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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Cuarto Concilio Ecuménico de Constantinopla

De Enciclopedia Católica

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(OCTAVO CONCILIO GENERAL)

El Octavo Concilio General fue inaugurado el 5 de octubre de 869 en la Catedral de Santa Sofía, bajo la presidencia de los legado del Papa Adriano II. Durante la década anterior habían ocurrido graves irregularidades en Constantinopla, entre ellas la deposición del patriarca Ignacio y la intrusión de Focio, cuyas violentas medidas contra la Iglesia Romana culminaron en un intento de deposición (867) del Papa Nicolás I. La accesión durante ese año de un nuevo emperador, Basilio el Macedonio, cambió la situación política y eclesiástica. Focio fue internado en un monasterio; se llamó de nuevo a Ignacio, y se reanudaron las relaciones amistosas con la Santa Sede. Ambos Ignacio y Basilio enviaron representantes a Roma pidiendo un concilio general. Después de celebrarse un sínodo romano (junio de 869) en el cual Focio fue condenado nuevamente, el Papa envió a Constantinopla tres legados para presidir el concilio en su nombre. Además del patriarca de Constantinopla allí estuvieron presentes los representantes de los patriarcas de Antioquía y Jerusalén y, hacia el final, también los representantes del Patriarca de Alejandría. La asistencia de obispos ignacianos fue escasa al principio, ciertamente nunca hubo presentes más de ciento dos obispos.

Se le pidió a los legados que mostraran su comisión, lo cual hicieron; luego presentaron a los miembros del concilio la famosa fórmula (libellus) del Papa Hormisdas (514-23), la cual obligaba a sus firmantes a “seguir en todo a la Sede Apostólica de Roma y enseñar todas sus leyes… en cuya comunión está la completa, real y perfecta solidez de la religión cristiana”. Se le pidió a los Padres del concilio que firmaran este documento, el cual había sido originalmente redactado cerca del cisma de Acacio. Las primeras sesiones fueron ocupadas con la lectura de documentos importantes, la reconciliación de los obispos ignacianos que se habían aliado a Focio, la exclusión de algunos prelados focianos, y la refutación de las declaraciones falsas de los dos anteriores enviados de Focio a Roma. En la quinta sesión Focio mismo apareció con renuencia, pero cuando fue interrogado mantuvo un profundo silencio o contestó sólo en breves palabras, pretendiendo blasfemamente imitar la actitud y discurso de Jesucristo ante Caifás y Pilatos. A través de sus representantes se le concedió otra audiencia en la próxima sesión; ellos apelaban a que los cánones están sobre el Papa. En la séptima sesión apareció de nuevo, esta vez con su consagrante George Asbestas. Ellos apelaron, como antes, a los cánones antiguos, se negaron a reconocer la presencia o autoridad de los legados romanos y rechazaron la autoridad de la Iglesia Romana, aunque ofrecieron rendir cuentas al emperador. Ya que Focio no renunciaría a su reclamo usurpado ni reconocería al legítimo patriarca Ignacio, el concilio renovó la antigua excomunión romana contra él, y fue desterrado a un monasterio en el Bósforo, desde donde no dejó de denunciar el concilio como un triunfo de la mentira y la impiedad, y mediante una correspondencia muy activa mantuvo la fortaleza de sus seguidores, hasta que en 877 la muerte de Ignacio abrió el camino para su regreso al poder. El concilio denunció los remanentes de la iconoclasia y la interferencia de la autoridad civil en los asuntos eclesiásticos. La décima y última sesión fue efectuada en presencia del emperador, su hijo Constantino, Miguel, rey de Bulgaria, y los embajadores del emperador Luis II.

Los veintisiete cánones de este concilio tratan parcialmente con la situación creada por Focio y en parte con puntos generales de disciplina y abusos. Se leyeron y confirmaron los decretos de Nicolás I y Adriano II contra Focio y a favor de Ignacio, se depuso a los clérigos focianos y los ordenados por Focio fueron degradados a la comunión de los laicos. El concilio emitió una encíclica a todos los fieles, y le escribió al Papa pidiéndole su confirmación de las actas. Los legados papales firmaron sus decretos, pero condicionado a la acción papal. Aquí, por primera vez, Roma reconoció el antiguo reclamo de Constantinopla al segundo lugar entre los cinco grandes patriarcados. Sin embargo, se ofendió el orgullo griego con la firma compulsoria del antedicho formulario de reconciliación, y en la siguiente conferencia de las autoridades eclesiásticas y civiles griegas los recién convertidos búlgaros fueron declarados sujetos al patriarcado de Constantinopla y no a Roma. Aunque reinstaurado por la Sede Apostólica, Ignacio resultó desagradecido, y en este importante asunto se alineó con los patriarcas orientales al consumar, por razones políticas, una notable injusticia; el territorio desde entonces conocido como Bulgaria era en realidad parte de la antigua Iliria que siempre había pertenecido al patriarcado romano hasta que el iconoclasta León III (718-41) lo arrebató violentamente y lo subordinó a Constantinopla. Ignacio consagró prontamente un arzobispo para los búlgaros y envió allá muchos misioneros griegos, tras lo cual los obispos y sacerdotes latinos fueron obligados a retirarse. Camino a casa los legados papales fueron saqueados y encarcelados, sin embargo, ellos habían puesto bajo el cuidado de Anastasio, bibliotecario de la Iglesia Romana (presente como miembro de la embajada franca) muchas de las firmas de sumisión de los obispos griegos. A él le debemos la versión latina de estos documentos y una copia de las actas griegas del concilio, las cuales el tradujo y a las cuales debemos mucho de nuestro conocimiento documental de los procedimientos. Adriano II y sus sucesores amenazaron en vano a Ignacio con severas penalidades si no retiraba de Bulgaria sus sacerdotes y obispos griegos. La Iglesia Romana nunca recuperó las vastas regiones perdidas entonces. (Vea Focio, Ignacio de Constantinopla, Nicolás I)


Fuente: Shahan, Thomas. "Fourth Council of Constantinople." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04310b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina