Reconciliación en el Catecismo de la Iglesia Católica
De Enciclopedia Católica
Estas razones nos llevan a considerar que la presencia de este nuevo Catecismo apunta a una finalidad de suyo necesaria: la renovación de la vida eclesial. Siguiendo con el paralelo entre el Concilio de Trento y el Vaticano II, observamos que en ambos casos la renovación de la Iglesia, su adaptación y preparación para la misión evangelizadora, después de sufrir momentos muy difíciles, se dio a través de la orientación conciliar. A través del Catecismo Romano, la Iglesia del siglo XVI mostró y difundió con claridad y sencillez la fe de la Iglesia, en sus contenidos, su celebración, su “puesta en práctica” y en su oración. De esa manera, promovió y alentó los esfuerzos por vivir coherentemente la vida cristiana, esfuerzos que se plasmaron en una impresionante ola de santidad, entre cuyos grandes exponentes se encuentran —entre muchos otros— hombres vinculados a la catequesis: San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, Santo Toribio de Mogrovejo... [3] . También ahora, y en continuidad con iniciativas de diversa índole en otros campos de la vida eclesial, el actual Catecismo, ofreciendo una presentación nueva de la fe perenne de la Iglesia, contribuye en la tarea de concretizar la ansiada renovación [4].
Cabría preguntarse lo siguiente: ¿Qué de novedoso trae este Catecismo? ¿Podría hablarse de “novedad” cuando se trata de la enseñanza tradicional de la Iglesia? Es evidente que la fe de la Iglesia es siempre la misma, y lo “novedoso” no debe verse como la añadidura de nuevas verdades o cosa semejante. Sin embargo, sí se puede hablar de “novedad” en la manera de presentar la fe multisecular de la Iglesia: en circunstancias históricas y culturales diversas, los acentos e impostaciones que el magisterio asume apuntan a una mejor transmisión y enseñanza de la única verdad para la salvación que Dios ha revelado plenamente en Jesucristo. Obviamente, en una coyuntura distinta a la de otras épocas, los acentos variarán buscando la más adecuada exposición de la fe, respondiendo además a los signos de los tiempos, como bien recuerda el Concilio Vaticano II[5]. En la presentación de las verdades de la fe en orden a su adecuada comunicación y enseñanza, encontramos, pues, lo novedoso de esta obra.
Sin embargo, más que hacer un análisis puntual y detallado de todo el Catecismo, quisiéramos en esta ocasión centrarnos en una materia muy concreta: la presencia del tema de la reconciliación a lo largo de este documento. En efecto, si tomamos en cuenta que la reconciliación «últimamente se ha convertido en el tema central de la tarea de la Iglesia» [6] , y que su propuesta obedece a una inspiración de Dios en respuesta a los signos de los tiempos [7] , es lógico suponer que aparezca como elemento privilegiado de la enseñanza catequética de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II indicaba que «es legítimo hacer converger las reflexiones acerca de todo el misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador» [8] , y recordaba que una catequesis sobre la reconciliación «debe fundamentarse sobre la enseñanza bíblica, especialmente la neotestamentaria, sobre la necesidad de restablecer la alianza con Dios en Cristo redentor y reconciliador y, a la luz y como expansión de esta nueva comunión y amistad, sobre la necesidad de reconciliarse con el hermano, aun a costa de tener que interrumpir la ofrenda del sacrificio» [9] . Acerquémonos, pues al Catecismo y veamos qué nos dice sobre la reconciliación.
Una nueva perspectiva
Lo “novedoso” del Catecismo de la Iglesia Católica —decíamos— no está en la añadidura de nuevas verdades o contenidos, como alguna prensa sensacionalista destacaba antes de la publicación del texto. Encontramos algo nuevo en el enfoque o acentuación que se hace al presentar la fe de la Iglesia, destacando algunos matices e impostaciones que responden a la situación concreta que viven los hombres de hoy, mostrando de la mejor forma posible los contenidos de la Revelación y su significado y alcances en la vida del católico.
El Catecismo se divide en cuatro grandes partes: 1. La profesión de la fe; 2. La celebración del misterio cristiano; 3. La vida en Cristo; 4. La oración cristiana. Estas cuatro partes, representadas cada una por un elemento sintético, abarcan al mismo tiempo las diversas dimensiones de la fe. Así, por ejemplo, el contenido de la fe que creemos (fe profesada) está plasmado de manera sintética en el Credo; esta fe es actualizada y celebrada en la liturgia (fe celebrada) y se hace especialmente visible en los sacramentos; es vivida en el seguimiento cotidiano de Jesús (fe vivida) que se concretiza —entre otros medios— a través de los mandamientos; y por último, es fe que se dirige a Dios pidiendo y alabando (fe orante), encontrando su mejor expresión en la oración del Padre Nuestro. En torno a estos cuatro “pilares” (Credo, sacramentos, mandamientos y Padre Nuestro) se ordena y estructura la exposición completa de la fe católica.
La división presentada por el Catecismo no es nueva; es la misma del Catecismo Tridentino. Con ello se sigue un orden clásico y se expresa la continuidad con la tradición catequética anterior. Sin embargo, se aprecia algo nuevo en el actual Catecismo. Las cuatro grandes partes mencionadas anteriormente se hallan a su vez subdivididas en dos secciones cada una, en las que los contenidos de la fe se ordenan armónicamente según un esquema que podríamos denominar “presentación-núcleo”. La primera sección es como una introducción global que remite al contenido de la segunda sección, en la que aparece sintetizado lo nuclear de la doctrina específica del bloque en cuestión. Resumiendo, el esquema puede ser presentado así:
Primera parte: La profesión de la fe
1. Primera sección: “Creo”-“Creemos”
2. Segunda sección: La profesión de la fe cristiana (El Símbolo)
Segunda parte: La celebración del misterio cristiano
1. Primera sección: La economía sacramental
2. Segunda sección: Los siete sacramentos de la Iglesia
Tercera parte: La vida en Cristo
1. Primera sección: La vocación del hombre: la vida en el Espíritu
2. Segunda sección: Los diez mandamientos
Cuarta parte: La oración cristiana
1. Primera sección: La oración en la vida cristiana
2. Segunda sección: La oración del Señor: “Padre Nuestro”
¿Qué nos muestra este esquema? En primer lugar, una constatación de proporciones. La parte correspondiente a la profesión de la fe abarca el 39% del total; la que corresponde a los sacramentos ocupa un 23%; la parte moral tiene un 27%, y la de la oración un 11%. Esto nos ofrece un dato interesante: el acento del Catecismo está en la Verdad de la fe, pues ella es la que guía y dirige la vida cristiana, y es ella la que debe ser afirmada y proclamada de manera especial ante las negaciones e indiferencias del tiempo presente [10] . Pero aparece además otra peculiaridad. Observando las proporciones, se aprecia que las dos primeras partes (profesión de fe + sacramentos) suman el 62% del total, mientras que las dos últimas hacen el 38% restante. En otras palabras, aquello que constituye el don de Dios (la revelación de su misterio, que acogemos y hacemos nuestro en la profesión de fe, y el regalo de su gracia presente en los sacramentos) tiene siempre la primacía respecto a la respuesta (en la vida moral y en la vida de oración) que el hombre puede dar. El esquema de nuestro actual Catecismo nos indica que en la vida cristiana —que es vida de fe— la iniciativa es siempre de Dios, y la salvación es don suyo, si bien la respuesta del hombre es indispensable, y sin dicha respuesta no se realiza la salvación [11] .
El acento fuerte en la fe profesada, entendida ésta como el elemento decisivo de la vida cristiana, no es lo único nuevo en el Catecismo. Si observamos nuevamente el esquema, y echamos una rápida mirada a los contenidos, encontramos que la primera sección de la primera parte, titulada «Creo-creemos», comienza con el tema: «El hombre es “capaz” de Dios» [12], que por haber sido hecho a imagen y semejanza de su Creador, se lanza a buscarlo [13]. Mientras que en el inicio de la tercera parte, la primera sección, que abre la presentación de la moral cristiana, lleva por título: «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu» y comienza con el tema: «La dignidad de la persona humana»[14] . ¿Qué nos indica esto? Si tenemos en cuenta que ambas secciones (la primera sección de la primera parte y la primera sección de la tercera parte) introducen respectivamente a la exposición sobre el don de Dios a los hombres (la fe sintetizada en el Símbolo y la gracia vivida en los sacramentos) y la respuesta del hombre al don divino (expresada en la moral y en la oración), entonces el punto de partida para la presentación global del misterio cristiano está en el hombre. Se trata de una aproximación antropológica, que remite desde la propia experiencia humana a la realidad de Dios, en quien el ser humano encuentra el sentido de su existencia. Hay aquí un tema muy original del actual Catecismo, que responde así a las inquietudes y cuestionamientos del hombre hodierno, para quien la primera experiencia es la de su propia existencia situada, en la que —respondiendo adecuadamente a sus dinamismos y orientado e iluminado por la fe— puede reconocer la presencia de Dios.
Las características descritas hasta este momento son como los presupuestos de la reconciliación tal como es explicitada por el Catecismo. Examinemos ahora la temática reconciliadora en la primera de las cuatro partes del texto.
La historia de nuestra reconciliación
El Catecismo presenta la totalidad de la fe siguiendo un esquema histórico-salvífico [15] . Se trata de una presentación al mismo tiempo tradicional y actual, ya empleada por los Padres de la Iglesia [16] y retomada por el magisterio del Concilio Vaticano II [17] y la teología contemporánea [18] , como un modo sumamente adecuado para revitalizar la profundización de las verdades reveladas. La exposición renovadora de la enseñanza catequética pasa por la continuidad con la Tradición eclesial.
Hacia el encuentro y la comunión
Dios y el hombre son los protagonistas centrales de la historia. El ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, no cesa de buscarlo para vivir el encuentro plenificador con su Creador. Hay aquí una categoría fundamental: la del encuentro. Pues el hombre «sólo en Dios encontrará... la verdad y la dicha que no cesa de buscar» [19] , y Dios «no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha» [20] . Y es que este anhelo de encuentro con Dios brota de lo más profundo de la persona, expresando el “deseo de Dios” inscrito en el corazón del hombre. En esto radica lo más propio del ser humano: en ser una creatura cuya realidad más propia se define por su relación con Dios. El hombre es una creatura teologal, y sus dinamismos fundamentales lo muestran como ser-orientado-a-Dios [21].
Pero la búsqueda de Dios por parte del hombre está llena de dificultades; diversos obstáculos pueden impedir el encuentro y la comunión: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia, el afán de riquezas [22] . El mismo pecado del hombre se alza como una barrera que impide la cercanía con su Creador. Atendiendo a nuestra debilidad y a las dificultades que no nos permiten acercarnos debidamente a Dios, Él viene a nuestro encuentro. La Revelación es precisamente esto: Dios sale al encuentro del hombre [23] y se manifiesta a él, descubriéndole su misterio e invitándolo a vivir la comunión de amor. La respuesta del ser humano a la Revelación de Dios es la fe, por la que acoge lo que Dios manifiesta y se adhiere plenamente a Él, viviendo la comunión a la que ha sido invitado. Precisamente, es por la fe que podemos ofrecer «“...la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela”[24] y entrar así en comunión íntima con Él» [25].
La Revelación, conocida y aceptada por la fe, nos muestra a Dios que por amor nos ha creado y nos llama a vivir en su compañía. Nos recuerda el Catecismo que «el primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su Creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él» [26] . Esta situación originaria recibe el nombre de “estado de justicia original”, cuya característica era la posesión de la gracia santificante y la vivencia de la comunión por parte del ser humano en sus relaciones fundamentales: «Por la irradiación de esta gracia (santificante), todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni morir (cf. Gén 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gén 3,16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer, y, por último, la armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado “justicia original”» [27]. Creado en libertad, el hombre debía responder libremente a la invitación divina acogiendo el don de la gracia y retribuyendo con su amor y su obediencia al Plan de Dios.
Desgraciadamente, el ser humano empleó mal su libertad, y en lugar de acercarse más a Dios respondiendo amorosamente a su designio, se alejó de Él y rechazó su amor [28] . En el inicio de su historia, el hombre pecó, y de esa manera perdió la privilegiada condición originaria en que había sido creado. Ante todo el pecado consiste en la desobediencia a Dios: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad» [29]. Las consecuencias son dramáticas: se produce una cuádruple ruptura, que abarca todos los niveles de su existencia: el hombre vive la ruptura con Dios, expresada en el miedo y el alejamiento [30] ; vive también la ruptura consigo mismo, que se manifiesta en la rebelión y en los desequilibrios producidos al interior del hombre; se origina la ruptura con los otros seres humanos, la que se hace visible en las nuevas relaciones de conflicto entre el primer hombre y su mujer; y por último, se da la ruptura con la creación: «La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)» [31] . Por el pecado entra en el mundo el mal y la muerte, y toda la humanidad cargará con las consecuencias del pecado de los primeros padres. La situación de desgracia que rodea nuestra existencia tiene en el pecado su explicación y su origen.
Reconciliados por Dios en Jesucristo
Dios no deja al hombre abandonado a su suerte. Le ofrece la promesa de salvación (Gén 3,15) que habrá de realizarse definitivamente en la persona de Jesucristo. Y para ello Dios irá preparando poco a poco a la humanidad hasta que llegue el momento propicio para que pueda efectuarse la Redención.
Ahora bien, esta salvación ofrecida por Dios y realizada por su Hijo, aparece como una gesta de reconciliación. Con el término “reconciliación” entendemos la recuperación de la amistad con Dios perdida por el pecado del hombre, y el restablecimiento del amor y la comunión a todos los niveles de la existencia humana. Indica la sanación de las rupturas creadas por el pecado y la restauración de la unidad que se había perdido. Es decir, entendemos esta expresión en su sentido propiamente soteriológico, tal como ha sido usada en el Antiguo [32] y en el Nuevo Testamento, especialmente por San Pablo [33].
La reconciliación entra en el designio divino como obra que ha de ser realizada por la Trinidad toda. Recogiendo un texto del Directorio Catequístico General del año 1971, señala el Catecismo que «“toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado y se une con ellos”[34] » [35] . Ante todo, se pone de relieve que la historia de la salvación es sinónima de la “historia de reconciliación”, entendiéndose por ello la “gesta” por la que Dios Uno y Trino rehace lo que el pecado de los hombres había roto y ofrece al ser humano su Amor, esperando la libre aceptación de su creatura. Hay una particular insistencia en esta perspectiva que, por otra parte, también el Papa Juan Pablo II había indicado: «La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados» [36]].
En la obra de la reconciliación intervienen las tres Personas divinas: en primer lugar, es Dios Padre quien establece en su divino Plan la recuperación de la comunión perdida mediante la acción de su hijo Jesucristo. La teología paulina es enfática al señalar que es el Padre quien ha querido nuestra reconciliación y la realiza en Jesucristo. Recogiendo esta aproximación, el Catecismo subraya: «Cuando San Pablo dice de Jesús que “Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rom 3,25), significa que en su humanidad “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2Cor 5,19)»[37]. Efectivamente, en pasajes como Rom 5,10-11 y sobre todo en 2 Cor 5,18-20, el sujeto de la acción reconciliadora es siempre Dios Padre [38], lo que indica el hecho de que nuestra reconciliación es don gratuito del amor paterno, ofrecido a la humanidad en la persona de Jesús.
Históricamente, es el Señor Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, quien realiza la reconciliación, cumpliendo de esta forma el Plan del Padre. El Catecismo va señalando los momentos “fuertes” en los que se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo. En primer lugar, la Encarnación. Al mencionar los motivos por los cuales el Verbo de Dios se hizo hombre, resulta muy sugerente la perspectiva indicada por el Catecismo cuando vincula la Encarnación con la reconciliación: «El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). “El Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo” (1Jn 4,14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1Jn 3,5)»[39]. Aparece una línea de continuidad con lo indicado en el n. 234, cuando se habla de salvación como reconciliación, realizándose ésta en la historia. Pero también hay otro elemento muy importante: «El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí...” (Mt 11,29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9,7; cf. Dt 6,4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva...» [40].
¿Qué significan estos dos elementos? Al señalar por una parte, que la Encarnación apunta a la reconciliación, el Catecismo destaca cuál es la finalidad objetiva e histórica de la venida del Verbo de Dios a nuestro mundo. La Encarnación puede ser así considerada como el inicio de la reconciliación, o como una primera reconciliación, según las enseñanzas de la Tradición[41]. Por otra parte, cuando enseña que el Verbo vino para ser nuestro modelo de santidad, indica que la realización humana perfecta —que es concreción personalizada de la obra reconciliadora del Señor— sólo se da en la conformación plena con el modelo supremo de santidad, que es Jesucristo mismo[42], y de esta manera hace patente que sólo en Jesús el hombre puede encontrar la respuesta a su propio misterio, y el camino para su felicidad. En el fondo, encontramos aquí la misma convicción que proclama el Concilio Vaticano II cuando afirma que, «en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el Nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[43].
Es importante señalar el papel de Santa María en la obra reconciliadora de Jesús. En efecto, mediante su fe y su obediencia, ella ha cooperado de manera singular en nuestra reconciliación. Recogiendo testimonios del Magisterio y de la Tradición, el Catecismo nos dice: «La Virgen María “colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres”[44]. Ella pronunció su “fiat” “loco totius humanae naturae” (“ocupando el lugar de toda la naturaleza humana”)[45] : Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes»[46]. María coopera activamente en la obra reconciliadora, respondiendo desde su libertad a la misión que Dios le propone. Madre de Jesús, es también Madre nuestra y nos ayuda a vivir la reconciliación obrada por el Hijo. En ese sentido, la Tradición ha visto en ella a la Madre que nos trae la Reconciliación (= Jesucristo) y ella misma medio de reconciliación[47].
La reconciliación encuentra su momento culminante en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús. Recordando que es el Padre quien ha entregado al Hijo para que fuéramos así reconciliados por su muerte[48], el Catecismo explica en qué consiste la acción de Jesús: «La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1Cor 5,7; Jn 8,34-36) por medio del “cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29; cf. 1Pe 1,19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1Cor 11,25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Éx 24,8) reconciliándole con Él por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28; cf. Lv 16,15-16)»[49]. Este sacrificio reconciliador que es la muerte de Jesucristo nos muestra cuánto nos ama Dios Padre, que por salvarnos —dirá San Pablo— no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros; nos muestra también cuánto nos ama el Hijo, que ha dado su vida por nosotros: «Este sacrificio de Cristo es único... Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con Él (cf. Jn 4,10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15,13), ofrece su vida...»[50[. Se pueden percibir aquí ecos de la tradición patrística que subraya el papel reconciliador de la cruz de Jesús, expresión magnífica de su obediencia[51], así como signo de victoria y causa de nuestra alegría [52] .
Mediante su Pasión, Muerte y Resurrección el Señor Jesús nos da el don de la reconciliación. Gracias a Él, las rupturas producidas por el pecado son sanadas y podemos acercarnos nuevamente a Dios Padre, hechos hijos en el Hijo, viviendo al mismo tiempo en unidad con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y con la creación toda. Pero la actualización del don reconciliador dado por el Padre en Jesucristo es obra del Espíritu Santo. Si el Espíritu es el Amor que une y vincula, entonces su función es hacer patente la comunión obtenida por la reconciliación. Esto es especialmente visible en Pentecostés. A la dinámica de ruptura y de separación creada por el pecado, se contrapone la dinámica de unidad y de cercanía creada por el Paráclito en este momento decisivo: «Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz»[53].
El ámbito privilegiado en el cual se vive la comunión de amor, fruto de la reconciliación que el Espíritu actualiza, es la Iglesia. En efecto, en la Iglesia se concretiza la reconciliación obrada por el Hijo y hecha extensiva a todos los hombres por la acción del Espíritu. Gracias a Él, todos los seres humanos pueden participar de la comunión con Dios Uno y Trino, así como también vivir la comunión interpersonal. Y esto es especialmente visible en la Eucaristía, en cuya realización hay una intervención muy especial del Espíritu. El Catecismo dice al respecto: «El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15,5.8.16)»[54].
Reconciliación en la Iglesia y por la Iglesia
Lo anterior nos ofrece la ocasión para conectar con la enseñanza del Catecismo sobre la Iglesia en relación con la reconciliación. Recogiendo los ricos acentos del magisterio del Concilio Vaticano II, se pone de relieve que la Iglesia participa de la misión reconciliadora de su Fundador, el Señor Jesús. En cierto sentido, se puede decir que le es inherente una dinámica reconciliativa, tanto ad intra (en su propia existencia comunitaria) como ad extra (en el cumplimiento de la tarea evangelizadora), pues la Iglesia refleja a Jesús reconciliador, siendo su Cuerpo místico, y al Espíritu Santo que plasma la reconciliación histórica en el hoy de la vida cristiana. En otras palabras, se trata de la Iglesia que es al mismo tiempo reconciliadora y reconciliada[55].
La impronta reconciliativa de la Iglesia se deja ver especialmente en las notas que la caracterizan. Cuando se dice de la Iglesia que es una, se hace referencia al hecho de que Jesús, por su sacrificio, unificó a todos los hombres. Inspirándose en San Pablo, se describe la reconciliación del Señor mediante su muerte, que reúne a todos los pueblos enemistados por los pecados y conformando un nuevo pueblo obtenido por su sangre: «La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” [56]» [57]. Y como una exigencia peculiar de esta característica eclesial, está la búsqueda sincera de unidad con los hermanos separados. Búsqueda que, por lo demás, debe partir del hecho de que esta tarea excede las solas capacidades humanas y no puede ser hecha sin la gracia de Dios y el recurso constante a la oración[58].
La catolicidad de la Iglesia es entendida también en perspectiva de reconciliación. Es significativo que lo católico sea comprendido a partir de la totalidad, en cuanto que en la Iglesia, por ser “católica” esté la plenitud (= totalidad) de Jesucristo, su Persona misma, su Verdad y su Gracia; en la Iglesia encontramos la plenitud de los medios de salvación que hacen presente y operante la reconciliación de Jesucristo[59]. Consecuencia de esto es la vocación a estar presente en todo el mundo y de alcanzar a todos los hombres para que vivan la unión con el Señor Jesús. Así, la “universalidad” se sigue de la “totalidad” y ambos aspectos conforman lo católico. Puesto en otros términos, la catolicidad implica la recuperación de la unidad a la que Dios invita a todos los hombres, para que de esta forma participen de la salvación de Jesús: «El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el “mundo reconciliado” [60] » [61].
Finalmente, la misión de la Iglesia también se halla signada por la reconciliación. Pues el Señor Jesús encargó a sus apóstoles llevar a los hombres la «palabra de la reconciliación», como bien nos lo recuerda San Pablo. El Catecismo dice al respecto: «Cristo, después de su Resurrección, envió a sus apóstoles a predicar “en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24,47). Este “ministerio de la reconciliación” (2Cor 5,18), no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo» [62]. La Iglesia no sólo comunica un don permaneciendo ella ajena a este proceso. A través del Bautismo concretiza sacramentalmente la reconciliación que Jesús ha obtenido para cada hombre. Ella (la Iglesia) es el gran sacramento de reconciliación presente en medio de la humanidad[63], ya que es el Cuerpo místico de Cristo. Por eso, todo pecado no sólo es una ruptura de la comunión con Dios y con los hermanos; tiene también una repercusión eclesiológica, ya que daña la comunión al interior del Cuerpo místico. De allí que la reconciliación ofrecida sacramentalmente no sólo lleve a la recuperación de la amistad con Dios; puesto que se da una reconciliación con la Iglesia, también se produce una reafirmación de la comunión con ella[64].
La historia de la salvación apunta a la consecución de la Comunión Definitiva. Al final, llegado el momento del Encuentro con el Señor, establecido el Reino de Dios de manera definitiva, podremos vivir en plenitud todas las dimensiones de la reconciliación. Habrá Comunión plena con Dios Uno y Trino, pues Él tendrá su morada entre los hombres y todos participarán de su Amor[65]; el ser humano vivirá la plenitud en sí mismo, pues resucitado y hecho partícipe de la gloria reinará con Jesucristo para siempre, amando y siendo amado[66]; la comunión definitiva de los hombres entre sí, vinculados por el amor a Dios y el amor mutuo, realizará la unidad del género humano querida por Dios[67]; y, por último, la creación entera será renovada y glorificada, participando de la gloria querida por Dios para toda su obra[68]. La historia de la reconciliación encontrará su culminación en este momento, cumpliéndose así el Plan de Dios.
Con la categoría teológica “reconciliación” encontramos, pues, una clave de desarrollo histórico-salvífico y de exposición catequética muy adecuada para presentar nuestra fe. Hoy, a las puertas del inicio del tercer milenio de la Encarnación, el Catecismo de la Iglesia Católica nos propone no sólo enseñar la reconciliación, sino también hacerla vida en nuestras relaciones con Dios, con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con todo lo creado. Ante el desafío de la Nueva Evangelización, el anuncio del Señor Jesús, Reconciliador de los hombres, ha de ser el corazón de toda proclamación hecha por la Iglesia, que siguiendo a San Pablo, continúa exhortando: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5,20).
NOTAS:
1. Gustavo Sánchez Rojas, peruano, es profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y en la Universidad Marcelino Champagnat. Es miembro del Consejo Editorial de la revista «VE». Entre sus obras se puede mencionar Jesucristo Reconciliador. La reconciliación por Jesucristo en La Ciudad de Dios de San Agustín.
2. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 10.
3. «El ministerio de la catequesis saca energías siempre nuevas de los concilios. El Concilio de Trento constituye a este respecto un ejemplo digno de ser destacado: dio a la catequesis una prioridad en sus constituciones y sus decretos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 9).
4. El Papa Juan Pablo II destaca la importancia renovante del Catecismo: «Tras la renovación de la Liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» (Constitución apostólica Fidei depositum, 11/10/1992, 1). Más adelante, hablando del valor doctrinal de esta obra, dice: «Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe. Dios quiera que sirva para la renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en peregrinación hacia la luz sin sombra del Reino» (allí mismo, 4).
5. «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas» (Gaudium et spes, 4).
6. Juan Pablo II, La Eucaristía, fuente de reconciliación, Téramo, 30/6/1985, 6.
7. «Poniéndome a la escucha del grito del hombre y viendo cómo manifiesta en las circunstancias de la vida una nostalgia de unidad con Dios, consigo mismo y con el prójimo, he pensado, por gracia e inspiración del Señor, proponer con fuerza ese don original de la Iglesia que es la reconciliación». (lug. cit.). Anteriormente, señalando la presencia constante de este tema en el magisterio de los Papas, el mismo Juan Pablo II afirmaba: «Mis Predecesores no han cesado de predicar la reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad entera... Y yo mismo, por un impulso interior que —estoy seguro— obedecía a la vez a la inspiración de lo alto y a las llamadas de la humanidad, he querido —en dos modos diversos, pero ambos solemnes y exigentes— someter a serio examen el tema de la reconciliación» (Reconciliatio et paenitentia, 4).
8. Reconciliatio et paenitentia, 7.
9. Allí mismo, 26. En este mismo número el Santo Padre menciona cuáles son los temas que debe incluir una catequesis sobre la reconciliación: la penitencia, la conciencia y su formación, el sentido del pecado, la tentación, el ayuno, la limosna, la cuádruple reconciliación (con Dios, consigo mismo, con los demás y con la creación), los novísimos y la enseñanza social de la Iglesia.
10. La comparación con el Catecismo de Trento es interesante. En el caso de este texto, la proporción es la siguiente: 22% para el Credo; 37% para los sacramentos; 21% para los mandamientos; y 20% para el Padre Nuestro. El peso fuerte está en la parte de los sacramentos, lo cual es comprensible por el contexto de la polémica con el protestantismo, que rechazaba acremente el corpus sacramental propuesto por la Iglesia. Ver Mons. Christoph Schönborn, Algunas observaciones sobre los criterios de redacción del Catecismo, en «L’OR» 1993, n. 4 (1256), p. 10 (46).
11. El punto de partida para esta constatación está en la comparación del Catecismo de la Iglesia Católica con el Catecismo Tridentino hecha por Mons. Schönborn en el artículo citado en la nota anterior. Señala allí: «En la exposición catequética de la fe, cualesquiera que sean el método y la articulación de los contenidos, el primado pertenece a Dios y a sus obras. Lo que el hombre haga, será siempre la respuesta a la obra de Dios» (lug. cit.).
12. Catecismo de la Iglesia Católica, 27ss.
13. «De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos...» (Catecismo de la Iglesia Católica, 28). La idea se repite continuamente en el primer capítulo; por ejemplo: «“Se alegra el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,3)... Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia...» (n. 30); «Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas “vías”...» (n. 31). Los subrayados son nuestros.
14. Catecismo de la Iglesia Católica, 1700ss.
15. «¿Hay un “hilo rojo” que enhebre todo el Catecismo de la Iglesia Católica? Ciertamente, no se buscó de manera explícita. Pero, de seguro, el tema de la economía divina atraviesa las cuatro partes como un “leitmotiv”» (Mons. Christoph Schönborn, ob. cit., p. 10).
16. Ver San Ireneo de Lyón, Demostración de la predicación apostólica, nn. 4-41; San Jerónimo, que habla de siete “edades” de la historia, Exposición sobre el Apocalipsis, primera visión: PL 17, 771ss; San Gregorio de Nacianzo, Discurso 41, cc. 2-4: PG 36, 429-436; San Agustín: «El fundamento para seguir esta religión (cristiana) es la historia y la profecía, donde se descubre la dispensación temporal de la divina providencia en favor del género humano para reformarlo y restablecerlo en la posesión de la vida eterna» (Sobre la verdadera religión, 7,13: PL 34, 128). En un plano eminentemente catequético, ver Sobre la catequesis a los principiantes, 18,29ss: PL 40, 332ss.
17. Ver sobre todo los inicios de las Constituciones conciliares: Lumen gentium, 2-4; Dei Verbum, 2-4; y el decreto Optatam totius, 16, donde después de exponer el método teológico genético-evolutivo se indica: «Las restantes disciplinas teológicas deben ser igualmente renovadas por medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la salvación».
18. Sólo dos ejemplos de nuestro tiempo: la enciclopedia Mysterium salutis subtitulada: Manual de teología como historia de la salvación, publicada en el ámbito teológico de habla alemana, y la colección Historia salutis, publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), en el ámbito teológico de habla hispana.
19. Catecismo de la Iglesia Católica, 27.
20. Catecismo de la Iglesia Católica, 30. Incluye este número una cita de las Confesiones de San Agustín, donde se insiste nuevamente en este aspecto: «A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones, I,1,1).
21. Lo dice el Catecismo en su n. 44: «El hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con Dios».
22. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 29.
23. Éste es precisamente el título del capítulo segundo: «Dios al encuentro del hombre». Las numerosas referencias a los primeros números de la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum refuerzan esta idea.
24. Concilio Vaticano I: DS, 3008.
25. Catecismo de la Iglesia Católica, 154.
26. Catecismo de la Iglesia Católica, 374.
27. Catecismo de la Iglesia Católica, 376.
28. «Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387).
29. Catecismo de la Iglesia Católica, 397.
30. «La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva... tienen miedo del Dios (cf. Gén 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gén 3,5)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 399).
31. Catecismo de la Iglesia Católica, 400. Por lo demás, el tema de las cuatro rupturas lo encontramos presente ya en la Constitución Gaudium et spes, 13a (citada en el n. 401 del Catecismo), así como también en la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 26.
32. En la versión griega del Antiguo Testamento conocida como Septuaginta, las palabras καταλλαγη/, καταλλ/α/σσω indican la idea de reconciliación como obra de Dios en favor de los hombres: 2Mac 1,5; 5,20; 7,33. Mientras que διαλλαγη/, διαλλα/σσω indican la recuperación de la amistad y unidad: Eclo 22,22; 27,21; o cambiar una situación: 2Mac 6,27; Sab 19,18, o también recuperar el favor de alguien, hacerse grato: 1Sam (expiar,29,4. Por último, los términos ιλα/σκομαι aplacar), ιλασμο/φ (expiación) portan un rico contenido reconciliador.
33. El Apóstol de los Gentiles es quien trata de manera preferente el tema de la reconciliación, empleando para ello las expresiones καταλλα/σσω, καταλλαγη/, como en Rom 5,10-11; 11,15; 1Cor 7,11; 2Cor 5,18.19.20, y α≠ποκαταλλα/σσω, como en Ef 2,14-16 y Col 1,20.21.22. Pero también se habla de la reconciliación en Mt 5,23-24 y en Hch 7,26, aunque allí se usan otras expresiones.
34. Congregación para el Clero, Directorio Catequístico General, 11/4/1971, 47.
35. Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
36. Reconciliatio et paenitentia, 4.
37. Catecismo de la Iglesia Católica, 433.
38. Rom 5,10-11: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación»; 2Cor 5,18-20: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!».
39. Catecismo de la Iglesia Católica, 457. El subrayado es propio del texto original.
40. Catecismo de la Iglesia Católica, 459. El subrayado es propio del texto original.
41. San León Magno: «Queriendo reconciliar la naturaleza humana con su Creador, el Hijo de Dios mismo se reviste de ella» (Sermón 1 en la Natividad del Señor: PL 54, 191); San Ireneo de Lyón: «Es reconciliado aquello que una vez estuvo en enemistad. Si el Señor hubiera tomado carne de otra sustancia, no habría sido reconciliado con Dios aquello que por la transgresión fue hecho enemigo. Ahora, en cambio, por la participación de la misma carne, el Señor reconcilió al hombre con Dios Padre: reconciliándonos consigo por su cuerpo de carne...» (Adversus haereses, V,14,2: PG 7 bis, 1162); San Agustín: «El que es Dios sobre todas las cosas, Hijo igual al Padre, se hizo hombre para que, siendo Hombre-Dios, fuese mediador entre los hombres y Dios y así reconciliase a los alejados, llamase a los enemigos y acompañe a los peregrinos. Para esto se hizo hombre» (Explicación sobre el Salmo 100, 3: PL 37, 1285).
42. «La completa dignidad del ser humano sólo se realiza, se manifiesta en el encuentro y conformación con quien es el Hagionormo, Aquel que es la plenitud de lo humano y comunión plena en lo divino, el Señor Jesús, Dios y hombre perfectos» (LFF, La dignidad del hombre y los derechos humanos, Fondo Editorial, Lima 1991, p. 39).
43. Gaudium et spes, 22.
44. Lumen gentium, 56.
45. S.T., III, q. 30, a. 1.
46. Catecismo de la Iglesia Católica, 511.
47. San Andrés de Creta: «María... divino instrumento de reconciliación con los hombres» (Sermón V sobre la Anunciación: PG 97, 895-896); «...el Salvador nos ha reconciliado con Dios Padre por ti» (Sermón XIV sobre la Dormición de María, III: PG 97, 1095-1096). San Juan Damasceno: «Por ella (María) nuestras hostilidades seculares con el Creador han llegado a su fin, por ella se ha proclamado nuestra reconciliación» (PG 96, 744-745). San Anselmo de Canterbury: «...sus entrañas han traído la reconciliación al mundo» (PL 158, 950); «Tú has dado a luz un reconciliador para el mundo... No hay otra reconciliación más que la que has concebido castamente» (Oración a María para impetrar su amor y el de Cristo: PL 158, 954 y 956-957).
48. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 603.
49. Catecismo de la Iglesia Católica, 613.
50. Catecismo de la Iglesia Católica, 614.
51. San Ireneo de Lyón: «Deshaciendo, pues, aquella desobediencia del hombre, que desde un inicio se había hecho en el árbol, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz... Ofendimos a Dios en el primer Adán no cumpliendo su precepto; pero somos reconciliados en el segundo Adán, hechos obedientes hasta la muerte» (Adversus haereses, V,16,3: PG 7 bis, 1168).
52. San Cipriano de Cartago: «Cristo imparte esta gracia, tributa este oficio de su misericordia sujetando la muerte al trofeo de la cruz, redimiendo al creyente al precio de su sangre, reconciliando al hombre con Dios Padre» (A Demetriano, n. 25: PL 4, 564); San Juan Crisóstomo: «Hoy está en la cruz nuestro Señor Jesucristo y nosotros estamos de fiesta, para que aprendáis que la cruz es una fiesta, una celebración espiritual... Ella ha sido para nosotros causa de bienes innumerables: nos ha librado del error, nos ha iluminado cuando estábamos en la oscuridad y nos ha reconciliado con Dios, haciéndonos de extraños, familiares, y de lejanos, vecinos» (Homilía sobre la Cruz y el buen ladrón, n. 1: PG 49, 399-400).
53. Catecismo de la Iglesia Católica, 715.
54. Catecismo de la Iglesia Católica, 737.
55. Ver Reconciliatio et paenitentia, 8 y 9.
56. Gaudium et spes, 78c.
57. Catecismo de la Iglesia Católica, 813. El texto de San Pablo aludido: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad» (Ef 2,14-16).
58. «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores (UR 5). Pero hay que ser “conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 822).
59. «La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”... [La Iglesia] es católica porque Cristo está presente en ella... En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf. Ef 1,22-23), lo que implica que ella recibe de Él “la plenitud de los medios de salvación” (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica» (Catecismo de la Iglesia Católica, 830).
60. San Agustín, Serm. 96, 7-9.
61. Catecismo de la Iglesia Católica, 845. Es particularmente significativa la referencia agustiniana que trae el texto del Catecismo. En efecto, para San Agustín la figura de la Iglesia como “mundo reconciliado” es planteada en el contexto de la polémica antidonatista. Recuérdese que los donatistas pensaban que la única Iglesia era la de los santos, identificada con su grupo, que conformaba algunas comunidades del norte de África (la llamada Pars Donati). Ante esto, San Agustín, a partir de la exégesis de la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) y de 2Cor 5,18-20, identifica a la Iglesia con el “mundo reconciliado” subrayando con esto su catolicidad (pues la Iglesia acoge a todos los que vienen del mundo) y su identidad más propia (ya que la Iglesia se distingue por haber recibido la reconciliación y se esfuerza en vivirla, contrariamente a los que no la acogen, que son “el mundo”, sin más).
62. Catecismo de la Iglesia Católica, 981.
63. Ver Reconciliatio et paenitentia, 11.
64. En el n. 980 del Catecismo se recuerda: «Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia». Se recoge aquí lo que ya afirmaba el Concilio Vaticano II: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con las oraciones» (Lumen gentium, 11).
65. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1044.
66. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1042.
67. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1045.
68. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1046-1047.