Diferencia entre revisiones de «Amor»
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Mientras la caridad abarca a todos los hijos de Dios en el cielo, en la tierra y en el [[purgatorio]] (v. [[Comunión de los Santos]]), aquí es considerado como el amor sobrenatural del hombre hacia el hombre en este mundo; como tal, incluye tanto el amor a sí mismo como el amor al prójimo. | Mientras la caridad abarca a todos los hijos de Dios en el cielo, en la tierra y en el [[purgatorio]] (v. [[Comunión de los Santos]]), aquí es considerado como el amor sobrenatural del hombre hacia el hombre en este mundo; como tal, incluye tanto el amor a sí mismo como el amor al prójimo. | ||
Última revisión de 03:43 9 jul 2010
Introducción
Es la tercera y más importante de las virtudes Divinas enumeradas por San Pablo (1 Cor, 13,13), usualmente llamada caridad y es definida como: hábito divinamente infundido, inclinación de la voluntad del hombre a amar a Dios por Sí mismo sobre todas las cosas y al hombre por el amor a Dios.
La definición realza las características principales de la caridad:
(1) Su origen, por infusión divina: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” (Rom. 5,5). Es, por lo tanto, distinto de y superior a la inclinación innata o el hábito adquirido de amar a Dios en el orden natural. Los teólogos (v. Teología) concuerdan al decir que es infundida junto con la gracia santificante, con la cual está íntimamente relacionada ya sea por identidad real, como algunos sostienen o, de acuerdo a una idea más común, por medio de una emanación connatural.
(2) Su morada es la voluntad humana. Aunque a veces la caridad es intensamente emocional y frecuentemente reacciona sobre nuestras facultades sensoriales, reside propiamente en la voluntad racional, un hecho que no deben olvidar aquellos que la hacen una virtud imposible.
(3) Su acto específico, es decir, el amor de benevolencia y amistad. Amar a Dios es desearle todo honor, gloria y todo bien; y esforzarnos, en la medida que podemos, obtenerlo para Él. San Juan (14,23; 15,14) enfatiza el rasgo de reciprocidad que hace de la caridad una auténtica amistad del hombre con Dios.
(4) Su motivo, es decir, la bondad Divina o amabilidad tomada absolutamente y como dada a conocer a nosotros por la fe. No importa si esa bondad es vista en uno, o varios, o todos los atributos Divinos, sino que en todos los casos, nos debemos adherir a ella, no como una fuente de ayuda o premio o felicidad para nosotros mismos, sino como un bien en sí mismo, infinitamente (v. infinito) merecedor de nuestro amor, en este único sentido, Dios es amado por Sí mismo. Sin embargo, la distinción de los dos amores: concupiscencia, la cual incita la esperanza; y benevolencia, la cual anima la caridad, no deben ser forzadas a un tipo de exclusión mutua, pues la Iglesia ha condenado repetidamente cualquier intento por desacreditar las obras de la esperanza cristiana.
(5) Su alcance: Es decir, ambos, Dios y el hombre. Mientras solo Dios es todo amable, puesto que como todos los hombres, por gracia y gloria, ya sea que realmente comparten o al menos son capaces de compartir la bondad divina, se deduce que el amor sobrenatural (. orden sobrenatural) más bien los incluye que excluye, de acuerdo a Mateo 22,39 y Lucas 10,27. Por lo tanto, una y la misma virtud de la caridad concluyen en ambos, Dios y el hombre, en Dios principalmente y en el hombre secundariamente.
El amor de Dios
El deber supremo de amar a Dios está concisamente expresado en Deut. 6,5; Mt. 22,37; y Lc. 10, 27. Es bastante obvio el carácter imperativo de las palabras “Deberás”. Inocencio XI (Denzinger, núms. 1155-57) declara que el precepto no está cumplido por un acto de caridad realizado una vez en la vida, o cada cinco años, o en las muy indefinidas ocasiones cuando la justificación no se puede conseguir de otra forma.
Los moralistas apremian la obligación al comienzo de la vida moral cuando la razón ha logrado su desarrollo total; en el momento de la muerte; y de tiempo en tiempo durante la vida, no siendo ni posible ni necesario un cálculo exacto dado que el hábito cristiano de la oración diaria seguramente cubre la obligación.
La violación del precepto es generalmente negativa, es decir, por omisión o indirecta, es decir, implícita en cada falta grave; sin embargo, hay pecados directamente opuestos al amor de Dios: la pereza espiritual, al menos cuando conlleva una aborrecimiento voluntario a los bienes espirituales, y el odio a Dios, ya sea como abominación a Sus leyes restrictivas y punitivas o una aversión a Su Sagrada Persona. (v. pereza, odio).
Los requisitos de “con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas” no significan un máximo en intensidad, porque la intensidad de una acción nunca cae bajo su mandato; y mucho menos implican la necesidad de experimentar un amor más sensible por Dios que por las criaturas, porque las criaturas visibles, aunque imperfectas, atraen nuestra sensibilidad mucho más que Dios invisible. Su verdadero significado es que, tanto en nuestra apreciación mental como en nuestra decisión voluntaria, Dios debe estar por sobre todo el resto, sin exceptuar padre o madre, hijo o hija (Mt. 10,37). Santo Tomás (II-II, Q. XLIV, a. 5) asignó un significado especial a cada una de las cuatro frases bíblicas; otros, con mayor razón, toman la oración completa en su sentido acumulativo y ven en ella el propósito, no sólo de elevar la caridad sobre el bajo materialismo de los saduceos o el ritualismo oficial de los fariseos, sino también declarando que “amar a Dios sobre todas las cosas es asegurar la santidad de toda nuestra vida.” (Le Camus, "Vie de Notre-Seigneur Jesus-Christ", III, 81.)
El amor a Dios es incluso mas que un precepto que ata la conciencia humana; es también, como observa Le Camus, “el principio y meta de la perfección moral.” Como el principio de perfección moral en el orden sobrenatural, con la fe como fundamento y la esperanza como incentivo, el amor a Dios ocupa el primer lugar entre los medios de salvación que los teólogos llaman necesario “necesitate medii”. Al establecer que “la caridad no acaba nunca” (1 Cor. 13,8), San Pablo da a entender claramente que no hay diferencia de clase, sino sólo de grado, entre la caridad aquí abajo y la gloria allá arriba; como consecuencia, el amor Divino, se torna en un comienzo necesario de aquella vida semejante a la de Dios que alcanza su plenitud sólo en el Cielo. La necesidad de la caridad habitual se infiere de su intima comunión con la gracia santificante. La necesidad de la caridad verdadera no es menos evidente. Fuera de los casos de recepción real en el bautismo, la penitencia, o la extremaunción donde el amor de caridad por un acto especial de la voluntad de Dios, admite atrición como substituto, todos los adultos la necesitan, según 1 Jn. 3,14: “quien no ama permanece en la muerte”
Como el objetivo de la perfección moral, siempre en el orden sobrenatural, el amor a Dios es llamado “el mas importante y el primero de los mandamientos” (Mt. 22,38), “el fin del mandamiento” (1 Tim. 1,5), “el vínculo de la perfección” (Col. 3,14.) Se yergue como el factor más importante en las dos fases principales de nuestra vida espiritual: la justificación y la adquisición de méritos. El poder justificante de la caridad, tan bien expresado en Lc. 7, 47 y en 1 Ped. 4,8, no ha sido de modo alguno abolido o reducido por la institución de los Sacramentos del bautismo y penitencia, como medios necesarios de rehabilitación moral; sólo se ha hecho para incluir una buena disposición de recibir estos sacramentos donde y cuando sea posible. Su poder meritorio, enfatizado por San Pablo (Rom. 8, 28) cubre ambos, los actos producidos o los ordenados por caridad. San Agustín (De laudibus quartets) llama a la caridad la “vida de las virtudes” (vita virtutum); y Santo Tomás (II-II, Q. 8), “la forma de las virtudes” (forma virtutum.) Lo que significa que las otras virtudes, aunque poseen un valor real propio, derivan una más fresca y mayor excelencia de su unión con la caridad, la cual, alcanzando directamente a Dios, ordena todas nuestras acciones virtuosas hacia Él.
En cuanto a la forma y grado de influencia que la caridad debe ejercer sobre nuestras acciones virtuosas, para hacerlas meritorias del cielo, los teólogos están lejos de ponerse de acuerdo, algunos sostienen que se requiere sólo el estado de gracia, o caridad habitual; otros insisten sobre la más o menos frecuente renovación de los distintos actos de amor divino. Por supuesto, el poder meritorio de la caridad es, como la virtud misma, susceptible de crecimiento indefinido. Santo Tomás (II-II, Q. XXIV, 24 a. 4 y 8) menciona tres etapas principales: (1) liberarse del pecado mortal a través de la tenaz resistencia frente a la tentación, (2) evadir los pecados veniales deliberados por la asidua práctica de la virtud, (3) unión con Dios a través de la repetición frecuente de actos de amor.
A éstos, escritores ascéticos como Alvarez de Paz, Santa Teresa, San Francisco de Sales, agregan muchos más grados, anticipando así aun en este mundo las “muchas mansiones en la casa del Padre”. Sin embargo, las prerrogativas de la caridad no deben ser interpretadas de forma que incluyan la inadmisibilidad. Lo dicho por San Juan (1 Jn. 3,6) “Quien permanece en El (en Dios), no peca”, significa ciertamente la especial permanencia de la caridad principalmente en sus grados mas altos, pero no es garantía absoluta contra la posibilidad de perderla; mientras el habito infundido nunca es disminuido por el pecado venial, una sola falta grave es suficiente para destruirla y terminar así la unión y amistad del hombre con Dios.
El amor al hombre
Mientras la caridad abarca a todos los hijos de Dios en el cielo, en la tierra y en el purgatorio (v. Comunión de los Santos), aquí es considerado como el amor sobrenatural del hombre hacia el hombre en este mundo; como tal, incluye tanto el amor a sí mismo como el amor al prójimo.
3.1. Amor a sí mismo: San Gregorio el Grande (Hom. XIII en Evang.) se opone a la expresión “caridad hacia uno mismo” argumentando que la caridad requiere dos términos, y San Agustín (De bono viduitatis, XXI) comenta que no es necesario ningún mandamiento que ordene al hombre amarse a sí mismo. Obviamente, la objeción de San Gregorio es puramente gramatical; la observación de San Agustín se aplica al amor propio natural. De hecho, el precepto del amor sobrenatural a sí mismo no es solamente posible o necesario, sino también claramente contenido en el mandato de Cristo de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sin embargo, su obligación afecta vagamente sobre la salvación de nuestra alma. (Mat., 16,26), la adquisición de los méritos (Mt. 6,19ss), el uso cristiano del cuerpo (Rom. 6,13; 1 Cor. 6,19; Col., 3.5) y difícilmente puede reducirse a puntos prácticos que no hayan sido ya cubiertos por preceptos mas específicos.
3.2 Amor al Prójimo. La idea cristiana de amor fraternal, comparado al concepto pagano (v. paganismo) o judío (v. judaísmo), ha sido tocada en otras partes. (v. Caridad y Caridades). Brevemente, su rasgo distintivo, como también su superioridad, se encuentra menos en sus mandamientos o prohibiciones, o incluso en sus resultados, que en el motivo que impulsa sus leyes y prepara sus logros. El fiel cumplimiento del “nuevo mandamiento” es llamado el criterio del verdadero discipulado cristiano (Jn. 13,34ss.), el criterio por el cual seremos juzgados (Mt. 25,34ss.), la mejor prueba que amamos a Dios Mismo (1 Jn. 3,10) y el cumplimiento de toda la ley (Gal. 5,14) porque, viendo al prójimo en Dios y a través de Dios, tiene el mismo valor que el amor a Dios. La expresión “amar al prójimo por el amor a Dios” significa que nos elevamos por sobre la consideración de una mera solidaridad natural y el sentido fraternal, a una visión más elevada de nuestra común adopción sobrenatural y herencia celestial; sólo en ese sentido nuestro amor fraternal puede llevarnos cerca del amor que Cristo tuvo por nosotros (Jn. 13,35) y una especie de identidad moral entre Cristo y el prójimo (Mt. 13,50). De este elevado motivo la universalidad de la caridad fraternal sigue como consecuencia necesaria. Quienquiera que vea en su prójimo, no las peculiaridades humanas, sino los dones y privilegios de Dios, ya no podrá restringir su amor a miembros de la familia, o correligionarios, o conciudadanos, o extranjeros dentro de las fronteras (Lev. 19,34), sino que necesitará extenderla sin distinción de judío o gentil (Rom. 10,12), a todas las unidades de la especie humana, a todos socialmente marginados (Lc. 10,33ss.), e incluso a los enemigos (Mt. 5,23ss). Muy enérgica es la lección donde Cristo llama a sus oyentes a reconocer, en el muy menospreciado samaritano (v. Samaria), al verdadero tipo de prójimo y verdaderamente nuevo es el mandato a través del cual Él nos impela a perdonar a nuestros enemigos, reconciliarnos con ellos, asistirlos y amarlos. El ejercicio de la caridad podría rápidamente transformarse en imprudente e inoperante a no ser que haya en ella, como en todas las virtudes morales, un orden bien definido.
El ordo caritatis, como lo catalogan los teólogos, posiblemente de una errada interpretación al Latin de Cant., II, 4 (ordinavit in me charitatem), toma en consideración los siguientes tres factores diferentes: 1. las [pe[rsonas]] que reclaman nuestro amor, 2. las ventajas que deseamos procurarles y, 3. la necesidad en la que son ubicadas.
Lo anterior es lo suficientemente simple cuando estos factores son considerados en forma separada. Considerando solo a las personas el orden es de algún modo como sigue: sí mismo, esposa, niños, padres, hermanos y hermanas, amigos, domésticos, vecinos, paisanos y todos los demás.
Considerando los bienes en sí mismos existe un orden triple: 1. los bienes espirituales más importantes en relación a la salvación del alma, deben ser los primeros que deben despertar nuestro afán; luego 2. los bienes intrínsecos y naturales del alma y el cuerpo, como la vida, la salud, el conocimiento, la libertad, etc.; 3. finalmente, los bienes extrínsecos como la reputación, la riqueza, etc.
Considerando aparte los varios tipos de necesidades, el siguiente orden obtendría: 1. primero, extrema necesidad, allí donde un hombre esté en peligro de condenación, o de muerte, o de pérdida de otros bienes de más o menos igual importancia y no puede hacer nada por ayudarse; 2. Segundo, necesidad grave, cuando alguien esté en peligro similar puede salir de ella solo por esfuerzos heroicos; 3. tercero, necesidad común, tales como aquellas que afectan a pecadores ordinarios o limosneros que pueden ayudarse a sí mismos, sin gran dificultad.
Cuando los tres factores se combinan, surgen reglas complicadas, la principal de ellas, son estas: 1. El amor de complacencia y el amor de beneficencia no siguen el mismo criterio, el primero guiado por el mérito, y el último por la cercanía y necesidad del prójimo. 2. Nuestra salvación personal es la que debe ser preferida por sobre todas. Nunca somos justificados de cometer ni el mas mínimo pecado por el amor a nadie o a nada, tampoco debemos exponernos a peligro espiritual excepto en algunos casos con tal precaución de estar en lo moralmente correcto y con la garantía de la protección de Dios. 3. Estamos obligados a socorrer a nuestro prójimo en extrema necesidad espiritual incluso aunque nos cueste nuestra vida. Una obligación que, sin embargo supone la certeza de la necesidad de nuestro prójimo y la efectividad de nuestro servicio a él. 4. Excepto en muy raros casos descritos más arriba, no estamos obligados a arriesgar nuestra vida o miembros por el prójimo, sino solo de padecer la cantidad de inconvenientes que son justificados por la necesidad y cercanía al prójimo. Los casuistas no concuerdan respecto a lo correcto de dar nuestra propia vida por otra vida de igual importancia.
Fuente: TANQUEREY, De virtute caritatis en Synopsis Theologiae Moralis, II (New York, 1906), 426; SLATER, A Manual of Moral Theology, I (New York, 1909), 179 sqq.; BATIFFOL, L'Enseignement de Jésus (Paris 1905); NORTHCOTE, The Bond of Perfection (London, 1907); GAFFRE, La Loi d'Amour (Paris, 1908); DE SALES, Traité de l'amour de Dieu; PESCH Praelectiones Dogmaticae, VIII (Freiburg im Br., 1898), 226 sqq.; DUBLANCHY in Dict. de Théol. Cath. s. v. Charité, con una exhaustiva bibliografía de teólogos y místicos que han tratado esta materia.
Traducido por Lucía Lessan. Revisado y corregido por Luz María Hernández Medina