Rosa de oro
De Enciclopedia Católica
No está claro el origen de esta costumbre, en la que hay que distinguir el acto mismo de la bendición de la Rosa de Oro y su consigna, que no parecen haber tenido un origen simultáneo. Algunos autores, como Fr. José de Sigüenza, hacen remontar la bendición a la Antigüedad cristiana; otros la retrasan hasta la época del Papa San León IX, quien la habría instituido en 1049 al autorizar la fundación de un monasterio en Benevento, con la obligación de sus monjas de ofrecer cada año a la Sede Apostólica, a cambio de las inmunidades y privilegios concedidos a su comunidad, una rosa hecha de oro para ser bendecida en la cuarta domínica de Cuaresma. Lo cierto es que, si bien en muchos documentos antiguos de los Romanos Pontífices se habla del sentido místico de la Rosa, no hay datos ciertos de una solemne atribución de la misma antes de 1148, cuando el Papa Eugenio III la envió a Alfonso VII el Emperador, rey de Castilla y León, de lo cual consta documentación cierta y circunstanciada. Sólo hay una mención –sin que hasta ahora se haya podido contrastar históricamente– a la presunta consigna que hizo de la Rosa Áurea el Papa Beato Urbano II al conde Foulques IV de Anjou al término del Concilio de Tours, por el cual quedaban confirmados los acuerdos del Concilio de Clermont para organizar la Primera Cruzadas.
¿En qué consiste la Rosa de Oro? Al principio fue simplemente una flor hecha de oro esmaltada de color de rosa. Con el paso del tiempo, se perdió la costumbre de teñirla colocando, en vez de ello, un rubí en medio de ella. En algunas ocasiones, además del rubí, se adornaba el follaje con multitud de piedras preciosas. La joya podía tener como soporte un tallo con hojas o un vaso de oro o de plata dorada.
El historiógrafo Gaetano Moroni, ayudante de Cámara del Papa Gregorio XVI y del Papa Beato Pío IX, da detalles interesantes sobre esta verdadera joya en distintos momentos de la Historia (cfr. Dizionario di erudizione storico-ecclesiastica da San Pietro sino ai nostri giorni, 1852): así, en tiempos del Papa Calixto III (1455-1458) la Rosa de Oro se reducía a la sola flor adornada de doce perlas. Bajo el Papa Sixto IV (1471-1484) era un ramo con rosas y espinas entre el que sobresalía una rosa de mayor tamaño en cuyo centro había una cavidad en forma de pequeña copa que es donde el Papa ponía el crisma y el almizcle cuando la bendecía.
Más tarde, el ramo, solo o puesto sobre un vaso, descansaba sobre un pedestal de planta triangular, cuadrangular u octogonal, todo él adornado de pedrería. En él estaban grabadas las armas del Papa que bendecía la Rosa de Oro. Una Rosa de Oro enviada por Clemente IX a la reina de Francia María Teresa y al Delfín pesaba ocho libras.
Pero el valor de la Rosa de Oro no reside en la cantidad del precioso metal ni en las gemas de las que está adornada, sino en su significado. En un libro de autor anónimo publicado en Roma en 1560 se declara su simbolismo. Copiamos a continuación lo que de él extracta el académico gerundense Enrique Claudio Girbal en su tratadito sobre la Rosa de Oro publicado en 1880:
"Desde la flor sencilla, quizás de los valles de los antiguos tiempos, hasta la rosa cuajada de perlas y pedrería, que algún autor describe en los pasados siglos, el valor material de la sagrada joya varía según las circunstancias y hasta según el gusto de los artistas y de las épocas; lo que es incalculable, y no varía, es el tesoro de misterios que la Rosa encierra. Según enseñan los mismos Soberanos Pontífices en repetidas cartas, esta Rosa significa y declara a nuestro Redentor, el cual ha dicho: 'Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles'; indica el oro de que se compone que Jesucristo es Rey de los reyes y Señor de los señores, cuyo profundo sentido mostraron ya los Reyes Magos, cuando como a Rey, le ofrecieron rendidamente el oro. El fulgor y alto precio del metal y las piedras con que la Rosa está compuesta, significan la luz inaccesible en la que habita el que es Luz de luz y Dios verdadero: el olor de los perfumes que sobre ella vierte en la bendición el Sumo Pontífice, representa en invisible esencia la gloria de la Resurrección de Jesucristo que fue de espiritual alegría para todo el mundo, pues con ella terminó el corrompido ambiente de las antiguas culpas y por todo el universo se esparció el suave aroma de la divina gracia; el color encarnado, de que en otro tiempo se teñía, representa la Pasión de Jesucristo; las espinas ofrecen la santa enseñanza de que en las espinas del dolor puso Jesús todas sus delicias, y recuerdan aquella corona que ensangrentó la cabeza del Redentor. En la Rosa, por último, se figura y simboliza la felicidad eterna».
El ceremonial de la bendición de la Rosa se encuentra así descrito en el mismo libro que acabamos de citar:
«Costumbre fue de los Romanos Pontífices en la Domínica cuarta de Cuaresma, en la cual se canta en la Iglesia Laetare, Hierusalem, bendecir una Rosa de oro y entregarla después de la Misa solemne, a algún Príncipe que esté presente en la Corte; si no hubiese en la Corte digno de tan alto obsequio, suele enviarse fuera a algún Rey o Príncipe, a voluntad de nuestro Padre Santo, previo el consejo del Sacro Colegio; pues fue también costumbre de los Romanos Pontífices, antes o después de la Misa, convocar ad circulum a los Cardenales en su Cámara, o donde Su Santidad a bien tuviere, y deliberar con ellos a quién ha de darse o remitirse la Rosa.
«Para su bendición, que se hace junto a la mesa del vestuario donde nuestro Santísimo Padre recibe sus ornamentos, se prepara un pequeño altar y se ponen sobre él dos cirios (candelabros); el Pontífice, vestido de amito, alba, cíngulo, estola, capa pluvial y mitra, dice: Adiutorium nostrum in nomine Domini. R. Qui fecit coelum et terram. Dominus vobiscum. R. Et cum spiritu tuo. Oremos. “Dios, por cuya palabra y poder se hicieron todas las cosas y por cuya voluntad se rigen los Universos; que eres la alegría y gozo de todos los fieles, humildemente rogamos a Tu Majestad que por tu misericordia te dignes bendecir y santificar esta rosa gratísima de aroma y de vista, que hoy en signo de espiritual alegría llevamos en nuestras manos, a fin de que el pueblo que te pertenece, sacado del yugo de la cautividad de Babilonia por la gracia de tu Hijo unigénito que es gloria y regocijo de la plebe de Israel, anticipe a los corazones sinceros el gozo de aquella Jerusalén de lo alto que es nuestra Madre. Y pues en honor de tu nombre tu Iglesia se alegra y regocija hoy con este signo, dígnate, Señor, darle verdadero y perfecto gozo, y así, aceptando su devoción, perdones los pecados, llenes con la fe, ayudes con la indulgencia, protejas con la misericordia, destruyas las adversidades, y concedas todo género de prosperidad, hasta que por fruto de la buena obra, en olor de los aromas de aquella flor que procede de la raíz de Jesé, y que a sí misma se llama flor del campo y lirio de los valles, con ella en la eterna gloria con todos los Santos se regocije sin fin. Por Nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén”.
«Terminada la oración, unta con bálsamo la Rosa de oro que está en el mismo ramillete, y le echa almizcle molido que se le ministra por el Sacristán, y pone el incienso en el turíbulo según la rúbrica, y rocía la rosa con agua bendita, y quema el incienso. En tanto un Clérigo de la Cámara Apostólica tiene la Rosa en su mano, que pasa al punto a las del Diácono Cardenal, y éste la entrega al Pontífice, quien, tomándola y llevándola en la mano izquierda, se pone en marcha hacia la capilla, bendiciendo con la derecha; y los Diáconos Cardenales elevan la capa pluvial: al llegar al faldistorio da la Rosa al dicho Diácono, quien a su vez la entrega al Clérigo de la Cámara, y éste la pone sobre el altar. Acabada la Misa, y hecha oración ante el altar por el Pontífice, recibe la Rosa como antes y la lleva a su Cámara. Si aquel a quien quiere darla está presente, se le hace llegar a sus pies; y estando de rodillas le da el Pontífice la Rosa diciendo: “Recibe la Rosa de nuestras manos, que aunque sin méritos, tenemos en la tierra el lugar de Dios. Por ella se designa el gozo de una y otra Jerusalén; es a saber, de la Iglesia triunfante y militante, por la cual a todos los fieles de Cristo se manifiesta aquella flor hermosísima que es gozo y corona de todos los Santos. Recibe ésta tú, hijo amadísimo, que eres noble según el siglo, poderoso y dotado de gran valor, para que más y más te ennoblezcas en Cristo Nuestro Señor con todo género de virtudes, como rosas plantadas junto al río de aguas abundantes, cuya gracia, por un acto de su infinita clemencia, se digne concederte el que es Trino y Uno por lo siglos de los siglos. Amén. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
«Alguna vez se ha hecho esta ceremonia en la capilla terminada la Misa, antes de que el Papa bajara de su silla; pero es más conveniente que el Papa vuelva a la Cámara con la Rosa, y así lo encuentro practicado por nuestros mayores. Aquel a quien se da la Rosa, después que ha besado la mano y el pie del Pontífice y dádole gracias, y una vez que el Papa se ha desnudado ya en la Cámara de sus sagradas vestiduras, es acompañado, llevando es su mano la Rosa, hasta la casa de su habitación, por el Colegio de Cardenales, en medio de los dos más antiguos, seguidos de todos los otros, y rodeándole a pie los servidores de la Curia Romana con sus varas, que suelen en aquel día recibir gajes de parte del favorecido con la Rosa».
Cuando el beneficiario de la Rosa de Oro no se hallaba en la Corte Pontificia el Papa se la enviaba por medio de un embajador. Desde León X se encargaba de la consigna un ablegado (el mismo que llevaba el birrete a algún cardenal residente fuera de Roma), camarero secreto o protonotario apostólico. En contra de la creencia generalizada, la Rosa de Oro no se concede sólo a soberanas o princesas católicas, aunque así haya sido en muchas ocasiones y casi invariablemente desde el siglo XVI. También han sido gratificados ilustres varones de la Cristiandad por méritos contraídos en la defensa de la Fe Católica y de los derechos de la Iglesia. Y no sólo se concede a personas, sino, como queda dicho al inicio, a santuarios e imágenes insignes. El enviado papal portador de la Rosa de Oro era recibido con gran ceremonia a su llegada al lugar donde se encontraba el agraciado con ella. En España era un Grande el que, comisionado por el Rey, se adelantaba al enviado pontificio para recoger la distinción y llevarla a la iglesia donde se debía verificar su recepción solemne. En el día indicado, el propio representante papal, si tenía el orden episcopal, celebraba misa pontifical. Antes de dar la bendición final, se sentaba en medio del altar, estando frente a él la persona regia destinataria de la Rosa de Oro. El notario real debía entonces leer la bula papal de concesión y las indulgencias otorgadas en la ocasión, acabado lo cual se levantaba el prelado y tomaba aquélla en sus manos para entregarla a dicha persona –que la recibía de rodillas– con estas palabras: “Accipe Rosam de manibus nostris quam de speciale commissione Sanctissimi Domini Nostri NN (nombre del Papa) conferimus tibi”. Dada la bendición, la Rosa de Oro era llevada con gran acompañamiento por la persona distinguida por ella o por su capellán al oratorio donde se iba a colocar permanentemente.
Rodolfo Vargas Rubio