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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Sócrates ante la muerte

De Enciclopedia Católica

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Busto de Sócrates
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Busto de Sócrates. Fotografía de Life en Español
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Sócrates: Vida y entorno social e histórico

Sócrates era natural de Atenas, hijo de Sofronisco y Fenáreta, del demo de Alópece. Nació en el 469 a. de C., a diez años de la victoria definitiva de los griegos –al mando del espartano Pausanias– sobre los persas en Platea y en un período en el que Atenas, la otra ciudad-estado decisiva para la victoria sobre el Imperio Aqueménida alcanzara la hegemonía en el mundo griego, presidiendo y ejerciendo el mando en la Liga Délica.

La familia de Sócrates pertenecería a la clase media baja, a juzgar por el arte ejercido por el padre, el de cantero o escultor, remontando su ascendencia hasta Dédalo, al igual que lo hacían los médicos, quienes afirmaban descender legendariamente de Asclepio. Genealogía mítica que explicaba que estos oficios se transmitían de padres a hijos, por lo que es probable que Sócrates habría sido educado en este oficio, el cual nunca ejercería por preferir su entrega a la filosofía, actividad por la que no recibiría ningún salario, y al no contar con mayores recursos económicos, habría de permanecer “en gran pobreza” [1], como refiere Platón. Se diferencia de todos los primeros filósofos por su origen plebeyo y su escasa formación académica; siempre se mostró enemigo de toda profesión y todo arte, así como de la ciencia natural [2].

Juventud y madurez

Su juventud y madurez transcurrió en el apogeo del poder ateniense y el florecimiento clásico de la poesía y el arte de Atenas, y visitaba la casa de Pericles y Aspasia. Los griegos estaban desbordantes de orgullo y satisfacción, si tenemos en cuenta que la guerra con los persas terminaría formalmente en el año 449 a. de C. con el tratado de Calias; convencidos más que nunca de la superioridad de los helenos sobre los bárbaros –desde sus remotos orígenes se vanagloriaban de habitar en los mismos lugares donde naciera el género humano y donde los humanos habían recibido aquellos recursos de vida que se suelen considerar como dones especiales de los dioses y, por último, que el ombligo de la tierra estaba en el lugar sagrado del templo de Delfos– [3], y de su modo de vida sobre el de los demás.

Atenas, de manera particular, viviría un período de gran esplendor gracias a su pujante desarrollo económico y cambios de orden político por la radicalización de la democracia emprendida por Efialtes y Pericles. Aunque al promover la igualdad política de los ciudadanos hasta sus últimas consecuencias, se abría camino, en última instancia, al dominio de los demagogos. Pericles es quien evitó por mucho tiempo que estas consecuencias negativas se produjeran, pues, desde la muerte de Efialtes en el 461 a. de C., se convertiría en la figura preponderante de la política ateniense.

Pericles fue el gran artífice de la reconstrucción y desarrollo de Atenas, actividad que se hacía contando con el apoyo de los dioses, particularmente de la diosa virgen Atenea, con quien mantenían una estrecha relación de fidelidad. El Partenón, era el nuevo templo dedicado a la diosa Atenea y por decisión de Pericles, sobrepasaría a todos los demás templos en tamaño y esplendor, proclamando la gloria de Atenas.“No es fácil analizar lo que significaba la diosa Atenea para el ateniense ordinario o incluso extraordinario –comenta Maurice Bowra–, pero son evidentes sus principales características. Era la diosa guerrera –por eso estaba en el exterior del templo– para proteger a los suyos; era su vez, la diosa virgen, que la capacitaba para ser el apoyo de las empresas viriles, la leal compañera de sus acciones y aventuras…Su virginidad significaba independencia y confianza en sí misma y superioridad frente a la común atracción de la carne. Para los atenienses significaba un desapego similar y un control de sí mismo en el servicio de la ciudad…El cometido del Partenón era excitar el entusiasmo y el amor por la grandeza ateniense” [4].

Y por supuesto que Pericles supo no sólo ofrecerles a los suyos un proyecto de reconstrucción y desarrollo sino de expansión natural, para dar satisfacción a la desmedida naturaleza humana, que fácilmente se olvida de la mesura y cae en su opuesta, la desmesura, aunque esta la quiera justificar en términos religiosos. “En la Atenas que él amaba –anota Rex Warner–, el soldado sería tan bravo en el campo de batalla como cualquier espartano; pero su coraje nacería de la reflexión, del conocimiento de lo que estaba en juego, de una disciplina natural y voluntariamente adoptada, antes que de la tenacidad que engendran los años de arduo adiestramiento, o de la emulación, que es una forma propia de la consideración. Pericles no sustentaba la opinión de que una virtud es incompatible con otra. Su ateniense ideal poseería todas las virtudes y las desplegaría con gracia y versatilidad peculiares. El ateniense había de ser semejante a un dios, sólo que un dios con una ciudad y con una tarea que cumplir” [5].

Pericles y su renovada y radical democracia, prolongó y fortaleció un espíritu ya existente en la época aristocrática; pero, esta vez más peligroso porque lo compartían los miembros del demos, los ciudadanos, desde el más refinado al más sencillo.“Esto fue lo que Pericles aportó a sus compatriotas. Explica por qué lo apoyaron –remarca Maurice Bowra–, y por qué no se asustaron al oír que el resto de Grecia los odiaba. Por este ideal estaban dispuestos a luchar hasta el fin y a rechazar cualquier compromiso que les ofreciese la seguridad en vez del honor” [6].El afán de poder, pero de poder desmesurado, que equivocadamente llaman “imperialismo” [7], nacerá de Pericles que tendrá la suficiente capacidad para hacer participar del mismo sentimiento al demos [8]y esto demarcará no sólo su grandeza sino su decadencia y posterior muerte . [9]

Guerra del Peloponeso

La Guerra del Peloponeso (431- 404) es el acontecimiento que señalaría el fin de la civilización helénica [10]; y, en ésta participó disciplinada y valientemente Sócrates –comenta Platón– [11]; distinguiéndose por su valor, su sangre fría y su resistencia física, como si los padecimientos propios de la guerra no le afectasen. En su condición de hoplita, o soldado de a pie, participó meritoriamente en tres batallas. Al comienzo de la guerra entre el 431-430 en la expedición y batalla de Potidea, donde le salvó la vida a Alcibíades –según refiere Platón en el Banquete– [12], fue su compañero de mesa y se distinguió como superior a todos al soportar las fatigas propias de la campaña militar. También participó en Delión en el año 424, donde al decir de Laques –en la versión de Platón–, se distinguió por su valentía a tal punto que, si los demás se hubieran comportado como él, Atenas no hubiera sufrido semejante fracaso [13]. Y por último en el 422, estuvo prestando servicios en Anfípolis. Estas tres ocasiones, fueron las únicas veces que, por motivo de la guerra y en el cumplimiento de sus deberes como ciudadano-soldado, se ausentó de su amada ciudad.

Sócrates, en el año 423 a. de C., a la edad de 46 años, cumpliendo con una de sus obligaciones como ciudadano, contrajo matrimonio con Jantipa, una madura doncella de veinte años, que tenía el caballo en su nombre, prueba infalible de que pertenecía a la antigua aristocracia, entre la que se reclutaban las filas de la guardia de caballería. Motivo suficiente para sospechar que el matrimonio era conveniente para ambos; para él, porque encontraba un apoyo a su vida doméstica bien descuidada; y, ella, un marido y posible protector en tanto se de a trabajar o exija una paga por las enseñanzas que imparte, alejándose del quehacer filosófico o juego lógico que ejercía rodeado de jóvenes ociosos con quienes jugueteaba con la lógica, como cachorros, destruyendo muchas cosas en busca de la verdad.

Sin embargo, con el correr de los años, vinieron los hijos: Lamprocles –que era adolescente en el momento de su ejecución– [14], Sofronisco y Menexeno –el tercero y último, engendrado cuando el filósofo tenía 69 años– [15], y Sócrates no cambiaría de forma de vida –incumpliendo sus deberes como ciudadano–, condenando a vivir a su familia en un permanente estado de zozobra, salvo la ayuda esporádica que les ofrece Critón y los trabajos de lavandería que realizaría la abnegada mujer y madre que empeoraría su ya difícil e indomable carácter [16].

Entereza moral

Hacia el final de la guerra en el 406 a. de C., justo dos años antes de la derrota final de Atenas, Sócrates tuvo ocasión de manifestar su independencia y honradez al oponerse a la ilegal condena sumarísima de los almirantes acusados de no recoger a los náufragos del combate marítimo de las Arginusas; manteniéndose a partir de esa fecha al margen de sus obligaciones políticas como ciudadano.

La condena fue ilegal porque los almirantes atenienses fueron juzgados conjuntamente, en lugar de considerar sus causas por separado. Además de que no se consideraron las circunstancias y atenuantes particulares; puesto que los almirantes encausados se habían visto incapaces de sacar a sus muertos del agua, después de la batalla en la que habían salido victoriosos, por temor a perder más vidas en medio de la tormenta que los amenazaba. Al volver a casa sin los cuerpos de sus compatriotas, lo que constituía un grave incumplimiento de las costumbres atenienses y de las obligaciones religiosas; la asamblea ateniense, votó por procesar y finalmente ejecutar a los generales transgresores sin considerar sus comprensibles argumentos. Como suele suceder en momentos de crisis, las decisiones del colectivo siempre resultan ser insensatas. “En plena guerra –advierte Michael Scott–, Atenas mató a sus propios líderes militares victoriosos. Atenas se dejó a sí misma sin cabeza visible, y si quien lleva la voz cantante era una turba tan vengativa, no era de extrañar que resultara difícil encontrar a hombres talentosos que ocuparan el lugar de los almirantes muertos” [17].

Dos años después, en el 404 a. de C., Sócrates, se mostrará digno de seguir su propio camino. Al margen de los partidos políticos, haciendo caso a su más íntima convicción de lo que era justo; mas aún, cuando en esta ocasión la decisión que él consideraba injusta la tomaba la recién establecida oligarquía de los Treinta –entre los que sobresalían Critias y Cármides, parientes de Platón–, impuesta por Esparta liderada por Lisandro que humilló a la orgullosa Atenas obligándole a entregar su armada, permitir la vuelta de todos los partidarios de la oligarquía y enemigos de la democracia, y derruir sus propias murallas. Los Muros Largos que habían definido y protegido a la amada ciudad de Pericles, fueron destrozados con lo que pudieran tener en sus manos por los espartanos y todos los que odiaban a Atenas.

El gobierno de los Treinta Tiranos fue muy corto por los múltiples abusos de autoridad que cometieron; en uno de ellos, tratando de implicar a Sócrates, le ordenaron a él y a otros cuatro más arrestar a un hombre rico, llamado León de Salamina, para ejecutarlo. Critias, el más destacado y sanguinario de los oligarcas, y los otros líderes creyeron que contarían con su apoyo por haber sido años atrás miembros de su círculo filosófico y, además, sabían de sus críticas al sistema democrático ateniense, pero subestimaban su respeto por la legalidad. Sócrates se marchó a su casa [18], negándose a cumplir la orden –demostrándoles no con palabras, sino con hechos, que a él la muerte le importaba un bledo–, y cuidando de no realizar nada injusto e impío; como sí hicieron los otro cuatro obedientes ciudadanos que arrestaron a León el solimano para darle muerte.

Esta digna y valerosa acción le hubiese costado la vida, como él mismo reconociera, si el régimen no hubiera sido derribado rápidamente restaurándose la democracia en el verano del 403 a. de C.; y, en esta ocasión, fue irónicamente la victoriosa Esparta quien propuso la ordenadora solución, restaurar la democracia. Es decir, en un solo año Atenas había perdido su “imperio”, su orgullo, sus murallas, su democracia, había sufrido una guerra civil interna y había visto restaurada su democracia, sin gozar de la preciada autonomía. Entre los restauradores sobresalía Anito, uno de los más poderosos políticos demócratas, que había aceptado en conversación con los espartanos las siguientes medidas: conceder amnistía para todos excepto para los Treinta Tiranos, a los que persiguió y castigo; permitir a todo ciudadano que no se sintiera cómodo en la Atenas democrática fuera a vivir a Eleusis; y, olvidar todos los procesos pendientes de carácter político.

Enfrentando su destino

Sin embargo, ninguno de los demócratas podía olvidar que figuras preeminentes de la pasada época violenta, entre los que sobresalían Alcibíades, Critias, Cármides, entre otros, habían sido íntimos amigos de Sócrates; y, por otro lado, todos conocían sus frecuentes burlas y observaciones críticas a la democracia –aquella del igualitarismo indiscriminado o la perversa inclinación a privilegiar o reconocer el gobierno de los peores– de la que eran fervorosos partidarios. De tal manera que, no podían sentirse seguros hasta que no eliminasen al peligroso “sofista” Sócrates, como lo había popularizado desde hace veinte años Aristófanes en Las nubes; pero, debían procesarlo sin recurrir a cargos políticos para evitar no cumplir con la amnistía decretada.

En consecuencia, la acusación se limitó a ofensas contra la religión del estado: negarse a reconocer los dioses de la ciudad, introducir la creencia en otros dioses nuevos y de pervertir a la juventud [19]. El principal acusador era Meleto –quien representaba a los poetas y firmaba la acusación–, Licón, que actuaba en nombre de los oradores; y, Anito, el auténtico acusador y enemigo de Sócrates, representante de los curtidores y comerciantes. Las condenas por impiedad religiosa –como lo había dispuesto el decreto de Diopites en el año 431 a. de C.– en la tolerante Atenas eran pretexto para obligar que se fueran quienes no eran bien vistos en la ciudad, así procedieron años atrás con Anaxágoras, Diágoras y Protágoras, quienes sin más se retiraron de la admirada ciudad. Pero Sócrates no quería marcharse de la ciudad, y esto lo sabemos por Platón y Jenofonte –totalmente ajenos a que las cosas lleguen al extremo con la muerte del acusado–; pues, de Sócrates dependió no presentarse [20], escoger el destierro como castigo [21], adular y suplicar en contra de las leyes [22]; y, por último, le habría sido muy fácil huir como lo había preparado su viejo amigo Critón y sus jóvenes amigos de Tebas, Simias y Cebes, que ofrecían la cantidad de dinero necesaria para salvarlo [23]. Sin embargo, Sócrates, que consideraba no haber cometido falta alguna como lo había demostrado en su defensa y, que el marcharse podría interpretarse como una confesión, además que estaba dispuesto a seguir enseñando o dejar de vivir, optó por la muerte.

La sentencia se ejecutó al mes de haberse celebrado el juicio y no de inmediato como era la costumbre [24]; pues, circunstancialmente los atenienses en la víspera del juicio de Sócrates, habían enviado el barco a Delos en misión religiosa –como un ritual en honor a Apolo después del éxito de Teseo al poner fin al tributo anual de vidas jóvenes que se pagaba al Minotauro en Creta–, por lo que la ciudad hasta que regrese de Delos la peregrinación, permanecía en estado de pureza religiosa, estando prohibido que se realicen ejecuciones oficiales.

Durante este largo tiempo que Sócrates llevó en la cárcel lo hizo manteniendo el régimen de vida al que estaba acostumbrado, dialogar y permanecer el mayor tiempo posible con sus jóvenes amigos –tal como lo relata Platón en el Critón–; y, del último día de su vida nos queda la maravillosa exposición que Platón hiciera en el Fedón.

Todos los presentes –cuenta Platón siguiendo la narración de Fedón, puesto que él estuvo ausente por encontrarse enfermo– se encontraban en una situación extraña, porque por ratos les embargaba la alegría y placer de la conversación y, a la vez, de pesar, al reflexionar que el maestro estaba a punto de morir. Al caer la tarde y como si finalizara la representación teatral, Sócrates se dispuso a beber la cicuta sin dejar de ironizar –advirtiendo que primero se bañaría para evitar dar trabajo a las mujeres de lavar su cadáver [25]– sobre la circunstancia más seria a la que se enfrenta todo ser humano, la muerte. Bebió, se acostó esperando que los efectos del veneno vayan subiendo desde los pies a las partes superiores de su cuerpo; y, cuando ya estaba casi fría la zona de su vientre se descubrió y dijo a sus amigos: “Critón le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides” [26], no hubo más sólo el silencio y sobrecogimiento de la muerte. Así concluye esta obra, “uno de aquellos pocos libros –advierte Romano Guardini– por medio de los cuales los hombres son exhortados continuamente a que se examinen si son dignos de su nombre” [27], como sí lo demostró con creces el legendario «tábano» ateniense.

Sin embargo, después de su muerte, las polémicas en torno de Sócrates se irán acrecentando; empezando por el significado del último pedido que le hiciera a su viejo y leal amigo, pues, éste ha sido interpretado de diversas maneras. “La verdadera inteligencia de este piadoso encargo –nos aconseja Antonio Tovar– está en la interpretación pesimista de la vida que tantas veces aflora en los griegos. El gallo se ofrendaba a Esculapio precisamente en agradecimiento por la salud recuperda; y así, si Sócrates consideraba que había llegado el momento de hacer este sacrificio en acción de gracias, es que se encontraba curado de una enfermedad, de la enfermedad que es la vida…Era, desde luego, una curación de la tremenda enfermedad que es vivir, y habían de rendirse por ello gracias precisamente al dios que en la religión ateniense había logrado sólidamente el puesto del dios médico. Asclepio, un dios moderno, cuyo culto se consolida en Atenas precisamente en vida de Sócrates” [28].

Sócrates: ¿Un sileno?

Sócrates es todo un enigma por cuanto no dejó nada escrito y el comportamiento que tuvo durante toda su vida; siempre se muestra ambiguo, desconcertante e inquietante para quien quiera profundizar en su enseñanza siguiendo a algunos de sus admiradores o detractores. De ahí, "La imposibilidad de trazar cualquier “retrato sistemático” de este hombre no sólo se debe al hecho que –según anota Francesco Adorno–, como es sabido, no escribió nada y que poquísimos y a veces contradictorios son los datos que tenemos de su vida, sino, sobre todo, al hecho de que las “fuentes mismas” (desde Aristófanes hasta Platón, Jenofonte, Aristóteles…) son todas ellas “interpretaciones”, sin duda ancladas en la Historia, pero, precisamente por eso, modos diversos de colocar la función de Sócrates según el tiempo y la personalidad del autor, su modo de concebir, su formación, múltiples aspectos con los que han fructificado las semillas de Sócrates."[29] .

Por este motivo, me voy a permitir una interpretación más de las ya delineadas a lo largo de la historia de la filosofía sobre este célebre filósofo, paradójicamente de origen plebeyo en la refinada, orgullosa y desmesurada Atenas.

Reparemos en primer lugar en su aspecto físico, es definitivamente desagradable; nariz chata, labios gruesos, ojos saltones y, como el mismo reconociera, dotado por la naturaleza de las pasiones más vehementes. Platón, cuenta en el Banquete que Alcibíades, buscando elogiar a Sócrates por medio de imágenes, lo compara con esos Silenos existentes en los talleres de escultura, que cuando se abren en dos mitades, aparecen estatuas de dioses en su interior; y, además, que no sólo se parece por el exterior a los Silenos sino por ser un lujurioso, tal como se mostraban los acompañantes de Diónisos [30].


Sin embargo, vayamos con cuidado –“en él todo es exagerado, advierte Friedrich Nietzsche, bufo, caricatura, todo es a la vez oculto, lleno de segundas intenciones, subterráneo” [31]–; la apariencia casi monstruosa, cómica y desvergonzada de Sócrates, similar a la de un Sileno, pero sin la flauta, sólo es una fachada y una máscara, pues, esconde su verdadera naturaleza. La belleza exterior –y hay que recordar que en aquel tiempo esta belleza era un mérito, abiertamente reconocido y celebrado– a él no le correspondía, pero a cambio poseía la belleza interior, la belleza del alma que había que cuidar y cultivar. El mayor bien para un hombre es el autoconocimiento –el conocerse a sí mismo–, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y del bien; pues, “una vida sin examen –sentencia Sócrates– no tiene objeto vivirla para el hombre” [32] ; y, este examen, los llevará a persuadirse que no es en el cuidado de los cuerpos ni en el de los bienes materiales donde se encuentra la virtud, sino en el cuidado del alma [33]. Conocimiento que él ha logrado individualmente a través de la reflexión, apartado del común de los mortales que lo ha llevado a alejarse de los cánones tradicionales y mostrarse hasta el último momento de su vida seguro de sí mismo; pues, “no sólo ahora sino siempre –reitera Sócrates para negarse a escapar como se lo propone Critón–, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor…Si no somos capaces de decir nada mejor en el momento presente, sabe bien que no voy a estar de acuerdo contigo, ni aunque la fuerza de la mayoría nos asuste como a niños con más espantajos que los que ahora en que nos envía prisiones, muertes y privaciones de bienes”[34] .

Decisión y modo de vida que él atribuye a la “voz”, que desde niño escucha, de “algo divino y demónico” , que le disuade sobre lo que debe hacer y ha realizado a lo largo de su vida: compartir con los demás dicha sabiduría, ya sea joven o viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por la cercanía de origen y compartir las mismas preocupaciones; cuestión que sus conciudadanos deben tomar como el mayor bien que les haya otorgado el dios , y que él gustoso repetiría a sí tuviese que morir muchas veces[35] . Así es como se defiende y justifica su accionar y vivir: haber escuchado la “voz”, de lo divino-misterioso y ha actuado y vivido en consonancia con lo escuchado, mas aún si se trata de lo divino ; y, esta imprecisión para referirse a lo divino-misterioso, nos permite conjeturar que Sócrates habría escuchado en esa «voz», su propia voz, la voz de su conciencia, de ese “yo” filosófico-especulativo que peligrosamente empieza a apartarse y desentenderse de las costumbres tradicionales de la polis[38] .

Este particular actuar de Sócrates,“sería algo así como el umbral más sobrio de la filosofía de Platón –observa Werner Jaeger–, en el cual se evitan las audacias metafísicas de éste, y rehuyendo la naturaleza para limitarse al campo de lo moral, se intenta en cierto modo fundamentar teóricamente una nueva sabiduría de la vida orientada hacia lo práctico” [39] .

Una nueva sabiduría en la que el maestro no enseña nada y lo que “enseña” lo hace dialogando e ironizando a sus ocasionales contertulios. Sócrates se enmascara a sí mismo, se presenta como el que no sabe nada, escudándose en que así lo ha proclamado la “voz” de Apolo. Él sólo ha confirmando –después de haber entrevistado a muchos personajes reconocidos por su sabiduría– lo que ha querido decir el oráculo de Delfos, interrogado por su vehemente amigo Querefonte, cuando tuvo la audacia de preguntar si había alguien más sabio que él; y, la Pitia respondió que nadie era más sabio. Y su sabiduría consiste en que a diferencia de otros que creen saber algo y no lo saben, él reconoce no saber; afirma en la Apología: “¦yo así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber” [40]. Confesión que ha quedado sintetizada en la famosa sentencia: “sólo sé que nada sé”, derivada de las referencias platónicas sobre Sócrates y el saber que habría impartido.

Sócrates finge ignorancia y se muestra insolente. “Siempre está en disposición amorosa con los jóvenes bellos –advierte Alcibíades en el Banquete–, que siempre están en torno suyo y se queda extasiado, y que, por otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos en apariencia. ¿No es esto propio de un Sileno?...Pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo,…las he visto ya una vez y me parecieron que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que Sócrates mandara…Sus discursos son muy semejantes a los Silenos que se abren. Pues si uno se dedicara a oír los discursos de Sócrates, al principio podrían parecer totalmente ridículos. ¡Tales son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros,…y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. Pero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y bueno”[41] .

Un Sileno, que cuando estaba ebrio –y Sócrates se embriagaba, frecuentemente, conversando o bebiendo vino–, poseía una sabiduría especial y el don de la profecía, saber que era lo más preciado para los griegos. Y qué mejor que la del Sileno, leal compañero de Diónisos-Apolo –hijo de Pan y padre de los sátiros–, que en medio de sus excesos y la : locura, por la parte apolínea, habla o más que hablar ayuda a hacerlo a otros a través del diálogo; y, en él se revelan los conceptos o definiciones de los asuntos morales de los que tratan, por lo general, sus conversaciones. Sócrates, ejerce sobre los demás “el arte de partear y es por esto por lo que profiero encantamientos –le reconoce al joven Teeteto– y te ofrezco que saborees lo que te brindan todos y cada uno de los sabios, hasta que consiga con tu ayuda sacar a la luz tu propia doctrina”[42] . Una doctrina que deja de lado los instintos y sólo confía en la razón deductiva, en la lógica dialéctica, que sólo se interesa en la belleza interior, determinada, limitante y ordenadora de Apolo, el dios “que hiere de lejos” con sus palabras enigmáticas, manteniéndose él distante de los comunes mortales ávidos de sabiduría que, incesantemente se preguntan por el sentido de la existencia.

El Sileno-Sócrates, dionisíaco-apolíneo se mantiene distante de los demás cuando al interrogar, previo al momento de la mayéutica ha ejercido la ironía –es decir, la actitud psicológica según la cual el individuo busca parecer inferior a lo que es; viene del que pregunta fingiendo ignorancia– sobre sus interlocutores que los encuentra en los mercados, en las plazas; es decir, dialoga con cualquiera que se encuentre en la calle dispuesto a conversar, incluso, con el esclavo –como sucede según cuenta Platón en el Menón–, mientras realizaba sus tareas. En estos diálogos sostenidos con Sócrates-Sileno, “al principio podrían parecer totalmente ridículos”, y difícilmente podría considerárselos filosóficos por la participación de los interlocutores, los temas y hasta la forma de tratarlos. Sin embargo,“la mediocridad –nos revela el autor de “Humano, demasiado humano”– es la más afortunada de las máscaras que puede llevar el espíritu superior, porque no hace pensar a la mayoría, es decir, a los mediocres, en un enmascaramiento; y, sin embargo, por eso precisamente se la pone aquél, para no irritarlos y aun, no pocas veces, por compasión y bondad” [43] . De ahí que los interlocutores de Sócrates muy animadamente van dando respuestas a sus interrogantes y luego van dándose cuenta de cuán contradictoria era su postura inicial; pues, han sido conducidos al reconocimiento de su propia ignorancia. Así, el Sócrates-Sileno ha provocado en ellos tal confusión que, en ocasiones, incluso acababan cuestionando toda su vida; sin que él les ofrezca alguna respuesta; pues, Sócrates no sabe nada, ¡sólo sabe que no sabe nada! Quizá, porque el verdadero educador no siempre dice lo que piensa, sino que se pronuncia sobre aquello que al educando le va a ayudar a reconocerse y encontrarse consigo mismo. “Por este motivo con frecuencia el mejor maestro es un don nadie –anota Peter Kingsley–; es un don nadie que no da nada. Pero esa nada que da vale más que cualquier otra cosa…Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio”[44] .

Sócrates no daba nada y sin embargo con sus preguntas te llevaba a cambiar completamente de vida cuestionándote la que llevabas. Todos los que lo conocieron y vivieron esas conversaciones, quedaron muy impresionados con su inquietante personalidad, que el recuerdo de las conversaciones sostenidas en diversos lugares de la ciudad, inspiró un género literario, los diálogos socráticos, que imitan los debates orales de Sócrates con diversos interlocutores; género que cultivará magistralmente Platón; de ahí que Platón no esté al margen de poseer sus propias máscaras [45] . Hay el Platón de las enseñanzas orales y el que se muestra en los escritos; y, en ellos hay múltiples facetas o personajes. Y es que esto, parece ser inevitable. “Todo lo que es profundo ama la máscara…–sentencia Friedrich Nietzsche–,…Todo espíritu profundo necesita una máscara: más aún, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él da” [46].

En los diálogos de Platón, que constituirán los primeros escritos de la literatura filosófica, Sócrates sólo está ausente en uno de ellos, el de las Leyes; en los otros veinticinco, se convirtió en un máscara, un personaje del que Platón se valdrá para presentar sus propias teorías y conjeturas. Diálogos, que por la bella forma y sutileza de las argumentaciones,“tienden a provocar en el lector un efecto similar al de los discursos de Sócrates en vida –advierte Pierre Hadot–. El lector es quien se encuentra ahora en la misma situación que el interlocutor de Sócrates, puesto que desconoce hacia dónde le conducirán sus preguntas. La máscara, el de Sócrates, desconcertante e inaprensible, desorienta el alma del lector y le lleva a una toma de conciencia que puede alcanzar la conversión filosófica” [47], el fin último de la educación filosófica.

Sócrates: ¿Diónisos?

Cuando Sócrates vive, la Atenas de Pericles y sus herederos, se ve amenazada por una serie de cambios sociales, políticos y culturales; todos los valores heredados se esfuman en un abrir y cerrar de ojos al soplo de una exacerbada locuacidad. “Es entonces cuando aparece Sócrates –señala Werner Jaeger–, como el Solón del mundo moral. Pues es en el campo de la moral donde se ven socavados en estos instantes el estado y la sociedad. Por segunda vez en la historia de Grecia, el espíritu ático invoca las fuerzas centrípetas del alma helénica contra las fuerzas centrífugas, contraponiendo al cosmos físico de las fuerzas naturales en lucha, creación del espíritu investigador jónico, un orden de los valores humanos. Solón había descubierto las leyes naturales de la comunidad social y política. Sócrates se adentra en el alma misma para penetrar en el cosmos moral” [48].

Efectivamente, es en alma-intelecto que Sócrates quiere encontrar la esencia permanente de lo justo, lo bueno, lo bello, etc; conceptualizarlos o definirlos confiando únicamente en la razón o el intelecto especulativo-deductivo, lógico-dialéctico, que ignora o niega el papel de las emociones, instintos o pasiones como causas explicativas de la acción humana. Sócrates, es el filósofo que vive y quiere explicar la vida a través de conceptos, que se muestra como Sileno –lleno de máscaras y ambigüedades–, compañero de Diónisos que es también Apolo, que hiere con sus palabras, que no puede entender ni aprehender con su mortal intelecto; pero que él contradictoriamente no acepta, imponiendo su propio y nuevo camino, que transita porque escucha la “voz”, que puede ser de la divinidad o la voz de su conciencia, de ese “yo” filosófico-especulativo que peligrosamente empieza a apartarse y desentenderse de las costumbres tradicionales de la polis

Analicemos estas contradicciones. Sócrates-Sileno reconoce que no sabe nada, ¡sólo sabe que no sabe nada!; y, que su sabiduría consiste “en no estar dispuesto a enseñar –anota el maduro Platón–, sino a aprender de los demás yendo de un lado a otro, sin siquiera darles las gracias” [49] . Quizá, Sócrates, efectivamente no sólo no pueda enseñar sino que tampoco se siente capaz de comunicar algún saber, pues, sería extraordinario “que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que –le reconoce a Agatón–, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía”[50] . Y es que las palabras no alcanzan para definir lo que se pretende conceptualizar, por ejemplo, la justicia; o la misma vida. Así se lo reconoce a Hipias, quien le reclama por qué tanta pregunta sobre la justicia en vez de proceder a definirla, “…si no lo explico con palabras –afirma Sócrates–, lo explico con mis hechos.¿O es que no te parece que la acción es más convincente que la palabra?”[51] . De tal manera que de la teoría –insatisfactoria y limitada– se pasa, sin más, a la experiencia, confiando únicamente en su propio razonamiento. “Sócrates –confiesa Alcibíades–, me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mi mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses” [52]. Es decir, lo instiga a dejar de lado los asuntos de la polis de Atenas para ocuparse de sí mismo, y, por supuesto fiarse sólo de su propio razonamiento, ateniéndose únicamente a aquello que considere justo. “Sócrates carece de sistema que enseñar –recalca Pierre Hadot–. Toda su filosofía es ejercicio espiritual, nueva manera de vivir, reflexión activa, conciencia viviente” [53] . La “sabiduría” de Sócrates está íntimamente relacionada con el oráculo de Delfos, pues, éste lo ha proclamado el más sabio de todos los ciudadanos atenienses. El “Conócete a ti mismo” délfico, en la esfera humana –no es ni confuso ni enigmático–, suena como una norma imperiosa de moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad [54] . Para el hombre, la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, arrogante. En cambio, en los asuntos humanos solo cabe atenerse a verdades relativas a las capacidades y limitaciones humanas. Este consejo lo tendrán en cuenta los sofistas –particularmente, Protágoras, el más importante de esos maestros–, que afirman enseñar verdades relativas, pues ese es el saber sensato y respetuoso de la tradición. Una tradición mítico-religiosa que era de salvación ; y, de gozar de la “bienaventuranza de existir, de participar –si quiera sea de manera fugitiva, recuerda Mircea Eliade– en la espontaneidad de la vida, en la majestuosidad del mundo… y, en la sacralidad de la condición humana” [56] . El “solo sé que nada sé” socrático, es contrario –en lo que se refiere a los asuntos humanos– al consejo délfico y por ende opuesto a la “sabiduría tradicional”; por lo que no hay motivo suficiente para considerar a Sócrates –como lo proclaman entre otros Giorgio Colli– un sabio, tanto por su vida como por su actitud frente al conocimiento [57] . Sócrates es más bien quien inaugura una «perversa y enfermiza» delectación por la lógica y la dialéctica. En medio de la incipiente decadencia reinante, el primer filósofo ateniense “adivinó que la racionalidad era la salvadora –advierte Friedrich Nietzsche–, ni él ni sus «enfermos» eran libres de ser racionales,…era su último remedio. El fanatismo con que la reflexión griega entera se lanza a la racionalidad delata una situación apurada: se estaba en peligro, se tenía una sola elección o bien perecer o ser absurdamente racionales…En todo lugar donde la autoridad sigue formando parte de la buena costumbre, y lo que se da no son «razones», sino órdenes, el dialéctico es una especie de payaso: la gente se ríe de él, no lo toma en serio. –Sócrates fue el payaso que se hizo tomar en serio: ¿qué ocurrió aquí propiamente?–”[58] . Fue tomado en serio por su manera de afrontar la muerte y, de manera más específica, del carácter cuasi voluntario de su muerte. Nietzsche, que tantos reparos y observaciones le hace a Sócrates, no puede dejar de reconocer que,“se dirigió a la muerte con la misma calma con que, según la descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al amanecer, para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan, sobre los bancos y por el suelo, los adormecidos comensales, para soñar con Sócrates, el verdadero erótico. El Sócrates moribundo se convirtió en el nuevo ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega: ante esa imagen se postró, con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Platón, el joven heleno típico” [59] . Sócrates, el amante de la vida, que quiere danzar “para tener salud o comer y dormir a gusto”[60] , el filósofo juguetón, bromista e irónico, se entrega a la muerte resignadamente, porque va a sanar –retomando sus últimas palabras en referencia al gallo que se le debía a Asclepio– no de la vida a secas, sino de la clase de vida que llevaba: lúcida y por ende más trágica. “Sócrates no es un médico –advierte Friedrich Nietzsche–, se dijo en voz baja a sí mismo: únicamente la muerte es aquí un médico…Sócrates mismo había estado únicamente enfermo durante largo tiempo” [61] . Platón, en el Banquete, una de sus obras más hermosas no sólo nos ha dejado una acabada descripción del maestro sino que ha expuesto simbólicamente la máxima enseñanza de Sócrates. Al final del diálogo, sólo quedan despiertos con Sócrates, Agatón el poeta trágico, y Aristófanes, el poeta cómico; y, el maestro les insiste de la necesidad de reconocer que corresponde al mismo ser humano ser a la vez poeta trágico y poeta cómico ; y, al quedar Sócrates reconocido como el mejor poeta y el mejor bebedor, es un tácito reconocimiento a su dionisíaca naturaleza, en la que las dos facetas de la misma divinidad pugnan por prevalecer; aunque el Sócrates filósofo se incline más por la parte apolínea, abriendo así la puerta para el desarrollo del filosofar platónico, que se impondrá en los años y siglos próximos, convirtiéndose en un prosopon/máscara para su distinguido discípulo que lo inmortalizará.


Prof. Fernando Muñoz Cabrejo

Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima

Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima, Perú

Notas

[1] Vid. Apología de Sócrates. 23b. En Diálogos. t. I. p.158. Editorial Gredos, S. A. Madrid, 2002.

[2] Cf. Nietzsche, Friedrich. Los filósofos preplatónicos. pp. 166-168. Editorial Trotta, S.A. Madrid, 2003.

[3] Cf. Burckhardt, Jacob. Historia de la cultura griega. t. I. pp. 66-68. Editorial RBA, S.A. Barcelona, 2005.

[4] Vid. La Atenas de Pericles. pp. 120, 122 & 127. Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1982.

[5] Vid. Pericles. El Ateniense. pp. 14-15. Editorial Edhasa. Barcelona, 1989.

[6] Vid. Ob. cit. p.146.

[7] Lo que domeña a Pericles y, con él al colectivo ateniense –particularmente a Alcibíades–, es la hybris, uno de los impulsos más poderosos de la naturaleza humana que no sólo lleva a dominar desmesuradamente a otros sino que incluso alienta las empresas más sangrientas y homicidas que puedan organizar los seres humanos. Por lo tanto, es incorrecto llamarle “imperialismo” al des-mesurado proyecto de Pericles, como lo hacen Maurice Bowra, Hermann Bengtson, Robin Lane Fox, Claude Mossé, entre otros. Serán los romanos, más prácticos y con la escrupulosa observancia de la pietas religiosa, los encargados de fundar el Imperium. El Fatum de Eneas fue ese, instaurar una Roma eterna, abierta al infinito, porque así suena la sentencia de Jupíter que ha escuchado y transcrito Virigilio: «His ego nec metas rerum nec tempora pono: imperium sine fine dedi» /«Yo no les fijo límites en el espacio ni en el tiempo: les he dado un imperio sin fin» [Vid. “La Eneida”. I, 278-279]. A este respecto, las aclaraciones que hace Pierre Grimal son de mucha utilidad para la comprensión del desenvolvimiento histórico de la aventura humana; pues, el imperio y la política imperialista romana, “era experimentado como una ordenación querida y garantizada por el dios del Capitolio, …el orden querido por el dios…es necesario que sea inmutable…Pero (y esto es una innovación inmensa y una originalidad profunda del espíritu romano) este estado del universo no es el resultado de la violencia que haría perdurar la fuerza de los vencedores, sino que nace de las palabra dada, de un compromiso contraído de una vez por todas, tanto por los propios ciudadanos entre sí como por los pueblos vecinos en relación con Roma, por medio del cual unos y otros renuncian a la violencia. Paradójicamente, el imperium romanum expresa una voluntad de paz”[Vid. “El Imperio romano”. pp.15-16]. Y, en un bello libro dedicado a la cultura romana, Pierre Grimal puntualiza, “L’imperium…Divin dans son essence, chargé par lui-meme d’un «dynamisme» qui confere a qui le possede une efficace exceptionalle, il est la source de toute action politique” [Vid. “La civilisation romaine”. p. 128].

[8] Así lo reconoce el gran historiador ateniense Tucídides, que resalta “la gran autoridad que Pericles poseía por su prestigio e inteligencia…, al no haber obtenido el poder por medios ilícitos, no pretendía halagarla en sus discursos, sino que se atrevía incluso, merced a su prestigio a enfrentarse a su enojo. Así, siempre que los veía confiados de modo insolente e inoportuno, los espantaba con sus palabras hasta que conseguía atemorizarlos, y, al contrario, cuando los veía dominados por un miedo irracional, los hacia retornar a la confianza. En estas condiciones, aquello era de nombre una democracia, pero, en realidad, un gobierno del primer ciudadano” [Vid. “Historia de la Guerra del Peloponeso”. II, 65. p.180].

[9] Cf. Platón, “Gorgias 515 e. En Diálogos. t. II. pp.128-129.En este diálogo, Platón afirmará a través de su personaje Sócrates que los atenienses han sido corrompidos por Pericles, pues, él los ha hecho perezosos, cobardes, charlatanes y avariciosos al haber establecido por vez primera estipendios para los servicios públicos.

[10] Sobre esta guerra Tucídides escribió su magistral obra “como una adquisición para siempre más que como una pieza de concurso para escuchar un momento…un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en le futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana..” [Vid. Ob. cit.I, 22. p.50]./ Igualmente, la exquisita helenista Mary Renault en “Alexias de Atenas”, nos ofrece una bellísima panorámica de los orígenes y desarrollo de la decadencia de la civilización helénica que se lee como se degusta el último vino de una agradable cena.

[11] Cf. “Apología de Sócrates”. 28e. En Ob. cit. p. 166.

[12] Cf. Ob. cit. 219 e. En “Diálogos”. t. III. p.279.

[13] Cf. “Laques” 181 a. En “Diálogos”. t. I. p.454.

[14] Cf. “Apología de Sócrates”. 34 d. En Ob. cit. p. 175.

[15] Cf. “Fedón”. 60 a. En En “Diálogos”. t. III. p.30.

[16] Cf. Kraus, René. “La vida privada y pública de Sócrates”. pp. 314 & 327. Editorial Sudamericana, S.A. Buenos Aires, 1943.

[17] Vid. Un siglo decisivo. Del declive de Atenas al auge de Alejandro Magno. pp.34-35.Ediciones B., S.A. Barcelona, 2010.

[18] Cf. Apología de Sócrates. 32c-e. En Ob. cit. p. 172.

[19] Cf. Jenofonte, “Recuerdos de Sócrates”, I, 1. p. 19. Editorial Gredos, S.A. Madrid, 1982. / También en “Apología de Sócrates”. 24 b. En Ob. cit. p. 159.

[20] Cf. Platón, Critón. 45 e. En Ob. cit. p. 197.

[21] Cf. Platón, Ibid.52c. En Ob. cit. p. 207.

[22] Cf. Jenofonte, Ob. cit. IV, 4. pp. 175-176.

[23 ]Cf. Platón, Critón. 45 a-c. En Ob. cit. p. 196.Cf. Platón, Fedón. 58 a-c. En Diálogos. t. III. pp.25-26. /Cf. Jenofonte, Ob. cit. IV, 8. p. 197.

[25] Cf. Ob. cit. 115 a. p.136.

[26] Vid.. Platón, Fedón. 118 b. En Diálogos. t. III. p. 142.

[27] Vid. La muerte de Sócrates. p.313. Emecé Editores, S.A. Buenos Aires, 1960.

[28] Vid. Vida de Sócrates. pp. 391-392. Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1984.

[29] Vid. Introduzione a Socrate. pp.7-8. Editori Laterza. Roma, 2004.

[30] Cf. Platón, Banquete. 215 a-b. En Diálogos. t. III. pp.270-271. /Cf. Jenofonte, Ob. cit. IV, 8. p.197.

[31]Vid. Crepúsculo de los ídolos. “El problema de Sócrates” & 4. p.39. Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1982.

[32]Vid. Apología de Sócrates. 38 a. En Ob. cit. p.180.

[33] Cf. Ibid. 30 b. En Ob. cit. p.168. .

[34]Vid. Critón. 46 b. En Diálogos. t. I. p.198.

[35]Cf. Apología de Sócrates. 31 d. En Ob. cit. p.170.

[36] Cf. Ibid. 30 b-c. En Ob. cit. p.168-169.

[37] Sócrates a este respecto nuevamente muestra su máscara de Sileno, «lleno de segundas intenciones», pues, no utiliza el término daímon para referirse a los dioses o lo divino, cuyo uso se había introducido desde los tiempos de Homero, sino que prefiere la palabra daimonion para describir la experiencia interior única, que, de manera imprevisible y en las situaciones más diversas, le obligaba a pararse, a decir no y echarse atrás en muchas de sus decisiones de vida. Pero, el uso de este término podía ser mal interpretado como trato con espíritus, como un culto secreto ajeno a las creencias tradicionales, por lo cual se mostraba como sospechoso y contrario a las costumbres de la polis. [Cf. Burkert, Walter. Religión griega. Arcaica y clásica. p.243-246].

[38] El peligroso y disolvente Émile Cioran, señala que poco importa si Sócrates se inventó de cabo a rabo ese *daimon que escuchaba; pero sí expresa que estaba cercado, solitario, y “su primer deber era escapar a los que le rodeaban, ocultándose tras un misterio real o fingido.¿Cómo saber si Sócrates divagaba o empleaba su astucia? Siempre quedará que –concluye el polémico pensador contemporáneo– , el debate que suscitó respecto a sí mismo nos sigue interesando: ¿acaso no fue el primer pensador que se planteó como un caso?, y ¿no es con él con quien comienza el inextricable problema de la sinceridad?”. [Vid. La tentación de existir. pp.151-152].

[39] Vid. Paideia. Los ideales de la cultura griega. p.400. FCE. México, 1985.

[40] Vid. Ibid. 21 d. En Ob. cit. p.155.

[41] Vid. Platón. Ob. cit. 216 d-e & 222 a. En Diálogos. t. III. pp.273-274 & 283.

[42] Vid. Platón. Teeteto. 157d. En Diálogos. t. V. p.206.

[43] Vid. Nietzsche, Friedrich. Ob. cit. t. II. “El caminante y su sombra”. & 175. p.172. Ediciones Akal, S.A. Móstoles, Madrid, 2007.

[44] Vid. En los oscuros lugares del saber. pp. 178-179. Ediciones Atalanta, S.L. Girona, España, 2010.

[45] Sobre el significado de la máscara en la Grecia antigua y particularmentre la relacionada con Diónisos y la tragedia, puede verse en el detallado análisis realizado por Jean Pierre Vernant & Frontisi Ducroix, “Figuras de la máscara en la antigua Grecia”.[Cf. Vernant, Jean Pierre. Mito y tragedia en la Grecia antigua. t. II. pp.21-45].

[46] Vid. Mas allá del bien y del mal. “El espíritu libre”.& 40. pp.65-66.Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1985.

[47] Vid. Elogio de Sócrates. p.17. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 2008.

[48] Vid. Paideia. Los ideales de la cultura griega. p.404.

[49] Vid. República. 338 b. En Diálogos. t. IV. p.76. .

[50] Vid. Platón, Banquete. 175 e. En Diálogos. t. III. p.193.

[51] Vid. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, 4,10. p.177.

[52] Vid. Platón, Banquete. 216 a. En Diálogos. t. III. p.272.

[53] Vid. Ob. cit. p.42.

[54] Cf. Colli, Giorgio. El nacimiento de la filosofía. pp. 20-22. Tusquets Editores. Barcelona, 2000.

[55] Cf. Kerényi, Karl. La religión antigua. pp. 201-203. Editorial Herder. Barcelona, 1999.

[56] Vid. Historia de las creencias y de las ideas religiosas. t. I. pp. 278-279.Ediciones Cristiandad. Madrid, 1978.

[57] Cf. Ob. cit. p. 118.

[58] Vid. Crepúsculo de los ídolos. pp.42 & 40. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1982.

[59] Vid. El nacimiento de la tragedia. pp.124-125. Alianza Editorial, S.A. Madrid, 2004.

[60] Vid. Jenofonte, Banquete, II, 16. En Ob. cit. p.318.

[61] Vid. Crepúsculo de los ídolos. pp.43.

[62] Cf. Ob. cit. 223 d.. En Diálogos. t. III. p.286.

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