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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Odio»

De Enciclopedia Católica

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El odio en general es una intensa repulsión que una persona le dispensa a otra, o a alguna cualidad que se identifica con el objeto de nuestro disgusto. Los teólogos mencionan dos aspectos distintos de este tipo de pasión:  
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El '''odio''' en general es una vehemente aversión que tiene una persona hacia otra, o hacia algo más o menos identificado con esa otra. Los [[Teología Dogmática |teólogos]] suelen mencionar dos especies distintas de esta [[pasiones |pasión]]: (1) El primero, (''odium abominationis'', o repugnancia) es aquel en la que la intensa aversión se concentra principalmente en las cualidades o atributos de una [[persona]], y sólo secundariamente, y por así decirlo de forma derivada, en la persona misma.  (2) La segunda clase (''odium inimicitiae'', u hostilidad) apunta directamente a la persona, se complace en una propensión a ver lo que es malo y no digno de ser amado en ella, siente una feroz satisfacción por cualquier cosa que tienda a desacreditarlo, y desea vivamente que su [[destino]] le resulte adverso, ya sea en general o de esta o aquella manera especificada.
El primero de estos dos aspectos (odium abominationis , o sentir repugnancia intensa) se refiere a una sensación de desagrado mayúsculo que se centra principalmente en los atributos que posee una persona y únicamente de manera secundaria en la persona misma.
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El segundo aspecto (odium inimicitiae, hostilidad o enemistad) apunta directamente a la persona. Quien experimenta este tipo de aversión por alguien se complace en una actitud que busca señalar todo lo que de malo o desagradable pueda encontrarse en ese ser, objeto de su pasión. Quien es hostil a otro, siente una satisfacción feroz al desacreditar a quien se odia, y desea que el destino de esa persona resulte adverso, ya sea en lo general o en un aspecto especifico.
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Este segundo tipo de odio, que implica una violación muy directa y absoluta del precepto de la [[caridad]], es siempre pecaminoso y puede serlo gravemente. La primera especie de odio, en la medida en que implica la reprobación de lo que es realmente [[mal]]o, no es un [[pecado]] y puede incluso representar un temperamento virtuoso del [[alma]].   En otras palabras, no sólo puedo, sino que debo odiar lo que es contrario a la [[ley]] [[moral]].    Además, uno puede, sin pecado, llegar tan lejos en el aborrecimiento de la maldad como para desear lo que para su perpetrador es un mal bien definido, pero bajo otro aspecto es un bien mucho más completo.  Por ejemplo, sería lícito [[oración |orar]] por la muerte de un [[herejía |heresiarca]] perniciosamente activo con el fin de poner fin a sus estragos entre el pueblo [[cristianismo |cristiano]].  Por supuesto, está claro que este aparente [[celo]] no debe ser una excusa para alimentar el desprecio personal o el rencor partidista.  Sin embargo, incluso cuando el motivo de la aversión es personal, es decir, cuando surge del daño que podemos haber sufrido a manos de otros, no somos culpables de pecado a menos que, además de sentir indignación, cedamos a una aversión injustificada por el dolor que hemos sufrido. Esta aversión puede ser grave o venialmente pecaminosa en proporción a su exceso sobre lo que justificaría la injuria.
  
La hostilidad es una falta de caridad, que es siempre pecaminosa y puede llegar a ser grave. El primer aspecto del odio, sin embargo, que más bien implica desaprobar lo que es malo, no siempre es un pecado e incluso puede llegar a ser una virtud cuando lo que nos repugna es una falta en contra de la ley moral. En este caso, no sólo puedo reprobar lo que es malo, sino que debería de hacerlo. Más aún, uno puede, sin temor a pecar, detestar el mal y a quien lo infringe a otros. Por ejemplo, no constituiría una falta el pedir en oración por la muerte de un miserable que se dedicara a acosar ferozmente a cristianos inocentes. Es claro que este celo aparente no puede servir de excusa para alimentar algún tipo de rencor injustificado hacia algo o alguien.
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Cuando por cualquier lapso concebible de [[mal]]dad [[hombre |humana]], [[Dios]] mismo es objeto de odio, la culpa es espantosamente especial.  Si se trata de ese tipo de hostilidad (''odium inimicitiae'') que impulsa al [[pecado]]r a aborrecer a Dios en sí mismo, a lamentar las perfecciones divinas precisamente en cuanto pertenecen a Dios, entonces la ofensa cometida obtiene la primacía indiscutible en toda la miserable jerarquía del pecado.   De hecho, tal actitud mental se describe justa y adecuadamente como [[diablo |diabólica]]; la [[voluntad]] humana se desprende ''inmediatamente'' de Dios; en otros pecados, lo hace sólo ''mediatamente'' y por consecuencia, es decir, debido a su uso desordenado de alguna criatura, se aparta de Dios.   Para estar seguro, según la enseñanza de [[Santo Tomás de Aquino |Santo Tomás]] (II-II: 24: 12) y los [[Teología Dogmática |teólogos]], cualquier pecado mortal conlleva la pérdida del [[hábito]] de la [[caridad]] [[Orden Sobrenatural |sobrenatural]], e implica, por así decirlo, una especie de odio virtual e interpretativo hacia Dios, que, sin embargo, no es una malicia específica separada a la que se debe hacer referencia en la [[Sacramento de la Penitencia |confesión]], sino solo una circunstancia predicable de todo pecado grave.
  
No debemos considerarnos en pecado aún cuando el motivo de nuestro disgusto fuese personal y surgiese como una reacción al daño que otros nos hubieran causado, a menos que además de indignación cediéramos a una aversión injustificada debido al dolor que hubiéramos experimentado. Una reacción desproporcionada es lo que puede hacer la diferencia entre cometer una falta grave o venial.
 
  
Cuando por un alcance inconcebible de maldad humana, el objeto de nuestro odio sea Dios mismo, entonces sí que la magnitud de la falta puede considerarse como espantosamente grave. Si se trata de un sentimiento de enemistad (odium inimicitiae) lo que mueve al pecador a odiar a Dios, en su Persona, es decir, a renegar de las cualidades divinas precisamente por ser propias de Dios, entonces tenemos ante nosotros que en la jerarquía de lo que consideramos pecaminoso, hay una falta muy grave. De hecho, una actitud semejante a la que acabamos de describir es considerada como diabólica. Aquí, la voluntad humana se desprende inmediatamente de Dios; en otras circunstancias de pecado, lo anterior sólo sucede a consecuencia de, o por mediación de alguna criatura que se ha apartado de Dios.
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'''Fuente''':  Delany, Joseph. "Hatred." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7, pág. 149. New York: Robert Appleton Company, 1910. 7 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/07149b.htm>.
  
Para tener certeza sobre la condición de nuestras faltas, al consultar las enseñanzas de Santo Tomás (II-II:24:12) y de los teólogos, encontramos que todo pecado mortal implica la falta de caridad sobrenatural, y conlleva un tipo, ya sea virtual o interpretativo de odio hacia Dios. Sin embargo, como la misericordia de Dios es infinita, estos problemas pueden llevarse a la confesión.
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Traducido por Cecilia Nieto B.   lmhm
 
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JOSEPH F. DELANY
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Transcrito por Randy Heinz, sfo
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Traducción: Cecilia Nieto B., México.
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Última revisión de 08:12 7 sep 2021

El odio en general es una vehemente aversión que tiene una persona hacia otra, o hacia algo más o menos identificado con esa otra. Los teólogos suelen mencionar dos especies distintas de esta pasión: (1) El primero, (odium abominationis, o repugnancia) es aquel en la que la intensa aversión se concentra principalmente en las cualidades o atributos de una persona, y sólo secundariamente, y por así decirlo de forma derivada, en la persona misma. (2) La segunda clase (odium inimicitiae, u hostilidad) apunta directamente a la persona, se complace en una propensión a ver lo que es malo y no digno de ser amado en ella, siente una feroz satisfacción por cualquier cosa que tienda a desacreditarlo, y desea vivamente que su destino le resulte adverso, ya sea en general o de esta o aquella manera especificada.

Este segundo tipo de odio, que implica una violación muy directa y absoluta del precepto de la caridad, es siempre pecaminoso y puede serlo gravemente. La primera especie de odio, en la medida en que implica la reprobación de lo que es realmente malo, no es un pecado y puede incluso representar un temperamento virtuoso del alma. En otras palabras, no sólo puedo, sino que debo odiar lo que es contrario a la ley moral. Además, uno puede, sin pecado, llegar tan lejos en el aborrecimiento de la maldad como para desear lo que para su perpetrador es un mal bien definido, pero bajo otro aspecto es un bien mucho más completo. Por ejemplo, sería lícito orar por la muerte de un heresiarca perniciosamente activo con el fin de poner fin a sus estragos entre el pueblo cristiano. Por supuesto, está claro que este aparente celo no debe ser una excusa para alimentar el desprecio personal o el rencor partidista. Sin embargo, incluso cuando el motivo de la aversión es personal, es decir, cuando surge del daño que podemos haber sufrido a manos de otros, no somos culpables de pecado a menos que, además de sentir indignación, cedamos a una aversión injustificada por el dolor que hemos sufrido. Esta aversión puede ser grave o venialmente pecaminosa en proporción a su exceso sobre lo que justificaría la injuria.

Cuando por cualquier lapso concebible de maldad humana, Dios mismo es objeto de odio, la culpa es espantosamente especial. Si se trata de ese tipo de hostilidad (odium inimicitiae) que impulsa al pecador a aborrecer a Dios en sí mismo, a lamentar las perfecciones divinas precisamente en cuanto pertenecen a Dios, entonces la ofensa cometida obtiene la primacía indiscutible en toda la miserable jerarquía del pecado. De hecho, tal actitud mental se describe justa y adecuadamente como diabólica; la voluntad humana se desprende inmediatamente de Dios; en otros pecados, lo hace sólo mediatamente y por consecuencia, es decir, debido a su uso desordenado de alguna criatura, se aparta de Dios. Para estar seguro, según la enseñanza de Santo Tomás (II-II: 24: 12) y los teólogos, cualquier pecado mortal conlleva la pérdida del hábito de la caridad sobrenatural, e implica, por así decirlo, una especie de odio virtual e interpretativo hacia Dios, que, sin embargo, no es una malicia específica separada a la que se debe hacer referencia en la confesión, sino solo una circunstancia predicable de todo pecado grave.


Fuente: Delany, Joseph. "Hatred." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7, pág. 149. New York: Robert Appleton Company, 1910. 7 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/07149b.htm>.

Traducido por Cecilia Nieto B. lmhm