Expresiones de los concilios del segundo milenio sobre las Indulgencias
De Enciclopedia Católica
Distingamos los concilios ecuménicos o generales y los concilios provinciales. Los primeros, antes de Trento, no expusieron la naturaleza íntima de las indulgencias pero denunciaron los abusos de las que eran ocasión a menudo.
Así, en 1215, Letrán IV denuncia las indulgencias “indiscretas y superfluas” concedidas por ciertos prelados: ellas llevan a “despreciar las llaves de la Iglesia”, es decir su poder de perdonar; recomendando “moderar las cartas de indulgencias”, el concilio pone como ejemplo al pontífice romano, cuya “plenitud de poder” no impide la “habitual moderación” (DS 819).
Aquí aparecía ya el nexo doctrinal entre indulgencias y papado e incluso entre indulgencias y la plenitud del poder pontificio. La doctrina está supuesta sin ser expuesta.
Posteriormente, el concilio de Constanza declara en 1418 (DS 1266) que el Papa puede conceder las indulgencias a los cristianos verdaderamente contritos y confesados. Condena la proposición según la cual es una tontería creer en las indulgencias. Contempla así los errores de Wyclif y Huss.
Unos veinte años después, el Concilio de Florencia, en su decreto para los griegos, reconocía el valor de los sufragios y limosnas ofrecidos por los fieles a favor de otros de acuerdo a las instituciones de la Iglesia (secundum Ecclesiae Instituta: alusión manifiesta a las indulgencias, entre otras). Es importante destacar que tenemos ahí la primera alusión clara de un concilio ecuménico a la oración por los difuntos y que esta alusión insinúa de una manera todavía más vaga las indulgencias (DS 304). Texto aprobado por los representantes de las Iglesias de Oriente, en un primer momento.
Luego, el Concilio de Trento, en dos sesiones distintas (XXi y XXV, respectivamente en 1562 y el 4 de diciembre de 1563) se ocupó de las indulgencias. Ellas recibieron el calificativo de “gracias espirituales” y de tesoros celestes”… el concilio agregaba que esas “santas indulgencias” debían ser comunicadas a todos los fieles y anatematizando a aquellos que les decían “inútiles”. Al mismo tiempo, el concilio decidió la total abolición de las colectas abusivas (hechas por los predicadores de indulgencias)(1) . Las indulgencias-limosnas desaparecieron y el tesoro espiritual de la Iglesia dejó de ser la oportunidad de acrecentar los tesoros materiales de sus miembros.
Pío V, después del concilio, resumió los frutos de una profesión de fe (1564) en un contexto netamente escatológico (purgatorio, valor de los sufragios por las almas purificadas, veneración de los santos y culto a sus imágenes), la Iglesia afirmaba que Cristo le dejó el poder de instituir las indulgencias y que su uso es supremamente salutario para el pueblo cristiano (DS 1867), es decir: que lo conduce a la salvación eterna. Se reencontrará, sin duda, las mismas orientaciones, con matices significativos, en numerosos concilios provinciales de los períodos medievales y post medievales. Habría ahí materia para una investigación muy interesante.
La reflexión de San Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, sigue siendo sugestiva: las convicciones de la Iglesia sobre las indulgencias deben ser engarzadas en el tercer artículo del símbolo, remitidas a la tercera persona del Espíritu Santo que es la remisión perfecta, no sólo de los pecados, sino también de las penas temporales que les serían debidas aun después de su perdón.
Aunque los teólogos tengan opiniones diversas sobre la pertenencia de la doctrina concerniente a las indulgencias al depósito de la Revelación propiamente dicha; se puede admitir que ella está, al menos implícitamente, contenida bajo el título de la remisión de los pecados del que habla el tercer artículo del símbolo. Las indulgencias lo desarrollan.
Como bien lo dice el Doctor de Nimègue, “suprimir las indulgencias, es despreciar a la Iglesia, oscurecer y de alguna manera demoler un artículo consolador de nuestra fe”. Es seguir las huellas, no de los cristianos, sino de los paganos e incrédulos. Negar las indulgencias es mutilar esta espléndida parte del Evangelio, en la cual Cristo, Nuestro Señor y Redentor, fundó el poder de la Iglesia claramente prometido a Pedro y a sus sucesores, luego transmitido sobre la tierra como un supremo tesoro: “Te doy las llaves del reino de los cielos: todo lo que ates sobre la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19).
Dicho de otra manera, la primacía de Pedro culmina en el poder de indulgenciar: ella es ante todo una primacía de misericordia y de perdón. Primacía supremamente salutaria, ya que lleva a abrir el camino que conduce a la vida eterna.
José Gálvez Krüger 08-04-2009
(1). DS 1835.