG-SCHEEBEN, Las Glorias de la Divina Gracia (Nueva York, 1885); DEVINE, Manual de Teología Ascética de la vida Sobrenatural del alma (Londres, 1902); NEWMAN, San Atanasio, II, Deification, Gracia de Dios, Santificación Divina Inherente (Londres, 1895); BELLAMY, La vie surnaturelle (Paris, 1895); TERRIEN, La Grâce et La Gloire (Paris, 1897); LESSIUS, De Perfectionibus Moribusque Divinis; De Summo Bono et Æternâ Beatitudine (Amberes, 1620; París, 1881); PETAVIO, Opus de Theologicis Dogmatibus (Bar-le-Duc, 1867); SCHEEBEN, Handbuch der kathol. Dogmatik (Friburgo, 1873); véase también en recientes tratados en gracia: MAZZELLA, HURTER, PESCH, KATSCHTHALER.

Fuente: Sollier, Joseph. "Supernatural Adoption." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907, Oct. 22, 2016. <http://www.newadvent.org/cathen/01148a.htm>.

Traducido por Lourdes P. Gómez. lhm