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Jueves, 21 de noviembre de 2024

San Gregorio Nacianceno en las audiencias de Benedicto XVI (I)

De Enciclopedia Católica

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Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 8 de agosto de 2007 en la que presentó un retrato de san Gregorio Nacianceno: SU VIDA

El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia San Basilio. Hoy quisiera hablar de su amigo Gregorio de Nacianzo originario también, como Basilio, de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue famoso por su elocuencia y también tuvo, como poeta, un alma refinada y sensible.

Gregorio nació de una noble familia. Su madre lo consagró a Dios desde su nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de la época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde trabó amistad con Basilio, futuro obispo de aquella ciudad, y vivió después en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y, sobre todo, Atenas, donde de nuevo encontró a Basilio (cfr. «Oratio 43»,14-24; SC 384, 146-180).

Evocando esta amistad, Gregorio escribirá más tarde: “En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a hacer otro tanto… Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20; SC 384 154-156.164). Son palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de esta noble alma. Pero también puede imaginarse que este hombre, que estaba proyectado fuertemente más allá de los valores terrenos, sufriera mucho por las cosas de este mundo.

Cuando volvió a casa, Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida monástica: la soledad, la meditación filosófica y espiritual, le fascinaban. Él mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar los propios sentidos, salir de la carne del mundo, recogerse en uno mismo, dejar de ocuparse de las cosas humanas, excepto de las estrictamente necesarias, hablar consigo mismo y con Dios, llevar una vida que trasciende las cosas visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de firmas terrenas y erróneas, ser verdaderamente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y serlo cada vez más, tomando luz de la luz…; gozar, en la esperanza presente, el bien futuro, y conversar con los ángeles; haber abandonado ya la tierra, aun estando en la tierra, transportados a lo alto con el espíritu” («Oratio 2»,7: SC 247,96).

Como confía en su autobiografía (cfr «Carmina [histórica] 2»,1,11 «De vita sua» 340-349: PG 37,1053) recibió la ordenación presbiteral con cierta duda, porque sabía que después debería ejercer como pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas y, por ello, no podría estar ya recogido en la meditación pura. Sin embargo, después aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral en plena obediencia, aceptando, como le sucedió a menudo durante su vida, el ser llevado por la Providencia allí a donde no quisiera ir (cfr Jn 21,18).

En el 371 su amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, quiso consagrarlo como Obispo de Samina, una región estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, y debido a distintas dificultades, no tomo nunca posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.

Hacia el 379, Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para guiar a la pequeña comunidad católica fiel al Concilio de Nicea y a la fe trinitaria. La mayoría, por el contrario, se había adherido al arrianismo, que era “políticamente correcto” y que los emperadores consideraban políticamente útil.

De esta manera, se encontró en minoría, rodeado de hostilidad. En la pequeña iglesia de la «Anástasis»; pronunció cinco «Discursos Teológicos» («Oraciones» 27-31; SC 250, 70-343), precisamente para defender y hacer inteligible la fe trinitaria. Son discursos que se han hecho famosos por la seguridad de la doctrina, la habilidad del razonamiento, que hace realmente comprender que ésta es la lógica divina. Y también el esplendor de la forma lo hace hoy fascinante.

Gregorio recibió, como consecuencia de estos discursos, el apelativo de "teólogo": Así se le llama en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque la teología no es para él una reflexión meramente humana, o menos todavía el fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios. Y precisamente así hace que aparezca ante nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo, transido de estupor ante las maravillas del misterio revelado, el alma acoge la belleza y la gloria divina.

Mientras participaba en el Segundo Concilio Ecuménico de 381, Gregorio fue elegido Obispo de Constantinopla, y asumió la presidencia del Concilio. Pero de pronto se desencadenó una fuerte oposición contra él, hasta que la situación se hizo insostenible. Para un alma tan sensible, estas enemistades eran insoportables. Se repetía lo que Gregorio ya había lamentado con palabras llenas de dolor: “¡Hemos dividido a Cristo, nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo! ¡Nos hemos mentido los unos a los otros con motivo de la Verdad, hemos alimentado sentimientos de odio a causa del Amor, nos hemos separado el uno del otro!” («Oratio 6»,3: SC 405,128).

Se llegó así, en un clima de tensión, a su dimisión. En la concurridísima catedral Gregorio pronunció un discurso de adiós de gran efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC 384,48-114). Concluía su dolorida intervención con estas palabras: “Adiós, gran ciudad a la que Cristo ama… Hijos míos, os lo suplico, custodiad el depósito [de la fe] que os ha sido confiado (cfr 1 Tm 6,20), acordaos de mis sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (Cfr. «Oratio 42»,27: SC 384, 112-114).

Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana durante unos dos años. Después se retiró definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal, dedicándose al estudio ya la vida ascética. En este periodo compuso la mayor parte de su obra poética, especialmente autobiográfica: El «De vita Sua», una relectura en verso de su camino humano y espiritual, un camino ejemplar de un cristiano sufriente, de un hombre de una gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso no s habla también a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios, el hombre pierde su grandeza, sin Dios no hay humanismo auténtico.

Por eso, escuchemos esta voz e intentemos conocer también nosotros el rostro de Dios. En una de sus poesías, había escrito dirigiéndose a Dios: “Sé benigno, Tú, más Allá de todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG 37,508). Y en el año 390 Dios acogía entre sus brazos a este siervo fiel, que le había defendido en sus escritos con una aguda inteligencia y que le había cantado con tanto amor en sus poesías.