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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Costumbre (en Derecho Canónico)

De Enciclopedia Católica

Revisión de 20:17 15 oct 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Fuerza de la Costumbre)

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Una costumbre es una ley no escrita introducida por los actos continuos de los fieles con el consentimiento del legislador legítimo. La costumbre puede ser considerada según hecho y según ley. Como un hecho, es simplemente la repetición frecuente y libre de actos respecto a la misma cosa; como ley, es el resultado y consecuencia de ese hecho. De ahí su nombre, que se deriva de consuesco o consuefacio y denota la frecuencia de la acción (Cap. Consuetudo V, Dist. I).

División

(a) Considerada de acuerdo a su alcance, la costumbre es universal, si es aceptada por toda la Iglesia; o general (aunque en otro aspecto, particular), si se observa en todo un país o provincia; o especial, si prevalece entre sociedades más pequeñas pero perfectas; o muy especial (specialissima), si es entre individuos privados y sociedades imperfectas. Es obvio que esta última no puede elevar una costumbre a ley legítima.

(b) Considerada de acuerdo a su duración, la costumbre es prescriptiva o no prescriptiva. La primera se subdivide, según la cantidad de tiempo requerido para que una costumbre según hecho se convierta en una costumbre según ley, en ordinaria (es decir, diez o cuarenta años) e inmemorial.

(c) Considerada según el método de introducción, una costumbre es judicial o extrajudicial. La primera es aquella que se deriva del uso o precedente forense. Esto es de gran importancia en los círculos eclesiásticos, puesto que los mismos prelados son generalmente tanto legisladores como jueces, es decir, el Papa y los obispos. La costumbre extrajudicial es introducida por la gente, pero su sanción se vuelve más fácil a medida que es mayor el número de personas prominentes o instruidas que la abrazan.

(d) Considerada en su relación con la ley, una costumbre es según ley (juxta legem) cuando interpreta o confirma un estatuto existente; o fuera de ley (proeter legem) cuando no existe una legislación escrita sobre el asunto; o contraria a la ley (contra legem) cuando deroga o abroga un estatuto ya en vigor. .

Condiciones

La verdadera causa eficiente de una costumbre eclesiástica, en la medida en que constituye la ley, es únicamente el consentimiento de la autoridad legislativa competente. Todas las leyes de la Iglesia implican jurisdicción espiritual, que reside solo en la jerarquía, y, en consecuencia, los fieles no tienen poder legislativo, ya sea por derecho divino o por estatuto canónico. Por lo tanto, es necesario el consentimiento expreso o tácito de la autoridad eclesiástica para dar a una costumbre la fuerza de una ley eclesiástica. Este consentimiento se denomina legal cuando, por el estatuto general y antecedente, las costumbres razonables reciben aprobación. Por lo tanto, la costumbre eclesiástica difiere radicalmente de la costumbre civil. Pues, aunque ambas surgen de una cierta conspiración y acuerdo entre las personas y los legisladores, sin embargo, en la Iglesia la fuerza jurídica total de la costumbre se ha de obtener del consentimiento de la jerarquía, mientras que en el estado civil, el pueblo mismo es una de las fuentes reales de la fuerza legal de costumbre.

La costumbre, de hecho, debe proceder de la comunidad, o al menos a partir de la acción del mayor número que constituye la comunidad. Estas acciones deben ser libres, uniformes, frecuentes y públicas, y se realizadas con la intención de imponer una obligación. El uso, del cual se trata, debe también ser de una naturaleza razonable. La costumbre ya sea introduce una nueva ley o abroga una antigua. Pero una ley, por su propio concepto, es una ordenación de la razón, por lo que ninguna ley puede ser constituida por una costumbre irrazonable. Además, como un estatuto existente no puede ser revocado excepto por una justa causa, se deduce que la costumbre que ha de abrogar la antigua ley debe ser razonable, pues de otro modo faltaría la justicia requerida. Una costumbre, considerada como un hecho, es irrazonable cuando es contraria a la ley divina, positiva o natural, o cuando es prohibida por la propia autoridad eclesiástica; o cuando es la ocasión de pecado y opuesta al bien común.

Una costumbre debe también tener una prescripción legítima, la cual se obtiene por una continuación del acto en cuestión durante cierto período de tiempo. Ningún estatuto canónico ha definido positivamente qué es esta duración de tiempo, por lo que su determinación se deja a la sabiduría de los canonistas. Autores generalmente afirman que para la legalización de una costumbre según ley o fuera de ley (juxta or prœter legem) un espacio de diez años es suficiente; mientras que para una costumbre contraria (contra) a la ley muchos demandan un lapso de cuarenta años. La razón dada para la necesidad de un período de tiempo tan largo como de cuarenta años es que la comunidad sólo se persuadirá lentamente de la oportunidad de abrogar la antigua ley y abrazar la nueva. Sin embargo, que se puede seguir con seguridad la opinión que afirma que diez años es suficiente para establecer una costumbre incluso contraria a la ley.

Hay que señalar, sin embargo, que en la práctica las Congregaciones Romanas apenas toleran o permiten ninguna costumbre, incluso una inmemorial, contraria a los sagrados cánones (Cf. Gasparri, De Sacr. Ordin., n. 53, 69 ss.). En la introducción de una ley por prescripción, se supone que la costumbre se introdujo de buena fe, o por lo menos por ignorancia de la ley opuesta. Sin embargo, si una costumbre se introduce a través de connivencia (viâ conniventiœ), no se requiere la buena fe, ya que, como cuestión de hecho, se debe presuponer la mala fe, al menos en un principio. Sin embargo, cuando es cuestión de connivencia, el propio legislador debe conocer sobre la formación de la costumbre y aun así no se opone cuando podría hacerlo fácilmente, se supone entonces que se abrogue la ley contraria directamente por la revocación tácita del legislador. Una costumbre que es contraria a la buena moral o al [|Derecho Natural |derecho natural]] o divino positivo siempre ha de ser rechazado como un abuso, y nunca puede ser legalizado.

Fuerza de la Costumbre

Los efectos de una costumbre varían con la naturaleza del acto que ha causado su introducción, es decir, de acuerdo a si el acto está de acuerdo con (juxta), o fuera de (prœter), o contrario (contra), a la ley escrita.

(a) La primera (juxta legem) no constituye una nueva ley en el sentido estricto de la palabra; su efecto es más bien confirmar y reforzar o interpretar un estatuto ya existente. De ahí el axioma de los juristas: La costumbre es el mejor intérprete de las leyes. La costumbre, realmente, considerada como un hecho, es un testimonio del verdadero sentido de una ley y de la intención del legislador. Si, entonces, logra que un sentido determinado se adjunte obligatoriamente a una frase legal indeterminada, toma rango como una interpretación auténtica de la ley y como tal adquiere fuerza vinculante verdadera. Wernz (Jus Decretalium, n. 191) se refiere a este mismo principio como explicativo de por qué la tan a menudo recurrente frase en los documentos eclesiásticos, “la actual disciplina de la Iglesia, aprobada por la Santa Sede”, indica una verdadera norma y una ley obligatoria.

(b) La segunda clase de costumbre (prœter legem) tiene la fuerza de una ley nueva, que vincula a toda la comunidad tanto en el fuero interno como externo. A menos que se pueda probar una excepción especial, la fuerza de tal costumbre se extiende a la introducción de estatutos prohibitivos, permisivos y preceptivos, así como a promulgaciones penales y anulatorias.

(c) En tercer lugar, una costumbre contraria (contra) a la ley tiene el efecto de abrogar, del todo o en parte, una ordenanza ya existente, pues tiene la fuerza de una ley nueva y posterior. En cuanto a la legislación eclesiástica penal, tal costumbre puede eliminar directamente una obligación de conciencia, mientras que el deber de sumisión al castigo por transgredir el antiguo precepto puede permanecer, siempre que la pena en cuestión no sea una censura ni un castigo tan severo que supone como necesariamente presupone una falta grave. Por otra parte, esta especie de costumbre puede también remover el castigo unido a una ley particular, mientras que la ley en sí sigue siendo obligatoria en cuanto a su observancia.

La costumbre inmemorial, siempre que se demuestre que las circunstancias han cambiado como para hacer la costumbre razonable, tiene el poder de abrogar o cambiar cualquier ley humana, incluso aunque originalmente se haya añadido una cláusula prohibiendo cualquier costumbre al contrario. A la costumbre inmemorial también se une la fuerza inusual de inducir una presunción de la existencia de un privilegio apostólico, siempre que dicho privilegio no esté considerado como un abuso, y el poseedor del supuesto privilegio sea una persona legalmente capaz de adquirir la cosa en cuestión sin primero obtener un permiso apostólico especial y expreso para ello (cf. Wernz, op. cit., quien ha sido seguido particularmente en este párrafo). Ferraris señala que ninguna costumbre inmemorial, si no es confirmada por un privilegio apostólico, expreso o presuntivo, puede tener ninguna fuerza para la abrogación de las libertades o inmunidades eclesiásticas, puesto que tanto el derecho civil como el canónico declaran que tal costumbre es irrazonable por su misma naturaleza. En general, se puede decir que una costumbre válida, tanto en la constitución como en la abrogación de leyes, produce los mismos efectos que un acto legislativo.

Respecto a los Decretos Tridentinos

Cese de Costumbres

Bibliografía: BAUDUIN, De Consuetudine in Jure Canon. (Lovaina, 1888); WERNZ, Jus Decretalium (Roma, 1898), I; LAURENTIUS, Institutiones Juris Eccl. (Friburgo, 1903); FERRARIS, Bibliotheca Canon. (Roma, 1886), II.

Fuente: Fanning, William. "Custom (in Canon Law)." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4, pp. 576-577. New York: Robert Appleton Company, 1908. 15 Oct. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/04576a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina