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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Lapsi

De Enciclopedia Católica

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(Latín, labi, lapsus).

La designación regular en el siglo III para los cristianos que recayeron al paganismo, especialmente aquellos que durante las persecuciones mostraron debilidad frente a la tortura, y negaron la fe al sacrificar a los dioses paganos o mediante otros actos. Muchos de los lapsi, de hecho la mayoría de los muy numerosos casos en las grandes persecuciones en la segunda mitad del siglo III, ciertamente no regresaron al paganismo por convicción: simplemente ellos no tuvieron la fortaleza para confesar la fe firmemente cuando fueron amenazados con pérdidas temporales y castigos severos (destierro, trabajos forzados [manchados en mi opinión]… muerte), y su único deseo era librarse de la persecución por un acto externo de apostasía, y salvar su propiedad, libertad y vida. La obligación de confesar la fe cristiana bajo todas las circunstancias y evitar cualquier acto de negación fue firmemente establecido en la Iglesia desde tiempos apostólicos. La Primera Epístola de San Pedro exhorta a los creyentes a permanecer firmes al ser visitados por la aflicción (1,6-7; 4,16-17). En su carta a Trajano, Plinio escribe que aquellos que son verdaderamente cristianos no ofrecerán ningunos sacrificios ni pronunciarán ningún ultraje contra Cristo. Sin embargo, vemos tanto en “El Pastor” de Hermas, como en los relatos de las persecuciones y martirios, que los cristianos individuales después del siglo II mostraron debilidad, y apostataron de la fe. La meta de los procesos civiles contra los cristianos, según establecido en el rescripto de Trajano a Plinio, era llevarlos a la apostasía. Fueron absueltos aquellos cristianos que declararon que ya no querían serlo y realizaron actos de culto religioso pagano, pero los firmes eran castigados. En el “Martirio de San Policarpo” (c. IV; ed. Funk, "Patres Apostolici", 2nd ed., I, 319), leemos sobre un frigio, Quinto, quien al principio voluntariamente confesó la fe cristiana, pero mostró debilidad al ver las bestias salvajes en el anfiteatro, y permitió ser persuadido por el procónsul para ofrecer sacrificio. La carta de los cristianos de Lyons, respecto de la persecución de la Iglesia allí en 177, nos dice asimismo de diez hermanos que mostraron debilidad y apostataron. Sin embargo, mantenidos en confinamiento y estimulados por el ejemplo y por el tratamiento generoso que recibieron de los cristianos que habían permanecido firmes, muchos de ellos se arrepintieron de su apostasía, y en un segundo juicio, en el cual los renegados iban a ser absueltos, confesaron fielmente a Jesucristo y se ganaron la corona del martirio. (Eusebio, Historia de la Iglesia, V. 2).

En general, fue un principio preestablecido en la Iglesia del siglo II y comienzos del siglo III que un apóstata, aún si hacia penitencia, no era admitido de nuevo a la comunidad cristiana, o permitido recibir la Santa Eucaristía. La idolatría era uno de los tres pecados capitales que conllevaban la exclusión de la Iglesia. Después de mediados del siglo III, el asunto del lapsi dio inicio en muchas ocasiones a serias disputas en las comunidades cristianas, y llevó a un futuro desarrollo de la disciplina penitencial en la Iglesia. La primera vez que el asunto del lapsi se volvió uno serio en la Iglesia, y finalmente llevó al cisma, fue la gran persecución de Decio (250-1). Un edicto imperial que francamente intentaba exterminar el cristianismo, ordenaba que todo cristiano debía realizar un acto de idolatría. Quienes se negaran eran amenazados con los castigos más severos. Los oficiales eran instruidos a buscar a los cristianos y obligarlos a sacrificar, y proceder contra los recalcitrantes con la mayor severidad (v. Decio). Las consecuencias de este primer edicto general fueron terroríficas para la Iglesia. Durante el largo período de paz de que habían disfrutado, muchos se habían contaminado con el espíritu mundano. Una gran parte del laicado, y aun algunos miembros del clero, se debilitaron y, a la promulgación del edicto, enseguida acudieron en masa a los altares de los ídolos paganos a ofrecer sacrificio. Estamos particularmente bien informados sobre los sucesos en África y en Roma por la correspondencia de San Cirpriano, Obispo de Cartago, y por sus tratados, "De catholicae ecclesiae unitate" y "De lapsis" ("Caecilii Cypriani opera omnia", ed. Hartel I, II, Viena, 1868-71). Había varias clases de lapsi, según el acto por el cual caían: (a) sacrificati, los que ya habían ofrecido sacrificio a los ídolos, (b) thuruficati, los que habían quemado incienso en el altar ante la estatua de los dioses; (c) libellatici, los que habían redactado una certificación (libellus), o, sobornando a las autoridades, habían conseguido que se las redactaran, haciendo ver que habían ofrecido sacrificio, sin haberlo realizado.


Cinco de estos libelos son conocidos por nosotros (uno en Oxford, uno en Berlín, dos en Viena, uno en Alejandría; vea Krebs en "Sitzungsberichte der kais. Akademie de Wissenschaften in Wein", 1894, pp. 3-9; Idem en "Patrologia Orientalis", IV, Paris, 1907, pp. 33 sq.; Franchi de' Cavalieri in "Nuovo Bulletino di archeologia cristiana", 1895, pp. 68-73). A algunos cristianos se les permitía presentar una declaración escrita a las autoridades al efecto de que habían ofrecido a los dioses los sacrificios prescritos, y pedían una certificación de este acto (libellum tradere): este certificado era pronunciado por las autoridades, y los peticionarios recibían de vuelta la atestación (libellum accipere). Aquellos que realmente habían sacrificado (los sacrificati y los thurificati) también recibían un certificado de haberlo hecho. Los libellatici, en el sentido estrecho de la palabra, eran aquellos que obtenían el certificado sin haber ofrecido el sacrificio. Algunos de los libellatici, que llevaban a las autoridades documentos redactados concerniente a sus sacrificios reales o alegados y firmados por ellos, también eran llamados acta facientes.


Los nombres de los cristianos, que habían mostrado su apostasía por medio de los métodos antedichos, eran anotados en los registros de la corte. Después que estos hermanos débiles recibían sus atestaciones y sabían que sus nombres habían sido anotados, se sentían a salvo de futura inquisición y persecución. La mayoría de los lapsi verdaderamente habían obedecido el edicto de Decio por debilidad: en su corazón deseaban seguir siendo cristianos. Sintiéndose librados de futura persecución, ahora querían asistir al culto cristiano otra vez y ser readmitidos a la comunión de la Iglesia, pero este deseo era contrario a la disciplina penitencial existente. Los lapsi de Cartago lograron ganar para su causa a ciertos cristianos que habían permanecido fieles, y habían sufrido tortura y prisión. Estos confesores enviaban cartas de recomendación a nombre de los mártires muertos (libella pacis) al obispo a favor de los renegados. Bajo la fuerza de estas “cartas de paz”, los lapsi deseaban inmediatamente la admisión a la comunión con la Iglesia, y eran realmente admitidos por algunos clérigos que estaban dispuestos hostilmente hacia Cipriano. Dificultades similares surgieron en Roma, y los oponentes cartagineses de San Cipriano buscaron apoyo en la capital en su ataque contra los obispos. Cipriano, quien se había mantenido en constante comunicación con el clero romano durante la vacante de la Santa Sede después del martirio del Papa Fabián, decidió que nada se podía hacer sobre el asunto de la reconciliación de los lapsi hasta que terminase la persecución y él pudiese regresar a Cartago. Sólo aquellos apóstatas que habían demostrado ser penitentes, y habían recibido una nota personal (libellus pacis) de un confesor o un mártir, podían obtener absolución y admisión a la comunión con la Iglesia y a la Santa Eucaristía, si estaban gravemente enfermos o a punto de morir. Asimismo, en Roma se estableció la norma de que los apóstatas no debían ser abandonados, sino que debían ser exhortados a la penitencia, para que, en caso de ser citados nuevamente ante las autoridades, ellos pudieran reparar por su apostasía y confesar firmemente su fe. Es más, la comunión no se le podía negar a aquellos que estuviesen seriamente enfermos, y desearan reparar de su apostasía por la penitencia.

El partido opuesto a Cipriano en Cartago no aceptó la decisión del Obispo y promovió el cisma. Cuando, después de la elección de San Cornelio a la Silla de Pedro, el sacerdote romano Novaciano se elevó a sí mismo en Roma como el antipapa, reclamó ser el defensor de la disciplina estricta, puesto que él se negaba incondicionalmente a readmitir a la comunión con la Iglesia a cualquiera que hubiese caído. El fue el fundador del novacianismo. Poco después que Cipriano regresó a su ciudad episcopal en la primavera de 251, se realizaron sínodos en Roma y África, en los cuales el asunto de los lapsi se arregló por común acuerdo. Se adoptó como principio que ellos debían ser exhortados al arrepentimiento, y, bajo ciertas condiciones y después de una penitencia pública (exomologesis), debían ser readmitidos a la comunión. Al fijar la duración de la penitencia, los obispos debían tomar en consideración las circunstancias de la apostasía, por ejemplo, si el penitente había ofrecido sacrificio una vez o sólo después de la tortura, si él había dejado a su familia en la apostasía o por otro lado los había salvado de ella, después de haber obtenido para sí mismo un certificado de haber sacrificado. Aquellos que por su propia voluntad verdaderamente sacrificaron (los sacrificati o thurificati), solamente serían reconciliados con la Iglesia a la hora de la muerte. Los libellatici podrían, después de una penitencia razonable, ser readmitidos inmediatamente. En vista de la severa persecución entonces inminente, se decidió que en un sínodo cartaginense posterior todos los lapsi que habían hecho penitencia pública debían ser readmitidos a la completa comunión con la Iglesia. El obispo Dionisio de Alejandría adoptó la misma actitud hacia el lapsi que el Papa Cornelio y los obispos italianos, y Cipriano y los obispos africanos. Pero en oriente las opiniones rígidas de Novaciano al principio encontraron una recepción más favorablemente dispuesta. Los esfuerzos unidos de los que apoyaban al Papa Cornelio tuvieron éxito en traer a la mayoría de los obispos orientales a reconocerlo como el Pontífice romano legítimo, a cuyo reconocimiento iba naturalmente adherida la aceptación de los principios relativos a la causa de los lapsi. Un pequeño grupo de cristianos en diferentes partes del imperio compartían los puntos de vista de Novaciano, y esto le permitó a ese último formar una pequeña comunidad cismática (v. Novacianismo).

En el tiempo de la gran persecución de Diocleciano, los asuntos tuvieron el mismo curso que bajo Decio. Durante esta severa aflicción que asaltó a la Iglesia, muchos mostraron debilidad y cayeron y, como antes, realizaron actos de culto pagano, o trataron de evadir la persecución mediante artificios. Algunos, con la confabulación de los oficiales, enviaban a sus esclavos a los sacrificios paganos en vez de ir ellos mismos, otros sobornaban a los paganos para que asumieran sus nombres y realizaran los sacrificios requeridos (Petrus Alexandrinus, "Liber de poenitentia" en Routh, "Reliquiae Sacr.", IV, 2nd ed., 22 sqq). Durante la persecución de Diocleciano apareció una nueva categoría de lapsi llamados los traditores: estos fueron los cristianos (en su mayoría clérigos) que, obedeciendo a un edicto, le daban los libros sagrados a las autoridades. El término traditores fue dado tanto a los que realmente entregaban los libros sagrados, como a aquellos que meramente entregaban obras seculares en su lugar. Igual que en la ocasión anterior los lapsi en Roma, bajo el liderazgo de un cierto Hericlio, trataron por la fuerza de obtener readmisión a la comunión con la Iglesia sin hacer penitencia, pero los Papas Marcelo y Eusebio se adhirieron estrictamente a la disciplina penitencial tradicional. La confusión y disputas causadas por esta diferencia entre los cristianos romanos hizo que Marco Aurelio Maxentio desterrara a Marcelo, luego a Eusebio y a Heraclio. (cf. Inscripciones del Papa Dámaso sobre los Papas Marcelo y Eusebio en Ihm, "Damasi epigrammata", Leipzig, 1895, p. 51, n. 48; p. 25, n. 18). En África el infeliz cisma donatista surgió de las disputas sobre los lapsi, especialmente los traditores (v. donatistas). Varios sínodos del siglo IV redactaron cánones sobre el tratamiento de los lapsi, por ejemplo el Sínodo de Elvira en 306 (can. I-IV, XLVI), o Arles en 314 (can. XIII), de Ancira en 314 (can. I-IX), y el Concilio General de Niza (can. XIII). Muchas de las decisiones de estos sínodos concernían sólo a miembros del clero que habían cometido actos de apostasía en tiempo de persecución.

Fuentes: HEFELE, Konziliengesch., I (2nd ed., Freiburg, 1873), 111 sqq., 155 sqq., 211, 222 sqq., 412 sqq.; DUCHESNE, Hist. ancienne de l'Eglise, I (Paris, 1906), 397 sqq.; FUNK, Zur altchristl. Bussdisziplin in Kirchengesch. Abhandlungen u. Untersuchungen, I, 158 sqq., MÜLLER, Die Bussinstitution in Karthago unter Cyprian in Zeitschr. für kathol. Theol. (1907), 577 sqq.; CHABALIER, Les Lapsi dans l'Eglise d'Afrique au temps de S. Cyprien: Thèse (Lyons, 1904); SCHÖNAICH, Die Christenverfolgung des Kaisers Decius (Jauer, 1907); DE ROSSI, Roma sotteranea cristiana, II, 201 sqq.; ALLARD, Historie de persécutions, V, 122 sqq. Vea también la bibliografía bajo San Cipriano. Kirsch, Johann Peter. "Lapsi." The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/09001b.htm>.

Transcirto por Ed Sayre. Traducido al español por Luz María Hernández Medina.