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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Teatro: Exequias y honras fúnebres

De Enciclopedia Católica

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Túmulo erigido con motivo de las honras fúnebres que se celebraron en memoria de Felipe V en la iglesia del Convento de la Encarnación de Madrid.jpg
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El ritual funerario, dramático por su propia naturaleza, se presta como pocos a la teatralización y a la utilización por parte de la clase dominante como vehículo para mostrar públicamente su poder y su estatus. La muerte, lejos de ser un asunto privado es, desde la Edad Media, un espectáculo público, especialmente si se trata de la muerte de un poderoso. La complejidad de lo que podríamos llamar el “ceremonial tipo” de los funerales de la nobleza y la familia real desde finales de la época medieval, con sus coros de plañideras, sus cortejos de pobres, el desfile de los parientes y de las armas del difunto, las procesiones de cirios y la abundante producción de arte efímero convertían al ritual mortuorio –que podía llegar a durar casi un mes- en un espectáculo urbano de primera magnitud.

El público-pueblo de las villas y ciudades de la época no permanecía insensible a los estímulos que se le ofrecían en tales ocasiones y participaba activamente en las manifestaciones públicas de dolor y en los cortejos funerarios o contemplaba ávidamente la magnificencia y el lujo de las vestimentas, de los arreos de los caballos y de los monumentos erigidos para la ocasión. Aunque la literatura y los sermones hacen hincapié en la universalidad de la muerte y su poder igualatorio que acaba con las diferencias sociales, y se esfuerzan en destacar la idea de la vanitas, la futilidad de los placeres mundanos y la corrupción inherente a todo lo material, la muerte –en su manifestación pública- no es un hecho en absoluto igualitario sino una ocasión excelente, la última además, para mostrar ante la sociedad el estatus del difunto, sus obras, sus virtudes y sus ideales de vida.

En los siglos XVI y XVII, a estos ritos funerarios de cuerpo presente se unen las exequias que en las diferentes ciudades del reino se celebran públicamente cuando se conoce la noticia del fallecimiento del Rey o de algún personaje importante. Generalmente se levanta un monumento de madera pintada y telas en el crucero de un templo de la localidad, en el cual se expone un sepulcro simbólico cubierto de brocados. Para inaugurarlo se organiza una solemne procesión ciudadana con participación de los gremios y las autoridades que se dirige al templo y, ante la máquina allí levantada, se desarrolla un oficio de difuntos se leen sermones y panegíricos, se recitan poemas y se exhibe imaginería alegórica que glosa las virtudes del finado en clave emblemática.

Conocemos estas exequias por las crónicas y Relaciones que, intencionadamente, se redactaban describiéndolas para la posteridad. Como integrantes de un subgénero cerrado y codificado, estas Relaciones tienden hacia el estereotipo, abundando los tópicos y siendo general el tono laudatorio, pero gracias a ellas, y a los grabados que en ocasiones incluyen, disponemos de muchos de los textos empleados y podemos hacernos una idea de la espectacularidad y complicación de los monumentos efímeros que se levantaban, de su “simbología ascensional” y de su intención escenográfica y teatral que, unida a los textos, convierte en espectáculo y representación al ritual mortuorio.

En Galicia disponemos de datos relativamente abundantes de las exequias reales en la época que nos interesa, la mayor parte procedentes de Santiago, donde la conjunción de los esfuerzos de las autoridades municipales, la Universidad y la Catedral convirtieron a la ciudad en el epicentro de las celebraciones, y de A Coruña, sede de la Real Audiencia, patrocinadora habitual de este tipo de ceremonias en las que se invertían sumas notables.

Sabemos que en Compostela se celebraron exequias más o menos solemnes por el Gran Capitán y su hija la duquesa de Sesa en 1525 y por el infante D. Juan de Granada, gobernador de Galicia fallecido en 1543, aunque ninguna alcanzó al parecer el grado de espectacularidad de las Exequias de Carlos I celebradas el 28 de noviembre de 1558, para las cuales se levantó en el crucero de la catedral un complicado túmulo turriforme, denominado poéticamente castrum doloris, con un alzado de tres pisos que llegaban hasta el cimborrio, ornamentado con pendones colgantes y 100 hachas de cera y rematado con una gran corona de la que pendía un cielo con flecos y doce candelabros, en cuya construcción trabajaron 41 operarios (carpinteros, escultores, pintores, peones y un sastre) durante 32 días.


Mayor monumentalidad tuvo el túmulo que se erigió en el crucero de la iglesia de San Francisco de A Coruña en octubre de 1598 para las exequias de Felipe II, imponente máquina turriforme de estilo romanista levantada sobre una plataforma de tres escalones y compuesta de tres pisos cuadrangulares de dimensiones decrecientes con esquinas achaflanadas y dos columnas en cada chaflán que soportaban arquitrabes y balaustradas. En el tercero se colocaba el sepulcro simbólico cubierto de ricos brocados. El remate eran dos alegorías de la Fe y la Justicia que se alzaban sobre un zócalo ochavado. Tenía también Virtudes pintadas por parejas en lienzos situados en los frentes del primer cuerpo del monumento.

Pero sin duda habría que calificar de austeras a estas exequias de los Austrias mayores, y a los túmulos que en ellas se levantaron, en comparación con el fasto barroco que se desplegó en las de los Austrias menores, de las cuales sabemos que -en la época estudiada- se celebraron en Galicia en honor de Margarita de Austria (1611), Felipe III (1621), Isabel de Borbón (1644) y Felipe IV (1665).

Las exequias de la reina Margarita de Austria fueron especialmente solemnes y fastuosas quizá por la impresión que causó en el reino la noticia de su muerte a los veintiséis años como consecuencia de su octavo parto, y porque la reina tenía mucha relación con los Condes cortesanos gallegos de Lemos y Monterrei y era prima del arzobispo de Santiago Maximiliano de Austria. La Audiencia de A Coruña se adelantó a las demás ciudades organizando en San Francisco el monumento, mientras que el Ayuntamiento lo hizo en la Colegiata de Santa Mª del Campo. Más tarde también se hicieron en Santiago (en febrero de 1612) levantándose en la Catedral el habitual catafalco que según la relación manuscrita que se conserva en la Biblioteca Nacional “era sumptuosísimo” y estaba ornamentado con Virtudes acompañadas de versos y rematado con una cartela que decía: “Acá quedan las Virtudes de la gran Reina de España / la Charidad la acompaña”.

En A Coruña además de levantarse un impresionante monumento, tan elevado que obligó a abrir la bóveda del cimborrio de San Francisco para acomodarlo, se convocó una especie de certamen poético al que se presentaron obras en castellano, latín y gallego. Estas piezas, así como la descripción del monumento y de los actos que ante él se realizaron, fueron llevadas a la imprenta en Santiago en 1612 con el título Relación de las exequias que hiço la Real Audiencia del Reyno de Galiçia á la Magestad de la Reyna D. Margarita de Austria, libro al que ya me he referido por incluir un Diálogo misceláneo que parece inspirado en un Auto Sacramental.

De acuerdo con la Relación, el túmulo coruñés, aunque inspirado en los austeros y romanistas de los primeros Austrias, era ya un verdadero catafalco barroco de planta centralizada y estructura de templete o baldaquino ornamentado con abundancia de alegorías, lemas, jeroglíficos, aparato emblemático, luces, colgarejos textiles y las inevitables Virtudes (en este caso dieciseis) alusivas a las de la difunta. Remataba el conjunto, como en el túmulo compostelano de Carlos I, con una gran corona.

Quizá sea excesivo calificar a estas ceremonias como Teatro, con mayúscula, pero drama y espectáculo sí debieron de ser y esa naturaleza teatral subyacente en el ritual de las exequias ha sido destacada por muchos autores y por los propios cronistas que parecen haber sido conscientes de ella, al menos desde finales del siglo XVII cuando se afirma que durante las ceremonias fúnebres, la iglesia se convertía “en el más decente sitio y Real Teatro”, en el cual se representaba públicamente el dolor de los ciudadanos, “teniendo así la Iglesia i su Orador su correspondiente Teatro i Auditorio”.


[1] © Julio I. González Montañés 2002-2009.


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