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Miércoles, 30 de octubre de 2024

Abandono en las Dos Alianzas

De Enciclopedia Católica

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Preparación de una espiritualidad de abandono en las dos Alianzas

Hay espiritualidades de abandono no cristianas. Inclusive, estando envueltas en un halo panteísta, traen consigo una orientación hacia el culto de un Dios personal y de una entrega de sí entre las manos de su Sabiduría. En este sentido, se podría decir: la gran mayoría de los hombres y mujeres de todos los tiempos, en la medida en que han conocido y reconocido un Ser supremo preocupado por sus destinos, se han abandonado a Él. El abandono al Señor; no es privilegio de los cristianos.Pero han sido las grandes religiones monoteístas las que han facilitado este abandono, anunciando la buena nueva del Dios creador: particularmente Israel, por sus salmistas y sus sabios, sostienen a sus fieles en su voluntad de abandono al Dios auxiliador, misericordioso y fiel; y Jesús, Hijo de Dios e hijo de Israel, urge la confianza filial en este Dios -Padre. Aunque no se encuentra ni en el Antiguo ni el Nuevo Testamento el conjunto orgánicamente unificado de una espiritualidad de abandono tal como emerge en la Iglesia en el curso de los tiempos modernos, se descubre sin embargo todos sus elementos de manera dispersa: confianza en el sostén divino, en la misericordia de un Padre siempre listo a perdonar, preocupado de la conformidad, renovada sin cesar hacia la voluntad amante de este Padre, abdicación de la voluntad propia, entrega de sí en las manos de este Padre, íntimamente presente para sugerir en la indiferencia del pasado y del porvenir su propia presencia. La elaboración progresiva de una síntesis de todos estos elementos, nos hará descubrir el estudio de una riquísima historia doctrinal. Por otro lado, nos permitirá percibir mejor la belleza resultante en Francisco de Sales y Teresa de Lisieux, cuyas raíces vetero y neotestamentarias, objetos de este capítulo, escrutaremos intensamente.

Las expresiones de abandono en la Primera Alianza

A partir de Gunkel, los exegetas subrayan el género literario particular y secundario de los Salmos de confianza.[1] Sin embargo, todos no comparten la tesis de la existencia de un género particular, “especialmente porque la expresión de la confianza raramente falta en los salmos de suplicación individual.”[2] También pudo escribir: “Se encuentra por todas partes en los Salmos una actitud de confianza en un Dios poderoso y fiel que va a intervenir para salvar a su servidor y a atender su oración” y los Salmos han suministrado una expresión literaria de esta actitud que pasó al lenguaje cristiano.[3] El Antiguo Testamento opone esta confianza a la actitud de los insensatos e impíos que depositan su confianza en ellos mismos, inclusive en su maldad, en los hombres, en las criaturas, en los falsos dioses: todo esto es pecado. El israelita piadoso ve con horror esta actitud.[4] ¿Los salmistas distinguen lo que se espera de Dios (objeto material de la confianza) y el motivo (porqué)?  : Se debe tener confianza en Yahveh porque es poderoso y salvará a sus fieles de sus enemigos; concede la salvación, la tierra en segura posesión y su favor (Sal 22,5; 62,9; 37,3; 143,8). Se repite siempre el mismo motivo; confíen en Yahveh porque es poderoso y fuerte, ayuda, salva, pone a salvo aquí abajo en la tierra.[5]

Sin embargo - y esto justifica poner aparte un género particular de salmos de confianza - existe una situación psicológica en la que “el orante no pide a Dios ningún bien particular, sino expresa, simplemente, su confianza en Dios solo, fuente de quietud y de gozo”[6].Dicho sea de paso: esta confianza era común en Oriente. Se constata la existencia “de un tal estado de ánimo en el orante de la antigüedad en Mesopotamia, en Siria-Palestina (en los nombres propios del tipo “Dios es mi auxilio”) y especialmente en Egipto, gracias a las oraciones jaculatorias grabadas sobre los escarabajos, de los cuales la mayor parte datan entre 950 y 660 antes de nuestra era. Según el egiptólogo E. Drioton, esas sentencias de los escarabajos proclaman a porfía, mediante fórmulas diversas, la confianza en la protección de Dios o de cualquier dios.[7] Según Drioton, “esas inscripciones testimonian, principalmente, una tierna devoción basada en una confianza total en la divinidad (...) La posición fluctuante del pensamiento egipcio entre las dos doctrinas irreconciliables del monoteísmo y del politeísmo se revela en su contenido. Las mismas máximas se aplican indistintamente sea a Dios (a secas) o a tal o cual divinidad (...) Los Egipcios, al menos los portadores de sellos, no dudaban en reconocer al Dios único de sus libros sapienciales en todas las otras divinidades de sus cultos ancestrales”.[8]

Drioton cita algunas máximas, poniendo de relieve la divinidad suprema que regía el destino de los hombres: “Todos los acontecimientos están en la mano de Dios. Todos los buenos destinos están en la mano de Dios. Dios es la protección de mi vida”.[9]

Nos encontramos en presencia de una doctrina sorprendentemente parecida a aquélla de los salmos. Hay, sin embargo, varias diferencias importantes: los salmos excluyen todo politeísmo porque exaltan al Dios creador, fuente suprema de confianza, y nos muestran la misericordia de un Dios “lento a la cólera y rico en bondad, que no nos trata según nuestros pecados y que no nos castiga según nuestras iniquidades” (Sal. 103, 8 ss) - mientras que “la religión egipcia no parece haberse elevado hasta la noción de un Dios que extiende su amor hasta los pecadores”.[10]

Sin embargo, es sorprendente percibir la convergencia entre las sentencias de los escarabajos que hablan de amor a Dios [de lejos, más numerosas que las otras máximas y que el libro del Deuteronomio, que manda amar a Dios (6,5)]. Leemos ya sobre estos prendedores: “Dios ama a aquel que le ama”. Israel comulga con Egipto en el amor a un Dios amante, gobernador del destino de los hombres.

Hay ahí una comunión parcial en el abandono a la Providencia de un Dios amante. Actitud a la vez religiosa y racional, accesible a toda razón humana suficientemente formada.

Veamos algunos ejemplos que muestran cómo los Salmos preparan a sus lectores y cantores a confiar de una manera continua y universal en la Sabiduría amante del Creador.

Leemos en el Salmo 55,23 este consejo: “Echa sobre Yahveh el cuidado de ti y Él te sostendrá”. Es decir (en ese contexto) te protegerá frente a los ataques de tus enemigos, no te dejará caer. San Roberto Belarmino comenta acertadamente este consejo: “El profeta exhorta a poner toda su confianza en el Señor (...) Echa, alma mía, tu cuidado en el Señor, es decir, abandona a la providencia el cuidado de todo lo que es necesario para el sostén y la protección de la vida; Él te nutrirá, te proveerá de todo lo necesario, bendiciendo el trabajo de tus manos y haciendo prosperar todas tus operaciones; si permite momentáneamente las fluctuaciones del justo para probar su paciencia a través de la carencia de las cosas necesarias para la vida o la persecuciones de los impíos, sin embargo este permiso no durará mucho tiempo porque Dios no permitirá que el justo sea indefinidamente atormentado: la tribulación eterna está reservada sólo a los impíos”[11]

Otro salmo alienta al orante a refugiarse en Dios en lugar de poner su confianza en la violencia o en las riquezas: “Sólo en Dios se aquieta mi alma; Él solo me socorre. El solo es mi roca y mi salvación, mi refugio; no vacilaré nunca (...) ¡Oh pueblo!, confía siempre en Él. Derramad ante Él vuestros corazones, que Dios es nuestro asilo”. Dios es a la vez mi fin y el auxilio mediante el cual subiré hasta Él.[12]

Asimismo, leemos además en el salmo alfabético 25 (vv.1 y 2), “A ti alzo mi alma, Yahveh, mi Dios. En ti confío, no sea confundido, no se gocen de mí mis enemigos”. San Agustín entiende así este grito: “A ti, mi Dios, alzo mi alma por un anhelo espiritual (...) en ti confío, que no sea confundido (...) porque tuve confianza en mí mismo, terminé en esta debilidad de la carne; abandonando a Dios, quise ser como Dios; temiendo recibir la muerte de cualquier bichito, ridiculizado me sonrojé de mi orgullo; ya entonces tengo confianza en ti, que no sea más confundido”.[13]

En Agustín el telón de fondo de la confianza en Dios no es más, como en el salmista, el temor frente a enemigos visibles, sino la desconfianza con relación a los demonios y a sí mismo, el temor a su propia flaqueza. Punto de vista, tal vez más acentuado en San Roberto Belarmino: “A ti alzo mi alma: es decir, no encontrando reposo en ninguna criatura, sino espinas y tribulaciones por doquier, disgustado por mi vida anterior, alzo a ti mi alma separada de su atadura con la tierra, y comienzo a unirme a ti por un pensamiento asiduo y por el amor que tú me inspiras y espero tu ayuda contra las tentaciones porque tengo confianza en ti y no me sonrojaré más, es decir no quedaré confundido por haber recurrido a ti.”[14]

El comentario del Doctor jesuita subraya un aspecto del salmo, presente en los versículos 7 y 16 a 18: a pesar de sus faltas, el salmista tiene confianza en recibir en el futuro el perdón divino, porque le recuerda a Dios, en una ardiente oración, sus perfecciones (misericordia, benevolencia, bondad, fidelidad). Aquí, el abandono confiado se enraíza en el recuerdo ---convertido en oración--- del esplendor de los atributos divinos. Ejemplo de una técnica de oración frecuente, habitual en los salmos: la obsecración[15] que une el pedido suplicante de un favor a la exaltación contemplativa del Ser divino. Así el bien terrestre perseguido es visto en el horizonte del bien absoluto, lo que favorece además la confianza.

Los ejemplos evocados ---que podrían ser multiplicados con facilidad--- ayudan a comprender cómo la fe-confianza de los salmistas penetra a todos aquellos que repiten sus cantos con una convicción profunda concerniente a la solidez del proyecto personal de Dios respecto de ellos - pensemos en los salmos 22, 25, 41, 69 - y como consecuencia, de su solidez en Dios (Sal 26,1; 62,7; 68,36). Si como lo hemos dicho, la fe-confianza está presente en todo el salterio, está particularmente expresada por los salmos 37,3 ; 25,2 ; 28,7 ; 55,24 ; 62,8 ; 71; 16,1; 3,6 ; 4,9 ; 34,9.[16]

Es evidente que la lectura periódica y repetida - en los medios clericales, religiosos y monásticos - del salterio, no podía sino favorecer la elaboración progresiva de una espiritualidad de abandono al punto que uno se podría preguntar si hubiese salido a la luz sin los salmos. Desde este punto de vista sería deseable ver uno o varios autores estudiando sistemáticamente la presencia en los salmos de cada uno de los elementos que integran el abandono a Dios providente y misericordioso.

Si el salterio constituye de manera evidente la preparación, por excelencia, en la Primera Alianza, de una espiritualidad de abandono, no hay que descuidar otros elementos que se le suman en el mismo sentido. Entre ellos, emerge principalmente el libro de los Proverbios.

En él leemos: “Confía tus obras a Yahveh y tus proyectos se realizarán (...) Muchos proyectos hay en la mente del hombre, pero es el consejo de Yahveh el que permanece (...) De Yahveh son los pasos del hombre ¿Qué puede saber el hombre de sus propios destinos?” (Pr. 16,3; 19; 21; 20,24).

Estas sentencias contrastantes y complementarias del autor inspirado, significan que los proyectos trascendentes del Dios creador se realizan suscitando en el corazón del hombre el renunciamiento a algunos de sus proyectos, por medio de un discernimiento inseparable de eso que llamamos hoy día abandono. Siempre hay un aspecto incomprensible en los designios eternos e inmutables de la Providencia divina sobre el destino de una persona humana, especialmente en su encuentro con los otros destinos humanos, pero como este designio incomprensible es totalmente amante, la persona humana al abrazarlo con amor adorador, percibe que no es ininteligible. Porque nada es más inteligible que el amor, inclusive aun cuando no se pueda abarcar su inteligibilidad. Es al amor, a la vez incomprensible y supremamente inteligible, del Creador por el género humano que los salmistas nos alientan a abandonarnos: “Anula Yahveh los designios” a menudo orgullosos y odiosos “de los pueblos”, pero “el consejo (designio de amor y misericordia) de Yahveh permanece por la eternidad” y podemos entonces “poner nuestra confianza en su santo Nombre” (Sal 33, 10. 11. 21).

Jesús urge y concede, por su espíritu un abandono filial y adulto para con su Padre [17]

Jesús, en su “Evangelio cuadriforme” es, por excelencia el Maestro del abandono confiado al Padre. Revelándonos al Padre, nos manifiesta su propio abandono confiado al Padre, con el cuál no es sino uno y a cuya voluntad está totalmente sometido en tanto que hombre; nos presenta a través de las enseñanzas de Pablo, un complemento a su doctrina, en el don del Espíritu: la confianza filial de sus discípulos deberá ser, como la suya, una confianza de adulto. En la Antigua y Primera Alianza, dos corrientes estaban presentes, una muy raramente, y otra a menudo, pero sin llegar nunca a confundirse: Dios es Padre y los “pobres y humildes”, los anawim, son sus hijos.

Jesús, como había identificado en sí mismo al Servidor sufriente de Isaías 53 y al glorioso Hijo del Hombre daniélico, revela también que Dios, su Padre, quiere ser invocado como tal y acorde a su salvación, no a los Fariseos orgullosos, sino a los pobres, gozosamente conscientes de su impotencia radical respecto de los alcances del Reino, a la vez que absolutamente confiados en su amor (Mc 11, 24; Mt 7, 7-8; Lc 11, 9-13).

Es desde el inicio de su enseñanza que Jesús unifica las dos corrientes presentes en el Antiguo Testamento, paternidad divina y pobreza.

Nos detendremos en un primer texto: “Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos (nèpiois)” (Mt 11, 25-26).

Etimológicamente, el término népioi designa a los niños que todavía no hablan, que nada saben. Tienen que recibirlo todo; son llamado y disponibilidad. Metafóricamente, el término designa a aquellos que frente a la Revelación, tienen una actitud de niños; abiertos y dóciles, que son, por otro lado, más receptivos porque su confianza es más profunda en el amor paternal de Dios.

Jesús los opone a los sabios y a los hábiles que se imaginan poseer la sabiduría y en nombre de la sabiduría rechazan la Sabiduría; pretendiéndose justos, rechazan la salvación. Ciertos escribas y fariseos.

Al contrario, el hombre debe comportarse como un pequeño que no sabe hablar cuando se trata de aprender la verdad divina; su actitud general debe ser la de un niño; eso es lo que manifiestan los sinópticos en otro texto: “Dejad a los niños y no les estorbéis de acercarse a mí, porque de los tales es el reino de los cielos. En verdad os digo, quienquiera que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mt 19, 13-15).

La clave de la frase es su verbo: “dekesthai” significa recibir en presente, acoger un mensaje o una persona (II Co, 6, 1; Mt 10, 14). El Reino es una gracia, un don: debemos recibir el Reino, la persona de Jesús con la misma confianza y subordinación con la que el niño recibe de sus padres lo que es necesario para la vida. Es un ofrecimiento del Padre: “No temas rebañito mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino” (Lc 12, 32).

Aquí, según la feliz fórmula de M. F. Berrouard, “los pobres del Antiguo Testamento devienen los niños del Nuevo”.[18] Pero la imagen del niño expresa una dependencia más absoluta y más esencial que aquella del pobre. Lo primero que Jesús recomienda, no es la obediencia o la simplicidad de los niños, sino su humildad y su receptividad plena de confianza. El niño pequeño es el pobre por excelencia, el ser desprovisto e incapaz que no sabría estar sin el auxilio de sus padres. Los discípulos deben tener, igualmente, consciencia de su indigencia y aceptar con gozo y gratitud toda del Padre de Jesús, consintiendo dejarse salvar por Él. Es lo que en el lenguaje de la espiritualidad moderna, en la Iglesia, se llama abandono filial al Padre.

Aquí Jesús (Mt 19, 13-15; cf. 18, 3-4), va más lejos inclusive que en el himno de exultación (Mt 11, 25-26). Para entrar en el Reino hace falta cambiar, convertirse, llegar a ser como un niño pequeño.

Fue en su vida más que por sus palabras que Jesús unificó humildad y filiación (natural y adoptiva). Se presenta como el Hijo único e igual al Padre y también, simultáneamente, como el mayor Pobre: “Sean mis discípulos porque soy pobre y humilde de corazón” (Mt, 11, 29).[19]

Jesús, el Maestro, no carece de Maestro: “el Padre mismo que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar” (Jn 12, 49-50 etc.). Nadie ha vivido la infancia espiritual o el abandono total como el verbo encarnado, nadie ha recibido tanto de la benevolencia del Padre, nadie ha proclamado tan amorosamente su plena dependencia. No solamente a través de la realidad tan altamente simbólica de su propia infancia según la carne y según el Espíritu, no solamente en el momento de su Agonía y sobre la Cruz (“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”), sino también durante toda su vida pública.

Llegando al punto culminante de esta vida pública, durante el cumplimiento de su misterio pascual, Jesús prometió a sus discípulos el Espíritu de Verdad que los guiará hacia la verdad completa (Jn 16, 12-15), : en lo que concierne a su doctrina de la infancia espiritual y sobre el abandono, San Pablo fue el instrumento del Espíritu culminando la enseñanza del Hijo único en este campo, especialmente de manera negativa: Pablo, ha remarcado fuertemente que el abandono no debe convertirse en infantilismo.

Cuando Pablo habla de la infancia y de los niños, se sitúa en la perspectiva del Antiguo Testamento; se trata de un estado de inacabamiento. De una etapa intermedia y necesaria que hay que atravesar. El adulto rechaza con desdén las formas de hablar y de juzgar que tenía cuando era niño (I Co 13, 11). La infancia se opone a la madurez como la parte al todo, lo inacabado al término, lo pasajero a lo que permanece; los conocimientos fragmentarios aportados por los carismas - conocimientos de niño - desaparecerán, inútiles e insignificantes, delante de la perfección de la visión cara a cara (Gal. 4,3-4 ; 1 Cor. 13,8-13). La infancia es un tiempo de esclavitud que prepara la libertad del adulto en el tiempo fijado por su padre (Gal. 4, 1-2).

En resumen, para Pablo no se trata - como en los Evangelios - de volverse niño, sino de escapar de la infancia y de salir de este estado primitivo, convirtiéndose en un “hombre perfecto en Cristo” (Col. 1,28).

A los ojos de Pablo, son “niños” los cristianos imperfectos. Nèpioi, niños pequeños; como tales son los cristianos que no han llegado a la plena posesión de la fe, al firme conocimiento de Cristo, Hijo de Dios: fluctuantes, “se dejan llevar de todo viento de doctrina” a merced de los seductores (Ef. 4,14). Así, los corintios se dejan fascinar por las apariencias y sobrestiman las manifestaciones carismáticas (1 Cor. 13, 8-13). Es necesario invitarlos a no ser niños en el juicio, sino en la malicia (1 Cor. 14,20). Permanecen novatos, infantiles, “népioi en Cristo”, carnales, no espirituales, no dejándose conducir por el Espíritu Santo a pesar de que habita en ellos desde su bautismo.[20]

Entonces, para el Apóstol Pablo, los cristianos imperfectos son niños, principiantes, sujetos a niñerías; carecen de firmeza doctrinal.[21]

Sin embargo, a pesar de la diferencia de los puntos de vista, Pablo no contradice la enseñanza de Cristo. Sus consejos se complementan. El Apóstol reprocha a los cristianos imperfectos el no ser lo bastante niños en el sentido que Jesús dio a esta palabra, es decir, de no ser suficientemente receptivos para acoger y recibir la plenitud de la doctrina ni ser suficientemente dependientes del Espíritu que guía a los Hijos de Dios. El cristiano adulto no puede, entonces, ser espiritualmente tal sino haciéndose más niño, despojándose de los infantilismos que le estorban.

Lo que nos permite decir que Jesús, verbo iluminador, continuó y completó, a través del don del Espíritu concedido a Pablo, su llamado positivo a la infancia espiritual y a su abandono activo respecto del Padre, distinguiéndolos de un infantilismo negativo que es necesario rechazar. Jesús continúa hablando a través de Pablo. Nos enseña cómo no entender sus palabras. Precioso complemento, siempre actual. Para Pablo como para Jesús, el niño es un ser inacabado; Pablo se detiene en los parámetros negativos del niño, en tanto que Jesús libera su disponibilidad, que constituye el aspecto positivo de su inacabamiento. Jesús, por cierto, no ignora los defectos del niño, a menudo picón y caprichoso.

Paralelamente, ni Jesús ni Pablo han querido favorecer un abandono (a la Providencia) marcado por la pereza y por la inactividad: si Jesús no quiere que uno se preocupe sobre la comida, la bebida y sobre el vestido, urge también en la parábola de los talentos, la explotación de los dones recibidos (Mt 6, 25-33; 25, 17-30). Pablo exalta el deber de trabajar (II Ti 3, 6-12). El cristiano debe cumplir la voluntad divina considerándose siempre como un instrumento de esta voluntad; debe contemplarla cumpliéndola. Trabaja no sólo para producir y comer su pan, sino además - bajo el soplo del espíritu - para adquirir las virtudes al servicio del Amor divino (cf. I Ti 5, 14-18; I Ti 4, 12 y 6, 11).

Para Jesús, el abandono al Padre en lo que concierne a las realidades temporales de la comida y del vestido, es decir de la supervivencia corporal, facilitará, de una parte, la entrega del alma al mismo Padre de la salvación eterna (si se confía al Padre el cuerpo, como no se le confiará el alma) y de otra parte, este abandono será recíprocamente facilitado por el abandono del espíritu a la voluntad salvífica del Creador. El horizonte de la eternidad inclina al discípulo de Jesús a confiarle inseparablemente su doble porvenir corporal y espiritual. El ser humano es una unidad que se encomienda en su totalidad al Padre y al Hijo (Jn. 6,38-40).

Bajo esta perspectiva, el Nuevo Testamento recoge y prolonga la manera en que se presentaba al final del Antiguo Testamento la inmortalidad del alma con su corolario: la resurrección de la carne. El ser humano no está invitado solamente a confiar a Dios su destino corporal, sino además a encomendar con él al Padre su destino espiritual y eterno. El objeto del abandono es, de esta manera, singularmente profundizado. No se trata solamente de abandonar al Padre un cuerpo destinado en relativo breve plazo a la muerte, sino además y sobre todo la suerte última de un alma inmortal. Siguiendo a la inmensa mayoría de los exegetas, es solamente en los últimos siglos de la Antigua Alianza que la Revelación de la inmortalidad del alma y de la resurrección final del cuerpo devino explícita: con esta explicación, la necesidad y el objeto del abandono hace un salto prodigioso, pasando del tiempo a la eternidad.

Si de Abrahám, de Moisés y de David a Jesús y a Pablo, el objeto del abandono se magnificó de tal manera, la naturaleza del acto permanece en sustancia la misma: en: “En el corazón mismo del desamparo, el hombre se encomienda al poder de un otro. Según el sentido de la raíz AMAN, se deja llevar por Dios como un niño por su nodriza. Sean cuales fueren los avatares de la historia, los salmistas conservan la certeza que con Yahveh lo imposible se vuele posible” (Sal. 130,5: Yo espero en Yahveh, mi alma espera en sus promesas”; Ps 27, 10: Aunque me abandonaren mi padre y mi madre, Yahveh me acogerá”).[22]

Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para la Enciclopedia Católica

Tomado de “L’Abandon a Dieu” . Téqui, editores.


Notas

1. Ver E: Lipinski, Psaumes, DBS, IX, 1 (1971) col. 68 ss.

2. Ibid. 68 in fine

3. Grossouw, W., Espérance dans le N.T., RB 61 (1954) 518.

4. Van der Ploeg, Espérance dans le l´A.T., RB 61 (1954) 489

5. Ibid.

6. Lipinski, Psaumes (cf. n. 1 mencionado arriba), 68.

7. Histoire des Réligions (bajo la dirección de M. Brillant y R. Aigrain) t. III: Religion des Egyptiens, por E. Drioton, Paris, 1955, p. 93; ver también a propósito de la influencia egipcia sobre los Proverbios, Duesberg y Fransen, Les scribes inspiés, Maredsous, 1966 2, pp. 339- 367.

8. Drioton, citado n. 7, p. 93.

9. Ibid.

10. Ibid., p. 94. Sin embargo, hay que reconocer que el Salmo 103 - citado aquí - exalta la bondad de Dios “hacia aquellos que le temen” (en cuatro versículos: 11, 13, 17 y 18) y no habla explícitamente de su Bondad hacia aquellos que no guardan sus mandamientos.

11. San Roberto Bellarmine, Opera Omnia, Napoli 1860, In psalmos Explanatio, Explicatio Ps LIV (Vulg.) 25, p. 234.

12. Ibid., Explicatio Ps LXI (Vulg.) 5-7, p. 255.

13. S. Agustin, Enarratio in Ps XXIV (Vulg.) 2, ML 36, 184.

14. S: Robert Bellarmini In Explanatio (citado n. 11), Explic Ps XXIV (Vulg.), 1 p. 85.

15. Siendo más precisos, la obsecración es un pedido motivado de gracias, por ejemplo una súplica hecha a Dios invocando su bondad como razón para escucharnos. J. Nadal, discípulo de San Ignacio de Loyola la menciona frecuentemente en sus escritos. Ciertos autores (Mowinckel, The Psalms in Israel´s worship, Oxford, 1962, t II, p. 181) la ven como una oración interesada, ¡como una especie de adulación! Nos parece, por el contrario, que esta Gebetserhörungsmotiv, contenida en un texto de inspiración divina, manifiesta la generosidad con la cual Dios mismo quiere llamar nuestra atención sobre sus perfecciones, con miras a hacernos partícipes. Se podría admitir, por otra parte, que el Espíritu de Cristo, al inspirar “obsecraciones”a los salmistas ha querido inculcar la santidad objetiva de este modo de oración enraizado en la fe, inclusive si sus motivaciones subjetivas, en el orante, no hayan sido siempre puras.

16. A. De Bovis, art. Foi, DSAM V (1964) 533 - 534.

17. Nos inspiramos largamente, para la redacción de los parráfos siguientes, en el destacable artículo de M.F. Berrouard, O.P., Enfance spirituelle dans le Nouveau Testament, DSAM IV. 1 (1960) 688-695.

18. Ibid., 691

19. Ver la justificación de esta traducción de Mt 11,29 en ese mismo artículo, 692.

20. Ibid., 694-695

21. Ver M. F. Berrouard, Cœur d’ enfant, jugement d’ homme, Vie Spirituelle, n. 366, 1951, pp. 242-244.

22. J Trublet, art. Pasumes, DSAM XII, 2, (1986) 2551.


Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del fráncés por José Gálvez Krüger para la Enciclopedia Católica

Tomado de L'Abandon à Dieu, Téqui, editores.


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