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Martes, 19 de marzo de 2024

Vaticano II: Contexto histórico y cultural

De Enciclopedia Católica

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Presentación

El reto de ofrecer una perspectiva histórica y cultural del siglo XX hasta el concilio Vaticano II, a la vez buena y breve, es difícil por la variedad de elementos y planos de análisis que habría que presentar, pero se me ha pedido intentarlo en atención a la necesidad de encuadrarlo desde la historia. De aquí que lo que sigue no es un conjunto de enunciados más o menos ilustrados con anécdotas históricas, sino más bien, pretende ser una presentación panorámica, orgánica, con ciertos acentos que pueden ayudar a la comprensión del acontecimiento conciliar. Como ejercicio para el conocimiento histórico, apunta a situarlo en su época de modo que podamos tener como fruto una época –un tiempo, una coyuntura histórica- efectivamente mejor conocidos que nos ayude a hacernos cargo de modo más cabal de la realidad del concilio, antes y durante su desarrollo. Aclaro que del post-concilio parece preferible no hablar en este artículo por razones que estimo obvias. Por ejemplo, porque no podemos entender el después sin haber comprendido el antes, y, porque el campo de consideraciones que abriríamos sería inmenso y fácilmente nos extraviaríamos en la aventura de hacer entradas en tan enorme bosque. Es largamente preferible cuidar la seriedad académica del intento; y con esta aspiración, comienzo esta presentación del siglo XX hasta los años sesenta.

Empecemos delimitando el área a referir según los siguientes dos criterios: Primero, tocaremos lo que grosso modo tenga relación con el proceso histórico eclesial de la época, prestando atención, por una parte, a los acontecimientos y procesos políticos y sociales, y por otra, a lo cultural (en escala colectiva o individual). Segundo, en lo temporal tocaremos tres coyunturas: a) Del inicio de siglo hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, b) el tiempo de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y la post-guerra hasta 1959, y c), el inmediato período conciliar (de 1960 a 1968).

Del inicio del siglo hasta la Primera Guerra Mundial

Según el sentir común la vida comienza en un punto concreto del que obviamente no tenemos registro, pero que podemos situar perfectamente, por lo menos en cuanto al día de nuestro nacimiento, pero con la historia no sucede así. Un siglo sigue a otro pero cada uno no comienza el primero de enero del primer año, pues la historia es continuidad, proceso incesante.

Por ejemplo, está bien asentado el enfoque de autores importantes como Tenenti, y además famosos como Hobsbawm respecto a los últimos siglos . Así, parece claro que el siglo XIX comenzó en el XVIII, con la Revolución Francesa, y terminó con el efímero esplendor de la belle époque, en los años diez del XX. Y este último, en realidad, habría pues sido muy corto, desde el estallido de la Gran Guerra hasta fines de la década.

Asumiendo este enfoque, añadiremos algo yendo más allá de la tradicional periodificación que sitúa la Edad Contemporánea después de la Edad Moderna, advirtiendo que, en realidad, las monarquías absolutas del XVIII constituyeron la forma final del extendido mundo del Antiguo Régimen. Como podrá advertirse, con la expresión Antiguo Régimen sugiero comprender bastante más que una determinada configuración político social, un modelo de relaciones entre la Iglesia, el Estado y la Sociedad. Planteo asumir que implicó una mirada omnicomprensiva, de la realidad… un modo de entender la vida y su sentido, en términos sociales e individuales. Y, consiguientemente, una forma de organizar la realidad y de situarse ante ella.

En este mundo del Antiguo Régimen, el cristianismo católico vivió más o menos cómodamente instalado durante un tiempo muy largo, de varios siglos, que le indujeron a pensar que tal era la realidad como Dios la quería, incluso que aquella configuración concreta de la vida, era la forma de la vida, según la mente divina. Pero en la historia bullen dinamismos que van erosionando realidades tenidas por imperecederas, precipitando, en apariencia súbitamente, su desmoronamiento y la configuración de formas nuevas. Concretamente, el Antiguo Régimen comenzó a desplomarse con el terremoto revolucionario en Francia, precedido de desplazamientos, digamos “subterráneos”, en el plano de las ideas y la gestación de una nueva cultura (no solo política).

Así, el siglo XIX fue el siglo de la edificación optimista y vital de un nuevo mundo, de una nueva civilización, de entraña ya no cristiana, con una manera diferente de contemplar la vida, la naturaleza, con un nuevo sentido de la realidad… y esta nueva configuración político-institucional, social, cultural… y obviamente, religiosa, fue la Modernidad burguesa-liberal, que se consolidó en el siglo siguiente, pero a su vez entró en crisis en los años sesenta para comenzar a desmoronarse en su última década tras el terremoto político-ideológico del colapso de la Unión Soviética.

En este enfoque, el cristianismo –y la Iglesia Católica en particular- experimentaron el final de dos mundos… el del Antiguo Régimen y el de la Modernidad. Pero sin duda, la bestia negra a la que primero enfrentó y luego procuró adaptarse sin ceder en lo fundamental, fue la Modernidad. Por esas ironías de la historia, con la convocatoria del primer concilio vaticano, se pensó proyectar mejor una contestación a una Modernidad que había avanzado ya muy rápido; y con la convocatoria del segundo concilio vaticano, la Iglesia pretendió responderle desde una nueva actitud, fortaleciendo su identidad y su discurso creyente. Sin embargo, el Vaticano II se celebró justo cuando la modernidad comenzaba a entrar en profunda crisis. Y así, como ya se ha dicho con irónica amargura, “cuando ya creíamos tener las respuestas, nos cambiaron las preguntas”.

Acompañados de estas consideraciones, ahora volvamos la mirada a principios del siglo XX, cuyo inicio fue festejado con los mejores augurios por parte de las elites sociales e intelectuales de la mayoría de países más avanzados.

¿He dicho avanzados? Sí, porque precisamente aquí tenemos una clave de comprensión de una época, que imaginó la historia como un camino de progreso ilimitado gracias al libre despliegue de la razón. Estaba vigente el mito positivista del progreso, del progreso de un orden secular en el que la ciencia se había convertido en la fuente segura de la verdad desplazando a la religión, y la proveedora de soluciones cada vez más asombrosas a los problemas de la existencia humana, retando la tradicional confianza en la Providencia. Así, se creía vivamente que con la razón jurídica y el imperio del derecho desaparecerían las guerras, que el desarrollo económico aseguraría el progreso y desterraría la miseria, que con el desarrollo tecnológico se doblegaría la naturaleza y se aseguraría la salud, que con la educación y la formación cívica y moral, requisito insustituible del avance de la civilización, las sociedades resolverían sus problemas internos.

En esta línea de optimismo los países más avanzados de Occidente, con economías colonialistas en ritmo de expansión pero también de competencia, proyectaban para sus sociedades un futuro promisor, un destino soñado desde los oropeles de la denominada belle époque, que sin embargo, llevaba en sus entrañas las fuerzas de su próxima destrucción.

En efecto, en las cortes y círculos de poder más encumbrados de Europa, el imperialismo nacionalista se exacerbaba disponiendo los ánimos para una futura guerra que sería la más atroz. Pero también, la fragilidad del orden, el stablishment, se evidenciaría pronto una gran crisis económico-financiera que precipitaría una de tipo político social de graves consecuencias, por la creciente capacidad de acción del marxismo y del anarquismo en contextos de caos y tensiones sociales extremas.

Conviene recordar aquí, que más allá de la obsesiva necesidad de seguridad de la elite de las sociedades occidentales, incluyendo la parte europea del imperio ruso, en realidad la historia reciente venía marcada, de modo recurrente, por la gran cuestión de la revolución. En efecto, se ha dicho que la Modernidad contemporánea ha sido la era de las revoluciones, pues como una constante, desde 1789 hasta fines del siglo XX, la dinámica político social estuvo marcada por la lucha entre quienes soñaban, preparaban o realizaban revoluciones, y quienes las temían, prevenían o enfrentaban. En la primera mitad del XIX, 1830 y 1848 constituyen dos grandes momentos revolucionarios, padecidos por las clases medias, aristocracia y monarquías e iglesias cristianas. Y en la segunda mitad del siglo, el socialismo marxista entra en escena para procurar revoluciones, presencia y empeño en el mundo entero que no cejará hasta la segunda mitad del siglo XX .

En realidad, desde el plano de la cultura, el orden y modelo de vida pergeñados por la civilización burguesa liberal habían construido un nuevo tipo de hombre, un nuevo arquetipo de varón o mujer, la dama y el caballero, adornados de virtudes morales y cívicas. Aparentemente, incluyendo la religión, pero en realidad, entendiéndola solo como proveedora de moralidad, ya muy lejos por tanto del fuerte sentido de vida cristiana enraizado en el vínculo personal y social con Dios, tan claro en el Antiguo Régimen .

La filosofía y la literatura de la época, por mencionar dos ámbitos importantes de la producción y la divulgación cultural, fueron muy duros contra el modelo de sociedad y de persona proyectados por la Modernidad. Aún hoy impresionan las diatribas de Nietzche atravesando le época contemporánea y dándose luego la mano con el coro de lamentos del existencialismo de mediados del XX. En realidad, puede reconocerse en el camino de la modernidad contemporánea toda una reacción denunciando la falta de sentido y la vaciedad de su propuesta de vida.

En este sentido, el atractivo de la transgresión, la fascinación por romper las reglas y contradecir lo establecido –el orden supuestamente perfecto e inmutable en el que se constreñía la vida- jalona toda la historia cultural y social del siglo XX, pero comenzando en el XIX. De Baudelaire a Camus, pasando por la feroz crítica de Zolá y la contundencia fascinante de Dostoievsky (muy duro también con la religión en su magistral diseño del “Gran Inquisidor” en Los hermanos Karamazov), por mencionar solo algunos, la cultura contemporánea se vuelve casi constitutivamente contestataria, encarnando intensamente los ideales primigenios de la modernidad liberal sembrados por la Ilustración.

Prosiguiendo con el panorama cultural, es importante agregar la crisis de sentido que de las elites va permeando hacia lo popular, precisamente por los canales abiertos por la educación y la cultura de las libertades (de pensamiento, expresión, y credo) . Me refiero a la gran crisis de certezas en Occidente, afectando definitivamente sus fundamentos cristianos más profundos, no arrasados por la revolución política, social o cultural, pero tocados por el virus de la sospecha y la desconfianza.

Vamos a ver, me refiero al impacto de la historia narrada por profesionales o charlatanes, que desde el XVI construye una caricatura siniestra de la Iglesia Católica denunciando que constantemente traicionó los valores que proclamó, traicionó al hombre al que aseguró servir, convirtiéndose en una gran y abusiva estructura de dominación que prolongaba su poder gracias a la mentira y la impostura.

sí, los ilustrados del XVIII produjeron y difundieron el anticlericalismo moderno entre las elites sociales, con el paso del siglo XIX y la llegada del XX, la difusión pertinaz de medias verdades y calumnias sobre la Iglesia católica, fue modelando la mentalidad de la población sembrando la duda y la desconfianza, el prurito crítico y la desidentificación con el catolicismo en Occidente .

El anticlericalismo fue tiñendo la actitud religiosa de las elites cultas –o no tanto- por la idea de que la Iglesia era enemiga del progreso, de la libertad, de la verdad… y por tanto, enemiga del bien del hombre. Por supuesto, esto se potenció con la oposición, y aún, lucha, de la Iglesia, contra la Modernidad, rechazándola en bloque. En realidad, en esta delicada cuestión entraremos más en la siguiente conferencia, y aquí sólo lo mencionamos.

De todas formas la desconfianza y rechazo contra la Iglesia tiene que ver –incluso aún hoy, desgraciadamente- con la mentira de que ella no es fuente de verdad, sino su enemiga, verdadero “baluarte del oscurantismo y la superstición”. Esta idea, acuñada por la crítica protestante en el XIX, se levantó como una gran ola por el impacto de ciertos descubrimientos o logros de la razón proyectados a la sociedad desde las ciencias o estudios históricos .

Los estudios críticos de la Biblia en el campo protestante, pusieron las bases, en el siglo XIX, para sospechar de la realidad y consistencia histórica del Señor. Se comenzó a hablar de la búsqueda de un Jesús de la Historia, a develar gracias al estudio crítico de los textos, libre de las ataduras de la tradición eclesial –católica o protestante-, y de un Cristo de la Fe, impuesto por las iglesias y, en definitiva, fabricado eclesiásticamente.

De modo que en círculos más o menos informados, se fue estableciendo la especie de que ni sobre Jesús se podía estar seguros. Pero además, tampoco sobre el origen del mundo y su sentido, gracias a la vulgarización de los planteamientos de Darwin, de modo que en la segunda mitad del XIX el ser humano pasa a no ser contemplado más como la cumbre de una naturaleza creada por Dios, sino como un animal cuya sofisticación y logros se deben al azar y factores evolutivos.

Esto entronca con el ya bien enraizado naturalismo ilustrado, que ve a la naturaleza como magnitud autónoma de la divinidad y espacio de la realización humana. Se criticará el antropocentrismo como expresión de ridícula vanidad inducida por la fe cristiana que contempla al hombre como ¡centro del universo!

No quiero extenderme mucho más en estas constataciones sobre la cultura contemporánea, progresivamente anticristiana, pero es forzoso mencionar, aunque sea tan solo eso, el cuestionamiento de la visión tradicional del hombre como ser consistente, racional y libre, desde las tesis de Freud sobre el inconsciente. Y también, lo que suponen, para los parámetros de comprensión de la realidad, los aportes de Einstein a comienzos del siglo XX, cambiando la perspectiva newtoniana. Y ya no digamos, lo que sugieren los últimos avances en la comprensión de la realidad de los objetos. (Y eso que sobre esto es aún muy poco lo que se suelen decir y pensar el común de las personas).

En este contexto, conviene integrar información que nos refleja en algo la continuidad del proceso de secularización con el que se inaugura el siglo XX. Como ya podemos advertir, el retroceso de lo religioso –esto significa secularización- en la vida de sociedades, instituciones y personas, trajo una descristianización de las mentes y las costumbres. Así por ejemplo, en Marsella, en 1840 el 50% de la gente iba a misa dominical, pero en 1901 –atención, no en 1990- sólo el 16% .

Con estos trazos, podemos considerar ya presentada la realidad occidental en los países más avanzados en tiempos del estallido de la Primera Guerra Mundial, que destruyó, por sus proporciones y el extremo daño que ocasionó con sus millones de muertos –por primera vez en la historia humana- y el sufrimiento de la población, prolongado luego en la tremenda crisis económica y social que sobrevino, el ensueño de bienestar y progreso incesante en que se arrullaron las elites extensamente captadas por la nueva fe positivista y ya apreciablemente alejadas del cristianismo.

Tiempo de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y la post-guerra hasta 1959

Los años de entreguerras pueden considerarse, sin duda, como un tiempo de frustración no digerida, trocada en desesperación. Por un lado, incluso en los países vencedores, el hueco enorme que dejó aquel dolor y mortandad inimaginables causados por la misma civilización que estar en camino de plenitud. Y consumidas las energías psíquicas de Occidente, vacío en el ánimo, en cuanto en cierta forma ya había perdido su alma al darle la espalda al cristianismo y carecía de recursos espirituales para avizorar un horizonte de sentido. Y por añadidura, a fines de la década del 20, la crisis del 29 se reveló peor en extensión y consecuencias que la de 1873. Fue así que la postguerra vino a ser terreno fértil para la prédica de radicales y fanáticos que permitirían, sobre todo en los países más afectados – Alemania y la URSS, pero también Italia- construir un sueño de futuro que pusiera en pie y galvanizara las energías nacionales, aunque fuese necesario para ello nutrirlas de odio, (sea de clase o nacionalista).

En efecto, las frágiles democracias constituidas a la caída de los imperios no pudieron sortear las tormentas sociales y políticas a que la pobreza agudizada por la crisis, y así llegaron al poder los grandes proyectos totalitarios que marcarían –literalmente a fuego- la historia del siglo XX: en Rusia, el genio político de Lenin haría posible la captura del poder supremo sobre el caos y la debilidad que el intento democrático de Kerensky no pudo resolver, y por medio de la guerra civil llevó al gobierno del gigante del este el proyecto ideológico, político y social, diseñado el siglo pasado por Marx y Engels, pero releído y desarrollado por brillantes personajes como el mismo Lenin, Trostky, …., y otros.

En los años finales de su vida, Lenin sacó adelante su utopía marxista y la proyectó al mundo que, según creían, esperaba el despertar que el activismo político radical traería a los pueblos predicando el nuevo evangelio socialista. Si los años veinte fueron del sueño de solidez del gran edificio del liberalismo político, cultural y económico, surgido con la Ilustración, en realidad, ya nadie dormiría tranquilo, pues la capacidad de acción de marxistas y anarquistas en contextos de caos, se reveló siempre muy peligrosa. La vieja dinámica de oposición entre revolución y reacción que dio a luz a la Modernidad contemporánea, siguió viva en el siglo XX, y el sueño de “la revolución mundial” no dejaría de ser perseguido a lo largo de él.

En Italia, sin embargo, el sueño también era el de un futuro grandioso, pero con una transformación de signo distinto. Mussolini enamoró Italia con la perspectiva de una renacida gloria imperial, que gracias a un estado fortísimamente centralizado prometía levantar una sociedad abatida. En este sentido, el Fascismo apareció como fórmula de un futuro, aunque realmente traería desgracia y máxima degradación al país.

En Alemania, Hitler diseñó como remedio para la postración germánica un modelo ideológico en cierta forma cercano al Fascismo, pero distinto, con el odio nacionalista y xenófobo como motor, proyectando el renacer de la gran Alemania a un Reich que duraría mil años.

Estas tres expresiones de totalitarismo se idearon y anunciaron como remedio para la sociedad, en bien del hombre, de su libertad y como camino de plenitud… pero constituyeron expresiones en extremo perversas de cómo el mal puede ser llamado bien y cómo la razón, abandonada a sí misma, sin una luz superior, puede extraviarse y concebir realidades de opresión y muerte.

En este punto conviene fijar la mirada en la malignidad intrínseca del totalitarismo. Para él, cualquiera sea su signo, de izquierda o derecha, el Estado absorbe a la sociedad, sometiendo a su dirección toda realidad, personal o comunitaria. Libertad y autonomía se consideran diluyentes, disgregadoras de las energías y potencial de la nación, que deben estar regidas por una voluntad que lo dirige absolutamente todo, hacia el bien del conjunto, pero en realidad, aplastando al individuo como persona. Así, despojado de rostro humano, reducido a número en una estadística, el hombre es pieza de un mecanismo cada vez más opresivo, en el que come, duerme, se alimenta, y trabaja, en una existencia unidimensional.

Los totalitarismos del siglo XX, absolutizando al Estado y al líder máximo, convertido en supremo dador de todo bien, organizaron una ritualidad cívica para-religiosa, en realidad, pagana, a la gloria y adoración de quien dándolo todo, prometiéndolo todo, exigieron todo del hombre: sus consagración total, sus sueños, su misma vida.

Así, no es extraño que por llevar a cabo sus proyectos político-sociales, culturales, económicos y militares, siempre a la mayor gloria del Estado y la nación, encarnada en el líder máximo, los totalitarismos del siglo XX hayan sacrificado millones de vidas, en la Unión Soviética, en la China y otras partes del mundo, y en la Europa bajo el dominio hitleriano.

Alguien ha escrito, y creo que con acierto , que una de las revoluciones del siglo pasado, quizá la más importante, fue la de la esperanza. Es decir, que desde entonces las sociedades –mucho más en tiempos de creciente globalización- rehúsan resignarse a que las cosas sigan igual, a que no mejoren. La resignación tradicional del pobre, del desposeído de medios, de oportunidades, de apoyo, ya no se reconoce como antes. Y a medida que se ausenta, crece la convicción de que las cosas pueden y deben ser mejores. Que nunca más deben pasar ciertas cosas, que nunca más hay que rendirse sin luchar por un mundo mejor.

Esta “revolución de la esperanza” –con distinta naturaleza y alcance, por supuesto- ha movido la historia de la post-guerra mundial. Lo imposible se hizo posible, las grandes naciones de Occidente, empobrecidas por la guerra, se levantaron en cuestión de una década y poco más. Por supuesto que no lo hicieron solas, pero el “milagro” sucedió en Alemania, Italia, Francia, y –detrás del “telón de acero”- con otros fundamentos, también en la Unión Soviética y, aunque sea algo, en sus satélites de Europa oriental .

Otra expresión de la “revolución de la esperanza” fue la descolonización, extendida y acelerada desde el mismo fin de la guerra y hasta fines de los cincuenta. El gran valor contemporáneo, la Libertad, surgía enarbolado por soviéticos y norteamericanos, con distinta concepción, naturalmente, pero haciendo imposible en todas partes la perpetuación del colonialismo tradicional. Como es lógico, la descolonización se dio teñida de color político-ideológico. En muchas partes, surgieron repúblicas socialistas patrocinadas por Moscú o Pekín, (como se decía entonces). Y la Guerra Fría se ampliaba por el globo siempre en nombre de la Libertad.

Sin embargo, el romanticismo implícito también en esta nueva forma de lucha entre el bien y el mal, se vivía en una situación de angustiante actualidad, cada vez más grave. La carrera armamentista estimuló por décadas la ciencia y la tecnología, pero orientadas fuertemente a la producción de nuevos sistemas de armas. Entre estos, el más fascinante y peligroso era el atómico.

Cuando hacía poco que las dos superpotencias habían logrado incrementar el poder destructivo del armamento atómico con un salto tecnológico importante, en 1956 el Ejército Rojo entró en Hungría para asegurar su control y Estados Unidos no actuó para impedirlo. Pocos años más tarde, la Unión Soviética retrocedería también frente a la enérgica actitud norteamericana durante la crisis de Cuba de 1962. Estaba clarísimo que ninguna de las dos partes pretendía usar su capacidad, pero igual el mundo se acostumbró a vivir por décadas bajo la perenne amenaza de la devastación mundial por causa del hombre. En este sentido, la segunda mitad del siglo fue la de una intensa sensación de inseguridad.

En este contexto, fuera del campo de las ciencias tradicionalmente llamadas “naturales”, de la ciencia experimental y productora de tecnología, un incrementado “malestar en la cultura” teñía el panorama del pensamiento y el arte contemporáneos.

Es imposible pretender aquí siquiera esbozar una presentación de la enmarañada trama de líneas que, del XIX, prosiguen en el pensamiento del siglo XX con aportes multidireccionales. Mas sí viene muy al caso el señalar una cuestión que afectó en general el clima cultural de la década anterior al concilio Vaticano II, y es la de la pérdida de sustancia de lo humano en cuanto tal, con la crisis en suponía para el antropocentrismo moderno. En efecto, ¿Qué podía dar soporte en adelante, destruidos ya los puentes con la metafísica y con el pensamiento cristiano tradicional, a la consistencia del hombre en cuanto hombre? Más allá de las afirmaciones de “lo humano”, subsistía la imperiosa necesidad de afirmar la dignidad intrínseca de la persona como individuo irreductible a la masa. Y esto, precisamente a partir del horror de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto judío en particular.

Al interior de un sistema perverso, la interacción entre hombres que se des-humanizan al no reconocer-tratar al otro como tal, despojándoles de su carácter de sujeto con rostro, con una mirada personal; y esto como exigencia de un sistema en el que forzosamente había de ocurrir así, haciendo imposible la inter-relación con el otro como sujeto, destruido en cuanto tal, constituyó un acontecimiento aterrador para la conciencia y el espíritu de Occidente . A la pregunta de dónde está Dios, se sumó la pregunta por dónde está el hombre.

En esta línea, la post-guerra se distinguirá por una doble característica, contradictoria. Por una parte, por afirmar un modelo cultural supuestamente óptimo, en el que todo esté, finalmente, en su lugar… es decir, con la impronta del american way of life, el apogeo del ideal burgués de caballero y dama; y por otra, por incubar una gran rebelión cultural precisamente contra este modelo único, que sometido a gran tensión en la segunda mitad de los cincuentas, estallará –con el movimiento hippie, entre otras expresiones- en los años sesenta.

Pero en realidad este cuadro tenía un doble trasfondo que añadía dramatismo a la cuestión: por un lado, el modelo burgués de dama y caballero venía apareciendo desde el siglo anterior, como expresión acabada de moralidad y civismo, encarnación del modelo cristiano de persona. Pero por otro lado, este mismo modelo burgués se alzaba frente a su contraparte socialista. En efecto, el modelo alternativo era el del hombre nuevo (varón o mujer) proletarios, puros, solidarios, moralmente superiores –no afectados de la codicia capitalista- de la sociedades comunistas, que tan bien perfilaba por la propaganda soviética de la época.

Es así que con el trasfondo de la contraposición ideológica de modelos de persona y de sociedad, en Occidente apareció una corriente contestataria que se fortalecía con las debilidades del sistema, a pesar de los extraordinarios logros materiales exhibidos por las economías capitalistas en la década posterior a la guerra. Así, al interior de los prósperos países occidentales, con activa participación en ello de marxistas y existencialistas, se acusó al modelo liberal de sociedad de constituir un sistema perverso, despersonalizador, destructor de los individuos como personas, aplastados entre los engranajes de la economía y del mercado.

En el contexto de la Guerra Fría y el enconado debate ideológico en Occidente –en la esfera comunista, sencillamente no había debate- a la pregunta por el hombre se sumaba con fuerza la pregunta por Dios. ¿Dónde había estado Dios mientras su pueblo moría en los campos de concentración alemanes? Es que la pregunta por el hombre conduce a la pregunta sobre el mal y el sufrimiento del inocente, (pensemos en Camus por ejemplo ), y esto lleva a la pregunta por la Libertad.

Por eso no es coincidencia que la post-guerra fuese el tiempo de la descolonización del mundo, Asia y África en particular, y que este proceso “de liberación de los pueblos” -se decía entonces- quedara inscrito en el marco de la Guerra Fría. Así, los casos de Corea, la antigua Indochina francesa, el Medio Oriente, estremecieron al mundo y aumentaron la sensación de conflicto generalizable, global, es decir, de sensación de riesgo para todo el planeta. Entretanto, “la causa de Dios”, del Dios de los cristianos, parecía estar en retroceso indetenible por la secularización de la vida de personas y colectividades, obviamente en países que pasaban a integrar la órbita de Moscú o Pekín, pero también en Occidente. Por supuesto, en las elites intelectuales del llamado “Primer Mundo”, el ateísmo hacía tiempo que era una opción extendida.

El inmediato período conciliar (1960-1968)

  A fines de los cincuenta ya pocos creían en la integridad moral y en la limpieza de motivaciones detrás de la prédica soviética y norteamericana, cada una actuando “en defensa de la Libertad” supuestamente amenazada por el contrario, ya sea en Polonia o Hungría en el 56, o en Corea en el 58, el descrédito del estalinismo denunciado por el mismo Khruschev en su famoso discurso ante el PCUS en 1956, y el descrédito de la campaña del senador McCarthy.
  

En realidad, solo la dinámica de posiciones en la Guerra Fría y el poderío de los antagonistas principales podían asegurar la solidez del respaldo de sus aliados. Al interior de sus sociedades, aparentemente consistentes, sólidas, surgían resistencias, fracturas y desidentificaciones que, en Occidente, tendrían el carácter de una gran revolución cultural de largo alcance y duración.

Pero esta revolución cultural se asentó sobre otra revolución, que comenzó a transformar las sociedades occidentales ya en el siglo XIX, y que continuó en el XX y aún prosigue, habiendo ya rebasado largamente los límites de Occidente décadas atrás. De todas formas, sobre esta revolución social, se produjo la revolución cultural que en adelante va a captar nuestra atención de manera especial .

De la transformación de las sociedades occidentales en el siglo XX conviene aquí mencionar que la mayor fue la progresiva disminución del campesinado como componente mayoritario de la sociedad y la indetenible reducción de su relevancia económica. Los pueblos se fueron vaciando, la vida urbana se masificó, y los vínculos de tipo familiar y generacional se fueron alterando y debilitando. Además, la juventud cambió convirtiéndose en actor social autónomo, difícil de controlar. Desde luego, unas décadas antes, la consistencia del movimiento estudiantil en Sudamérica, por ejemplo, ya anticipó lo que podía venir. El anhelo de cambio, aunque sea en un campo tan circunscrito como el universitario, expresó que la creciente juventud estudiantil, no estaba dispuesta a soportar la pesadez de la tradición y el “así es y así será siempre” como respuesta universal.

or cierto, los jóvenes de la reforma universitaria de Córdoba aún vestían de saco y corbata, pero en los cincuenta, súbitamente, la juventud las dejó para siempre y amplió enormemente el alcance de sus reclamos y la extensión de su movimiento. A mediados del XX, jóvenes y profesores que desde la academia, la vida profesional o la política, coloreaban del rojo revolucionario sus enfoques y propuestas, simultáneamente consumían ya productos culturales específicos para ellos, incluso pensados precisamente para resquebrajar y derrumbar las viejas fronteras de lo cultural. El cine, las artes plásticas, pero sobre todo la música, proporcionaron elementos con los que construir un nuevo lenguaje y un nuevo discurso.

Otro cambio de incalculable magnitud lo proporcionó el movimiento feminista, de la mano con la progresiva pero cada vez más rápida salida de la mujer de su marco tradicional de realización. A mediados de siglo se fue haciendo común ver mujeres en las universidades, el mundo del trabajo y la política: Golda Meir sorprendió al mundo en los tempranos sesentas. Unas décadas después, prácticamente no había sociedad avanzada en la que no fuera posible encontrar mujeres en puestos de alta responsabilidad en casi cualquier campo.

De todas formas, y a propósito de la mujer, es momento de referir la revolución cultural que de la mano con estas transformaciones sociales cambiaría la faz de Occidente y del mundo en la segunda mitad del siglo XX.

Quizá nunca se dirá bastante sobre el poder revolucionario de la píldora anticonceptiva y del hecho –pues eso es lo que es- de que en adelante “ellas” comenzasen a decidir sobre el cuándo, cómo y con quién tener relaciones sexuales sin temor a las consecuencias (desde el embarazo a la censura familiar o social). Por cierto, como a tantas cosas a inicios de los sesenta, a esto se le llamó “liberación”. Y esté bien o no, sea verdadera o falsa liberación, lo indudable es que aquella juventud de los sesenta, arrastrando con ella a jóvenes adultos y también alguna gente mayor, a todo ideal le llamó liberación, y la palabra fue quizá la que mejor expresa el talante de la época previa y posterior al concilio.

Aquí comenzó el resquebrajamiento de la familia, con un correlato más o menos rápido de cambios legislativos. Las leyes de divorcio, y más tarde, las del aborto, por ejemplo, quizá más que generar una relajación de la institución familiar fueron un reconocimiento y regulación jurídica de hechos. Y a propósito de la familia y su crisis en la segunda mitad del siglo, ya a mediados, en el tiempo que nos ocupa, se aceleró el cambio de las relaciones al interior de la familia y los vínculos intergeneracionales. El “cabeza de familia” fue dejando de serlo, los padres tuvieron que afrontar la rebeldía de hijos con una capacidad de autonomía y soporte exterior antes nunca vistos. El quiebre, no ya el desafío, de las realidades morales, patrones estéticos y tradiciones más consolidadas, fue expresión pero también alimento de una cultura específicamente juvenil, que comenzaba a decirle a la próspera sociedad adulta de la post-guerra, orgullosa de los “milagros” económicos y su progreso material, con su propia perspectiva de lo que era malo o bueno para todos, y empeñada en una dura lucha con el modelo socialista en Europa o Asia: no nos gusta esta sociedad y ni en lo que nos va a convertir, no queremos ser como ustedes, no queremos vivir en un mundo así...

¿Cómo encuadrar aquí un fenómeno tan vasto y aún en marcha? ¿Cómo entender que, en vísperas del Vaticano II, el mundo al que la Iglesia quiso anunciarle de modo nuevo la fe, en la línea del famoso discurso del papa Juan XXIII en enero del 59, de pronto comenzaba a difuminarse?

Una buena manera de enfocar esta coyuntura histórica de cambio sería considerar la revolución cultural de los sesenta como la contestación definitiva de la cultura burguesa-liberal, proyectada en el siglo XIX y plasmada en la primera mitad del XX. Cultura surgida del soñado potencial de la razón desvinculada de la matriz cristiana, y que según se creyó, sería capaz de realizar una historia de progreso indetenible, fundado precisamente en sus propios logros, en las conquistas de una nueva filosofía, una nueva ciencia, y una nueva sociedad.

Sin embargo, la filosofía enarbolada por estos profetas del cambio, de un futuro que, según decían, ahora sí sería mejor, no era precisamente nueva. Surgió de la Ilustración, y en mucho se constituyó con el reciclaje del marxismo. Reich, Marcuse, Sartre, a lo más a solo cierta distancia de Khruschev o Mao, alentaron a la juventud occidental a soltar amarras y lanzarse a construir el futuro. Quienes asumieron el reto, se movieron al interior de la competencia entre el “mundo libre” que repudiaban, y la utopía marxista de un nuevo modelo político, social y cultural. Desde luego, desde el ateísmo y el rechazo de la religión institucionalizada, desde el existencialismo, el hipismo, y el neo-naturalismo, y siempre en confrontación con la “decadente” cultura burguesa-liberal, que alcanzó su pico simbólico a partir de mayo de 1968.

En este panorama, con el cambio y la revolución como consignas para todo, es lógico que se generalizase el llamado a la Iglesia para que cambie y participe en el nuevo camino de la humanidad. Por supuesto, la crítica a la Iglesia era una nueva versión de la antigua crítica ilustrada y moderna señalándola como enemiga del hombre y su progreso, como enemiga de “la verdad”.

Por eso, no es extraño que en los cincuenta tardíos, incluso desde el mismo campo de la teología, se invitara a la Iglesia a “hacer algo por el hombre” mientras aparecían discursos teológicos en relación con el marxismo y las corrientes dominantes en la filosofía contemporánea, preocupados unilateralmente por una nueva “praxis eclesial” . Pero esto ya nos conduce a la materia de la próxima conferencia, sobre el contexto eclesial del Vaticano II. Por eso estimo que de esta forma podemos dar por concluida esta presentación histórica de las décadas antecedentes al concilio.

P. Dr. Ernesto Rojas Ingunza

Pontificia Universidad Católica del Perú