Días de la semana
De Enciclopedia Católica
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Días de la semana considerados bajo el punto de vista de la fe
El domingo es la primera fiesta del cristianismo. En cierto sentido, los días de la semana son también otras tantas fiestas: el universo es un templo; el hombre es un sacerdote, y su vida debe ser una continua fiesta; tal es la opinión de los Padres de la Iglesia.
“Decidme, preguntaba Orígenes a los cristianos de su tiempo, vosotros que solo asistís a la iglesia los días solemnes, ¿acaso los demás días, no son también días de fiesta? ¿no son, por ventura, días del Señor, domingos todos? El distinguir los días es propio de los judíos, y el Señor declaró tener en aversión sus calendas y sus días de descanso; por el contrario los cristianos consideran todos los días como días del Señor, y aun como el mismo día de Pascua, porque todos los días se inmola por ellos el Cordero y todos los días lo comen; y si según la ley de Moisés se hacía como un día en su ocaso, como una noche que debe ir seguida del Sol de justicia, a cuya aparición entraremos en un océano de delicias y en una eterna fiesta” (Homil, X in Genes.). De estas magníficas palabras se deducen dos cosas:1º Que la religión completada por Jesucristo ha desenvuelto la ley antigua, de modo que si los judíos tenían ciertos días de fiesta, eran únicamente una sombra de lo que debía verificarse bajo el Evangelio, cuando los días no son más que una perpetua fiesta, en que los hombres han de abstenerse de cuanto pueda ofender a Dios; 2º Que todas las fiestas de la vida no son más que aprendizaje, por decirlo así, de la fiesta del cielo; que el tiempo es la vigilia de la eternidad, puesto que solo por esta se ha dado la vida al hombre y el tiempo al género humano, y que podemos siempre, mientras dura aquella, alimentarnos con la carne o la palabra del Verbo encarnado, con que alimentan también en el cielo.
Insistiendo en esta hermosa idea de que a vida no es más que una dilatada fiesta, durante la que debemos ser santos y piadosos como en las solemnidades particulares, Orígenes continua en estos términos: “El cristiano, dice, que comprende su religión, está persuadido de que cada día es para él un domingo, un día del Señor en el que fija su corazón y sus pensamientos todos; de que cada día es para él un viernes, y aun un Viernes Santo, porque doma sus pasiones y recibe en su carne las impresiones de la cruz de Jesucristo; de que cada día es para él una fiesta de Pascua, porque incesantemente se separa de este mundo de corrupción y pasa al mundo invisible e incorruptible, alimentándose con la palabra y carne del Verbo humanado; y finalmente de cada día es para él una fiesta de Pentecostés, porque resucitó en espíritu con Jesucristo, subió con él a los cielos, hasta el trono del Padre, donde está sentado con Jesucristo, y en Jesucristo, por el cual recibe la plenitud del Espíritu Santo”. (Contr. Cels. Lib. VIII). Así pues, todos los días del año son días santos. “Sin embargo, añade el mismo Padre, como hay muchos cristianos que no quieren o no pueden resolverse a pasar toda su vida como un prolongado día de fiesta, ha sido preciso, para acomodarse a su debilidad, determinar fiestas particulares, y en su maternal solicitud estableciólos la Iglesia a fin de que los más disipados y perezosos pudiesen adquirir en ellas nuevo vigor, y desembarazándose, por un corto tiempo al menos, de los negocios mundanos: si bien, según la expresión de San Pablo, no son más que partes de un día de fiesta, de la continua fiesta que los justos celebran toda su vida, y que los bienaventurados celebrarán en la eternidad”. (IIbid. Lib. VIII; S. Hier. in Epsit. Ad Galat. IV.) Esta es la sublime idea que el cristianismo, por medio de sus doctores, nos da del mundo y del tiempo. El mundo es un templo ya la vida una fiesta, mas una fiesta en la que el hombre caído trata de rehabilitarse; y para caracterizar la vida del cristiano bajo el Evangelio añaden: “Es una verdad igualmente importante e incontestable que el culto religioso de la Divinidad tuvo más extensión y libertad, y no se limitó a tiempos, a años, a semanas, a días, a lugares a templos ni a altares particulares en el estado de inocencia, y en los siglos que de cerca le siguieron, que en los que vinieron después. Ya se sabe cuántas leyes y prescripciones la entorpecían bajo la ley de Moisés: la Iglesia observa un término medio entre la sinagoga y el cielo o el estado de la inocencia. Bajo la ley del Evangelio nos hallamos, por consiguiente, en un estado intermedio en que se recobra la primera inocencia, pero no completamente. Aun más; esperamos en la vida futura una libertad enteramente distinta de la del primer estado, porque Dios será en ella nuestro único templo y nosotros seremos el suyo, y participaremos de toda su alegría y reposo de que no habrán sido más que sombras todas las fiestas de la sinagoga y hasta de la misma Iglesia. En las fiestas de la tierra Dios bosqueja en nosotros, por medio de la justificación, la imagen de nuestra primera pureza, así como de la libertad y dicha en la cual había sido criado el hombre, y por este medio traza en nosotros algunos de los rasgos de la santidad y libertad perfectas que nos prepara en el cielo. Los justos participan, pues, actualmente del primero y del segundo estado de la libertad santa de los hijos de Dios”. (S. Alex. Strom.lib VII, n. 512).Pero, ¿cómo podemos convertir nuestra vida terrenal en una fiesta continua? ¿cómo celebrarla dignamente? Según piensan los Padres, es preciso que recordemos que toda la duración de los siglos no es más que un día de fiesta cuyos momentos están todos consagrados a Dios; que procediendo todo de él, todo le pertenece y ha de volver a él; que en cualquier parte que nos hallemos, estando en su templo, marchamos en su presencia y vivimos en él y de él; y que, ya bebamos, ya comamos o hagamos cualquier otra acción, debemos ofrecérsela y dársela como sacrificio; que el amor a la verdad y a la justicia que es el amor a Dios mismo, ha de albergarse en nuestra alma tanto en la alegría como en la tristeza, en la prosperidad como en el infortunio; y que esta llama divina debe arder continuamente en nuestro corazón como en un altar más puro y precioso que los más santos y magníficos de la tierra.
No se oponen a la celebración de esta fiesta perpetua, que compone la vida de los justos y debería formar la de todos los hombres, el trabajo manual, los empleos más bajos ni las obras serviles, porque el justo animado por la caridad es libre con la libertad de los hijos de Dios, y ninguna de sus obras es servil. Ya pode una viña, cultive sus campos o navegue por el mar, no cesa de celebrar esta fiesta continua de los justos, pues no cesa en sus ocupaciones de amar a su Padre celestial ni de cantar sus alabanzas (s. Clem. Añex. Strom. Lib VII, n. 152). Si en los días de fiesta particulares están prohibidas todas estas cosas, es para que los cuidados temporales no sean un obstáculo para la meditación de las cosas divinas y para la oración.
De aquí es que San Jerónimo no teme deducir la conclusión de que los días de fiesta no son en sí mismos más grandes que los otros, pero que ha sido necesario distinguir y establecer estos días de reunión en las iglesias para renovar e inflamar más la caridad de los fieles para con Dios, en cuya presencia se reúnen, y para con sus hermanos, con los cuales de juntan (Propterea dies aliqui constituit sunt, ut in unum omnes pariter convenierimus. Non quo celebrior sit dies illa, qua convenimos, sed quo quacumque die conveniendum sit, ex conspectu mutuo laetitia major oriatur. (in Epist, ad Galat. C. 4). Bajo el mismo sentido puede decirse, que las horas d eun día no son en sí mismas más santas unas que otras, porque todas juntas componen un día de fiesta. Sin embargo ha sido necesario dedicar algunas al servicio divino, para que el fervor de estas horas más santamente empleadas se difundiera sobre las demás y embalsamara en cierto modo el resto del día. Las fiestas particulares del año tienen el mismo objeto y la misma relación con esta fiesta continua que los sujetos tratan de celebrar durante toda su vida como preludio de la fiesta eterna.
La vida del hombre en la tierra es, por consiguiente, una fiesta, pero ha de celebrarla como el guerrero en medio de los combates y alcanzando continuas victorias; como el desterrado, caminando continuamente hacia su patria, y como un rey caído del trono, que trata de volver a ocuparlo por medio de continuos esfuerzos. La fiesta de la vida es por consiguiente, si así nos es permitido expresarnos, una fiesta de pena y de trabajo para el cristiano, es decir, para el hombre que comprende su destino. Pero ¡ten valor hombre! Guerrero, desterrado, rey destronado, ten valor, que ¡ya llegarán para ti a su tiempo los lauros, la patria y la corona!
Nombres gentílicos de los días de la semana
¡Qué elevada filosofía se encierra en la idea que nos da la religión de nuestra vida temporal! ¡Cuánto encamina nuestros pensamientos, afectos y empresas! ¡Cuánto los ennoblece! ¡Cuánto nos alienta a la virtud! Pero ¡ah! el hombre había olvidado esta preciosa noción, y había trocado su vida en fiesta de demonios, y su existencia temporal no era más que una preparación para la horrible fiesta del infierno. Había distinguido en su ceguedad cada cual de sus días con el nombre de una criatura o de una divinidad a cuyo culto lo había consagrado. El primer día de la semana lo dedicó al sol, el segundo a la luna, el tercero a Marte, el cuarto a Mercurio, el quinto a Júpiter, el sexto a Venus, el séptimo a Saturno, y todos estos nombres, cargados de vergonzosos recuerdos y manchados con sacrificios horribles o acciones indignas, hacían suceder los crímenes a los crímenes, y separaban cada vez mas al hombre de su fin postrero.
Nombres cristianos
La Iglesia católica, como reparadora universal, se apresuró a destruir los dioses y desterrar sus nombres del lenguaje, y designó todos los días de la semana con una sola palabra, el de feria, palabra llena de profundo sentido, porque equivale a fiesta o descanso, ya sabemos por qué, y descanso porque todos los días de la vida deber ser de cesación del trabajo del pecado, del trabajo de la ruina y de desorden al que se entregaba el linaje humano como un delirante después de s caída, y bajo la esclavitud de Satanás. El primer día de la semana se llamó, en la lengua de la Iglesia, día del Señor, o primera feria; el lunes, segunda feria; el martes, el miércoles, el jueves y el viernes, tercera cuarta, quinta y sexta ferias: el séptimo día conservó el nombre de sábado, que quiere decir descanso, y recuerda las tradiciones judaicas y el descanso del Señor después de la creación.
La vida y los días que la distinguen repitieron desde entonces al hombre nuevo el objeto del tiempo y el empleo a que debía dedicarse. La Iglesia no omitió medio alguno para desterrar del lenguaje civil los nombres profanos dados a los días, sabiendo cuánto es el poder de las palabras, y a impulso del ardiente deseo que abrigaba de rehabilitar la sociedad, quitando al Paganismo hasta el último medio de ejercer su influencia excesivamente funesta. El talento perspicaz de San Agustín comprendió perfectamente el pensamiento de la Iglesia católica, cuando exclamaba: “Pluguiera a Dios que los Cristianos lo fueran en su lenguaje, y que se dejasen de designar con nombres paganos los días de la semana! Hablemos la lengua que nos pertenece, y no profanemos nuestra boca con nombres que trascienden a idolatría; sus mismos nombres nos advierten que todos nuestros días son otros tantos de descanso y de fiesta, y que nuestra vida entera es una fiesta consagrada al Dios de toda santidad”. In Psal. XCIII.
Devociones anexas a cada día de la semana
No bastaba a la Iglesia haber desterrado el lenguaje de la idolatría; como madre tierna e ilustrada conocía la flaqueza de sus hijos, y por este motivo, y para conservar continuamente suspenso su fervor con nuevos objetos, piadosas y antiguas tradiciones consignaron a cada feria una devoción particular. El domingo, o la primera feria, se consagró en todos los tiempos al Señor.
A principios de la edad media, el lunes, o segunda feria, estaba consagrado al culto especial del Hijo de Dios, la sabiduría eterna; mas adelante fue dedicado al Espíritu Santo, para implorar su asistencia al principiar las tareas de la semana, y finalmente en el día se consagra al alivio de las almas del Purgatorio, pero es una devoción libre y voluntaria que la Iglesia aprueba sin prescribirla.
El martes, o tercera feria, está generalmente consagrado al culto de los Santos Ángeles y en especial al Ángel custodio. ¿No advertís cuán ingeniosa es la piedad para conservar en el hombre interesante recuerdos, nobles ideas de sí mismo y vivos sentimientos de la gratitud? Creedme; cuando s ehace al hombre reconocido, se le hace al mismo tiempo bueno (Amalar. Divin ofic. Lib. IV, c. 13).
El miércoles, o cuarta feria, es el día elegido por la devoción para honrar a San José, y alcanzar la gracia de una buena muerte. Desde los siglos apostólicos ha sido el miércoles el objeto de una devoción particular en la Iglesia de Oriente y en la de Occidente (S. Epiph. Haeres. III, n. 22): era un día de estación, es decir de ayuno y de reunión en los sitios de oración o en los sepulcros de los mártires, a donde acudían muy temprano, y no salían hasta la hora nona, es decir hasta las tres de la tarde en que acababa la misa y el pequeño ayuno que se practicaba en este día. Llamábase “pequeño ayuno”, porque tenía tres horas menos que el de la Cuaresma, de las cuatro Témporas y de las vigilias de las grandes festividades, y porque no era de obligación tan estricta, al menos en Occidente Albaspin. Observ. Lib I, c. 16; tertul. De Orat.
Iguales ejercicios de piedad y de penitencia se practicaban el viernes o sexta feria. ¿Deseais por qué había consagrado la Iglesia estos dos días a reanimar la devoción de sus hijos con el ayuno y la oración? En conmemoración de lo que sucedió a Nuestro Señor la antevíspera y el día de la Pasión. En el miércoles recordaba a sus hijos el consejo de los judíos, en que se había resuelto dar muerte a Jesucristo, y en el viernes les mostraba la ejecución del proyecto deicida. La Iglesia ha creído, por consiguiente, ¿y quién puede vituperarla? Que los crímenes de los hombres, verdadera causa de la muerte del Hijo de Dios, deberían ser para sus hijos un motivo de tristeza en estos dos días de la semana, así como su resurrección era para ellos motivo de consuelo y regocijo en el día domingo (S. Aug. Epist. XXXVI. Ad Casul. n. 30; Baron. Ann. 34, n. 168).
La Iglesia griega, a pesar de sus tribulaciones y de las diversas revoluciones que ha sufrido, ha conservado hasta nuestros días la costumbre de ayunar todos los miércoles y viernes del año, con pocas excepciones. En la Iglesia latina, el ayuno de estos días fue libre hasta el siglo IX, pero se cambio después en simple abstinencia. La del viernes fue muy pronto considerada como de obligación, y pasó a ser de ley. Las abstinencia del miércoles y del sábado fue libre hasta el siglo XIV, pero habiéndose abolido paulatinamente la del miércoles, se fortaleció de tal suerte la del sábado, que llegó a ser tan indispensable como la del viernes (Tomas. De los ayunos, parte II, c. 55, n. 3, 4 y 5.)
El jueves, o la quinta feria, se refiere, como sabéis, a un recuerdo tan consolador, que los fieles han honrado este día con un fervor particular. El Hijo de Dios instituyó en un jueves el Sacramento de la Eucaristía, en el cual lega al género humano para siempre su carne y su sangre para que la comamos y la bebamos: Sacramento (Ver: Sacramentos) augusto que constituye al Salvador, triunfante en el cielo, en compañero de nuestra peregrinación, y en prisionero de su amor en nuestros tabernáculos. Los jueves del año parecen haber sido destinados, especialmente desde la institución de la festividad del Corpus, a renovarla, por los oficios públicos, como por las devociones particulares; de modo que casi sucede todos los jueves del año, relativamente a la fiesta del Corpus, lo que todos los domingos respecto de la festividad de Pascua, es decir, que son aquellos una octava continua del misterio de la Eucaristía, como estos de la Resurrección.
El viernes, o sexta feria, está consagrado a la Pasión. En Una gran parte de la cristiandad se cerraban en este día los tribunales (Sozom. Lib. I, c. 8) y el ayuno se observó en él tanto en Oriente como en el Occidente hasta el siglo IX. En esta época se trocó en una simple abstinencia, pero de la cual hizo la Iglesia una ley tan rigurosa que solo dispensa de ella en la fiesta de Navidad, cuando cae en viernes (Tomas, de los ayunos, parte II, c. 14 y 15). Los fieles tienen costumbre de añadir a las tres de la tarde de este día a la abstinencia la recitación de cinco Padre nuestros y cinco Ave María, en honor de las cinco llagas de Nuestro Señor.
El sábado fue durante muchos siglos tanta fiesta como los domingos, y esto por varias razones: en primer lugar para honrar el descanso del Señor después de la creación, y recordar al hombre que también él, imagen de Dios, creaba en cierto modo durante esta vida, y que entraría un día en el sábado, o el descanso eterno, figurado por el séptimo día. En segundo lugar, se recuerda que el Salvador había escogido con frecuencia el día del sábado para hacer curaciones y milagros, y para ir a predicar en las sinagogas. Esta consideración decidió al emperador Constantino a dar su ley para que se honrase particularmente el sábado (Eusebio, Vit, Const. Lib IV, c. 18, pag. 524)
Selección y transcripción de José Gálvez Krüger
Tomado de : Jean Joseph Gaume, “Catecismo de Perseverancia”.
[1] Especial sobre San Agustín de Aci Prensa. Enlaza con otras entradas de Esta Enciclopedia.