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Domingo, 22 de diciembre de 2024

San Eusebio de Vercelli en las audiencias de Benedicto XVI

De Enciclopedia Católica

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Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 17 de octubre de 2007 en la que presentó a San Eusebio de Verceli

En esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Verceli, primer obispo de Italia del norte del que tenemos noticias seguras. Nacido en Cerdeña a inicios del siglo IV, en su tierna edad se transfirió a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector: de este modo pasó a formar parte del clero de la Urbe, en tiempos en los que la Iglesia sufría la grave prueba de la herejía arriana.

La gran estima que rodeaba a Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Verceli. El nuevo obispo comenzó inmediatamente una intensa obra de evangelización en un territorio que todavía era en buena parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

Inspirado por san Atanasio, que había escrito «La vida de san Antonio», iniciador del monaquismo en Oriente, fundó en Verceli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Ese cenobio dio al clero de Italia del norte un significativo carácter de santidad apostólica, y suscitó figuras de importantes obispos, como Limenio y Onorato, sucesores de Eusebio en Verceli, Gaudencio en Novara, Esuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos ellos venerados por la Iglesia como santos.

Sólidamente formado en la fe del Concilio de Nicea, Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el «Credo» de Nicea «de la misma naturaleza» del Padre. Con este objetivo se alió con los grandes padres del siglo IV, sobre todo con san Atanasio, el heraldo de la ortodoxia nicena, contra la política filo-arriana del emperador.

Para el emperador la fe arriana, más sencilla, era políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la oportunidad política: quería utilizar la religión como lazo de unidad del imperio. Pero estos grandes padres resistieron defendiendo la verdad contra la dominación de la política. Por este motivo, Eusebio fue condenado al exilio, al igual que otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo Atanasio, como Hilario de Poiters —de quien hablamos la semana pasada— como Osio de Córdoba. En Escitópolis, en Palestina, donde fue confinado entre el año 355 y el 360, Eusebio escribió una página estupenda de su vida.

También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos y desde allí mantuvo el carteo con sus fieles de Piamonte, como demuestra sobre todo la segunda de las tres Cartas de Eusebio reconocidas como auténticas.

Posteriormente, después del año 350, fue exiliado en Capadocia y Tebaida, donde sufrió graves malos tratos físicos. En el año 361, al fallecer Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, a quien no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería más bien restaurar el paganismo. Acabó con el exilio de estos obispos y de este modo permitió también que Eusebio volviera a tomar posesión de su sede.

En el año 362 fue invitado por Anastasio a participar en el Concilio de Alejandría, que decidió el perdón a los obispos arrianos a condición de que regresaran al estado laical. Eusebio pudo seguir ejerciendo durante unos diez años su ministerio episcopal, hasta la muerte, entablando con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos de Italia del norte, de quienes hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

La relación entre el obispo de Verceli y su ciudad queda iluminada sobre todo por dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que Eusebio escribió desde el exilio de Escitópolis «a los queridísimos hijos y a los presbíteros tan deseados, así como a los santos pueblos firmes en la fe de Verceli, Novara, Ivrea y Tortona» («Ep. Secunda, CCL 9, p. 104). Estas expresiones iniciales, que muestran la conmoción del buen pastor ante su grey, encuentran amplia confirmación al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y a cada uno de sus hijos de Verceli, con expresiones desbordantes de cariño y amor.

Hay que destacar ante todo la relación explícita que une al obispo con las «sanctae plebes» no sólo de Verceli —la primera, y por años la única diócesis del Piamonte—, sino también con las de Novara, Ivrea y Tortona, es decir, las comunidades que, dentro de la misma diócesis, habían logrado una cierta consistencia y autonomía.

Otro elemento interesante aparece en la despedida de la Carta: Eusebio pide a sus hijos y a sus hijas que saluden «también a quienes están fuera de la Iglesia, y que se dignan amarnos: “etiam hos, qui foris sunt et nos dignantur diligere"». Signo evidente de que la relación del obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a aquéllos que, estando fuera de la Iglesia, reconocían en cierto sentido su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

El segundo testimonio de la relación singular que se daba entre el obispo y su ciudad aparece en la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los cristianos de Verceli en torno al año 394, más de 20 años después de la muerte de Eusebio («Ep. extra collectionem 14»: Maur. 63). La Iglesia de Verceli estaba pasando un momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, Ambrosio declara que le cuesta reconocer en ellos a «la descendencia de los santos padres, que dieron su aprobación a Eusebio nada más verle, sin haberle conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos».

En la misma Carta, el obispo de Milán atestigua clarísimamente su estima por Eusebio: «Un hombre grande», escribe perentoriamente, que «mereció ser el egido por toda la Iglesia». La admiración de Ambrosio por Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el obispo de Verceli gobernaba su diócesis con el testimonio de su vida: «Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia». De hecho, también Ambrosio estaba fascinado, como lo reconoce él mismo, por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que Eusebio había buscado siguiendo las huellas del profeta Elías.

En primer lugar, escribe Ambrosio, el obispo de Verceli reunió al propio clero en «vita communis» y le educó en la «observancia de las reglas monásticas, a pesar de que vivía en medio de la ciudad». El obispo y su clero tenían que compartir los problemas de sus conciudadanos, y lo hicieron de una manera creíble cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diferente, la del Cielo (Cf. Hebreos 13, 14). Y de este modo edificaron una auténtica ciudadanía, una auténtica solidaridad común entre los ciudadanos de Verceli.

De este modo, Eusebio, asumiendo la causa de la «sancta plebs» de Verceli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Esta dimensión, por tanto, no le quitó nada a su ejemplar dinamismo pastoral. Entre otras cosas, parece que instituyó en Verceli las iglesias rurales para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Por el contrario, este «carácter monástico» daba una dimensión particular a la relación del obispo con su ciudad. Al igual que los apóstoles, por quienes Jesús rezaba en la Última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia «están en el mundo» (Juan 17, 11), pero no son «del mundo».

Por este motivo, los pastores, recordaba Eusebio, tienen que exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino que deben buscar la Ciudad futura, la Jerusalén definitiva del cielo. Esta «dimensión escatológica» permite a los pastores y a los fieles salvaguardar la jerarquía justa de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las injustas pretensiones del poder político. La auténtica jerarquía de valores, parece decir toda la vida de Eusebio, no la deciden los emperadores de ayer o de hoy, sino que procede de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, y al mismo tiempo hombre como nosotros.

Refiriéndose a esta jerarquía de valores, Eusebio no se cansa de «recomendar efusivamente» a sus fieles que custodien «con todos los medios la fe, que mantengan la concordia, que sean asiduos en la oración» («Ep. Secunda», cit.).

Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, y os bendigo y saludo con las mismas palabras con las que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: «Me dirijo a todo vosotros, hermanos míos y santas hermanas, hijos e hijas, fieles de los dos sexos y de toda edad, para que… llevéis nuestro saludo también a aquéllos que están fuera de la Iglesia, y que se dignan amarnos» (ibídem).

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