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Martes, 5 de noviembre de 2024

Teresa de Calcuta: ven sé mi luz

De Enciclopedia Católica

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Todos, gracias a Dios, conocemos el perfil físico de esta mujer tan menuda, “una mujer tan poca cosa”, como diría el P. Javierre de otra santa, pero que llevaba en el espíritu la empresa grande de hacer del amor cristiano la presencia más cálida y más universal e interpelante de nuestro tiempo. Se hizo caricia, luz, sonrisa, salud, amor auténtico de corazón humano, amor del bueno porque antes se ha llenado del amor divino.

No hay lengua, religión, color, frontera, o ideología que la separe del sufrimiento humano, del sufrimiento real y presente de cada hombre. Aquí y allí. En todos los estratos, o capas o niveles o rangos o clases o... castas, que allá los hombres como pretendan o quisieran diferenciarse. Y aun dividirse. Ella sabe que el sufrimiento y la muerte iguala tronos y azadones, y en su cristiano coraje ella sabe igualmente por experiencia existencial todas las máximas que los sabios han formulado bellamente y que por necesidad han de coincidir en la misma moraleja: que el corazón es el mismo corazón para todos. Lo que Terencio expresó en forma negativa, S. Agustín lo formuló en desahogo de argumento positivo para el mundo: ¡Qué es mi corazón sino un corazón humano más!

Ella busca, se acerca, acoge, besa, acaricia, ilumina, alimenta, sana, pacifica, redime. Precisamente eso significa Evangelio, eso precisamente: que no nos cautive tanto la socorrida definición etimológica, y agarremos entera la carne de su definición real. Predica a lo Francisco de Asís con su solo porte, de verdad pobre, humildísimo, silencioso, hondamente humano. Y tocado a lo divino: místico.

Bastaba verla bajar del avión sin más equipaje que su paupérrimo y liviano hatillo en el que traía su libro de oraciones y algunos rosarios. Ahí le cabía milagrosamente todo el dolor del mundo. Ese saludar a sus hijas, sonriente, con ese gesto de manos, con esa bendición, casi una especie de epítesis (Mc 8 23; 16 18; Lc 4 40; 13 13), esa maternal puesta de manos sobre la cabeza inclinada de sus hijas. Y ¡con qué gozosa sonrisa anunciaban ellas que recibían un trocito como de cielo! La silenciosa y contenida fuerza de su amor ya tan purificado y encendido le hacía estar serena, lo mismo entre la sencillez candorosa de sus monjas, que entre los más duros embates de la naturaleza o en medio del fragor de los odios más fieros y asesinos que ha conocido la Historia.

Astro o estrella de primera magnitud, a su pasar sobre la Tierra ha derramado luz, amor, fe, esperanza, gozo. Y –a su pesar–, han brillado su pobreza y su humildad espléndidas en los estrados y podios más elevados del planeta.

Que lo suyo es irse a buscar amorosa a los enfermos escondidos, olvidados o tirados y almacenados como chatarra inhumana en los suburbios de la ciudad por el cruel egoísmo de poderosos, y de poseídos, más por el demonio de la tecnocracia que por el dominio técnico y responsable del ingenio.

Ya siendo religiosa de las Hermanas de Loreto visitaba los domingos los barrios más míseros de Calcuta. El párrafo es de la propia Madre Teresa: “No podía llevarles nada porque no tenía nada. Cada familia tiene una guarida de dos metros de largo y metro y medio de ancho. La puerta tan estrecha que apenas podía pasar; el techo tan bajo que ni yo me podía poner de pie. Ya no me asombro de que a mis pobres niños les guste tanto la escuela y que tantos de ellos padezcan de tuberculosis. La señora, ni una queja sobre su pobreza. Al marcharse Madre Teresa, la señora le dice: “¡Ma, venga siempre! Su sonrisa ha inundado de sol a esta casa”. La expresión no en inglés, Madre, sino en bengalí, ¡Ma!, era señal de afecto y de honda cercanía ya hacia ella (p.46).

Ella se ha hecho clamor incesante en los rumbos todos de la rosa de los vientos para que le den los hijos que madres desalmadas se niegan a querer, presionadas o aterrorizadas por la imperante ideología tanatista; o los entregan al brazo asesino de estas sociedades cacareada y jactanciosamente “democráticas”, donde se ahorca en sangre viva el derecho primario y fundamental. Y esos niños –los Santos Inocentes– son degollados y descuartizados, otra vez, y ahora a millones, por los nuevos herodianos con la vergonzante y criminal “garantía del estado”.

Ella, va siendo purificada en su vida espiritual por las espinas. Y “la rosa –escribe ella misma– es la flor que casi nunca encuentro en mi camino”. Ella ha entrado con la misma sencillez evangélica a las chabolas más deprimentes y nauseabundas. Con amor divino ha abrazado a ancianos y niños, piltrafas humanas a las que, sin la gracia de Dios, nuestro natural equipo de cinco sentidos se resiste a tocar y aun a mirar. Ha sacado de los cubos de la basura cientos de niños aún con aliento, y ha gritado emocionada hasta el cielo: ¡vive! Se ha arrodillado a recoger intrépida los heridos en las trincheras de la guerra, y ha sido llevada a deslumbrantes palacios de rica y barroca decoración dorada y flamantes alfombras rojas. Ella ha hecho que se rezara en la ONU, y que el Secretario General de las Naciones Unidas afirmara que “es la mujer más poderosa de la Tierra”. Ha recibido, meritísima, múltiples reconocimientos en el mundo, y el galardón más codiciado por los hombres de ciencia o de grandes méritos sociales, el premio Nobel. Ella que en medio de su tremenda noche oscura clamaba por vivir solo de la fe, y suplicaba a Dios: Que yo no sea nada para el mundo y el mundo no sea nada para mí (p. 190). El título quedó enrollado, allá debajo de su catre, porque su chabola ya está repleta de gracia de Dios. El monto pecuniario lo lleva íntegro para la comida, la cena y las medicinas de sus pobres. Solo y siempre con su gesto inequívocamente cristiano. Solo con su blanquiazul sari de los pobres, el traje de gala de su trabajo, de su profesión religiosa, de su entrega universal, de su humildad cristiana entendida prodigiosamente por todos, y puerta grande, incluso, ante los que no creen en tal virtud. Tu hábito actual es santo porque es mi símbolo. Tu sari llegará a ser santo porque será mi símbolo, le había dicho el Señor (p.127). Solo con su generosa sonrisa de alma y corazón de santa. Solo con sus maternales brazos en los que le cabía todo el amor y todo el dolor de cada hombre en el mundo. Hace falta mucha finura de oído espiritual o mucho Don del Espíritu que llamamos de discernimiento o conocimiento para enseñarle al obispo que en su modo de obrar, lo que Dios nos pide es tan natural como sobrenatural (p.82).

En estos tiempos de aberrantes desviaciones e idolatrías degradantes, nadie como ella ha sabido poner orden en la naturaleza. Aquella ratio con que S. Agustín y Sto. Tomás definieron tan claramente la ley natural: Ratio vel voluntas Dei ordinem naturalem conservari iubens, pertubari vetans. Hoy, que de la llamada ecología en esta época de sacrilegios y de práctica antisacral, nos quieren inventar tantos ídolos laicos paradójicamente “sagrados”. Ella ha puesto el sempiterno y sacro deber de cuidar del hombre y al hombre en todos sus momentos y vicisitudes, desde su concepción hasta el último suspiro del moribundo, sin importar lengua, pueblo, credo o nación. Y sin ahorrar dolor ni sudor. En toda circustancia: en la gestación, en la niñez, en todo el infinito mapa de enfermedades que aquejan al hombre, en la ancianidad con todas y cada una de las taras inherentes y en el exquisito respeto y piedad cristiana, a lo Tobías (1 17-19), de enterrar a los muertos.

Ella sabiamente ha dado lecciones de la ecología verdadera al mundo: la ecoantropología. Sí, a empezar por el hombre. Amar al hombre, sobre todo al más necesitado. De una persona que escribe a su arzobispo copiosas cartas, desde los jirones del alma y tras consultarlo durante años en intensísima oración, y solo en tres de ellas escribe más de quince veces el acuciante grito, ¡déjeme ir!, de esa persona, digo, se puede fiar el mundo.

El mundo no podrá gozar de equilibrio ni armonía mientras el hombre no se deje iluminar y enseñar por los gestos heroicamente humanos de esta débil mujer, la mulierem fortem, la mujer ideal que buscaba el autor de Proverbios y de la que dice que vale más que los corales (Prov 31 10). Que el amar por encima de todo al hombre, encarrila perfectamente el valioso tren de salvar todo lo que rectamente se quiera o valga la pena comprender bajo ese moderno nombre de ecología.

A lo Francisco, y teniendo tan valiosísimos ejemplos en toda la Historia de la Iglesia, nadie ha superado el amor en rectitud a la naturaleza, a toda la creación. Que no solo cuidaba de las cosas y de los animales, sino que hablaba con ellos desde la ternura de Dios. Lo mismo hacía y convencía el santo más popular de nuestro calendario, S. Antonio de Padua, al que demostraban los peces entender el sermón, y aplaudían lo que ostinados herejes se resistían a creer. Y lienzos hay que ilustran el soberano milagro de la Eucaristía, al admirar y reconocer un pollino o jumento o asno o borrico lo que a los soberbios se les antoja inadmisible.

Mucho podrá hoy aturdirnos la propaganda y sus intereses no siempre limpios. Mucho puede urgirnos el esfuerzo incluso auténtico por salvar la naturaleza, que es salvar al hombre. Pero nadie ha sido capaz, en serio y en razón de sano juicio, y menos de calado trascendente, llamar hermano, hermana, a cada criatura del cielo y de la tierra. Ella, Madre Teresa, ha entendido a la perfección la sabia y más humanista sentencia de Jesús: que no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre (Mc 2 27).

Cáritas Española denunciaba por estos días que 930 millones de personas pasan hambre y desnutrición en el mundo. Casi 80 millones más que el año pasado, pese a que el mundo es más rico que nunca y que las cosechas de 2007 batieron récores de producción. Mientras los hombres de la FAO discuten las devastadoras y vergonzantes cifras del hambre en el mundo en sus simposios –y curiosamente simposio significa beber o tomar juntos–, ella, Madre Teresa, se va sola cada noche con sus hijas a dar de cenar su sopa caliente a sus más de 40.000 pobres.

Esta dedicación o consagración de amor a los más pobres la designa Madre Teresa como “la llamada dentro de una llamada” (p. 60). Ella era fiel y feliz en las Hermanas de Loreto. Había hecho además un voto privado de no negarle nada a Jesús. Era el secreto de su entrega total y más intensa al Señor. Madre Teresa discurría con esta lógica simple: ¿Por qué nos debemos dar totalmente a Dios? Porque Él se ha dado a Sí mismo totalmente a nosotros. Darnos del todo a Dios es el medio para recibir del todo a Dios mismo (p. 48).

Así, ya está lista para recibir el expreso encargo de Jesús. La Madre afirma que la única razón para fundar su Congregación era saciar la sed de Jesucristo. El grito “¡tengo sed!” (Jn 19 28), la quinta Palabra de Jesús en la Cruz es la causa y la razón de la existencia de las Hermanas de la Caridad. Así como los ángeles cantan sin cesar las alabanzas de Dios, así las Hermanas con los cuatro votos de Pobreza Absoluta, Castidad, Obediencia y Caridad con los pobres sacian incesantemente a Dios sediento (p. 62). En todas las capillas de las Misioneras de la Caridad, en lo que es o hace de retablo, a la altura del corazón traspasado del Crucifijo, se encuentran vivas, dichas aquí y ahora, para las Hermanas de la Caridad, las palabras “Tengo sed” de Cristo en la Cruz. Este es el fin de su espiritualidad y misión del Instituto. (Lo que hoy llamarían algunos “carisma”, en ocasiones, con peligroso aire de rimbombancia). Yo mismo doy testimonio de verlas descalzas y sentadas en el santo suelo sobre un débil tapete. Tuvieron la inocencia de llamarme para unas pláticas, y yo, aun ofreciendo mis disculpas, tuve la osadía de hablarles. Atentas como cándidas palomas con mirada alegre y oídos serios para llenarse más de la urgencia de la sed del Señor. Estoy seguro de que esas palabras de oficio dieron fruto, sí, no porque eran mías, sino solo porque sé que caían en tierra buena, muy bien abonada.

En griego hay una palabra mucho más expresiva que la aclimatada palabra anónimo: sin nombre. Aprósopos es el que no tiene cara, o aquel que no es mirado nunca con amor o con cariño. La M. Teresa no leyó el Talmud, ni a S. Ireneo de donde el gran Padre de la Iglesia recoge la frase, conocida de todos: que la gloria de Dios es la vida del hombre. Tampoco leyó a Dídimo de Alejandría; pero sí aprendió su sentencia tan ecuménica y regeneradora, en versión actualizada de la Palabra de Jesús: Según Dios, debes ver a Dios en cada rostro humano. Y así, no solo da nombre a todos los anónimos, sino que pone rostro a todos los aprósopos (aprósopoi), a los que el mundo margina, ignora y desecha. Les ha devuelto todo el valor y dignidad a sus nombres, y les ha hermoseado su propio rostro. Más: ha reconocido profundamente en el hombre el icono de Dios: A su imagen y semejanza los creó (kat’ eikona), enseña el primer capítulo del primer libro de la Biblia (Gn 1 27). Y Sabiduría, último libro del AT, nos lo recuerda igualmente: Dios hizo al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen (eikona) de su propio ser (Sab 2 23). Así, Madre Teresa hace con su corazón limpio el milagro y la bienaventuranza de ver a Dios (Mt 5 8) en cada rostro que mira. Las Bienaventuranzas de Jesús comienzan siempre con la palabra makarioi, y esa palabra significaba experimentar la dicha que es propia de los dioses. Y desde esa dicha, desde esa mirada santa, teológica, mística, enamorada ya de todo hombre y anciano y niño, como hijos de Dios, cantar el salmo, al igual que en las nupcias del Rey, con sus brazos, y ojos, y nanas y besos: Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia. Y a mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos. E hijas de reyes vienen a tu encuentro. Y de pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir (Sal 44 passim ). Y qué bien que se grabó Madre Teresa en la mente y en el alma que los ángeles de los niños (tôn micrôn, pusillis) están viendo siempre el rostro de Dios ( Mt 18 10). Cómo la mirada de Dios hace grande lo pequeño, bello la ordinario, único lo común, divino lo humano.

Uno de los textos preferidos de la santa de Calcuta es que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. Mas si muere lleva mucho fruto” (Jn 12 24). “La misionera debe morir cada día, si quiere llevar almas a Dios”. “Tenemos que pagar el precio de las almas y recorrer el camino que Él recorrió”, repetía la Madre con frecuencia. “Me siento a menudo como un pequeño lápiz en las manos de Dios. Él se encarga de los movimientos” (445).

El recibir la misión y el amor de la Madre es además ocasión de que muchos descubran que efectivamente la Bondad camina sobre la tierra, que la caridad (jaris = el amor, el propio amor de Dios con que Dios nos ama) se ha encarnado otra vez para ellos, y camina junto a ellos en esas Hermanas, pequeñas figuras de cuerpo, pero gigantes de alma. Y que muchos moribundos pueden dar por bien sucedido el nacer y el morir en una acera de Calcuta, por haber muerto entre las manos cálidas y amorosas de la M. Teresa.


En medio de un mundo que parece que abandona la fe, ante un temor de escasez y llamada crisis de vocaciones, ocurre que las Misioneras de la Caridad, tienen abundantes, alegres y sólidas vocaciones; paradójicamente para lo que más instintivamente repugna al hombre, para lo más abnegado, escondido y, ante el paroxismo de un mundo tan pragmático, aparentemente inútil. ¿Crisis de vocaciones? O, más bien, crisis de... Y es que el mundo siempre florece en bien granadas espigas cuando hay almas y corazones que se siembran con celo y generosidad entera. Madre Teresa creyó con fe absoluta en la palabra de Jesús: “El grano de trigo, si muere, lleva mucho fruto”.

A la muerte de la Madre Teresa (1997), eran ya más de tres mil religiosas. Hoy, diez años después, son ya más de cuatro mil quinientas en el mundo y están presentes en 136 países.

¿Milagros? Muchos. Acaso el milagro mayor sea el haber reunido en paz, en torno a su cadáver en su funeral, a la religiones de la India. Facciones religiosas secularmente enemigas y tantas veces enfrentadas. Ante el cuerpo gastado y venerable de la Madre Teresa el mundo estuvo en oración. Muchas personalidades y princesas y reinas acudieron a la India para doblar su rodilla en homenaje de admiración y agradecimiento. Había dado fruto la siembra de una de sus máximas: “¡Que nadie venga a nosotros y se vaya sin ser mejor y más feliz!”.


Que las editoriales –y aquí está Planeta– publiquen más obras de grandes personajes, de las personas grandes, que no siempre coincide con las famosas, y el mundo no solo aprenderá a ser mejor, recuperará sus valores, su buen sentido, sino que las mismas editoriales tendrían un rubro más crecido en sus ventas.


El libro está bien presentado. Y en general muy comprensible la traducción. El cuerpo de letra grande y claro. Se lee con facilidad. Advertimos, sin embargo, algunas erratas. En las págs. 103 a 105 hay un exceso de guiones que no favorecen la claridad. Varios de ellos sobran; en otras páginas también. Algunos no correctamente colocados. Revisar signos de puntuación. Si alguna sugerencia me permiten, les díría que, además de eliminar la p de setiembre y de sétimo, es hora también de suprimir la tilde de los pronombres demostrativos y del adverbio solo. No hay temor de confundirlos con sus similares adjetivos. Abuela Academia, –lo digo con respeto y mis alumnos me entienden–, ya simplificó, porque no tenía justificación fonética ni semántica, y la regla dejó hace mucho de ser obligatoria. Es sabia regla la de evitar la anfibología o ambigüedad; antes obliga la cortesía de la claridad. Para ello cambiar el giro o forma gramatical. Hemos visto varias veces la palabra aún (p. 44) para pronunciarse como bisílaba y con tilde, en lugar de la mososílaba y átona. Advertimos algunos galicismos (gramaticales, p.92. 148) y léxicos (p. 97). Grave, la errata de pág. 282: por Sexagésima. Confesonario, no “confesionario”. En la p. 431: se acerca mucho a, no “de”. Y algunas más.

Este no es un libro sobre una gigantesca aventura humanitaria, aunque sea tan admirable y heroica. Es un libro que cuenta –de narrar– la biografía del alma de una santa que ve a Dios; otra “Historia de un alma”, con la que quiso hacerse tocaya de Sta. Teresita de Lisieux; y cuenta – de numerar– los latidos de un corazón que no descansó hasta entregarse siempre y todo a cada pobre y abandonado.

Decían los sabios que libro que no merece leerse dos veces, tampoco merece leerse una. Este es un libro que sí merece leerse más de dos veces.


Donato Jiménez Sanz, oar

Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima.

Nota del Director: Discurso pronunciado con ocasión de la publicación de las carta de la Madre Teresa de Calcuta.