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Lunes, 18 de noviembre de 2024

Revelación

De Enciclopedia Católica

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Significado de revelación

El término “revelación” puede ser definido como la comunicación de una verdad por Dios a una criatura racional por medios que están más allá del comportamiento ordinario de la naturaleza. Las verdades reveladas pueden ser tales que de otro modo sean inaccesibles a la mente humana---misterios que, aun siendo revelados, el intelecto del hombre es incapaz de penetrar completamente---pero la Revelación no se restringe a éstas. Dios puede juzgar conveniente utilizar medios sobrenaturales para afirmar verdades cuyo descubrimiento no se encuentra por sí mismo fuera de las facultades de la razón. La esencia de la revelación radica en el hecho de que es el diálogo directo de Dios al hombre. Sin embargo, el modo de comunicación puede ser mediato. La revelación no deja de ser tal si el mensaje divino nos es transmitido por un profeta, quien es el único que recibe la comunicación inmediata. Esto es sucintamente lo que dice de la revelación el Concilio Vaticano I en su Constitución "De Fide Catholica". El decreto "Lamenatabili" (3 de julio de 1907), condenando una proposición contraria, declara que los dogmas que la Iglesia presenta como revelados son "verdades descendidas del cielo" (veritates e coelo delapsoe) y no "una cierta interpretación de hechos religiosos que la mente humana ha logrado mediante un laborioso esfuerzo" (prop. 22). Se podrá ver que la revelación, de la forma en que se ha presentado, difiere claramente de:

• la inspiración tal como es otorgada al autor de un libro sagrado; pues esta, mientras conlleva una iluminación especial de la mente en virtud de la cual el autor concibe los pensamientos que Dios desea que ponga por escrito, no supone necesariamente una comunicación sobrenatural de estas verdades;

• las “ilustraciones” que Dios puede conceder de vez en cuando a cualquiera de los fieles para exponer de manera conveniente a la mente comprenda el sentido de alguna verdad religiosa hasta el momento captada en forma confusa; y

• la ayuda divina, por la cual el Papa, cuando actúa como maestro supremo de la Iglesia, es preservado de todo error en materia de fe o moral. La función de esta ayuda es meramente negativa: no necesita llevar consigo ningún don positivo de luz a la mente.

Gran parte de la confusión en que se sume la discusión de la revelación en obras no católicas proviene de la negligencia en distinguirla de una u otra de éstas.

En el siglo XIX la Iglesia debió rechazar como erróneas varias concepciones de la revelación irreconciliables con la creencia católica. Aquí se señalan tres de ellas:

• La opinión de Anton Günther (1783-1863). Este autor negaba que la revelación pudiera abarcar misterios propiamente dichos, en vista de que el intelecto es capaz de penetrar completamente toda verdad revelada. Enseñaba, además, que el significado a ser asignado a las doctrinas reveladas experimenta un cambio constante a medida que el conocimiento humano progresa y la mente del hombre se desarrolla; de manera que las fórmulas dogmáticas que ahora son ciertas dejarán de serlo gradualmente. Sus escritos fueron incluidos en el Índice en 1857, y sus proposiciones erróneas fueron condenadas definitivamente en los decretos del Concilio Vaticano I.

• El punto de vista modernista (Loisy, Tyrrell). Según esta escuela, no existe tal cosa como la revelación en el sentido de una comunicación directa de Dios al hombre. El alma humana, en su intento de alcanzar al Dios incognoscible, procura permanentemente interpretar sus sentimientos en fórmulas intelectuales. Las fórmulas que construye de ese modo son nuestros dogmas eclesiásticos. Estos sólo pueden simbolizar lo incognoscible; no nos pueden ofrecer un conocimiento real acerca de ello. Tal error es manifiestamente subversivo de toda creencia, y fue condenado explícitamente por el Decreto "Lamentabili" y la Encíclica "Pascendi" (8 de septiembre de 1907).

• Con el punto de vista antes mencionado está estrechamente conectada la opinión pragmática de M. Leroy ("Dogme et Critique", París, 2da ed., 1907). Como los modernistas, él ve en los dogmas revelados simplemente los resultados de una experiencia espiritual, pero afirma que su valor reside no en el hecho de que simbolizan lo incognoscible, sino que tienen valor práctico al señalar el camino por el que podemos disfrutar mejor la experiencia de lo divino. Esta concepción fue condenada en los mismos documentos que las anteriores.

Posibilidad de la Revelación

La posibilidad de revelación según se ha expuesto fue rechazada enérgicamente desde varios puntos de vista en el siglo XIX. Por esta razón la Iglesia juzgó necesario promulgar decretos específicos sobre el asunto en el Concilio Vaticano I. Sus antagonistas pueden ser separados en dos clases, de acuerdo a los diferentes puntos de vista desde los que dirigen su ataque, a saber:

Racionalistas: Bajo esta denominación incluimos tanto a autores deístas como agnósticos. Aquellos que adoptan esta postura se apoyan principalmente sobre dos objeciones fundamentales: o pretenden que lo milagroso es imposible, y que la revelación implica una intervención milagrosa por parte de la Deidad, o recurren a la autonomía de la razón, que, según se sostiene, puede únicamente aceptar como verdades los efectos de sus propias actividades.

• Inmanentistas. Puede asignarse a esta clase a todos aquellos cuyas objeciones se basan en doctrinas kantianas o hegelianas acerca del carácter subjetivo de todo nuestro conocimiento. Las perspectivas de estos escritores suponen frecuentemente una doctrina puramente panteísta. Pero incluso quienes repudian el panteísmo sustituyen al Dios personal, gobernante y juez del mundo, a quien el cristianismo predica, por la vaga noción del "Espíritu" inmanente en todos los hombres, y consideran todos los credos religiosos como intentos del alma humana de hallar expresión para su experiencia interior. Por lo tanto ninguna religión, pagana o cristiana, es totalmente falsa, mas ninguna puede pretender ser un mensaje de Dios libre de cualquier mezcla de error (Cf. Sabatier, "Esquisse, etc.", Lib. I, cap. II) Aquí también se invoca la autonomía de la razón como fatal para la doctrina de la revelación propiamente dicha. En vista de estas objeciones, es evidente que la cuestión sobre la posibilidad de la revelación es uno de los puntos más vitales de la apologética cristiana.

Una vez establecida la existencia de un Dios personal, al menos la posibilidad física de la revelación es innegable. Dios, quien ha dotado al hombre de los medios de comunicar sus pensamientos a sus semejantes, no puede carecer de la facultad de comunicarnos sus propios pensamientos. [Martineau, por cierto, niega que poseamos las facultades de recibir o de autenticar una revelación divina acerca del pasado o el futuro ("Seat of Authority in Religion", p. 311); pero tal declaración es sumamente arbitraria y extravagante.] Sin embargo, se han planteado numerosas dificultades sobre fundamentos distintos de los de la posibilidad física. Para estimar su valor parece conveniente distinguir tres aspectos de la revelación, es decir, según se nos da a conocer:

(1) La revelación de las verdades de la ley natural ciertamente no es inconsistente con la sabiduría de Dios. Él creó al hombre de manera de concederle dotes ampliamente suficientes para que alcance su fin último. Si hubiera sido de otra manera, la creación habría sido imperfecta. Si además de esto Dios decretó que el logro de la bienaventuranza fuera más fácil aún para el hombre al poner a su alcance un modo más simple y mucho más seguro de conocer la ley de cuya observancia dependía su suerte, esto es una prueba de la generosidad divina; no contradice la sabiduría de Dios. Asumir, como ciertos racionalistas, que la intervención excepcional de Dios sólo puede explicarse sobre la base de que Dios haya sido incapaz de incluir su designio último en su plan original es una mera petitio principii. Más aún, la doctrina del pecado original proporciona una razón adicional para tal revelación de la ley natural. Esa doctrina nos enseña que el hombre, por el abuso de su libre albedrío, ha tornado difícil la consecución de su salvación. Aunque sus facultades intelectuales no están radicalmente viciadas, su comprensión de la verdad se ha debilitado; su reconocimiento de la ley moral es oscurecido constantemente por dudas y cuestionamientos. La revelación le otorga a su mente la certeza que él había perdido, y hasta cierto punto repara los males resultantes de la catástrofe que le había sobrevenido.

(2) Mayor dificultad todavía ha habido respecto a los misterios. Se afirma generalmente que un misterio es algo que repugna a la razón, y, en consecuencia, algo intrínsecamente imposible. Esta objeción se apoya sobre un simple malentendido acerca de lo que significa un misterio. En la terminología teológica, una concepción supone un misterio cuando es tal que las facultades naturales de la razón son incapaces de ver cómo sus elementos pueden unirse. Pero esto no implica nada contrario a la razón. Una concepción es contraria a la razón solamente cuando la mente puede reconocer que sus elementos son mutuamente excluyentes, y consecuentemente, encierra una contradicción en los términos. Una objeción más sutil es la planteada por el Dr. J. Caird, al efecto de que toda verdad que puede ser comunicada parcialmente a la mente por analogías es, en última instancia, capaz de ser comprendida completamente por el entendimiento. "De todas estas representaciones, a menos que sean puramente ilusorias, debe tenerse por cierto que, implícitamente y en forma no desarrollada, contienen pensamiento racional y por lo tanto pensamiento que la inteligencia puede finalmente liberar de su velo sensorio... Nada que sea absolutamente inescrutable a la razón puede ser conocido por la fe." ("Philosophy of Religion", p. 71). La objeción descansa sobre una visión totalmente exagerada de las capacidades del intelecto humano. La facultad cognitiva de cualquier naturaleza se corresponde con el grado de esta última en la escala del ser. La inteligencia de un intelecto finito puede penetrar solo un objeto finito; es incapaz de comprehender el infinito. Los tipos finitos a través de los cuales el Infinito se le manifiesta bajo ninguna circunstancia pueden conducir a algo mayor que un conocimiento análogo.

Se alega frecuentemente, además, que la revelación de lo que la mente no puede comprender sería un acto de violencia contra el entendimiento, y que esta facultad puede aceptar únicamente aquellas verdades cuya racionalidad intrínseca reconoce. Esta afirmación, basada en la alegada autonomía de la razón, solo puede alcanzarse con la negación. La función de la inteligencia es reconocer y admitir cualquier verdad que se le presente adecuadamente, ya sea que esa verdad esté garantizada por criterios internos o externos. La razón no se ve despojada de su actividad legítima porque los criterios sean externos. Halla una amplia esfera de acción al ponderar los argumentos para establecer la credibilidad del hecho afirmado. La existencia de misterios en la religión cristiana fue enseñada expresamente por el Concilio Vaticano I (De Fide Cath., cap. IV, can. I): "Si alguno dijere que en la revelación divina no está contenido ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los principios naturales por una razón humana rectamente cultivada, sea anatema."

(3) La escuela ( deísta) de racionalistas más antigua negaba la posibilidad de una revelación divina que impusiera cualesquier leyes distintas a las que la religión natural le impone al hombre. Estos autores consideraban la religión natural como, por así decirlo, una constitución política que determina el gobierno divino del universo, y sostenían que Dios podía actuar únicamente según prescribían sus términos. Como el anterior, este error fue proscrito al mismo tiempo (De Fide Cath., cap. II, can. II): "Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que el ser humano sea instruido por medio de la revelación divina respecto a Dios y el culto que debe tributársele por revelación divina, sea anatema."

Apenas puede ponerse en duda que la "autonomía de la razón" surta la fuente principal de dificultades que se perciben contra la revelación en el sentido cristiano. Parece conveniente indicar muy brevemente los diversos modos en que se entiende aquel principio. M. Blondel, un miembro eminente de la escuela inmanentista, lo explica dando a entender que "nada puede entrar en el hombre que no proceda de él, y que no se corresponda de alguna manera con una necesidad interior de expansión; y que ni en la esfera de los hechos históricos ni en la de la doctrina tradicional, ni en las órdenes impuestas por la autoridad, puede una verdad considerarse válida para un hombre o cualquier precepto como obligatorio, a menos que sea de algún modo autónomo y autóctono." ("Lettre sur les Exigences, etc.", p. 601). Aunque M. Blondel en su propio caso ha reconciliado este principio con la aceptación del credo católico, puede verse fácilmente que abona un terreno obvio para la negación no solamente de la posibilidad de una revelación externa, sino de la entera base histórica del cristianismo. El origen de esta doctrina errónea se encuentra en el hecho de que, dentro de la esfera de la razón natural especulativa, las verdades que se reciben meramente por autoridad externa, y que de ninguna manera están conectadas con principios ya admitidos, difícilmente pueda decirse que formen parte de nuestro conocimiento. La ciencia requiere la razón interna de las cosas, y no puede hacer uso de las verdades a menos que alcance los principios de los que estas fluyen. Extender esto a las verdades religiosas es un error que se remonta directamente a la suposición de los filósofos del siglo XVIII de que no hay verdades religiosas salvo aquellas a las que el intelecto humano puede acceder por sí mismo. A veces, sin embargo, se aplica el principio con una significación menos extensiva. Puede entenderse meramente como que la razón no puede ser forzada a admitir una doctrina religiosa cualquiera o una obligación moral cualquiera solo porque poseen garantías extrínsecas de verdad; aquellas deben ser capaces en todos los casos de justificar su validez con fundamentos intrínsecos. De esta suerte escribe el Prof, J. Caird: "Ni las ideas morales ni las religiosas pueden ser transferidas sin más al espíritu humano en forma de hecho, ni pueden ser verificadas por cualquier evidencia fuera de o menor que ellas mismas." ("Fundamental Ideas of Christianity", p. 31). Un significado un tanto diferente se implica en el canon del Concilio Vaticano I en el que se niega al intelecto el derecho de independencia absoluta (autonomía): "Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea anatema." (De Fide Cath., cap. III, can. I). Este canon está dirigido contra la posición mantenida, como se ha dicho ya, por los viejos racionalistas y los deístas, de que la razón humana se basta sobradamente para llegar a la verdad absoluta en todas las cuestiones religiosas sin ayuda exterior (cf. Vacant, "Études Théologiques", I, 573; II, 387).

Necesidad de la revelación

¿Puede decirse que la revelación es necesaria para el hombre? No hay lugar a duda en cuanto a su necesidad si se admite que Dios destina al hombre para lograr una beatitud sobrenatural que sobrepasa las posibilidades de sus capacidades naturales. En ese caso, Dios debe revelar igualmente la existencia de ese fin sobrenatural y los medios por los cuales hemos de conseguirlos. Pero ¿es la revelación necesaria incluso para que el hombre observe los preceptos de la ley natural? Si se ve a nuestra especie en su condición actual como la historia la expone, la respuesta solo puede ser que, moralmente hablando, es imposible para los hombres, sin ayuda de la revelación, obtener por sus facultades naturales un conocimiento de aquella ley en la medida que es suficiente para la recta ordenación de la vida. En otras palabras, la revelación es moralmente necesaria; aunque no decimos que sea absolutamente necesaria.

Según enseña la teología católica, el hombre posee las facultades indispensables para descubrir la ley natural. Lutero, de hecho, afirmaba que el intelecto del hombre se había opacado irremediablemente por el pecado original, de manera que hasta la verdad natural estaba fuera de su alcance. Y los tradicionalistas del siglo XIX ( Bautain, Augustin Bonnetty | Bonnetty]], etc.) también cayeron en error, al enseñar que el hombre era incapaz de acceder a la verdad moral y religiosa sin contar con la revelación. La Iglesia, por el contrario, reconoce la capacidad de la razón humana, y conviene en que aquí y allá pueden haber existido paganos que se liberaron de los errores prevalecientes, y que lograron tal conocimiento de la ley natural que les haya bastado para llevarlos al logro de la bienaventuranza. Pero ella enseña, no obstante, que este puede ser el caso solo de unos pocos, y que para el grueso de la humanidad la revelación es necesaria. Que esto es así puede verse por los hechos de la historia y por la naturaleza del caso.

En cuanto al testimonio de la historia, es notorio que hasta las más civilizadas de las culturas paganas han caído en los más crasos errores acerca de la ley natural; y se puede decir sin duda que nunca habrían emergido de ellos. Ciertamente, las escuelas filosóficas no lo habrían hecho posible, pues muchas de ellas negaban incluso principios fundamentales de la ley natural como la personalidad de Dios y el libre albedrío.. Asimismo, por la naturaleza del caso en sí, las dificultades envueltas en el logro del conocimiento necesario son insuperables. Para que los hombres sean capaces de obtener el conocimiento de la ley natural que les permita ordenar rectamente su vida, las verdades de esa ley deben ser tan sencillas que la masa de los hombres pueda descubrirla sin dilación y poseer un conocimiento de ellas a la vez libre de toda incertidumbre y resguardado de error grave. Ningún hombre sensato sostendrá que esto es posible para la mayor parte de la humanidad. Hasta las verdades más vitales se cuestionan y objetan seriamente. Separar la verdad del error es una obra que implica tiempo y esfuerzo, y la mayoría de los hombres no tiene inclinación ni oportunidad para ello. Sin la seguridad que otorga la revelación, se desentenderían de una obligación tediosa e incierta. Se sigue, entonces, que una revelación incluso de la ley natural es, para el hombre en su estado actual, una necesidad moral.

Criterios de la revelación

El hecho de que la revelación es no solo posible sino moralmente necesaria es en sí mismo un poderoso argumento a favor de la existencia de una revelación, e impone a todos los hombres la obligación estricta de examinar las credenciales de una religión que a primera vista se presenta con señales de veracidad. Por otro lado, si Dios ha conferido a los hombres una revelación, es razonable que haya unido a ella criterios simples y evidentes que permitan incluso a los iletrados reconocer su mensaje por lo que es, y distinguirlo de todos los falsos reclamantes.

Los criterios de la revelación son externos o internos:

  • (1) Los criterios externos consisten en ciertas señales ligadas a la revelación como un testimonio de su verdad; por ejemplo, los milagros.
  • (2) Los criterios internos son aquellos que se encuentran en la naturaleza de la doctrina misma en la manera en que fue presentada al mundo, y en los efectos que produce en el alma. Estos se distinguen en criterios negativos y positivos:
    • (a) La inmunidad de la alegada revelación contra cualquier enseñanza, especulativa o moral, que sea manifiestamente errónea o contradictoria en sí; la ausencia de todo fraude por parte de los que la transmiten al mundo, proveen criterios internos negativos.
    • (b) Los criterios internos positivos son de varios tipos. Puede observarse uno de ellos en los efectos benéficos de la doctrina y en su capacidad de cumplir incluso las más altas aspiraciones que el hombre pueda forjarse. Otro consiste en la convicción interna que siente el alma frente a la verdad de la doctrina (Suárez, "De Fide", IV, sec. 5 n. 9).

En el siglo XIX, en ciertas escuelas de pensamiento hubo una tendencia expresa a negar el valor de todo criterio externo. Esto se debió en gran medida a la polémica racionalista en contra de los milagros. No pocos teólogos no católicos, ansiosos de llegar a acuerdos con el enemigo, adoptaron esta actitud. Aceptaban que los milagros son inútiles como cimiento de la fe, y que constituyen por el contrario uno de los mayores obstáculos que yacen en su camino. La fe, admitían, debe presuponerse antes de que el milagro pueda ser aceptado. De aquí que estos autores hayan mantenido que el único criterio de la fe radica en la experiencia interna---en el testimonio del " Espíritu". Así, dice Schleiermacher: "Rehusamos por completo cualquier intento de demostrar la verdad y la necesidad de la religión cristiana. Por el contrario, asumimos que cada cristiano antes de realizar inquisiciones de esta naturaleza está ya convencido de que ninguna otra forma de religión sino la cristiana puede armonizar con su piedad." ("Glaubenslehre", n. 11). Los tradicionalistas, al negar la potestad de la razón humana de poner a prueba los fundamentos de la fe, se vieron obligados a recurrir al mismo criterio (cf. Lamennais, "Pensées Diverses", p. 488).

Esta posición es del todo insostenible. El testimonio provisto por la experiencia interna sin duda no debe ser dejado de lado. Los doctores católicos han reconocido siempre su valor. Pero su virtud se limita al individuo sujeto de la misma. No puede ser utilizada como un criterio válido para todos, ya que su ausencia no es prueba de que la doctrina no es verdadera. Más aún, de todos los criterios, este es el que acarrea mayor posibilidad de engaño. Cuando se presenta a la mente la verdad mezclada con el error, sucede a menudo que se cree que toda la enseñanza, lo cierto y lo falso por igual, tiene una garantía divina, toda vez que el alma ha reconocido y acogido la verdad de alguna que otra doctrina, por ejemplo, la Expiación. Tomado aisladamente y sin contar con una prueba objetiva, encierra solo una probabilidad de que la revelación sea verdadera. De ahí que el Concilio Vaticano I condena expresamente el error de quienes enseñan que es el único criterio (De Fide Cath., cap. III, can. III).

La concordancia perfecta de una doctrina religiosa con las enseñanzas de la razón y la ley natural; su facultad de satisfacer, y colmar, las aspiraciones humanas más sublimes, su influencia benéfica sobre la vida pública y privada, nos proporcionan una prueba más confiable. Este es un criterio que se ha aplicado a menudo contundentemente al alegar que la Iglesia Católica es la sola custodia de la Revelación de Dios. Ciertamente, estas cualidades atañen en grado tan trascendente a la enseñanza de la Iglesia que el argumento necesariamente transmite convicción a una mente seria y que busca celosa la verdad. Otro criterio que a primera vista guarda semejanza con este merece mención aquí. Se basa en la teoría de la inmanencia, y fue defendido enérgicamente por algunos de los miembros más moderados de la escuela modernista. Estos autores insistían en que las necesidades vitales del alma demandan, como su necesario complemento, la co-operación divina, la gracia sobrenatural, e incluso el supremo magisterio de la Iglesia. A estas necesidades solo corresponde la religión católica. Y esta correspondencia con nuestras necesidades vitales es, dicen, el único criterio de verdad. Esta teoría es del todo inconsistente con el dogma católico. Supone que la revelación cristiana y el don de la gracia no son dádivas gratuitas de Dios, sino algo que la naturaleza del hombre exige en forma absoluta, y sin lo cual estaría incompleta. Esto es un retorno a los errores de Bayo (Denz. 1021, etc.).

Aunque la Iglesia, como hemos dicho, está lejos de subestimar los criterios internos, siempre ha considerado los criterios externos como los más fácilmente reconocibles y más decisivos. Por ello enseña el Concilio Vaticano I: "...para que la obediencia de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas pruebas externas de su revelación, esto es, hechos divinos (facta divina), y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinitos de Dios, son signos certísimos de la revelación divina y son adecuados al entendimiento de todos." (De Fide Cath., cap. III). Como un ejemplo de una obra evidentemente divina y no obstante distinta del milagro o profecía, el Concilio cita a la Iglesia Católica, la cual, "en razón de su admirable propagación, su sobresaliente santidad y su incansable fecundidad en toda clase de buenas obras, por su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divina." (1. c). La verdad de la enseñanza del Concilio en referencia a los criterios externos es clara para cualquier mente imparcial. Una vez asentida la presencia de los criterios negativos, las garantías externas establecen el origen divino de una revelación como nada más podría hacerlo. Son, por así decirlo, un sello fijado por la mano de Dios mismo, autenticando la obra como suya. (Para una exposición más completa de su valor apologético, y para una discusión de las objeciones, ver milagro, apologética.)

La revelación cristiana

Resta aún distinguir la revelación cristiana o "depósito de la fe" de lo que se denomina revelaciones privadas. Esta distinción es importante, ya que, aunque la Iglesia reconoce que Dios ha hablado a sus siervos en todas las edades, y continúa haciéndolo a favor de unas almas privilegiadas, ella distingue con cuidado estas revelaciones de la revelación que le ha sido encomendada, y que propone a sus miembros para su aceptación. Esta revelación ha sido concedida en su integridad a Nuestro Señor y sus Apóstoles. Luego de la muerte del último de los Doce, no sufrió incremento alguno. Era, según lo llama la Iglesia, un depósito---"la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre" (Judas 3)---por el cual la Iglesia debía "combatir", pero al que no podía añadir nada. De esta manera, siempre que ha debido definir una doctrina, sea en Nicea, en Trento, o en el Vaticano, el punto excluyente de debate ha sido si la doctrina se halla en la Escritura o en la tradición apostólica. El don de la asistencia divina, confundido a veces con la revelación por los menos informados de los escritores anticatólicos, únicamente preserva al supremo pontífice de error al definir la fe; no permite que le añada ni un ápice. Todas las revelaciones posteriores otorgadas por Dios se conocen como revelaciones privadas, en razón de que no se dirigen a toda la Iglesia sino que son meramente para el bien de miembros individuales. Ellas pueden en verdad ser un objeto legítimo de nuestra fe, pero esto dependerá de la evidencia en cada caso particular. La Iglesia no nos las propone como parte de su mensaje. Es cierto que en unos casos ha dado su aprobación a algunas revelaciones privadas. Esto, sin embargo, solo significa:

• que nada en ellas es contrario a la fe católica o a la ley moral, y • que hay suficientes indicios de su veracidad como para justificar que los fieles les den crédito sin hacerse culpables de superstición o de imprudencia.

Se podría plantear, no obstante, si la revelación cristiana no sufre incremento a través del desarrollo de la doctrina. Durante la segunda mitad del siglo XIX esta cuestión del desarrollo doctrinal fue debatida ampliamente. Debido a la enseñanza errónea de Günther de que las doctrinas de la fe asumen un nuevo sentido conforme la ciencia humana progresa, el Concilio Vaticano I declaró de una vez por todas que el significado de los dogmas de la Iglesia es inmutable (De Fide Cath., cap. IV, can. III). Por otro lado, reconoce explícitamente que existe un modo legítimo de desarrollo, y cita a tal efecto (op. cit., cap. IV) las palabras de San Vicente de Lérins: "Que el entendimiento de la ciencia y la sabiduría [acerca de la doctrina de la Iglesia] crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto solo de manera apropiada, esto es, reteniendo el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo contenido." (Commonit. 28). Dos de los más eminentes escritores teológicos del período, el Cardenal Franzelin y el cardenal Newman, han reflexionado en líneas muy diferentes sobre el progreso y la naturaleza de este desarrollo. El Cardenal Franzelin en su "De Divina Traditione et Scriptura" (parte XXII VI) tiene a la vista principalmente las teorías hegelianas de Günther. Por consiguiente, pone el énfasis principal sobre la identidad en todos los puntos del dato intelectual, y explica el desarrollo casi exclusivamente como un proceso de deducción lógica.

El Cardenal Newman escribió su "Essay on the Development of Christian Doctrine" en el curso de los dos años (1843-45) previos a su admisión a la Iglesia Católica. Le habían solicitado que se encargara de otros adversarios, a saber, los protestantes que justificaban su separación del cuerpo principal de los cristianos sobre la base de que Roma había corrompido la enseñanza primitiva con una serie de añadiduras. En esa obra él examina en detalle la diferencia entre una corrupción y un desarrollo. Muestra cómo una idea verdadera y fértil ostenta una peculiar energía vital y asimilativa en virtud de la cual, sin sufrir el menor cambio sustantivo, llega a una expresión cada vez más completa, según el paso del tiempo la pone en contacto con nuevos aspectos de la verdad o la fuerza a enfrentar nuevos errores: la vida de la idea se percibe como análoga a un desarrollo orgánico. Newman aporta una serie de pruebas que distinguen un verdadero desarrollo de una corrupción, siendo las más importantes la preservación del tipo y la continuidad de principios; y luego, aplicando las pruebas al caso de las adiciones de la enseñanza de Roma, demuestra que estas tienen las señales no de corrupciones sino de desarrollos verdaderos y legítimos. La teoría, aunque menos escolástica en su forma que la de Franzelin, está en perfecta conformidad con la creencia ortodoxo. Newman, no menos que su contemporáneo jesuita, enseña que la doctrina en su totalidad, lo mismo en sus formas ulteriores que en las iniciales, estaba contenida en la revelación original transmitida a la Iglesia por Nuestro Señor y sus Apóstoles, y que esa identidad nos está garantizada por el magisterio infalible de la Iglesia. Es mera ficción la pretensión de ciertos autores modernistas de que sus opiniones sobre la evolución del dogma están en conexión con la teoría del desarrollo de Newman.


Bibliografía

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Entre aquellos que desde un punto de vista u otro han contradicho la doctrina cristiana de la Revelación, cabe mencionar a los siguientes: PAINE, Age of Reason (ed. 1910) 1 30; F. W. NEWMAN, Phases of the Faith (4ta ed., Londres, 1854); SABATIER, Esquisse d'une philosophie de la religion, I, ii (París, 1902); PFLEIDERER, Religionsphilosophie auf geschichtlicher Grundlage (Berlín, 1896), 493 s.; LOISY, Autour d'un petit livre (París, 1903), 192 ss. ; WILSON, art. Revelation and Modern Thought en Cambridge Theol. Essays (Londres, 1905); TYRRELL, Through Scylla and Charybdis (Londres, 1907), ii; MARTINEAU, Seat of Authority in Religion, III, ii (Londres, 1890).

Fuente: Fuente: Joyce, George. "Revelation." The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/13001a.htm>.

Traducido por Emilce S. Fékete. L M H.