Beato Novello
De Enciclopedia Católica
Agostino Novello (Matteo Di Termini) nació en la primera mitad del Siglo XIII en Termini, una villa de Sicilia, de donde se deriva su nombre. Debido a que esa villa perteneció a la Arquidiócesis de Palermo, algunas veces él es llamado Panormitano. El Breviario dice de él quem Thermenses at Panormitani civem suum esse dicunt. Al entrar a la religión cambió su nombre por el de Agostino, y más tarde agregó el de Novello, un título sugerido por su gran erudición y virtud. Sus padres, procedentes de una familia noble de Cataluña, España, lo educaron (v. educación) de manera cuidadosa y le instruyeron en las ciencias conocidas, primero en el hogar y luego en la ciudad de Bolonia, donde consiguió altos honores especialmente en ley civil y canónica. Al regreso a su tierra nativa, ocupó muchas posiciones de honor en la magistratura, realizando las deberes de sus puestos con tanta prudencia y exactitud que el rey de Sicilia, Manfredo, lo nombró como uno de sus consejeros. En este carácter, acompañó al rey en su guerra contra Carlos de Anjou, quien le disputaba a Manfredo su derecho a la corona de Sicilia. En la batalla en la cual murió Manfredo, el propio Agostino, dado por muerto, quedó en el campo de batalla en medio de los cadáveres de otros soldados. Al volver en sí pudo llegar a casa, y desilusionado con el mundo y con la frivolidad y fugacidad de la gloria terrenal, se determinó a servir al Rey de Reyes, Jesucristo, desdeñando todos los honores y dignidades del mundo. Siguiendo estas inspiraciones celestiales (v. cielo), pidió ser admitido como converso en la Orden de San Agustín y fue recibido en un Convento de Toscana, donde vivió desconocido para el mundo, lejos de su hogar y de su gente. Aquí, dedicado a ejercicios piadosos, vivó tranquilamente hasta que un incidente imprevisto le llevó de nuevo ante el mundo: Jacobo Pallares, un rico e instruido abogado de Siena, reclamaba el título de una propiedad perteneciente al convento. Agostino, en un documento escrito, defendió los derechos de la congregación. Pallares, quien se percató enseguida que el humilde (v. humildad) hábito de de un hermano lego ocultaba al más notable jurista, le solicitó verlo y, para su sorpresa, reconoció en él a su ex-compañero de estudios en la Universidad de Bolonia, Mateo di Termini. No perdió tiempo en informar a las autoridades eclesiásticas, rogándoles que no mantuvieran más en la oscuridad a tal caudal de conocimientos. Cuando Clemente de Ósimo, General de la Orden, se enteró de esto obligó a Agostino, bajo obediencia, a recibir el Sagrado Orden y, lo que es más, lo nombró uno de sus asociados. Agostino reformó las Constituciones y dio gran esplendor a su Orden, de la cual llegó a ser General, cargo al cual renunció luego para vivir en retiro, dedicando todo su tiempo al estudio, oración y penitencia, mediante lo cual alcanzó un alto grado de perfección. Antes de ser nombrado General, Nicolás IV lo designó su Confesor y Gran Penitenciario, cargos que aceptó sólo por obediencia y con tanta aversión manifiesta y tantas protestas sobre su indignidad, que el Papa y los Cardenales quedaron visiblemente impresionados. En su retiro en el convento de San Leonardo, cerca de Siena, no sólo se dedicó a la práctica de las virtudes propias de su estado, las cuales realizó en grado heroico, sino que llevado por una ardiente y agotadora caridad, comenzó a recaudar limosnas y pudo prácticamente reconstruir un excelente orfanato y hospital para enfermos y ancianos, que no tenían ni medios para cuidar de si mismos durante la enfermedad ni un lugar para pasar sus últimos días. Muchos de los milagros realizados por la intercesión del beato Agostino han sido verificados y autenticados. Clemente XIII lo beatificó (v. beatificación y canonización) solemnemente y Clemente XIV autorizó su culto el 23 de julio de 1770.
Fuente: López Bardón, T. (1907). Bl. Agostino Novello. In The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company. Retrieved from New Advent Traducción al castellano de Giovanni E. Reyes. Revisado y corregido por Luz María Hernández Medina