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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Eternidad

De Enciclopedia Católica

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El término eternidad (aeternum, originalmente aeviternum, aionion, aeon —largo) es definido por Boecio (De Consol. Phil., V, VI) como “posesión, sin sucesión y perfecta, de vida interminable” (interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio). La definición, que fue adoptada por los escolásticos, al menos aplicable a la eternidad propiamente dicha, la de Dios, implica cuatro cosas: que la eternidad es

  • (1) una vida
  • (2) sin principio ni fin,
  • (3) o sucesión, y
  • (4) de la clase más perfecta.

Dios no sólo es o existe, sino que vive. La noción de vida, al igual que todas las nociones ya sean abstractas o espirituales, cuando se aplica a Dios, es sólo análoga. Él no sólo no vive precisamente como cualquier otra cosa con la que estamos familiarizados; ni siquiera existe como existen las demás cosas. Nuestras nociones de vida y existencia se derivan de las criaturas, en las que la vida implica cambio, y la existencia es algo añadido a la esencia, implicando así composición. En Dios no puede haber ninguna composición o cambio o imperfección de cualquier tipo, sino que todo es acto puro o ser. El agnóstico, sin embargo, no puede justificarse de esta manera al decir que no podemos conocer nada ni debemos predicar nada de Dios. Sin embargo, es cierto que de cualquier modo que lo concibamos, o en cualesquiera términos que hablemos de Él, nuestras ideas y terminología están completamente por debajo y son indignas de Él. Sin embargo, aun cuando argumenta de esta manera, el agnóstico piensa y habla de Él tan realmente como lo hacemos nosotros; ni él ni nosotros podemos hacerlo de otro modo, obligados como estamos a remontar las cosas a su causa primera.

Cediendo a esta necesidad, sólo podemos pensar y hablar de Él en los términos más elevados y espirituales que conocemos; no sólo como existente, por ejemplo, sino como vivo; corrigiendo a la vez, en la medida de nuestras posibilidades, la forma de nuestro pensamiento y predicación, añadiendo que la vida divina es perfecta, libre del más pequeño rastro de defecto. Eso es cómo y por qué representamos la existencia divina como una vida. Es una vida, además, no sólo sin principio o fin, sino también sin sucesión — tota simul, es decir, sin pasado o futuro; un instante o “ahora” nunca cambiante. No es tan difícil formar una débil noción de una duración que nunca comenzó y nunca terminará. Esperamos que nuestra propia vida será sin fin; y los materialistas nos han acostumbrado a la noción de una serie que se extiende hacia atrás sin límite en el tiempo, a la noción de un universo material que nunca llegó a existir, pero siempre estaba ahí. La existencia divina es eso y mucho más; excluyendo toda sucesión, tiempo pasado y futuro, —de hecho, todo tiempo, que es la sucesión— y ha de ser concebido como un “ahora” constante permanente e invariable.

Al formar esta noción de eternidad, es bueno pensar en la inmensidad divina en su relación con el espacio y las cosas extendidas. Uno puede concebir primero una línea recta quebrada —una línea de puntos separados; entonces una línea continua entre dos límites, principio y fin. La línea puede ser, pero no lo es, dividida en partes, líneas más cortas o puntos, y el conjunto es finito en ambos sentidos. Es similar y, sin embargo, diferente de un espíritu finito; similar, ya que no tiene partes reales de divisiones y es limitada; sin embargo, diferente ya que puede ser dividida, mientras que un espíritu no se puede dividir. El espíritu existe todo entero donde quiera que exista en absoluto; y aunque puede llenar el espacio ocupado por un cuerpo humano, digamos, es todo y entero en cada parte posible del mismo; no muy diferente de la línea continua. Si pensamos además del final o los límites de la línea como eliminados, del eje de la Tierra, por ejemplo, como que se extiende indefinidamente en el espacio, la línea no sólo es continua o ininterrumpida, sino infinita, sin principio ni fin, y aun así divisible; similar, pero tan diferente, a la inmensidad de Dios. Pues Dios es un espíritu, y según el alma humana llena el espacio ocupado por el cuerpo al que está unida, sin embargo, es toda entera en cada parte posible de ese espacio, así mismo Dios llena todo el espacio que sea, y se extiende sin límite en todas las direcciones , y sin embargo está todo entero en todas partes, en el punto más pequeño imaginable, en el sentido muy flojo o inadecuado en las que podemos pensar en hablar de Dios como un "todo". Incluso las relaciones espaciales del alma con el cuerpo son toscas en comparación con las que la existencia de Dios lleva al de las criaturas y los espacios en los que existen o puedan existir. Pues por muy libres de la extensión que puedan ser los espíritus creados, no son incapaces de cambio interno real, movimiento real de algún tipo dentro de sí mismos; mientras que Dios, llenando todo el espacio, es incapaz del menor cambio o movimiento, pero es tan verdaderamente el mismo de principio a fin que Él es mejor concebido como un punto extendido infinitamente, lo mismo aquí, allá y en todas partes.

Ahora bien, si aplicamos a la línea de tiempo lo que hemos estado tratando en la de espacio, el punto infinito, inmutable, que era inmensidad se convierte en eternidad; no una verdadera sucesión de actos o cambios separados (lo que se conoce como "tiempo"); ni siquiera la duración continua de un ser que es inmutable en su [[substancia], como quiera que pueda variar en sus acciones (que es lo que Santo Tomás entiende por un aevum); sino una línea sin fin de existencia y de acción que no sólo no es en realidad interrumpida, sino que es incapaz de interrupción o del menor cambio o movimiento en absoluto. Y como si un instante muriera y otro lo sucediese, el presente convirtiéndose en pasado y el futuro en presente, hay necesariamente un cambio o movimiento de instantes; así, si no hemos que ser irreverentes en nuestro concepto de Dios, sino para representarlo lo mejor que podamos, debemos tratar de concebirlo como que excluye todo, incluso al menos, el cambio o la sucesión; y su duración, en consecuencia, como sin ni siquiera un posible pasado o futuro, sino un “ahora2 que nunca comienza y nunca termina, absolutamente invariable. Así es cómo se presenta la eternidad en la teología y filosofía católicas.

La noción es de especial interés en ayudarnos a percibir, sin embargo, débilmente, las relaciones de Dios con las cosas creadas, especialmente con respecto a su presciencia. En Él no hay antes o después, y por lo tanto, no hay presciencia, objetivamente; la distinción la distinción que estamos acostumbrados a trazar entre su conocimiento de inteligencia o ciencia o presciencia y su conocimiento de visión no es más que nuestra manera de representar las cosas, lo suficientemente natural para nosotros, pero de ningún medio objetiva o real en Él. No hay una verdadera diferencia objetiva entre su inteligencia y su visión, ni entre cualquiera de éstas y la substancia divina en la que no hay posibilidad de diferencia o cambio. Esa inteligencia sustancial infinitamente perfecta, inmensa ya que es eterna, y además existente entera e inmutable como un punto indivisible en el espacio y como un instante indivisible en el tiempo, tiene la misma extensión, en el sentido de estar íntimamente presente, con la extensión de espacio y la sucesión de tiempo de todas las criaturas; no al lado de ellas, no paralelo con ellas, ni antes ni después de ellas; sino presente en y con ellas, sosteniéndolas, cooperando con ellas, y por lo tanto viendo — no previendo— lo que pueden hacer en cualquier punto de la extensión del espacio en particular, o en cualquier instante de la extensión del tiempo en que pueden existir o funcionar. Dios puede ser considerado como un punto inmóvil en el centro de un mundo que, ya sea como un grupo conectado más o menos cercanamente de individuos granulados, o como una masa de éter absolutamente continua, gira en torno a Él como una se supone que una esfera gire en todas direcciones alrededor de su centro (Santo Tomás, Cont. Gent., I, C. LXVI). Sin embargo, se deben corregir las imágenes señalando que mientras que en la línea de tiempo la duración de Dios es un punto o “ahora” duradero por siempre, su inmensidad en la línea de espacio no es en absoluto como el centro de un círculo o esfera; sino que es un punto, más bien, que es de la misma extensión, en el sentido de estar íntimamente presente, de todos los demás puntos, reales o posibles, en la masa continua o discontinua que se supone se mueve alrededor de Él.

Teniendo en mente esta noción correctiva, podemos concebirlo como este punto inmóvil en el centro de un círculo o esfera en constante movimiento, aunque aquí y allá continuo. Las relaciones de espacio y tiempo cambian constantemente entre Él y las cosas que se mueven a su alrededor, no a través de cualquier cambio en Él, sino debido a los cambios constantes en ellos. En ellos hay antes y después, pero no en Él, que está igualmente presente para todos ellos, no importa cómo o cuándo puedan haber llegado a ser, o cómo puedan sucederse en el tiempo o en el espacio. Algunos de ellos son actos libres; y casi desde el momento en que la mente humana comenzó a especular sobre estas cuestiones, y dondequiera haya todavía especulaciones, incluso rudimentarias, ha surgido la pregunta y surge en cuanto a cómo un acto puede ser libre para no suceder si, como suponemos, la previsión absolutamente infalible de Dios vio desde la eternidad que iba a suceder. A esto la filosofía católica le da la única respuesta que se puede dar; que no es cierto decir que Dios vio o previó cualquier cosa, o que la verá, sino sólo que Él la ve. Y como el que yo te vea actuar no interfiere con tu libertad de acción, sino que te veo actuar libre o necesariamente, como sea el caso, así Dios ve todas las cosas finitas, en reposo o activas, actuando por necesidad o libremente, de acuerdo con lo que pueda ser objetivamente real, sin la menor interferencia con el modo o la igualdad de su existencia o de su acción.

Aquí además, sin embargo, se debe tener cuidado de no concebir el conocimiento divino como determinado por lo que el finito pueda ser o hacer; un poco como vemos las cosas porque el conocimiento se produce en nosotros por lo que vemos. No es de lo infinito que Dios obtiene su conocimiento, sino de su propia esencia divina, en la que todas las cosas están representadas o reflejadas como son, existentes o simplemente posibles, necesarias o libres. Para este aspecto de la cuestión vea el artículo DIOS. En este aspecto de la cuestión verán a Dios. Cuando, por lo tanto, uno se pregunta o se siente tentado a preguntar que hacía Dios o dónde estaba antes que el tiempo y el espacio comenzaran, con la creación del mundo, la respuesta debe ser una negación de la legitimidad de la suposición de que “antes” Él era. Es sólo en relación con lo finito y mutable que puede haber un antes y después. Y cuando decimos, que, como enseña la fe, el mundo fue creado en el tiempo y no era desde la eternidad, nuestro significado no debe ser que la existencia del Creador se extendía hacia atrás infinitamente antes de traer el mundo a la existencia; sino más bien que mientras su existencia sigue siendo un presente inmutable, sin posibilidad de antes o después, de cambio o de sucesión, en cuanto a sí mismo, la sucesión fuera de la existencia divina, para cada instante al que corresponde como el centro hace a cualquier punto de la circunferencia, tuvo un principio, y podría haberse extendido indefinidamente aún más hacia atrás, sin embargo, sin escapar de la omnipresencia del eterno "ahora" (Ver Billot, de Deo Uno y Trino, q. 10, p. 122).

Hasta aquí para la noción propia o estricta de eternidad, según se aplica únicamente a la existencia divina. Hay un sentido amplio o impropio en el que estamos acostumbrados a representar como eterno lo que es simplemente la sucesión sin fin en el tiempo, y esto a pesar de que el tiempo en cuestión debería haber tenido un principio, como cuando se habla de la recompensa de los buenos y el castigo de los malos como eternos, denotando por eternidad sólo el tiempo o sucesión sin fin o límite en el futuro. En el Apocalipsis hay un pasaje muy conocido en el que un gran ángel es representado con un pie en el mar y el otro en tierra, y jurando por el que vive para siempre que el tiempo ya no será más. Cualquiera que pueda ser el significado del juramento, ha encontrado un eco en nuestra terminología religiosa, y estamos acostumbrados a pensar y decir que con la muerte, y en especial con el juicio final, el tiempo cesará. El significado no es que no habrá más sucesión de cualquier tipo; sino que no habrá cambio sustancial o corrupción en lo que sobreviva a la muerte, el alma; o en el cuerpo que haya sido levantado de entre los muertos; o en los cielos y la tierra, ya que se renovarán después de la segunda venida de Cristo.

Existe, además, una implicación o connotación de la doctrina de que en la vida futura de las [[alma]s, ya sea en el cielo o en el infierno, la sucesión será accidental, el acto en el que su felicidad o miseria esenciales consistirán en visión y amor, o visión ciega equivocada y odio, continuos e ininterrumpidos, de Dios. En nuestro lenguaje oral ordinario se habla de este tipo de duración como la vida o la muerte eternas, por un tipo de participación, en un sentido amplio o impropio, en el carácter de la eternidad divina (Billot, op. Cit., 119). Preguntas de la mayor importancia se han planteado en cuanto a la posibilidad de un mundo eterno, en el sentido de un mundo de la materia, tal como lo conocemos, que nunca tenga un principio y por lo tanto no necesite una primera causa; también en cuanto a la posibilidad de la creación eterna, en el sentido de un ser, con o sin sucesión, que no haya tenido comienzo de la existencia y, sin embargo, habiendo sido creado por Dios (Vea CREACIÓN). Para otros asuntos en cuanto a la eternidad vea CIELO, INFIERNO. "Vida eterna" es un término que a veces se aplica al estado y vida de la gracia, incluso antes de la muerte; siendo esta la etapa inicial o semilla, por así decirlo, o la vida interminable de felicidad en el cielo, que, por una especie de metonimia, se considera como presente en su primera etapa, la de la gracia. Esto, si somos fieles a nosotros mismos y a Dios, es seguro que pasará a la segunda etapa, la vida eterna.


Bibliografía: La base de todo tratamiento posterior del tema de la eternidad es la de STO. TOMÁS, I, Q. X. Para una exposición más amplia vea SUAREZ, De Deo, I, IV; IDEM, Metaphysica, disp. l, ss. 4 ss.; LESIO, De perfectionibus divinis, IV. Para la enseñanza de los primeros filósofos no cristianos (PLATÓN, ARISTÓTELES y los NEO-PLATÓNICOS), así como también de los PADRES vea PETAVIO, De Deo, III, III, IV. En los mismos capítulos él discute el significado del término aevum. Para el testimonio de los PADRES en cuanto a la posibilidad de creación a partir de la eternidad, vea PETAVIO, op. cit., VI. Una exposición más breve se puede hallar en los panfletos ordinarios de filosofía, sobre ontología y sobre teología natural, también en los varios tratados De Deo Uno.

Fuente: McDonald, Walter. "Eternity." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, pp. 551-553. New York: Robert Appleton Company, 1909. 7 Oct. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/05551b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina