Patriarca Ecuménico Bartolomé: discurso dirigido al Sínodo de la Iglesia Católica (2008)
De Enciclopedia Católica
Santidad, Padres Sinodales,
es al mismo tiempo motivo de humildad e inspiración ser gratamente invitado por Su Santidad a dirigirme a esta XII Asamblea General Ordinaria de este auspicioso Sínodo de Obispos, un encuentro histórico de los Obispos de la Iglesia Católica Romana de todo el mundo, reunidos en este lugar para meditar sobre la “Palabra de Dios” y deliberar sobre la experiencia y la expresión de esta Palabra “en la vida y en la misión de la Iglesia”.
Esta grata invitación de Su Santidad hacia nuestra modesta persona es un gesto lleno de significado e importancia – me atrevo a decir que es un acontecimiento histórico en sí mismo. Es la primera vez en la historia que se le ofrece a un Patriarca Ecuménico la oportunidad de dirigirse a un Sínodo de Obispos de la Iglesia Católica Romana y, por eso, ser parte al más alto nivel de la vida de su Iglesia hermana. Consideramos esto como una manifestación de la obra del Espíritu Santo que guía nuestras Iglesias hacia una mutua relación más íntima y más profunda, un paso importante hacia la restauración de nuestra comunión plena.
Es bien sabido que la Iglesia Ortodoxa atribuye al sistema sinodal una importancia eclesiológica fundamental. Junto con el primado, la sinodalidad constituye la columna vertebral del gobierno y organización de la Iglesia. Como nuestra Comisión Internacional para la Unidad del Diálogo Teológico entre nuestras Iglesias ha expresado en el documento de Ravena, esta interdependencia entre la sinodalidad y el primado atraviesa todos los niveles de la vida de la Iglesia: local, regional y universal. Por esto, al tener el día de hoy el privilegio de dirigirnos a Vuestro Sínodo, se acrecientan nuestras esperanzas que llegará el día en el que nuestras dos Iglesias convergerán plenamente respecto al papel del primado y de la sinodalidad en la vida de la Iglesia, tema al que nuestra Comisión Teológica común está dedicando actualmente sus estudios.
El tema al que este Sínodo de los Obispos dedica sus trabajos tiene importancia crucial, no sólo para la Iglesia Católica Romana sino también para todos aquéllos que están llamados a testimoniar a Cristo en nuestro tiempo. Misión y evangelización siguen siendo un deber permanente de la Iglesia de todos los tiempos y lugares, por cuanto forman parte de la naturaleza de la Iglesia, desde que se le llama “Apostólica”, tanto en el sentido de su fidelidad a la enseñanza original de los apóstoles como en la proclamación de la Palabra de Dios en cada contexto cultural de cada época. Por lo tanto, la Iglesia necesita volver a descubrir la Palabra de Dios en cada generación y lo hace con un renovado vigor y persuasión también en nuestro mundo contemporáneo, que en lo profundo de su corazón tiene sed del mensaje de paz, esperanza y caridad de Dios.
Por supuesto, esta tarea de evangelización debería mejorar y reforzarse ampliamente, si todos los cristianos estuviesen en condiciones de realizarlo con una sola voz y como una Iglesia perfectamente unida. En su oración al Padre poco antes de Su pasión, nuestro Señor ha dejado bien en claro que la unidad de la Iglesia está inquebrantablemente relacionada con su misión “para que el mundo pueda creer” (Jn 17, 21). Por eso es más apropiado que este Sínodo haya abierto sus puertas a los delegados de la fraternidad ecuménica, para que todos seamos conscientes de nuestra obligación común de evangelizar, así como de las dificultades y problemas de su realización en el mundo actual. Indudablemente este Sínodo ha estudiado el tema de la Palabra de Dios en profundidad y en todos sus aspectos, tanto teológicos como prácticos y pastorales. En nuestra modesta exposición ante ustedes nos limitaremos a compartir con vosotros algunos pensamientos sobre el tema de vuestro encuentro, delineando el modo en que la tradición ortodoxa lo ha enfocado a lo largo de siglos y, en particular, en la enseñanza de la patrística griega. Más concretamente, nos gustaría concentrarnos en tres aspectos de este tema: la escucha y la proclamación de la Palabra de Dios a través de las Sagradas Escrituras, la visión de la Palabra de Dios en la naturaleza y por encima de todo en la belleza de los íconos, y finalmente degustar y compartir la Palabra de Dios en la comunión de los santos y en la vida sacramental de la Iglesia, pues pensamos que todo esto es crucial en la vida y la misión de la Iglesia.
Al obrar así, buscamos acercarnos a una rica tradición patrística que se remonta a los comienzos del siglo tercero y que expone la doctrina de los cinco sentidos espirituales, pues escuchar la Palabra de Dios, contemplar la Palabra de Dios y saborear la Palabra de Dios son todas formas espirituales de percibir el único misterio divino. En base a Proverbios 2, 5 - sobre la “divina facultad de la percepción (áisthesis)” -, Orígenes de Alejandría proclama: “este sentido se despliega como visión para contemplar formas inmateriales, audición para discernir las voces, gusto para saborear el pan vivo, olfato para oler la fragancia espiritual, y tacto para palpar la Palabra de Dios que es aprovechada por cada facultad de nuestra alma”.
Los sentidos espirituales se describen de varias maneras como los “cinco sentidos del alma”, lo “divino” o las “facultades interiores”, e inclusive como las “facultades del corazón” o de la “mente”. Esta doctrina inspiró la teología de los Padres Capadocios (especialmente Basilio el Grande y Gregorio de Nisa), así como lo hizo la teología de los Padres del Desierto (especialmente Evagrio Póntico y Macario el Grande).
1. La escucha y la proclamación de la Palabra de Dios a través de las Sagradas Escrituras
En cada celebración de la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo, el celebrante que preside la Eucaristía reza “que podamos ser hechos dignos para escuchar al Espíritu Santo”, pues “oír, ver y tocar la Palabra de vida” (1 Jn 1, 1) no son ante todo nuestro título o derecho de nacimiento como seres humanos, más bien, son nuestros privilegio y don como hijos del Dios viviente. La Iglesia cristiana es, por encima de todo, una Iglesia bíblica. Aunque los métodos de interpretación puedan haber variado de un Padre de la Iglesia a otro, de “escuela” a “escuela” y de Oriente a Occidente; la Escritura ha sido recibida siempre como realidad viviente y no como un libro muerto.
Por lo tanto, en el contexto de la fe viviente la Escritura es el testimonio vivo de la historia vivida respecto a la relación del Dios viviente con un pueblo viviente. La Palabra “que habló a través de los profetas“ (Credo Niceno-Constantinopolitano), habló para ser escuchada y tener efecto. Es primordialmente una comunicación oral y directa diseñada para beneficio de los seres humanos. El texto escriturístico es, por lo tanto, derivado y secundario; sirve siempre a la palabra hablada. No se transmite mecánicamente, sino que se comunica de generación en generación como una palabra viva. A través del profeta Isaías, el Señor promete: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra... Así será mi palabra, la que salga de mi boca [...] y haya cumplido aquello a que la envié” (55, 10-11). Además, como explica san Juan Crisóstomo, la Palabra divina demuestra profunda consideración (sunkatábasis) para la diversidad personal y para los contextos culturales de quienes escuchan y acogen. La adaptación de la Palabra divina a la específica disposición personal y al contexto cultural particular define la dimensión misionera de la Iglesia, que es llamada a transformar el mundo a través de la Palabra. Tanto en el silencio como en la declaración, tanto en la oración como en la acción, la Palabra divina se dirige al mundo entero, “predicando a todas las naciones” (Mt 28, 19) sin privilegio ni prejuicio de raza, cultura, género y clase. Cuando llevamos a cabo ese mandato divino, estamos convencidos de lo que Él dijo: “Yo estaré siempre con vosotros” (Mt 28, 20). Estamos llamados a proclamar la Palabra divina en todas las lenguas: “Me he hecho todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio” (1 Cor 9, 22).
Como discípulos de la Palabra de Dios, entonces, hoy en día es más imperativo que nunca que ofrezcamos una única perspectiva – más allá de lo social, político y económico – respecto a la necesidad de erradicar la pobreza, proporcionar equilibrio en un mundo global, combatir el fundamentalismo y el racismo, y desarrollar la tolerancia religiosa en un mundo de conflicto. Como respuesta a las necesidades de los pobres del mundo, frágiles y marginados, la Iglesia puede mostrarse como un signo que define el espacio y el carácter de la comunidad global. Mientras que el lenguaje teológico de la religión y la espiritualidad difiere del vocabulario técnico de la economía y de la política, las barreras que a primera vista parecen separar las preocupaciones religiosas (tales como el pecado, la salvación y la espiritualidad) de los intereses pragmáticos (tales como el comercio, el intercambio y la política) no son impenetrables, desmoronándose frente a los múltiples desafíos de la justicia social y de la globalización.
Sea que hayamos tratado sobre el ambiente o la paz, la pobreza o el hambre, la educación o el cuidado de la salud, actualmente hay un marcado sentido de preocupación general y de responsabilidad común, que es percibida con particular agudeza por la gente de fe, al igual que por aquéllos cuya mirada es expresamente secular. De ninguna manera nuestro compromiso con estos asuntos socava o suprime las diferencias existentes entre las varias disciplinas o está en desacuerdo con quienes ven el mundo de diferente manera. A pesar de esto, son alentadores los crecientes signos de una responsabilidad común para conseguir el bienestar de la humanidad y para la vida del mundo. Es un encuentro de individuos e instituciones que actúa como una buena señal para el mundo. Es un compromiso que destaca la suprema vocación y misión de los discípulos y seguidores de la Palabra de Dios de trascender las diferencias políticas y religiosas para transformar todo el mundo visible para la gloria del Dios invisible.
2. Ver la Palabra de Dios – La belleza de los iconos y de la naturaleza
En ninguna otra parte lo invisible se hace más visible que en la belleza de la iconografía y en la maravilla de la creación. En las palabras del defensor de las imágenes sagradas, San Juan Damasceno: “En cuanto creador del cielo y la tierra, Dios, la Palabra, fue el primero que pintó y retrató los iconos”. Cada pincelada del pincel de un iconógrafo – como cada palabra de una definición teológica, cada nota musical cantada en la salmodia y cada piedra esculpida de una diminuta capilla o de una magnífica catedral – articula la divina Palabra en la creación, la cual alaba a Dios en cada ser y en cada cosa que vive (cfr. Sal 150,6).
Cuando afirmó las imágenes sagradas, el Séptimo Concilio Ecuménico de Nicea no se estaba ocupando del arte religioso; era la continuación y confirmación de las primitivas definiciones sobre la plenitud de la humanidad de la Palabra de Dios. Los íconos son un recuerdo visible de nuestra vocación celestial; nos invitan a elevarnos más allá de nuestras preocupaciones triviales y de nuestros ínfimos reduccionismos del mundo. Nos alientan a buscar lo extraordinario en lo realmente ordinario, a estar llenos del mismo asombro que caracterizó la maravilla divina en el Génesis: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1, 31). La palabra griega [Septuaginta] para decir “bondad” es "kállos", que implica – etimológica y simbólicamente – un sentido de “llamada”. Los íconos subrayan la misión fundamental de la Iglesia de reconocer que todas las personas y todas las cosas son creadas y llamadas para ser “buenas” y “bellas”.
En efecto, los íconos nos recuerdan otro modo de ver las cosas, otro modo de experimentar realidades, otro modo de resolver conflictos. Estamos llamados a asumir lo que la himnología del Domingo de Pascua llama “otro modo de vida”, puesto que nos hemos comportado de manera arrogante y desdeñosa con la creación. Hemos rehusado contemplar la Palabra de Dios en los océanos de nuestro planeta, en los árboles de nuestros continentes y en los animales de nuestra tierra. Hemos renegado de nuestra propia naturaleza, la cual nos llama a rebajarnos lo suficiente para escuchar la Palabra de Dios en la creación, si deseamos ser “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4). ¿Cómo podríamos ignorar las amplias implicaciones de la Palabra divina hecha carne? ¿Por qué no logramos percibir la naturaleza creada como la extensión del Cuerpo de Cristo?
Los teólogos cristianos de Oriente siempre resaltaban las proporciones cósmicas de la encarnación divina. La Palabra encarnada es intrínseca a la creación, que vino a la vida a través de las palabras divinas. San Máximo el Confesor insiste en la presencia de la Palabra de Dios en todas las cosas (cfr. Col 3,11); el Logos divino está en el centro del mundo, revelando misteriosamente su principio original y su finalidad última (cfr. 1 P 1,20). Éste es el misterio que describe san Atanasio de Alejandría: "El Logos – escribe – no está contenido en ninguna cosa y, sin embargo, contiene todas las cosas; está en todas las cosas pero fuera de cada cosa... el primogénito de todo el mundo en cada uno de sus aspectos".
El mundo entero es un prólogo al Evangelio de San Juan. Y cuando la Iglesia fracasa al no reconocer las dimensiones más vastas y cósmicas de la Palabra de Dios, restringiendo sus preocupaciones a cuestiones puramente espirituales, desatiende su misión de implorar a Dios para que transforme – siempre y en todo lugar, “en todas partes en Su dominio” - el cosmos entero contaminado. No hay que maravillarse que el Domingo de Pascua, cuando la celebración pascual alcanza su climax, los cristianos ortodoxos cantan: "Ahora cada cosa se llena de luz divina: el cielo y la tierra, y todas las cosas bajo la tierra. Regocíjese toda la creación".
Toda genuina “ecología profunda” está, por consiguiente, inextricablemente unida a la teología profunda: “Incluso una piedra”, escribe Basilio el Grande, “lleva la marca de la Palabra de Dios. Ésta es la verdad de una hormiga, de una abeja y de un mosquito, las más pequeñas de las criaturas. Pues Él se extiende en los amplios cielos y yace en los inmensos mares; y Él creó el minúsculo hueco del aguijón de la abeja”. Recordar nuestra pequeñez en la vasta y maravillosa creación de Dios subraya únicamente nuestro papel central en el designio de Dios para la salvación del mundo entero.
3. Gustar y compartir la Palabra de Dios – La comunión de los santos y los sacramentos de la vida
La Palabra de Dios se “mueve persistentemente hacia fuera de sí misma en éxtasis” (Dionisio el Areopagita), buscando apasionadamente “poner su Morada entre nosotros” (Jn 1,14) y que el mundo pueda tener vida en abundancia (Jn 10,10). La misericordia compasiva de Dios es derramada y compartida “para que multiplique los objetos de Su beneficencia” (Gregorio el Teólogo). Dios asume todo lo que es nuestro, “ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4,15), para ofrecernos todo lo que es de Dios y convertirnos en dioses por la gracia. “Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza”, escribe el gran Apóstol Pablo (2 Co 8,9), al cual tan acertadamente está dedicado este año. Ésta es la Palabra de Dios; a Él le debemos gratitud y gloria.
La Palabra de Dios recibe su total encarnación en la creación, sobre todo en el Sacramento de la Santa Eucaristía. En ella la Palabra de Dios se hace carne y nos permite, ya no simplemente oírle o verle, sino tocarle con nuestras propias manos, como declara san Juan (1 Jn 1,1) y hacerlo partícipe de nuestro propio cuerpo y sangre (sússomoi kai súnaimoi), según las palabras de san Juan Crisóstomo.
En la Sagrada Eucaristía la Palabra oída es al mismo tiempo vista y compartida (koinonía). No es una casualidad que en los primeros documentos eucarísticos, como el Apocalipsis y la Didaché, la Eucaristía estuviera asociada con la profecía, y los obispos que la presidían fuesen considerados como sucesores de los profetas (ej. Martyrion Polycarpi). La Eucaristía ya fue descrita por san Pablo (1Co 11) como “proclamación” de la muerte de Cristo y de Su Segunda Venida. Puesto que la finalidad de las Escrituras es esencialmente la proclamación del Reino y el anuncio de realidades escatológicas, la Eucaristía es un gozo anticipado del Reino y, en este sentido, la proclamación de la Palabra por excelencia. En la Eucaristía, Palabra y Sacramento se convierten en una única realidad. La palabra deja de ser “palabras” y se convierte en una “Persona” que encarna en ella misma a todos los seres humanos y a toda la creación.
En la vida de la Iglesia, el vaciarse de sí mismo de forma inconmensurable (kénosis) y el compartir generoso (koinonía) del Logos divino se refleja en la vida de los santos como experiencia tangible y expresión humana de la Palabra de Dios en nuestra comunidad. En este sentido, la Palabra de Dios se convierte en Cuerpo de Cristo, crucificado y glorificado al mismo tiempo. Como consecuencia, el santo tiene una relación orgánica con el cielo y la tierra, con Dios y toda la creación. En una lucha ascética, el santo reconcilia la Palabra y el mundo. Mediante el arrepentimiento y la purificación, el santo se colma – como insiste san Isaac el Sirio – de compasión por todas las criaturas, que es la suprema humildad y perfección.
Por eso el santo ama con fervor y amplitud, ambas incondicionales e irresistibles. En los santos, conocemos la verdadera Palabra de Dios, puesto que – como afirma san Gregorio Palamás – Dios y sus santos comparten la misma gloria y esplendor. En la dulce presencia de un santo, aprendemos como coinciden la teología y la acción. En el amor compasivo del santo, experimentamos a Dios como “nuestro Padre” y la misericordia de Dios como “eterna” (Sal 135, versión de los LXX). El santo se consume con el fuego del amor de Dios. Por esta razón los santos transmiten gracia y no pueden tolerar la menor manipulación o explotación en la sociedad o en la naturaleza. El santo simplemente hace lo que es “justo y necesario” (Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo), siempre dignificando a la humanidad y honrando a la creación. “Sus palabras tienen la fuerza de la acción y su silencio el poder del habla” (San Ignacio de Antioquía).
Y en la comunión de los santos, cada uno de nosotros está llamado a “ser como fuego” (Apotegmas de los Padres del Desierto), para tocar el mundo con la fuerza mística de la Palabra de Dios, de tal modo que – como Cuerpo extendido de Cristo – también el mundo pueda decir: “Alguien me ha tocado” (cfr. Mt 9,20). El Mal es erradicado sólo mediante la santidad, no mediante la dureza. Y la santidad introduce en la sociedad una semilla que cura y transforma. Alimentados con la vida de los Sacramentos y la pureza de la oración, somos capaces de entrar en el misterio más recóndito de la Palabra de Dios. Es como en el caso de las placas tectónicas de la corteza terrestre: los estratos más profundos necesitan sólo moverse unos pocos milímetros para hacer añicos la superficie del mundo. Pero para que acontezca esta revolución espiritual, necesitamos experimentar una metanoia radical – una conversión de comportamientos, costumbres y prácticas – respecto a los modos en que hemos mal utilizado o abusado de la Palabra de Dios, de los dones de Dios y de la creación de Dios.
Esta conversión es, por supuesto, imposible sin la gracia divina; no se logra simplemente a través del mayor de los esfuerzos o la fuerza de voluntad humanos. “Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible” (Mt 19,26). El cambio espiritual se da cuando nuestros cuerpos y almas se injertan en la Palabra viva de Dios, cuando nuestras células contienen el flujo de sangre que da vida de los Sacramentos, cuando estamos dispuestos a compartir todas las cosas con todo el mundo. Como nos recuerda san Juan Crisóstomo, el sacramento de “nuestro vecino” no puede estar aislado del sacramento “del altar”. Desgraciadamente, hemos ignorado nuestra vocación y obligación de compartir. La injusticia social y la desigualdad, la pobreza global y la guerra, la contaminación ecológica y la degradación son el resultado de nuestra incapacidad o de nuestra falta de voluntad para compartir. Si reivindicamos mantener el sacramento del altar, no podemos abandonar u olvidar el sacramento de nuestro vecino, pues ésta es una condición fundamental para hacer realidad la Palabra de Dios en el mundo, en el contexto de la vida y la misión de la Iglesia.
Queridos hermanos en Cristo,
hemos explorado la enseñanza patrística de los sentidos espirituales, discerniendo el poder de oír y hablar la Palabra de Dios en la Escritura, ver la Palabra de Dios en los íconos y en la naturaleza, y asimismo, tocar y compartir la Palabra de Dios en los santos y los Sacramentos. Pero en orden a que la vida y la misión de la Iglesia sigan siendo verdaderas, tenemos que dejarnos cambiar personalmente por la Palabra. La Iglesia debe asemejarse a una madre, que se sustenta y se nutre con el alimento que ella come. Nada de lo que no puede alimentar y nutrir a cada hombre podrá sustentarnos. Cuando el mundo no comparte el gozo de la Resurrección de Cristo, ello supone una acusación a nuestra propia integridad y a nuestro compromiso de vivir la Palabra de Dios. Antes de cada celebración de la Liturgia Divina, los cristianos ortodoxos rezan para que la Palabra sea “partida y consumida, distribuida y compartida” en comunión. Y “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos” y hermanas (1Jn 3,14).
El desafío que tenemos delante es el discernimiento de la Palabra de Dios frente al Mal, la transfiguración de cada último detalle y punto de este mundo a la luz de la Resurrección. La victoria ya está presente en lo profundo de la Iglesia, siempre que experimentemos la gracia de la reconciliación y la comunión. Puesto que luchamos – dentro de nosotros mismos y en el mundo – para reconocer el poder de la Cruz, también empezamos a apreciar como cada acto de justicia, cada chispa de belleza, cada palabra de verdad puede eliminar gradualmente la presencia del Mal. Sin embargo, por encima de nuestros frágiles esfuerzos tenemos la garantía del Espíritu, quien “viene en ayuda de nuestra flaqueza” (Rm 8,26) y está a nuestro lado como nuestro defensor y “Paráclito” (Jn 14, 6), penetrando en todas las cosas y “transformándonos – como dice san Simeón el Nuevo Teólogo – en cada cosa que la Palabra de Dios dice sobre el reino celestial: perla, semilla de mostaza, levadura, agua, fuego, pan, vida y sala del banquete místico”. Éste es el poder y la gracia del Espíritu Santo, a quien invocamos como conclusión de nuestro discurso, extendiendo a Su Santidad nuestra gratitud y a cada uno de vosotros nuestra bendición:
Rey celestial, Consolador, Espíritu de Verdad Presente en todas partes y que colma todas las cosas; Tesoro de bondad y dador de vida: Ven, y habita en nosotros.
Límpianos de toda impureza; Y salva nuestras almas.
Porque tú eres bueno y amas a la humanidad.
¡Amén!
Fuente Vatican.va [1]]
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