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Domingo, 24 de noviembre de 2024

San Buenaventura

De Enciclopedia Católica

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Doctor de la Iglesia, cardenal-obispo de Albano, ministro general de los Frailes Menores; nació en Bagnorea, en las proximidades de Viterbo en 1221; murió en Lyons el 16 de julio de 1274.

Nada se sabe de los padres de Buenaventura salvo sus nombres: Giovanni di Fidanza y Maria Ritella. No está claro cómo se llegó a cambiar su nombre de pila, Juan, por el de Buenaventura. Se ha hecho un intento de encontrar el origen de este último nombre en la exclamación de San Francisco de Asís, O buona ventura, cuando se le trajo a Buenaventura de niño para ser curado de una peligrosa enfermedad. Este origen es muy improbable; parece basarse en una leyenda de fines del siglo XV. El propio Buenaventura nos cuenta (Legenda S. Francisci Prolog.) que cuando era aún niño se salvó de la muerte por medio de la intercesión de San Francisco, pero no hay evidencia de que esta curación tuviera lugar durante la vida de San Francisco, ni de que el nombre de Buenaventura se originara en alguna palabra profética de San Francisco. Seguramente fue llevado por otros al Doctor Seráfico. No se ha conservado ningún detalle sobre la juventud de Buenaventura. Ingresó a la Orden de los Frailes Menores en 1238 o en 1243; el año exacto es incierto. Luke Wadding y los Bolandistas se inclinan por la última fecha, pero la primera es apoyada por Sbaradea, Bonelli, Panfilo da Magliano y Jeiler, y parece más probable. Es seguro que Buenaventura fue enviado de la provincia romana, a la que pertenecía, a completar sus estudios en la Universidad de París con Alejandro de Hales, el gran fundador de la Escuela Franciscana. Este último murió en 1246, según la opinión generalmente aceptada, aunque aún no claramente establecida, y parece que Buenaventura se convirtió en su discípulo hacia 1242. Sea como sea, Buenaventura recibió en 1248 la “licenciatura” que le daba derecho a enseñar públicamente como “Magister regens”, y continuó enseñando exitosamente en la universidad hasta 1256, cuando se vio obligado a dejarlo, debido a la entonces violenta explosión de oposición a las órdenes mendicantes por parte de los profesores seglares de la universidad. Según parece, éstos, celosos de los éxitos académicos de los dominicos y franciscanos, pretendían excluirlos de la enseñanza pública. Los elementos latentes de discordia se habían atizado en una llama en 1256, cuando Guillaume de Saint-Amour publicó una obra titulada “Los peligros de los últimos tiempos”, en la que atacaba a los frailes con gran encarnizamiento. Fue en relación con esta disputa cuando Buenaventura escribió su tratado, “De paupertate Christi”. No fue, sin embargo, Buenaventura, como algunos han afirmado erróneamente, sino el Beato Juan de Parma, quien compareció ante Alejandro IV en Anagni para defender a los Franciscanos contra sus adversarios. Habiendo la Santa Sede, como es bien sabido, restablecido a los mendicantes en todos sus privilegios, y habiendo sido formalmente condenado el libro de Saint-Amour, se otorgó solemnemente el grado de doctor a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino en la universidad el 23 de octubre de 1257.

Mientras tanto Buenaventura, aunque aún no tenía treinta y seis años, había sido elegido el 2 de febrero de 1257 Ministro general de los Frailes Menores – un cargo de particular dificultad, debido al hecho de que la orden estaba dividida por disensiones internas entre las dos facciones de los Frailes designadas respectivamente como los Spirituales y los Relaxati. Los primeros insistían en la observancia literal de la Regla original, especialmente en lo relativo a la pobreza, mientras que los segundos deseaban introducir innovaciones y mitigaciones. Esta lamentable controversia se había visto además agravada por el entusiasmo con el que muchos de los frailes “espirituales” habían adoptado las doctrinas relacionadas con el nombre del abad Joaquín de Fiore y expuestas en el autodenominado “Evangelium aeternum”. La introducción a este pernicioso libro, que proclamaba la llegada de la administración del Espíritu que iba a reemplazar la Ley de Cristo, fue falsamente atribuida al Beato Juan de Parma, que en 1257 se había retirado del gobierno de la orden en favor de Buenaventura. El nuevo general no perdió tiempo en golpear vigorosamente en ambos extremos de la orden. Por un lado, procedió contra varios de los “espirituales” joaquinistas como herejes ante un tribunal eclesiástico en Citta della Pieve; dos de sus dirigentes fueron condenados a prisión perpetua, y Juan de Parma sólo se salvó de un destino similar por la intervención personal del cardenal Ottoboni, luego Adriano V. Por otro lado, Buenaventura había esbozado, en una carta encíclica publicada inmediatamente después de su elección, un programa de reforma de los Relaxati. Tres años más tarde pretendió poner en vigor estas reformas en el Capítulo General de Narbona cuando las constituciones de la orden que había revisado fueron promulgadas de nuevo. Las así llamadas “Constitutiones Narbonenses” se distribuían bajo doce capítulos, correspondientes a los doce capítulos de la Regla, de las que constituían una exposición ilustrada y prudente, y son de capital importancia en la historia de la legislación franciscana. El capítulo que publicó este código de leyes solicitó a Buenaventura que escribiera una “leyenda” o vida de San Francisco que sustituyera a las que entonces estaban en circulación. Esto fue en 1260. Tres años después Buenaventura, habiendo visitado mientras tanto una gran parte de la orden, y habiendo asistido a la dedicación de la capilla de La Verna y al traslado de los restos de Santa Clara y de San Antonio, convocó un capítulo general de la orden en Pisa en el que se aprobó oficialmente su recién compuesta vida de san Francisco como la biografía oficial del santo con exclusión de todas las demás. En este capítulo de 1263, Buenaventura fijó los límites de las diferentes provincias de la orden y, entre otras ordenanzas, prescribió que a la caída de la tarde sonara una campana en honor de la Anunciación, práctica piadosa de la que parece haberse originado el Ángelus. No hay base, sin embargo, para la afirmación de que Buenaventura prescribió en este capítulo la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción en la orden. En 1264, a solicitud formal del cardenal Caetani, Buenaventura consintió en reasumir la dirección de las Clarisas a que el Capítulo de Pisa había renunciado por completo el año antes. Sin embargo, requirió a las Clarisas a reconocer de vez en cuando por escrito que los favores hechos a ellas por los Frailes eran actos voluntarios de caridad que no procedían de obligación alguna. Se dice que el Papa Urbano IV actuó por sugerencia de Buenaventura cuando intentó establecer la uniformidad de observancia en todos los monasterios de Clarisas. Por esta época (1264) Buenaventura fundó en Roma la Sociedad del Gonfalone en honor de la Santísima Virgen que, si no fue la primera confraternidad instituida en la Iglesia, como algunos han afirmado, fue ciertamente una de las primeras. En 1265 Clemente IV, por una Bula datada el 23 de noviembre, designó a Buenaventura para el vacante arzobispado de York, pero el santo, de acuerdo con su singular humildad, rechazó resueltamente este honor y el Papa cedió.

En 1266 Buenaventura reunió un capítulo general en París en el que, aparte de otras decisiones, se decretó que todas las “leyendas” de San Francisco escritas antes de la de Buenaventura debían destruirse en el acto, tal como el Capítulo de Narbona había ordenado en 1260 la destrucción de todas las constituciones anteriores a las entonces promulgadas. Este decreto ha provocado mucha crítica hostil. Algunos querrían ver en ello un deliberado intento por parte de Buenaventura de clausurar las fuentes primitivas de la historia franciscana, para suprimir al Francisco real, y sustituirle en su lugar con uno falso. Otros, sin embargo, consideran el decreto en cuestión como una ordenanza puramente litúrgica que pretendía garantizar la uniformidad de las “leyendas” en el coro. Entre estas dos opiniones en conflicto la verdad parece ser que este edicto no era nada más que otro intento heroico de liquidar las viejas disputas y empezar de nuevo. No se puede sino lamentar las circunstancias de este decreto, pero cuando se recuerda que las partes contendientes apelaban siempre a las palabras y acciones de San Francisco tal como se registraban en las “leyendas” primitivas, sería injusto acusar al capítulo de “vandalismo literario” al pretender proscribirlas. No tenemos detalles de la vida de Buenaventura entre 1266 y 1269. En este último año convocó su cuarto capítulo general en Asís, en el que se promulgó que se cantara una Misa cada sábado en toda la orden en honor de la santísima Virgen, no, sin embargo, en honor de su Inmaculada Concepción como Wadding entre otros, ha afirmado erróneamente. Fue probablemente poco después cuando Buenaventura compuso su “Apologia pauperum”, en la que hace callar a Gerard de Abbeville que mediante un libelo anónimo había revivido el antiguo odio de la universidad contra los frailes. Dos años más tarde, Buenaventura contribuyó de manera principal a reconciliar las diferencias entre los cardenales reunidos en Viterbo para elegir un sucesor de Clemente IV, que había muerto cerca de tres años antes; fue por consejo de Buenaventura que, el 1 de septiembre de 1271, eligieron unánimemente a Teobaldo Visconti de Piacenza que tomó el nombre de Gregorio X. Que los cardenales autorizaran seriamente a Buenaventura a designarse a sí mismo, como algunos autores afirman, es más improbable. Ni hay nada de cierto en el relato popular de que Buenaventura al llegar a Viterbo aconsejó a los ciudadanos que encerraran a los cardenales con vistas a apresurar la elección. En 1272 Buenaventura reunió por segunda vez un capítulo general en Pisa en el que, aparte de promulgaciones de adicionales observancias regulares, se publicaron nuevos decretos con respecto a la dirección de las Clarisas, y se instituyó un aniversario solemne el 25 de agosto en memoria de San Luis. Este fue el primer paso hacia la canonización del santo rey, que había sido amigo especial de Buenaventura, y a cuya solicitud había compuesto Buenaventura el “Oficio de la Pasión”. El 23 de junio de 1273, Buenaventura, muy contra su voluntad, fue creado cardenal-obispo de Albano por Gregorio X. Se dice que los enviados del Papa que le trajeron el sombrero cardenalicio encontraron al santo lavando platos en el exterior de un convento cerca de Florencia y que les pidió que lo colgaran en un árbol próximo hasta que sus manos estuvieran libres para tomarlo. Buenaventura continuó gobernando la Orden de Frailes Menores hasta el 20 de mayo de 1274, cuando en el Capítulo General de Lyon, Jerónimo de Ascoli, después Nicolás IV, fue elegido para sucederle. Mientras tanto Buenaventura había sido encargado por Gregorio X de preparar las cuestiones a discutir en el Decimocuarto Concilio Ecuménico, que se abrió en Lyon el 7 de mayo de 1274.

El propio Papa presidía el Concilio, pero confió la dirección de sus deliberaciones a Buenaventura, encargándole especialmente de conferenciar con los griegos sobre los puntos relativos a la abjuración de su cisma. Fue en gran medida debido a los esfuerzos de Buenaventura y a los de los frailes que había enviado a Constantinopla, por lo que los griegos aceptaron la unión que se efectuó el 6 de julio de 1274. Buenaventura se dirigió dos veces a los Padres reunidos, el 18 de Mayo, durante una sesión del Concilio, en que predicó sobre Baruch, 5,5, y el 29 de Junio, durante la Misa pontifical celebrada por el Papa. Mientras el Concilio estaba aún en sesión, Buenaventura murió, el domingo 15 de julio de 1274. La causa exacta de su muerte es desconocida, pero si podemos dar crédito a la crónica de Peregrino de Bolonia, secretario de Buenaventura, que ha sido recuperada recientemente (1905) y editada, el santo fue envenenado. Fue enterrado la tarde siguiente a su muerte en la iglesia de los Frailes Menores de Lyon, siendo honrado con un espléndido funeral al que asistieron el Papa, el rey de Aragón, los cardenales, y los demás miembros del Concilio. La oración fúnebre fue pronunciada por Pedro de Tarantasia, O.P., cardenal-obispo de Ostia, después Inocencio V, y al día siguiente durante la quinta sesión del Concilio, Gregorio X habló de la irreparable pérdida que había sufrido la Iglesia por la muerte de Buenaventura, y ordenó a todos los prelados y sacerdotes de todo el mundo celebrar Misa por el descanso de su alma.

Buenaventura disfrutó de especial veneración incluso durante su vida por su intachable carácter y por los milagros atribuidos a él. Fue Alexander de Hales quien dijo que Buenaventura parecía haber escapado a la maldición del pecado de Adán. Y la historia de Santo Tomás visitando la celda de Buenaventura mientras este último escribía la vida de San Francisco y encontrándolo en un éxtasis es bien conocida. “Dejemos a un santo trabajar por otro santo”, dijo el Doctor Angélico mientras se retiraba. Cuando en 1434 los restos de San Buenaventura fueron trasladados a la nueva iglesia erigida en Lyon en honor de San Francisco, su cabeza se encontró en perfecto estado de conservación, estando la lengua tan roja como en vida. Este milagro no sólo movió al pueblo de Lyon a elegir a Buenaventura como su patrono especial, sino que también dio un gran impulso al proceso de su canonización. Dante, escribiendo mucho antes, había dado expresión a la opinión popular situando a Buenaventura entre los santos en su “Paradiso” y ninguna canonización fue nunca más ardiente o universalmente deseada que la de Buenaventura. Que su comienzo se retrasara tanto tiempo fue debido a las deplorables disensiones dentro de la orden tras la muerte de Buenaventura. Finalmente el 14 de abril de 1482, Buenaventura fue inscrito en el catálogo de los santos por Sixto IV. En 1562 el santuario de Buenaventura fue saqueado por los hugonotes y la urna que contenía su cuerpo quemada en la plaza pública. Su cabeza fue conservada por el heroísmo del superior, que la escondió a costa de su vida, pero desapareció durante la Revolución Francesa y todos los esfuerzos para descubrirla han sido vanos. Buenaventura fue inscrito entre los principales Doctores de la Iglesia por Sixto V, el 14 de marzo de 1587. Su fiesta se celebra el 14 de julio. [En la reforma del santoral llevada a cabo por Pablo VI, se trasladó su fiesta al 15 de julio.- N. del T.]

Buenaventura, como señala Hefele, unía en sí los dos elementos de donde procede todo lo que era noble y sublime, grande y hermoso, en la Edad Media, a saber, tierna piedad y profundo saber. Estas dos cualidades brillan notoriamente en sus escritos. Buenaventura escribió sobre casi todos los asuntos tratados por los escolásticos, y sus escritos son muy numerosos. El mayor número de ellos tratan de filosofía y teología. Ninguna obra de Buenaventura es exclusivamente filosófica, pero en su “Comentario a las Sentencias”, su “Breviloquium”, su “Itinerarium Mentis in Deum” y su “De reductione Artium ad Theologiam”, tratan de las cuestiones más importantes y difíciles de filosofía de tal manera que estas cuatro obras tomadas en conjunto contienen los elementos de un sistema completo de filosofía, y al mismo tiempo da notable testimonio de la mutua interpenetración de filosofía y teología que es una señal distintiva del periodo escolástico. El Comentario sobre las “Sentencias” sigue siendo sin duda la máxima obra de Buenaventura; todos sus demás escritos están de alguna manera subordinados a él. Se escribió superiorum praecepto (por orden de los superiores) cuando sólo tenía veintisiete años y es un logro teológico de primera fila. Comprende más de cuatro mil páginas in folio y trata extensa y profundamente de Dios y la Trinidad, la Creación y la Caída del hombre, la Encarnación y la Redención, la Gracia, los Sacramentos, y el Juicio Final, es decir, que recorre todo el campo de la teología escolástica. Como las demás Summas medievales, el “Comentario” de Buenaventura se divide en cuatro libros. En el primero, segundo, y cuarto Buenaventura puede competir favorablemente con los mejores comentarios sobre las sentencias, pero se admite que en el tercero sobrepasa a todos los demás. El “Breviloquium”, escrito antes de 1257, es, como su nombre implica, una obra más corta. Hasta cierto punto es un resumen del “Comentario” que contiene como dice Scheeben, la quintaesencia de la teología de la época, y es el más sublime compendio del dogma que poseemos. Es quizá la obra que mejor da una noción popular de la teología de Buenaventura; en ella sus facultades se ven en su mejor forma. Mientras que el “Breviloquium” deriva todas las cosas de Dios, el “Itinerarium Mentis in Deum” procede en la dirección opuesta, devolviendo todas las cosas a su Supremo Fin. Esta última obra, que constituyó la delicia de Gerson durante más de treinta años, y en la que el Beato Enrique Suso se inspiró tan ampliamente, se escribió en el Monte La Verna en 1259. La relación de lo finito y lo infinito, lo natural y lo sobrenatural, se trata de nuevo por Buenaventura en su “De reductione Artium ad Theologiam”, una pequeña obra escrita para demostrar la relación que la filosofía y las artes tienen con la teología, y para probar que son absorbidas por ella como en su centro natural. No debe inferirse, sin embargo, que la filosofía, en opinión de Buenaventura no posea una existencia propia. Los pasajes de las obras de Buenaventura en que se pueda fundar tal opinión sólo van a probar que no considera la filosofía como el principal o último fin de la investigación científica y la especulación. Además, sólo cuando se la compara con la teología considera a la filosofía como de orden inferior. Considerada en sí misma, la filosofía es, según Buenaventura, una verdadera ciencia, anterior en cuanto al tiempo a la teología. Además, la preeminencia de Buenaventura como místico no permite oscurecer sus trabajos en el dominio filosófico, pues fue indudablemente uno de los máximos filósofos de la Edad Media.

La filosofía de Buenaventura, no menos que su teología, manifiesta su profundo respeto por la tradición. Miraba con disgusto las nuevas opiniones y siempre se esforzó por seguir las generalmente recibidas en su época. Así, entre las dos grandes influencias que determinaron la tendencia del Escolasticismo hacia mediados del Siglo XIII, no cabe duda que Buenaventura siempre siguió siendo un fiel discípulo de Agustín y siempre defendió la enseñanza de ese Doctor; aunque de ninguna manera repudió la enseñanza de Aristóteles. Aunque basando su doctrina en la de la escuela antigua, Buenaventura tomó no poco prestado de la nueva. Aunque criticó severamente los defectos de Aristóteles, se dice que ha citado más frecuentemente a éste que lo que lo había hecho ninguno de los anteriores escolásticos .Quizá se inclinaba más, en conjunto, a algunas opiniones generales de Platón que a las de Aristóteles, pero no se le puede llamar por ello un platónico. Aunque adoptó la teoría hilomórfica de la materia y la forma, Buenaventura, siguiendo a Alexander de Hales, cuya Summa parece haber tenido delante al componer sus propias obras, no limita la materia a los seres corporales, sino que sostiene que una y la misma especie de materia es igualmente el sustrato de los seres espirituales y corporales. Según Buenaventura, la materia prima no es un mero quid indeterminado, sino que contiene las rationes seminales infundidas por el Creador al principio, y tiende a la adquisición de las formas específicas que finalmente asume. La forma sustancial no es, en opinión de Buenaventura, esencialmente una, como enseñaba Santo Tomás. Otro punto en el que Buenaventura, como representante de la escuela franciscana, discrepa de Santo Tomás es el que se refiere a la posibilidad de creación desde la eternidad. Declara que la razón puede demostrar que el mundo no se creó ab aeterno. En su sistema de ideología Buenaventura no favorece ni la doctrina de Platón ni la de los ontologistas. Sólo malinterpretando por completo la enseñanza de Buenaventura puede leerse en ella una interpretación ontologista. Pues es más enfático al rechazar cualquier visión inmediata o directa de Dios o de sus atributos divinos en esta vida. En cuanto al resto, la psicología de Buenaventura no difiere en ningún punto esencial de la enseñanza común de los escolásticos. Lo mismo es cierto, en términos generales, de su teología.

Los escritos teológicos de Buenaventura pueden clasificarse en cuatro capítulos: dogmática, mística, exegética y homilética. Su enseñanza dogmática se encuentra principalmente en su “Comentario sobre las Sentencias” y en su “Breviloquium”. Al tratar de la Encarnación, Buenaventura no difiere sustancialmente de Santo Tomás. En respuesta a la pregunta “¿Habría tenido lugar la Encarnación si Adán no hubiera pecado?”, responde de manera negativa. También, no obstante su profunda devoción por la Santísima Virgen, favorece la opinión que no la exime del pecado original, quia magis consonat fidei pietate et sanctorum auctoritati. Pero el tratamiento por Buenaventura de esta cuestión señaló un claro avance, e hizo más quizá que ningún otro antes de Escoto para aclarar el terreno para su correcta presentación. Su tratado sobre los sacramentos es en su mayor parte práctico y se caracteriza por un elemento claramente devoto. Esto se muestra especialmente en su tratamiento de la Sagrada Eucaristía. Rechaza la doctrina de la eficacia física, y admite sólo una moral, en los sacramentos. Es de lamentar que las opiniones de Buenaventura en ésta y otras cuestiones controvertidas sean tan a menudo tergiversadas, incluso por autores recientes. Por ejemplo, al menos tres de los más recientes y mejor conocidos manuales de dogma al tratar de cuestiones como “De angelorum natura”, “De scientia Christi”, “De natura distinctionis inter caritatem et gratiam sanctificantem”, “De causalitatem sacramentorum”, “De statu parvulorum sine baptismo morientium”, atribuyen gratuitamente a Buenaventura opiniones que son totalmente discrepantes con su enseñanza real. Es claro que Buenaventura, como todos los escolásticos, expuso opiniones no estrictamente correctas con respecto a cuestiones aún no definidas o claramente establecidas, pero incluso aquí su enseñanza representa las ideas más aceptables y profundas de su época y señala un estadio notable en la evolución del conocimiento. La autoridad de Buenaventura siempre ha sido muy grande en la Iglesia. Aparte de su influencia personal en Lyon (1274), sus escritos tuvieron gran peso en los posteriores concilios de Vienne (1311), Constanza (1417), Basilea (1435), y Florencia (1438). En Trento (1546) sus escritos, como observa Newman (Apologia, cap. v) tuvieron un efecto crítico en algunas de las definiciones del dogma, y en el Concilio Vaticano [I] (1870), frases de ellos se incorporaron a los decretos referentes a la supremacía e infalibilidad papal.

Sólo una pequeña parte de los escritos de Buenaventura son propiamente místicos. Se caracterizan por la brevedad y por una fiel adhesión a la enseñanza del Evangelio. El perfeccionamiento del alma mediante el desarraigo del vicio y la implantación de la virtud es su principal preocupación. Hay un grado de oración en el que se produce el éxtasis. Cuando se alcanza, se ha de dar gracias sinceramente a Dios. Debe, sin embargo, ser considerado sólo como incidental. No es de ningún modo esencial a la posesión de la perfección en grado supremo. Tal es el esbozo general del misticismo de Buenaventura que es en gran medida una continuación y desarrollo del que San Víctor ya había expuesto. El resumen más corto y más completo de él se encuentra en su “De Triplici Via”, a menudo llamada erróneamente el “Incendium Amoris”, en el que distingue los diversos estadios o grados de caridad perfecta. Lo que el “Breviloquium” es al Escolasticismo, es el “De Triplici Via” al misticismo: un compendio perfecto de todo lo que hay de mejor en ello. Savonarola hizo un piadoso e ilustrado comentario sobre él. Quizá el mejor conocido de los demás escritos ascéticos y místicos de Buenaventura es el “Soliloquium”, una especie de diálogo que contiene una rica colección de pasajes de los Padres sobre cuestiones espirituales; el “Lignum vitae”, una serie de cuarenta y ocho meditaciones devotas sobre la vida de Cristo, el “De sex alis seraphim”, un precioso opúsculo sobre las virtudes de los superiores, que el Padre Claudio Acquaviva hizo que se imprimiera separadamente y circulara por toda la Compañía de Jesús; la “Vitis mystica”, una obra sobre la Pasión, que fue durante mucho tiempo atribuida erróneamente a San Bernardo, y “De perfectione vitae”, un tratado que pinta las virtudes que conducen a la perfección religiosa, y que parece haberse escrito para uso de la Beata Isabella de Francia, que había fundado un monasterio de clarisas en Longchamps.

Las obras exegéticas de Buenaventura fueron muy estimadas en la Edad Media y siguen siendo aún un tesoro de pensamientos y tratados. Incluyen comentarios sobre los Libros del Eclesiastés y la Sabiduría y sobre los Evangelios de San Lucas y San Juan. Además de su comentario al Cuarto Evangelio, Buenaventura compuso unas “Collationes in Joanem”, noventa y una conferencias sobre asuntos relacionados con él. Sus “Collationes in Hexameron” es una obra de la misma clase, pero su título, que no es originario de Buenaventura, en cierto modo induce a error. Consiste en un curso inacabado de instrucciones dadas en París en 1273. Buenaventura no pretendía en estos veintiún discursos explicar la obra de los seis días, sino más bien extraer algunas instrucciones análogas del primer capítulo del Génesis, como advertencia a sus oyentes contra algunos errores del momento. Es una exageración decir que Buenaventura considera sólo el sentido místico de las Escrituras. En sus escritos que son propiamente exegéticos sigue el texto, aunque también desarrolla las conclusiones prácticas que se deducen de él, pues en la composición de estas obras tenía la ventaja del predicador principalmente en vistas. Buenaventura había concebido la idea más sublime del ministerio de la predicación, y no obstante sus múltiples labores en otros campos, este ministerio siempre tuvo un lugar especial entre sus trabajos. No descuidó ninguna oportunidad de predicar, bien al clero, al pueblo, o a sus propios frailes, y el Beato Francisco de Fabriano (muerto en 1322), su contemporáneo y oyente, da testimonio de que el renombre de Buenaventura como predicador sobrepasó su fama como maestro. Predicó ante Papas y reyes, en España y en Alemania, tanto como en Francia y en Italia. Casi quinientos sermones auténticos de Buenaventura han llegado hasta nosotros; la mayor parte de ellos fueron dados en París ante la universidad mientras Buenaventura era profesor allí, o después de que se convirtiera en ministro general. La mayor parte de ellos fueron tomados por algunos de sus oyentes y conservados así para la posteridad. En sus sermones sigue el método escolástico de adelantar las divisiones de su materia y exponer luego cada división según los diversos sentidos.

Aparte de sus escritos filosóficos y teológicos, Buenaventura dejó un cierto número de obras referentes a la vida religiosa, pero más especialmente a la Orden Franciscana. Entre estas últimas está su bien conocida explicación de la regla de los Frailes Menores; en esta obra, escrita en una época en que las disensiones dentro de la orden respecto a la observancia de la Regla eran tan dolorosamente acusadas, adoptó una actitud conciliatoria, no aprobando ni la interpretación de los Zelanti ni las de los Relaxati. Su objetivo era promover la armonía en lo esencial. Con esta finalidad en vistas, había elegido un camino intermedio al comienzo y se adhirió firmemente al mismo durante los diecisiete años de su generalato. Si alguien hubiera podido tener éxito en unir la orden, habría sido Buenaventura; pero la vía media demostró ser impracticable, y la personalidad de Buenaventura sólo sirvió para contener los elementos de discordia, posteriormente representados por los Conventuales y los Fraticelli. A continuación de su explicación de la Regla viene el importante tratado de Buenaventura que incorpora las Constituciones de Narbona ya referidas. Hay también una respuesta de Buenaventura a algunas cuestiones relativas a la Regla, un tratado sobre la dirección de novicios, y un opúsculo en el que Buenaventura declara por qué los Frailes Menores predican y oyen confesiones, aparte de cierto número de cartas que nos dan una idea específica del carácter del santo. Estas incluyen las cartas oficiales escritas por Buenaventura como general a los superiores de la orden, tanto como cartas personales dirigidas, como esa “Ad innominatum magistrum”, a individuos privados. La hermosa “Legenda” o vida de San Francisco completa los escritos de Buenaventura en que se esfuerza en promover el bienestar espiritual de sus hermanos. Esta bien conocida obra se compone de dos partes de muy desigual valor. En la primera, Buenaventura publica los hechos inéditos que había podido reunir en Asís y otros lugares; en la otra meramente resume y repite lo que otros, y especialmente Celano, ya habían registrado. En conjunto, es esencialmente una legenda pacis, compilada principalmente con vistas a pacificar la malhadada discordia que aún hacía estragos en la orden. El objetivo de San Buenaventura era presentar un retrato general del santo fundador que, mediante la omisión de ciertos puntos que habían dado origen a la controversia, fuera aceptable a todas las partes. Este objetivo era seguramente legítimo incluso aunque desde un punto de vista crítico la obra no sea una biografía perfecta. De esta “Legenda Major”, como vino a ser llamada, Buenaventura hizo un resumen ordenado para su uso en el coro y conocida como la “Legenda Minor”.

Buenaventura fue el verdadero heredero y seguidor de Alejandro de Hales y el continuador de la antigua escuela franciscana fundada por el Doctor Irrefragabilis, pero sobrepasó a este último en perspicacia, fertilidad de imaginación y originalidad de expresión. Su lugar apropiado está junto a su amigo Santo Tomás, en cuanto son los dos máximos teólogos del Escolasticismo. Si es verdad que el sistema de Santo Tomás está más acabado que el de Buenaventura, debe recordarse que, mientras que Santo Tomás fue libre de dedicarse al estudio hasta el fin de sus días, Buenaventura aún no había recibido el grado de doctor cuando fue llamado a gobernar su orden y se vio agobiado en consecuencia por múltiples preocupaciones. Las pesadas responsabilidades que soportó hasta unas semanas antes de su muerte fueron incompatibles con ulteriores estudios e incluso le imposibilitaron de completar lo que había comenzado antes de los treinta y seis años. También, al intentar hacer una comparación entre Buenaventura y Santo Tomás, debemos recordar que los dos santos fueron de una diferente inclinación mental; cada uno tuvo cualidades en las que sobresalía; uno era en cierto sentido el complemento del otro; uno suplía lo que le faltaba al otro. Así Tomás era analítico, Buenaventura sintético; Tomás fue el Aristóteles cristiano, Buenaventura el verdadero discípulo de Agustín; Tomás fue el maestro de las escuelas, Buenaventura el de la vida práctica; Tomás ilustró la mente, Buenaventura inflamaba el corazón; Tomás extendía el Reino de Dios por amor a la teología, Buenaventura por la teología del amor. Incluso los que sostienen que Buenaventura no alcanza el nivel de Tomás en la esfera de la especulación escolástica conceden que como místico sobrepasa al Doctor Angélico. En este particular reino de la teología, Buenaventura iguala, si no sobrepasa, al propio San Bernardo. León XIII llama correctamente a Buenaventura el Príncipe de los Místicos: “Habiendo escalado las difíciles cumbres de la especulación de una manera muy notable, trató la teología mística con tal perfección que en la opinión común de los sabios es el facile princeps en este campo.” (Alocución del 11 de octubre de 1890). No debe concluirse, sin embargo, que los escritos místicos de Buenaventura constituyan su principal título a la fama. Esta conclusión, en cuanto que parece implicar una desaprobación de sus trabajos en el campo del Escolasticismo, se opone a las declaraciones explícitas de varios Pontífices y eminentes eruditos, es incompatible con la reconocida reputación de Buenaventura en las escuelas, y se excluye mediante una lectura inteligente de sus obras. Como cuestión de hecho, la mitad de un volumen de los diez que comprende la edición de Quaracchi basta para contener los escritos místicos y ascéticos de Buenaventura. Aunque las solas obras místicas de Buenaventura bastarían para colocarlo en primera fila, aun así solamente se le puede llamar un místico más que un escolástico en cuanto que todo asunto del que trata se hace converger finalmente en Dios. Este permanente sentido de la presencia de Dios que se extiende por todos los escritos de Buenaventura es quizá su atributo fundamental. A él podemos remontar esa unción que lo impregna todo que es su peculiar característica. Como expresa acertadamente Sixto V: “Al escribir unió a la erudición más alta una cantidad igual de la más ardiente piedad; de forma que mientras iluminaba a sus lectores también emocionaba sus corazones penetrando en los más íntimos escondrijos de sus almas” (Bula Triumphantis Jerusalem). San Antonino, Dionisio el Cartujo, Fray Luis de Granada, y el Padre Claude de la Colombière, entre otros, han señalado también esta característica de los escritos de Buenaventura. Invariablemente busca suscitar la devoción tanto como impartir conocimiento. Nunca separa uno del otro, sino que trata materias del saber devotamente y materias devotas sabiamente. Buenaventura, sin embargo, nunca sacrifica la verdad a la devoción, pero su tendencia a preferir una opinión que suscita devoción a una especulación árida e insegura puede contribuir a explicar no poca de la amplia popularidad que disfrutaron sus escritos entre sus contemporáneos y todas las épocas posteriores. De nuevo Buenaventura se distingue de los demás escolásticos no sólo por la mayor calidez de su enseñanza religiosa, sino también por su tendencia práctica como señala Trithemius (Scriptores Eccles.). Muchas cuestiones puramente especulativas son pasadas por alto por Buenaventura; en casi todo lo que escribe hay un carácter directo. Ninguna finalidad útil, declara, se logra por la mera controversia. Es incluso tolerante y modesto. Así, mientras que él mismo acepta la interpretación literal del primer capítulo del Génesis, Buenaventura reconoce la admisibilidad de otra diferente y se refiere con admiración a la explicación figurativa propuesta por San Agustín. Nunca condena las opiniones de los demás y enfáticamente rechaza eso como finalidad de las suyas propias. De hecho afirma la pequeñez de su autoridad, renuncia a toda pretensión de originalidad y se llama a sí mismo un “pobre compilador”.Sin duda las obras de Buenaventura revelan algunos de los defectos del saber de su época, pero no hay nada en ellas que huela a sutileza inútil. “Uno no encuentra en sus páginas”, señala Gerson (De Examin. Doctrin.) “vanas fruslerías o cavilaciones inútiles, ni mezcla como hacen muchos otros, prolijas digresiones con discusiones teológicas serias”. “Esta”, añade, “es la razón por la que San Buenaventura ha sido abandonado por aquellos escolásticos que están desprovistos de piedad, cuyo número no es, ¡ay!, sino demasiado amplio”. Se ha dicho que el espíritu místico de Buenaventura le incapacitaba para el análisis sutil. Sea como sea, uno de los máximos encantos de los escritos de Buenaventura es su sencilla claridad. Aunque tenía que hacer necesariamente uso del método escolástico, se elevó por encima de la dialéctica, y aunque su argumentación puede parecer a veces demasiado engorrosa para encontrar aprobación en nuestra época, aun así escribe con una facilidad y gracia de estilo que uno busca en vano en los demás escolásticos. Para las mentes de sus contemporáneos impregnados del misticismo de la Edad Media, el espíritu que alentaba en los escritos de Buenaventura parecía encontrar su paralelismo en los que estaban más próximos al Trono, y el título de “Doctor Seráfico” que se otorgó a Buenaventura es un innegable tributo a su amor por Dios que lo absorbía todo. Este título parece habérsele dado por primera vez en 1333 en el Prólogo de la “Pantheologia” por Rainiero de Pisa O.P. Mientras enseñaba en París ya había recibido el nombre de Doctor Devotus.

La Orden Franciscana siempre ha considerado a Buenaventura como uno de sus máximos doctores y desde el comienzo su enseñanza encontró muchos expositores distinguidos dentro de la Orden, estando entre los más antiguos sus propios discípulos, John Peckham, más tarde arzobispo de Canterbuty, Matteo de Acquasparta y Alessandro di Alessandria (muerto en 1314), que llegaron ambos a ser ministros generales de la orden. El último escribió una “Summa quaestionum S. Bonaventura”. Otros comentarios bien conocidos son los de Juan de Erfurt (muerto en 1317), Verilongus (muerto en 1464), Brulifer (muerto ca. 1497), de Combes (muerto en 1570), Trigosus (muerto en 1616), Coriolano (muerto en 1625), Zamora (muerto en 1649), Bontemps (muerto en 1672), Hauzeur (muerto en 1676), Bonelli (muerto en 1773), etc. Desde el Siglo XIV al XVI la influencia de Buenaventura fue indudablemente un tanto oscurecida por la de Duns Escoto, debido en gran parte a la prominencia de este último como campeón de la Inmaculada Concepción en las disputas entre Franciscanos y Dominicos. Sixto V, sin embargo, fundó una cátedra específica en Roma para el estudio de San Buenaventura; tales cátedras existieron también en varias universidades, notablemente en Ingolstadt, Salzburgo, Valencia, y Osuna. Es digno de señalarse que los Capuchinos prohibieron a sus frailes seguir a Escoto y les ordenaron volver al estudio de Buenaventura. Las celebraciones del centenario de 1874 parecen haber revivido el interés por la vida y obra de San Buenaventura. Lo cierto es que desde entonces el estudio de sus escritos se ha incrementado continuamente.

Desgraciadamente no todos los escritos de Buenaventura han llegado hasta nosotros. Algunos se perdieron antes de la invención de la imprenta. Por otro lado, varias obras que se le han atribuido en el curso del tiempo no son suyas. Tales son el “Centiloquium”, el “Speculum Disciplinae”, que es probablemente obra de Bernardo de Besse, secretario de Buenaventura; la rítmica “Philomela”, que parece ser de la pluma de John Peckham; el “Stimulus Amoris” y el “Speculum B.V.M.”, escritos respectivamente por Jacobo de Milán y Conrado de Sajonia; “La Leyenda de Santa Clara”, que es de Tomás de Celano; las “Meditationes vitae Christi” compuestas por un Fraile Menor para una Clarisa, y la “Biblia Pauperum” del dominico Nicolás de Hanapis. Los familiarizados con los catálogos de las bibliotecas europeas son conocedores de que ningún autor desde la Edad Media ha sido más ampliamente leído y copiado que Buenaventura. Los catálogos más antiguos de sus obras son los dados por Salimbene (1282), Enrique de Gante (muerto en 1293), Ubertino de Casale (1305), Ptolomeo de Lucca (1327) y la “Crónica de los XXIV Generales” (1368). El Siglo XV vio no menos de cincuenta ediciones de las obras de Buenaventura. Más célebre que ninguna edición precedente fue la publicada en Roma (1588-96) por orden de Sixto V (7 vols. in fol.). Fue reimpresa con sólo ligeras enmiendas en Metz en 1609 y en Lyon en 1678. Una cuarta edición apareció en Venecia (13 vols. in cuarto) en 1751, y fue reimpresa en París en 1864. Todas estas ediciones eran muy imperfectas en cuanto que incluyen obras espurias y omiten genuinas. Han sido completamente sustituidas por la célebre edición crítica publicada por los Frailes Menores en Quaracchi, cerca de Florencia. Cualquier estudio científico de Buenaventura debe basarse en esta edición, a la que no sólo León XIII (13 de diciembre de 1885) y Pío X (11 de abril de 1904), sino los estudiosos de todo el mundo han colmado de los más altos elogios. No parece haberse omitido nada que pueda hacer esta edición perfecta y completa. Para su preparación los editores visitaron más de 400 bibliotecas y examinaron cerca de 52.000 manuscritos, mientras que el primer volumen solo contiene 20.000 variantes de lectura. Se comenzó por el Padre Fidelis a Fanna (muerto en 1881) y se terminó por el Padre Ignatius Jeiler (muerto en 1904): “Doctoris Seraphici S. Bonaventurae S.H.B. Episcopi Cardinalis Opera Omnia, -- edita studio et cura P.P. Collegii S. Bonaventura in fol. ad Claras Aquas [Quaracchi] 1882-1902”. En esta edición las obras del santo se distribuyen entre los diez volúmenes como sigue: los cuatro primeros contienen sus magnos “Comentarios sobre el Libro de Sentencias”; el quinto comprende ocho obras escolásticas más cortas tales como el “Breviloquium” y el “Itinerarium”; el sexto y séptimo se dedican a sus comentarios a las Escrituras; el octavo contiene sus escritos ascéticos y místicos y las obras que hacen especial referencia a la orden; el noveno sus sermones; mientras que el décimo se dedica al índice y a un breve esbozo de la vida y escritos del santo por el Padre Ignatius Jeiler.

No poseemos ninguna biografía formal contemporánea de san Buenaventura. La escrita por el franciscano español, Zamora, que floreció antes de 1300, no se ha conservado. Las referencias a la vida de Buenaventura contenidas en las obras de Salimbene (1282), Bernardo de Besse (ca. 1380), el Beato Francisco de Fabriano (muerto en 1332), Angelo Clareno (murió en 1337), Ubertino de Casale (murió en 1338), Bartolomé de Pisa (murió en 1399) y la “Crónica de los XXIV Generales” (ca. 1368) están en el volumen X de la Edición de Quaracchi (págs. 39-72).


Fuente: Robinson, Paschal. "St. Bonaventure." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02648c.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez