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Martes, 3 de diciembre de 2024

San Ambrosio en las audiencias de Benedicto XVI

De Enciclopedia Católica

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Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 24 de octubre de 2007 en la que presentó a San Ambrosio

El santo obispo Ambrosio, del que quien os hablaré hoy, falleció en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en el lecho, con los brazos abiertos en forma de cruz. De este modo participaba en el solemne triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. «Nosotros veíamos que se movían sus labios», atestigua Paulino, el diácono fiel que por invitación de Agustín escribió su «Vida», «pero no escuchábamos su voz».

De repente, parecía que la situación llegaba a su fin. Honorato, obispo de Verceli, que estaba ayudando a Ambrosio y que dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: «¡Levántate pronto! Ambrosio está a punto de morir…». Honorato bajó inmediatamente —sigue contando Paulino— «y le ofreció el santo Cuerpo del Señor. Nada más tomarlo, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el viático. De este modo, su alma, alimentada por la virtud de esa comida, goza ahora de la compañía de los ángeles» («Vida» 47).

En aquel viernes santo del año 397 los brazos abiertos de Ambrosio moribundo expresaban su participación mística en la muerte y resurrección del Señor. Era su última catequesis: en el silencio de las palabras, seguía hablando con el testimonio de la vida.

Ambrosio no era anciano cuando falleció. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 a Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre le llevó a Roma, siento todavía un muchacho, y le preparó para la carrera civil, dándole una sólida educación retórica y jurídica. Hacia el año 370 le propusieron gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí hervía la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. Ambrosio intervino para pacificar los espíritus de las dos facciones enfrentadas, y su autoridad fue tal que, a pesar de que no era más que un simple catecúmeno, fue proclamado por el pueblo obispo de Milán.

Hasta ese momento, Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en Italia del norte. Sumamente preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con fervor. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la «escuela de Alejandría». De este modo, Ambrosio llevó al ambiente latino la meditación de las Escrituras comenzada por Orígenes, comenzando en occidente la práctica de la «lectio divina».

El método de la «lectio» llegó a guiar toda la predicación y los escritos de Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la Palabra de Dios. Un célebre inicio de una catequesis ambrosiana muestra egregiamente la manera en que el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: «Cuando hemos leído las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, hemos afrontado cada día la moral —dice el obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que, formados por ellos, os acostumbréis a entrar en la vida de los Padres y a segur el camino de la obediencia a los preceptos divinos» («Los misterios» 1,1).

En otras palabras, los neófitos y los catecúmenos, según el obispo, tras haber aprendido el arte de vivir moralmente, podía considerarse que ya estaban preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de Ambrosio, que representa el corazón de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los libros sagrados («los Patriarcas», es decir, los libros históricos, y «los Proverbios», es decir, los libros sapienciales), para vivir según la Revelación divina.

Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las «Confesiones» de san Agustín. Había venido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Al joven retórico africano, escéptico y desesperado, no le movieron a convertirse definitivamente las bellas homilías de Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho). Fue más bien el testimonio del obispo y de su Iglesia milanesa, que rezaba y cantaba, unida como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que tenía que ser expropiado, cuenta Agustín, «el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su propio obispo». Este testimonio de las «Confesiones» es precioso, pues muestra que algo se estaba moviendo en la intimidad de Agustín, quien sigue diciendo: «Y nosotros también, a pesar de que todavía éramos tibios participábamos en la excitación de todo el pueblo» («Confesiones» 9, 7).

De la vida y del ejemplo del obispo Ambrosio, Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos hacer referencia a un famoso sermón del africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la Constitución conciliar «Dei Verbum»: «Es necesario —advierte de hecho la «Dei Verbum» en el número 25—, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos y catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte —y aquí viene la cita de Agustín— “predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior”». Había aprendido precisamente de Ambrosio esta «escucha en su interior», esta asiduidad con la lectura de la Sagrada Escritura con actitud de oración para acoger realmente en el corazón y asimilar la Palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas: quisiera presentaros una especie de «icono patrístico» que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente el corazón de la doctrina de Ambrosio. En el mismo libro de las «Confesiones», Agustín narra su encuentro con Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia para la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al obispo de Milán, siempre le veía rodeado de un montón de personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que estaba esperando hablar con Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en brevísimos espacios de tiempo), o estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas. Aquí Agustín canta sus maravillas, porque Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (Cf. «Confesiones». 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía para ser proclamada, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que Ambrosio pudiera pasar las páginas sólo con los ojos es para el admirado Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura, en la que el corazón se empeña por alcanzar la comprensión de la Palabra de Dios —este es el «icono» del que estamos hablando—, se puede entrever el método de la catequesis de Ambrosio: la misma Escritura, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a la conversión de los corazones.

De este modo, según el magisterio de Ambrosio y de Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la «Introducción al cristianismo» sobre los teólogos. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de «clown», que recita un papel «por oficio». Más bien, utilizando una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por Ambrosio, tiene que ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza en el corazón del Maestro, y allí aprendió la manera de pensar, de hablar, de actuar. Al final de todo, el verdadero discípulo es quien anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

Al igual que el apóstol Juan, el obispo Ambrosio, que nunca se cansaba e repetir: «"Omnia Christus est nobis!”; ¡Cristo es todo para nosotros!», sigue siendo un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor por Jesús, concluimos así nuestra catequesis: «"Omnia Christus est nobis!”. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo de la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz…Gustad y ved qué bueno es el Señor, ¡bienaventurado el hombre que espera en él!» («De virginitate» 16,99). Nosotros también esperamos en Cristo. De este modo seremos bienaventurados y viviremos en la paz.