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Miércoles, 30 de octubre de 2024

San José: Patrono de la vida religiosa

De Enciclopedia Católica

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San jose carmelitano.jpg

Al abrir el Evangelio y leer en sus primeras páginas lo que san José hizo por Cristo, nos damos cuenta de lo que la Vida Consagrada en la Iglesia de hoy puede esperar de san José.

Vida Consagrada

Según el Código de Derecho Canónico c. 573, 1: “La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial”.

Recientemente, el Papa Benedicto XVI, en su viaje a Camerún en el mes de marzo del presente año, relacionó la figura de San José con la Vida Consagrada, haciendo resaltar la actuación de san José al lado de Jesús y de su Madre María, tal como el Evangelio nos la presenta, para después considerar el camino de la Vida Consagrada en la Iglesia de hoy y descubrir la íntima relación que ésta tiene con el Patriarca de Nazaret.

En varios de sus discursos en aquel país africano, el Papa subraya y contempla los rasgos característicos de la vida y de la misión de san José a través de las palabras de la Sagrada Escritura y los va aplicando a diversos sectores del Pueblo de Dios: los sacerdotes, las personas consagradas, los movimientos eclesiales, las familias, los enfermos.

Ya en otras ocasiones los Sumos Pontífices han relacionado a San José con la Vida Consagrada, como el Papa Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Redemptoris Custos”, sobre todo en los dos últimos capítulos: “El primado de la vida interior” (cap. V) y “Patrono de la Iglesia de nuestro tiempo” (c.VI). Pero han sido, ante todo, los mismos Institutos de Vida Consagrada, los que, tanto en épocas pasadas como en el momento presente, han relacionado los elementos esenciales de la vida consagrada y sus carismas fundacionales con san José. Y no podía ser de otra manera si la vida consagrada hace referencia necesaria al Evangelio y a la vida misma de la Iglesia, fuentes de donde dimanan la teología y la espiritualidad josefina que muchos Institutos han descubierto y adoptado como suyas. Sin el Evangelio, la vida consagrada no tiene sentido pues es en él donde se inspira y fundamenta, ya que es seguimiento radical de Jesucristo y entrega total a su servicio por la vida del mundo. Y es precisamente en el Evangelio donde vemos la actuación de san José, su vocación y misión al servicio de Cristo y de María, en la realización del misterio de la Encarnación y de la Redención que son los que dan origen a la Iglesia; por lo cual, podemos afirmar que san José desde el principio colaboró en la obra de nuestra salvación, y por lo tanto, está también relacionado con la Iglesia, y sigue desde el cielo intercediendo por los que formamos el Cuerpo místico de Cristo, ya que la Iglesia no es sino prolongación de la Familia de Nazaret. Esta fue la razón por la que el Papa Pío IX proclamó a san José como Patrono y Protector de la Iglesia Universal. A la Iglesia todos los Institutos de vida consagrada la reconocen como el lugar donde nacen, crecen, se alimentan y se multiplican. Iniciemos, pues, nuestro itinerario, recorriendo los puntos esenciales de la vida consagrada, para ver al mismo tiempo cómo san José va acompañando a consagrados y consagradas en su vida y en el cumplimiento de su misión.

La vocación

La primera realidad que debemos analizar es la vocación. Cuando Dios quiso realizar su obra de salvación, llamó a María para que fuera la Madre del Mesías. Ella aceptó plenamente la voluntad de Dios, recibiendo al Hijo de Dios, que se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Y para que cuidara de María y de su Hijo Jesús, llamó a José de Nazaret y lo hizo esposo de María y padre de Jesús. Un ángel del Señor le anuncia en sueños; “José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, pues lo que se ha concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tu le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21). En la vocación Dios tiene siempre la iniciativa, como sucedió en el Antiguo Testamento a Abraham, a los Patriarcas y a los Profetas, y en el Nuevo, a María, a José, a los doce Apóstoles, a san Pablo. Tratándose de los consagrados, Dios llama por amor para comunicar sus dones, para darse a sí mismo, para manifestar su voluntad, para enriquecer a aquel que es llamado, pues la vocación de Dios no premia a los más capaces sino que capacita a los que Él llama. Así lo dice san Bernardino de Siena en su Sermón 2 sobre san José: “Es norma general de todas las gracias especiales comunicadas a cualquier criatura racional que, cuando la gracia divina elige a alguien para algún oficio especial o algún estado muy elevado, otorga todos los carismas que son necesarios a aquella persona así elegida, y que la adornan con profusión. Ello se realizó de un modo eminente en la persona de san José”. La vocación de Dios es gratuita y su llamado es para ser felices y para ser santos y por lo mismo es irrevocable, pues nos ha destinado a gozar de Él para siempre, y quiere que con los dones recibidos, los demás sean también enriquecidos, ya que vocación y misión van indisolublemente unidas. La vocación de Dios lleva a veces el sello del dolor, como sucede en san José, pero esta prueba va acompañada siempre del gozo de servir a Cristo, de estar con Él. Y al llamado no lo deja solo en sus dudas y temores, en su debilidad. “No temas, le dice, yo estaré contigo”. Y le da su Espíritu para que Él sea su luz y fortaleza, y pueda responder a la vocación y a la misión que ha recibido. La vocación de san José y la vocación del consagrado(a) presentan un paralelismo admirable: vocación al amor, al servicio, a la santidad, presencia de Cristo y de María, unión de corazones, entrega plena y total por la vida del mundo, respuesta generosa de fe para cumplir con alegría la voluntad de Dios. Por eso, el consagrado tiene como modelo a san José en el horizonte de su vocación, y para llevarla a feliz cumplimiento cuenta con su patrocinio e intercesión. San José dedica su vida al servicio de Cristo y de María, y al mismo tiempo recibe de ellos, en un recíproco intercambio, un aumento y crecimiento de su fe y de su amor, como lo dice RC 5: “José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación”. El consagrado vive su vocación en el seno de su familia religiosa, dando a sus hermanos y recibiendo de ellos en fraternidad la riqueza espiritual de su vocación.

El que ha sido así llamado, hace una total consagración de sí mismo a Dios, a quien ama sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria, mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y tiende así hacia la caridad perfecta, ya que su propósito en reproducir en sí mismo a Cristo. “Los consejos evangélicos, abrazados voluntariamente... estimulan continuamente el fervor de la caridad y sobre todo,...son capaces de asemejar más al cristiano con el género de vida virginal y pobre que Cristo Señor escogió para sí y que abrazó su Madre, la Virgen” (LG 46). Hay que notar que, aunque el texto nos presenta como modelo supremo del religioso a Cristo y a su santísima Madre, sin embargo, podemos añadir “y su padre san José”, ya que él a semejanza de su esposa María se consagró también a seguir a Cristo, y su consagración se realizó a través de su paternidad para con Jesús y de su matrimonio con María, como lo dice RC: “San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la Redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”. Su paternidad se ha expresado concretamente “al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber hecho uso de la autoridad legal que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa”(n.8).

También por su matrimonio con María, san José expresa su consagración a Dios y es el modelo de los consagrados: “En la liturgia se celebra a María, unida a José, el hombre justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor. Se trata, en efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José su propio símbolo... Mediante el sacrificio total de sí mismo, José expresa su generoso amor hacia la Madre de Dios, haciéndole don esponsal de sí” (RC n.19).

Tanto María como san José nos dan un ejemplo admirable de consagración a Dios en la Persona de su Hijo amado, Jesús: María como madre, José como padre, pero formando unidos la familia santa de Nazaret. En virtud de la unión hipostática, hay una estrecha unidad entre las tres personas de la Sagrada Familia. En efecto, junto con la asunción de la humanidad en la unidad de la Persona divina del Verbo-Hijo, Jesucristo, está también “asumido” todo lo que es humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su existencia en la tierra. En este contexto está también “asumida” la paternidad humana de José. Las palabras de María a Jesús en el templo: “Tu padre y yo... te buscábamos” indican toda la realidad de la Encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de Nazaret. O también, podemos decir “La Familia de Nazaret está inserta directamente en el misterio de la Encarnación” (RC 21). Por eso, no sólo individualmente las personas de la Sagrada Familia son modelos de la vida consagrada, sino también así, como familia, porque reflejan la vida comunitaria de la Iglesia y de las diferentes familias religiosas. Más aún, la Sagrada Familia encarna, por su amor y unidad, la misma vida trinitaria del cielo, y así, se le puede llamar, “la Trinidad de la tierra”. Así, la Trinidad del cielo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es la fuente de la vida y del amor de la Trinidad de la tierra, Jesús, María y José, y ambas tienen su prolongación en la Iglesia y en las familias religiosas. “La vida consagrada imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia, por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían” (VC 22). Cuando descubrimos la dimensión trinitaria de la vida consagrada en la Iglesia, entendemos por qué el Concilio invita a los consagrados a perseverar en el camino de la santidad y del amor: “Todo el que ha sido llamado a la profesión de los consejos, esmérese por perseverar y sobresalir en la vocación a la que fue llamado por Dios, para una más abundante santidad de la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad” (LG 47). San José, jefe de la Sagrada Familia, intercede con su patrocinio en favor de todos aquellos y aquellas que sintiendo el llamado de Cristo, han emprendido el camino de la santidad, consagrándose a Dios para seguir a Cristo casto, pobre y obediente, y servir a sus hermanos. El patrocinio de san José no sólo se manifiesta sobre aquél que es llamado y consagrado, sino que se extiende a la práctica de los Consejos Evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, que expresan dicha consagración.

La castidad

San José es modelo de castidad porque, habiendo sido llamado por Dios a ser el esposo de la Virgen María, madre del Salvador, él mismo conservó su virginidad y la consagró a Dios para poder cumplir la misión que Él le había dado. San Jerónimo escribió contra Helvidio: “Tú afirmas que María no permaneció virgen, pero yo voy más allá: el mismo José fue virgen por María, para que de su matrimonio virgen naciera un hijo virgen”. También san Agustín afirma la castidad virginal de José: “Como ella fue madre sin concupiscencia carnal, así él fue padre sin trato carnal... Su máxima pureza confirma su paternidad..., porque si fue un marido casto (virgen), también fue padre casto (virgen): tanto más firmemente padre, cuanto más castamente padre” (Sermón 51, 20). Aunque en los evangelios apócrifos se dice que san José tuvo otros hijos de un matrimonio anterior, y esto, para explicar la expresión “hermanos” de Jesús y salvaguardar la virginidad de María, estas afirmaciones fueron desde un principio rechazadas por la Iglesia, y en cambio, siempre se ha presentado a san José como el “Esposo virgen de la Virgen Madre” (Himno de Vísperas, 19 de marzo) y por lo tanto, como modelo de pureza y castidad, y como padre y custodio de quienes siguen a Cristo por el camino de la virginidad consagrada: Es conocida la oración del Papa Benedicto XIV (1675-1758), “Vírginum Custos”: “Oh guardián y padre de vírgenes, san José, a cuya fiel custodia fue confiada la misma inocencia, Cristo Jesús, y la Virgen de las vírgenes, María; por este doble y carísimo depósito, Jesús y María, te ruego y suplico me concedas que, libre de toda inmundicia, con una mente limpia, con un corazón puro y un cuerpo casto, siempre sirva castísimamente a Jesús y a María. Amén.” La castidad consagrada tiene como fruto liberar el corazón del hombre de afectos y acciones que le impidan entregarse a Dios y al cumplimiento de su vocación y su misión, pero su raíz es el amor, porque quienes la profesan quieren alcanzar la caridad perfecta, buscando solo a Dios, viviendo más y más para Cristo y uniéndose más estrechamente con Él en un corazón indiviso. Y esta unión de los consagrados (as) con Cristo no es sino una evocación de aquel maravilloso connubio, fundado por Dios... por el que la Iglesia tiene por esposo único a Cristo (PC 12). Cristo ama a la Iglesia, su Esposa, y la santifica; la Iglesia ama a Cristo, su Esposo, y se consagra a Él siguiendo el camino de la santidad. La nota de santidad de la Iglesia tiene una expresión viva y elocuente en la vida consagrada, que adquiere “un significado esponsal” (VC 34), sobre todo a través del voto de castidad, que es entrega total a Cristo, en el amor y la fidelidad. El matrimonio de María y José es signo de las bodas de Cristo con su Iglesia: María, figura de la Iglesia; José, figura de Cristo, “el Esposo celestial” (S. Pedro Crisólogo, s.V, Sermón 146; RC 19). Así, José se convierte en el Protector de la Iglesia y de todos los consagrados en ella. Al volver sus ojos a Nazaret, los consagrados descubren en el “castísimo José” el modelo de su entrega y el fuerte intercesor, siempre cercano, en el camino de la santidad.

Pobreza

En la práctica de la pobreza evangélica que por vocación profesan, los consagrados (as) encuentran también su modelo e intercesor en san José “amante de la pobreza” (Letanías). María y José era un matrimonio sencillo, humilde y pobre en bienes materiales, pero inmensamente rico por el tesoro que tenían en su propia casa: Jesús. El mismo Jesús, Hijo de Dios, que descendió del cielo a la tierra, abrazó una vida pobre desde su nacimiento, trabajó como artesano en su vida oculta, y durante su vida pública se rodeó de gente sencilla, a quienes enseñó con su ejemplo el camino de la pobreza, proclamando bienaventurados a los pobres de espíritu, “porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3) e invitándolos a confiar en la Providencia. Fue solidario con los pobres y murió pobre en una cruz... Su llamado “Ven y sígueme” despertó en muchos el deseo de seguir el camino de la pobreza para llegar a poseer las verdaderas riquezas de Dios. Y nació en la Iglesia la vida consagrada, y dentro de ella, el compromiso de la pobreza evangélica: “su primer significado consiste en dar testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano” (VC 90). María y José, padres de Jesús, fueron los primeros discípulos de su Hijo en el camino de la pobreza, y viceversa, Jesús vivió la experiencia de la pobreza en su propia familia en Belén y en Nazaret. Inmenso fue el dolor de san José al ver a su esposa reducida a dar a luz a su Hijo en un establo, pero más grande todavía fue su gozo al ver nacido al Salvador y adorado por los ángeles y pastores. En medio de la mayor pobreza descubrieron el valor inapreciable del tesoro que Dios les confiaba. Más tarde, José, el carpintero de Nazaret, enseñó a trabajar en su taller a Jesús, quien así, manifestó que el trabajo es ley común para todos los hombres, y por eso lo asumió al encarnarse, y lo hizo un medio de santificación. “El trabajo humano, y en particular, el trabajo manual, tienen en el Evangelio un significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la Encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la Redención” (RC 22). La Iglesia, al exhortar a los consagrados (as) a sentirse obligados a la ley común del trabajo para procurarse lo necesario para su sustento y sus obras, los invita a alejar de sí toda solicitud indebida y ponerse en manos de la providencia del Padre Celestial (Cf PC 13).

Esto significa volver los ojos a Nazaret y ver cómo san José, con su humildad y sencillez, con su espíritu de laboriosidad, con su mansedumbre y justicia, con su misericordia y pureza de corazón, realiza en sí mismo las bienaventuranzas que Jesús proclamó en el sermón de la montaña, o como dice el Papa Pablo VI, él es el “introductor del Evangelio de las bienaventuranzas” (homilía del 19 de marzo de 1968). Los consagrados, desde su vocación a la santidad, deben testimoniar con su vida, y especialmente con la práctica de la pobreza, el Evangelio de las Bienaventuranzas. Cuentan, pues, para ello con el ejemplo y patrocinio de san José. Y viviendo este mismo espíritu, como discípulos de Cristo, lo proyectarán necesariamente en su relación con los pobres, a quienes, de modo preferencial, comprenderán, amarán y acogerán, anunciándoles el Evangelio, compartiendo su vida y luchando por su promoción y superación. La pobreza evangélica vivida en común hace más hermosa la unidad de los hermanos. En la Iglesia primitiva, los primeros cristianos ponían todo en común y eran todos un solo corazón y una sola alma (He 4, 32-35), prolongación de aquella incipiente Iglesia doméstica, que fue la Sagrada Familia de Nazaret, ejemplar modelo, por su humildad, sencillez y pobreza, por su unidad y por su amor, de toda comunidad consagrada, que habiéndolo dejado todo, encuentran su tesoro en Cristo Jesús, que vive en medio de ellos.

Obediencia

Al profesar el consejo evangélico de la obediencia, los consagrados (as) Ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad, y por ello se unen más constante y plenamente a la voluntad salvífica de Dios (Cf. PC 14). El modelo más perfecto de obediencia es Jesús, que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Desde su ingreso al mundo dice a su Padre: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Sal 40, 8-9; Hb 10, 9), y al proclamar a los doce años en Jerusalén su dependencia absoluta de su Padre Celestial, no por eso deja de someterse a la autoridad de sus padres: “Bajó con ellos a Nazaret, y vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51). María, en la Anunciación, se reconoce la esclava del Señor, para obedecer con amor la Voluntad de Dios, pero también, como esposa, obedece a José y colabora con él en la vida diaria para alimentar y educar a Jesús. Y aquí brilla también el ejemplo de san José, siempre atento a los mensajes directos que Dios le comunica en sueños, pero también, siempre obediente a las disposiciones de la autoridad civil (Censo en Belén, Lc 2, 1-5) y de la ley religiosa de Israel (Circuncisión, Presentación en el templo, celebración de la Pascua: Lc 2, 21-24. 41-42). Así, los consagrados (as) saben que su obediencia fundamental es a Dios, cuya Voluntad descubren en su Palabra, y le dan el asentimiento de la fe, pero también obedecen a sus Superiores por amor de Dios, viendo con espíritu de fe en sus disposiciones la Voluntad de Dios.

José, como esposo y padre, recibe de Dios la autoridad para dirigir a su familia, y aun reconociendo que Jesús y María son mayores que él en dignidad y santidad, ejerce con amor y prudencia el cargo que se le ha confiado: “Si Jesús, el Hijo de Dios, se somete a María y José, ¿yo no me someteré al Obispo que me fue dado por Dios como padre? ¿No me someteré al presbítero que por una dignación del Señor se me ha dado como superior? Pienso que José entendía que Jesús era mayor que él, y que, aun así, se le sometía a él, y sabiendo que era mayor, con temblor ejercía sobre él la autoridad. Sucede con frecuencia que una persona inferior sea puesta al frente de personas mejores que ella. Si este personaje colocado en un rango superior se da cuenta de tal situación, que no se llene de soberbia a causa de su dignidad oficial, sino que reconozca que su súbdito es mejor que él, como sucedió cuando Jesús se sometió a José” (Orígenes, Homilía 20, 5; Benedicto XVI, 19 de marzo de 2009, en Camerún).

Jesús y María, por su parte, se someten con amor a la autoridad de José y le obedecen. En esta autoridad que Dios le concedió a José, la Iglesia ha reconocido la razón de ser de su Patrocinio sobre ella y sobre los que en su seno se consagran a Dios en la obediencia. José es, pues, obediente a Dios, y al mismo tiempo, cumple su oficio como autoridad, sirviendo con amor a Jesús y a María: “José, obediente al Espíritu, encontró justamente en Él la fuente del amor” (RC 19).

Así también, en los Institutos de Vida Consagrada, el superior (a) sirve a sus hermanos (as), pero él mismo se siente sujeto a la obediencia: “Partiendo de la naturaleza característica que corresponde a la autoridad eclesial, el Código recuerda al superior religioso que está llamado, ante todo, a ser el primer obediente. En virtud del oficio asumido, debe obediencia a la ley de Dios, de quien procede su autoridad y a quien deberá rendir cuenta en conciencia, a la ley de la Iglesia, al Romano Pontífice y al derecho propio del Instituto” (Instrucción CIVCSVA, 11 de mayo de 2008, n.14 a). Cuando el Código nos dice: “Mostrándose dóciles a la voluntad de Dios en el cumplimiento de su función, gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios” (c. 618), parece dibujarnos el más elocuente retrato de san José, modelo de superiores, donde se conjugan de modo admirable obediencia y autoridad. La Liturgia del 19 de marzo, fiesta de san José, presenta (2ª lectura de la Misa) la fe de Abraham como figura de la fe inquebrantable de José, que lo llevó a aceptar con obediencia la voluntad de Dios y recibir en su casa a María, su esposa, encontrándose así la fe de María con la fe de José. Lo que él hizo es genuina “obediencia de la fe” (RC 4). El consagrado (a), a través de su obediencia, se encuentra con la fe de María y la fe de José, y se siente fortalecido por éstas. El voto de obediencia tiene como fuente la fe en Dios del consagrado, que se confía libre y totalmente a Él, y por Él acepta la obediencia a sus superiores (as), a semejanza de José, varón justo, humilde y obediente, que aceptó la voluntad de Dios que se le manifestaba en sueños, o en las leyes civiles o religiosas, o en las circunstancias a veces dolorosas de la vida ordinaria. Siempre la obediencia abre al consagrado (a) el camino para buscar a Dios y encontrarlo, y realizar así su vocación a la santidad, pues la Iglesia, al aprobar los Institutos de Vida Consagrada, da legitimidad a los superiores (as), quienes actúan en nombre de Dios y hacen las veces de Dios, para comunicar a sus hermanos (as) la voluntad de Dios o buscarla con ellos a través del diálogo. Todos, superiores y consagrados, deben abrir sus corazones y hacerse disponibles a la acción del Espíritu Santo, para que Él los ilumine y fortalezca con sus dones y puedan ofrecer al Señor el sacrificio de su obediencia. Los consagrados tienen en san José un modelo admirable de obediencia, y un válido protector para poder recorrer en el amor el camino de su vocación.

Fraternidad

La vida fraterna en comunidad es un elemento constitutivo y uno de los compromisos fundamentales de la vida consagrada, porque Jesús, al lanzar su llamamiento “ven y sígueme”, reunió a sus discípulos y les dio el mandamiento nuevo del amor recíproco: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Y nació la Iglesia, fecundada por el Espíritu Santo, Espíritu de amor, que hace de los discípulos de Cristo “un solo corazón y una sola alma”. Esta unidad se vive en familia, y es la que ahora sostiene y anima a las comunidades religiosas. Buscando un modelo, muchos consagrados (as) han vuelto sus ojos a Nazaret y han elegido a san José, esposo de María, padre virginal de Jesús y jefe de la Sagrada Familia, como intercesor de su unidad, porque también es, desde hace casi 140 años, el Patrono y Protector de la Iglesia Universal. Desde luego que el modelo supremo de la unidad eclesial y de la vida consagrada es la Santísima Trinidad, y por eso podemos decir con razón que “la vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza” (VC 20). Este misterio inefable de nuestro Dios Uno y Trino tiene su expresión visible en la Sagrada Familia, verdadera Trinidad de la tierra. Jesús, el Hijo de Dios Padre, es también el Hijo de María, confiado al amor paternal de José. José fue llamado para hacer las veces de padre para con Jesús, pero también para hacer las veces del Padre, por su autoridad en la Familia de Nazaret. Por eso, la unidad de la Sagrada Familia es la luz que ilumina la vida comunitaria y fraterna de los consagrados (as). Jesús, que prometió estar en medio de los que están unidos en su nombre (Mt 18, 20), está presente en medio de María y de José, y está presente en la Iglesia y en cada familia religiosa.

La Iglesia, misterio de comunión, porque une a los hombres con Dios y también une a los hermanos entre sí, es la prolongación de la Sagrada Familia, y por tanto, el jefe de esta Familia es, con toda razón ahora (y así lo proclamó el Papa), el Patrono y Protector de toda la Iglesia, y Padre, por amor, de las comunidades religiosas. La Iglesia sigue invitando a los consagrados (as) que buscan alimentar la unidad y la fraternidad de sus comunidades, con las palabras del antiguo Faraón de Egipto: “Vayan a José, hagan lo que él les diga” (Gén 41, 55).

En Nazaret, tienen los consagrados el modelo de su unidad. Los treinta años de convivencia familiar, sobre todo después del regreso de Egipto y su establecimiento en Nazaret, constituyen la vida gozosa y tranquila de la Sagrada Familia, en un hogar donde todo es unidad, amor recíproco, oración, trabajo, respeto, confianza, comunicación, sencillez, silencio interior, y todas las virtudes domésticas, que invitan a la santidad personal y comunitaria. “Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio” (Pablo VI, Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964). En Nazaret se encuentran todos los valores de la vida consagrada, y el consagrado que quiera vivir en plenitud su vocación tiene que dirigir su mirada hacia ese santuario nazaretano donde reina la paz y la unidad, y dejar que su luz se proyecte sobre la vivencia diaria de la comunión fraterna.

Espiritualidad

La vida espiritual es el alma de la vida consagrada. El seguir a Cristo más de cerca exige al consagrado permanecer unido a Cristo y alimentar esta comunión con una espiritualidad sólida por medio de la Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración y la fortaleza en las pruebas. San José aparece una vez más como el modelo de la vida interior para todos los consagrados (as), porque viviendo con Jesús en el silencio de Nazaret, “estaba en contacto cotidiano con el misterio ‘escondido desde siglos’, que ‘puso su morada’ bajo el techo de su casa” (RC 25). De esta unión con Jesús, fluye toda la vida de la gracia que fortalece al consagrado para vivir su compromiso con Cristo y con la Iglesia en la práctica de las virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; la humildad y obediencia, la fortaleza y castidad. Si el consagrado debe tener en sus manos diariamente la Sagrada Escritura, para adquirir el ‘sublime conocimiento de Jesucristo’ (PC 6), contemple a san José que tiene en sus manos al “Verbo eterno de Dios, hecho hombre”. Si busca alimentar su vida espiritual con la Eucaristía, escuche el “Vayan a José”, pues él ofrece el Pan de la vida al pueblo necesitado (Gén 41, 55; Jn 6, 42). Si desea encontrar un “Maestro de oración”, acuda a san José, el mayor de los santos, porque tiene en su casa y en su taller de trabajo al mismo Hijo de Dios, en una experiencia cotidiana de Dios al estar junto a Jesús. Si sufre, ofrezca al Señor su dolor y considere que Cristo lo asocia a su misterio pascual de muerte y resurrección para dar la vida al mundo; y sepa que los sufrimientos de san José al lado de Jesús y de María no son un castigo sino amor entrañable de Dios. Porque el dolor en realidad es momentáneo y viene enseguida el gozo; “Sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados (Rm 8, 17). Si san José fue un varón justo y estuvo siempre unido a Dios, su dolor se explica en el contexto de la redención. El dolor de José está unido al dolor de su hijo Jesús por la salvación del mundo. Dios quiso probarlo con dolores y sufrimientos (dudas, pobreza, derramamiento de sangre, anuncio de la pasión, persecución, temores, separación) para darle después la alegría de la Pascua, y lo hizo pasar de la duda a la seguridad de su misión paternal; de la pobreza a la posesión de Cristo, su tesoro; de la sangre derramada a la miel del nombre de Jesús; del anuncio profético de pasión y muerte a la certeza de la salvación humana; de la persecución y huida a la liberación de los peligros; del temor de un rey sanguinario a la tranquilidad y paz del hogar nazaretano; de la búsqueda angustiosa la posesión total de Jesucristo. Estos “dolores y gozos” de san José son su participación anticipada en el misterio pascual de Jesús, y al mismo tiempo, son el modelo para el consagrado en el camino de su fidelidad a Dios y de su vida espiritual. La misión de los Institutos de vida consagrada está en íntima relación con su carisma y espíritu, y responde a la naturaleza de la Iglesia, apostólica y misionera. Alguien puede pensar que es difícil considerar a san José como modelo de la misión y del apostolado de la vida consagrada si la actuación de san José se desarrolló en el silencio de Nazaret y antes de que Jesús iniciara su vida pública. Sin embargo, el patrocinio de san José sobre la misión actual de la Iglesia y de los Institutos religiosos no tiene su razón de ser por el hecho de que él haya realizado algún apostolado externo, sino porque preparó la misión de Jesús alimentándolo, cuidándolo y educándolo desde la infancia, adolescencia y juventud, hasta la edad adulta. San José se dedicó como padre a hacer posible el crecimiento de Jesús hasta la madurez corporal para que a su tiempo pudiera realizar su obra evangelizadora y redentora. Y en esto, hay una semejanza admirable con el apostolado de los religiosos y de todos los consagrados, porque “según la vocación propia de cada uno, les incumbe el deber de trabajar fervorosa y diligentemente en la edificación e incremento de todo el Cuerpo místico de Cristo” (CD 33). Todos sabemos que “antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Este es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada” (VC 72), como fue el quehacer principal de san José.

Conclusión

Si recorremos la vida de san José al servicio de Cristo tal como nos la presentan los Evangelios, descubrimos una dimensión apostólica y misionera en varios de los hechos ahí narrados, que ofrecen al consagrado una clara inspiración de su misión. Mencionemos brevemente algunos: - A José se le revela la concepción virginal de Cristo y se le manda que le imponga el nombre de Jesús, que quiere decir Salvador, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. A los ochos días de nacido, José cumple con este mandato y le impone al Niño el nombre de Jesús y recibe su primera sangre derramada: Dolor y gozo, preludio de salvación pascual, sangre de la alianza que hace fecunda la misión, dulce nombre impuesto por la autoridad paterna de José: “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12). Por eso, los consagrados (as) cumplen su misión invocando y anunciando el Nombre de Jesús, “Dios con nosotros”, y difundiendo su Reino, y san José desde el cielo mira complacido esa misión evangelizadora y santificadora de los consagrados y les muestra su patrocinio.

- Cuando Jesús es presentado al Templo por María y José, el anciano Simeón toma al Niño en sus brazos y lo proclama como “Luz de las naciones” y anuncia los futuros sufrimientos de Cristo, en los que María y José van a participar. El Señor quiso darles a probar anticipadamente su pasión, pero también la alegría de su gloria. Dolor y gozo que son la esencia del misterio pascual, muerte y resurrección, muestra del amor inmenso de Dios hacia los hombres. El consagrado sabe que con tales trabajos ha quedado el hombre redimido, y que su misión pastoral en la Iglesia de hoy no es sino explicitación de la obra redentora de Cristo.

- La visita de los magos para adorar a Jesús, el Rey recién nacido, es un anuncio de la vocación de los paganos a la fe, que la Iglesia a través de los siglos, proclamaría y haría efectiva por medio de tantos predicadores y misioneros, pertenecientes muchos de ellos a Institutos de vida consagrada. Pero también, esa misma visita fue ocasión de la persecución de Herodes y la consecuente huida a Egipto por la acción diligente de José, para salvar la vida del Niño. Muchos han interpretado esta huida como un hecho misionero: José lleva a Jesús a Egipto, tierra de paganos, y cumple la profecía de Isaías: “Allá va Yavé cabalgando sobre nube ligera y entra en Egipto, se tambalean los ídolos de Egipto... Será conocido Yavé de Egipto y conocerá Egipto a Yavé aquel día... Se convertirán a Yavé y Él será propicio y los curará” (Is 19, 1. 21-22). Si el nombre de José significa “aumento”, la misión de san José, al alimentar y proteger a Cristo, contribuye verdaderamente al aumento y crecimiento del Pueblo de Dios, a través de la Iglesia misionera. Por eso, no es extraño que muchos Institutos de vida consagrada, conscientes de su pertenencia a la Iglesia misionera, hayan optado por abrir casas de misión en países no cristianos, poniéndolas bajo el patrocinio de san José, a quien invocan como “Protector de las misiones”, “San José de la Misión”,...

Los consagrados (as) pueden invocar a san José y encomendarle su vida y sus obras apostólicas, sabiendo que él escuchará desde el cielo sus súplicas y bendecirá con abundantes frutos su labor evangelizadora y misionera en favor de las familias, los jóvenes, los niños, los matrimonios, los ancianos, los sacerdotes, los consagrados (as), los migrantes, los pobres, los trabajadores, los educadores, las mujeres, los laicos,... porque todos encuentran un lugar preferencial en su corazón, pues él conoció las realidades que ellos experimentan diariamente, cuando vivió al lado de Jesús y de María sirviéndolos por amor.

Roberto Balmori Cinta (Mexico)

Selección: José Gálvez Krüger