Pietro Gasparri
De Enciclopedia Católica
Pocos días antes de apagarse, el cardenal Pietro Gasparri leyó una comunicación en el Congreso Jurídico Internacional que se celebró en Roma en noviembre de 1934, un verdadero canto de cisne, sobre la génesis y el papel que había tenido en la codificación del derecho canónico: fue un discurso admirable, doblemente elocuente, revelador. Quienquiera que, «incluso sin haber tenido nunca noticia de él, hubiera ido a escucharlo» –escribió Filippo Crispolti en el eficaz retrato de Gasparri que introducirá en su afortunado Corone e porpore de 1937– «habría podido no solamente entender profundamente el tema desarrollado, sino también hacerse una idea del hombre que lo desarrollaba. Incluso en páginas estrictamente histórico-jurídicas el cardenal había dejado la señal de su índole especial, en la que tanta parte tenía su desprecio por todo lo convencional. Cuando dijo que pese a los grandes méritos de León XIII, bajo este último la gran empresa no se hubiera podido llevar a cabo, se vio claro que no quería que le pusieran los usuales obstáculos a su franco juicio ni la púrpura, ni el breve tiempo desde la muerte de tal Papa. Cuando refirió que un insigne canonista, el eminentísimo Gennari, al sugerirle a Pío X que le encargara la gravísima tarea de dirección al propio Gasparri, añadía que de ese modo la gran labor estaría en excelentes manos, se vio claro que la modestia, en sus formas estereotipadas y desacreditadas, no era para él».
En el trasfondo, la Basílica de San Pedro y el Vaticano en una foto de los años 20; debajo, de izquierda a derecha, un retrato del cardenal Pietro Gasparri , una imagen de la Primera Guerra Mundial
Pero hay también otra anotación de Crispolti, célebre escritor periodista que había conocido personalmente al cardenal, que merece ser referida, como si fuera una introducción y epígrafe al breve perfil que vamos a delinear del cardenal: «Que su aplaudidísimo discurso in articulo mortis le hubiera considerado como codificador del derecho canónico y no como secretario de Estado de dos pontífices fue cosa arcanamente lógica. En la posteridad», terminaba diciendo, «su gloria más segura y más clara será aquella».
Era una intuición agudísima, que quedaría confirmada en los años futuros por todo lo escrito en torno a la figura de Gasparri.
Pietro Gasparri procedía de una familia patriarcal de Ussita (Las Marcas), acomodada, dedicada al pastoreo: «Yo nací el 4 de mayo de 1852, en Capovallazza, uno de los pueblos que forman el municipio de Ussita, situado en la provincia de Macerata, diócesis de Norcia, en medio de los montes Sibillini, a unos 750 metros sobre el nivel del mar. Aire saludable, encantadoras vistas de montaña, población sana, trabajadora, honrada; familia numerosa y especialmente numerosas las familias Gasparri», escribe él en sus Memorias, sin ocultar un orgulloso apego a su tierra y a sus orígenes.
Se formó en el Seminario romano del Apolinar, donde tuvo como maestros de Derecho canónico a Filippo De Angelis y a Francesco Santi, luego auditor de la Rota, dos de los mejores canonistas italianos de aquel tiempo.
Entró en él en septiembre de 1870 –presentado por el ecónomo, un beneficiado de San Pedro, monseñor Giovanni Moroni, que veraneaba en Ussita– tras estudiar, sólo pocos años, en el Seminario de Nepi, «lugar que recordó siempre con cariño», según testimonio de Giuseppe De Luca, que oyó y recogió directamente del cardenal confidencias y recuerdos para una biografía que, pese a las peticiones e insistencias de peso, nunca escribiría. (Pero le dedicará dos artículos en la Nuova Antologia: Memoria di Pietro Gasparri y Discorrendo col cardinal Gasparri (1930), en 1934 y 1936 respectivamente).
«Gasparri llegó a Roma», escribe Vittorio De Marco en su interesante Contributo alla biografia del cardinal P. Gasparri, «apenas dos meses después de la caída de Porta Pia, en un clima, pues, muy agitado. […] La ofensa a Pío IX era muy reciente […] Roma no era ya del Papa […]. La “Cuestión romana”, que se presentaba ya como gran problema tras el nacimiento del Reino de Italia, asumía ahora una dimensión totalmente nueva y más grave en cuanto que una “revolución liberal” había atropellado el corazón mismo de la catolicidad destrozando el cetro temporal del sucesor de Pedro. El joven Gasparri nunca habría podido imaginar que, con otro Pío, iba a ser precisamente él, casi sesenta años después, quien cerraría definitiva y formalmente la Cuestión romana».
«El problema de la Cuestión romana», sigue diciendo De Marco, «lo arrastrará Gasparri, conscientemente o no, durante más de cincuenta años, habiendo asistido personalmente a sus primeros vagidos. Su actitud no será nunca de intransigencia gratuita, solo porque todos, eclesiásticos y católicos, tenían que serlo; le ayudó en esto su inteligencia jurídica y su sentido, por así decir, de la Realpolitik que formaba ya probablemente parte de su carácter y que las responsabilidades diplomáticas siguientes iban a poner mayormente en evidencia».
Hasta qué punto fue estimado Gasparri en el Seminario romano, donde tuvo como compañeros a los futuros cardenales Domenico Svampa, Gaetano De Lai, G. B. Callegari y Benedetto Lorenzelli, lo demuestra el cargo de profesor suplente de Teología Sacramentaria –la misma cátedra que pertenecería, algunos decenios después, a Domenico Tardini, también él futuro secretario de Estado– y de Historia Eclesiástica, que se le otorgó aún antes de terminar los estudios: pero cuando consiga la licenciatura in utroque iure, con la máxima puntuación, el 11 de agosto de 1879, era ya sacerdote, habiendo sido ordenado el 31 de marzo de 1877 en la Basílica Lateranense por el cardenal vicario Raffaele Monaco La Valletta.
Algunos años después Gasparri comenzará su período de casi veinte años como profesor de Derecho Canónico en la Facultad de Teología del Institut Catholique de Paris, pero hay que recordar el precedente período transcurrido junto al cardenal Teodulfo Mertel, el último purpurado que nunca había recibido la ordenación sacerdotal, hijo de un panadero alemán venido al Estado Pontificio, a Allumiere, y que se había casado con una joven del lugar: Mertel fue primero auditor de Rota, luego ministro del Estado pontificio y en fin cardenal prefecto de la Signatura apostólica, y tuvo al joven Gasparri como secretario y capellán inmediatamente después de su ordenación sacerdotal: esto representó sin duda alguna una experiencia importante en su maduración jurídica y política.
«Yo en todo pensaba», escribe Gasparri en sus Memorias, «menos en el Instituto Católico de París, cuando en los primeros meses del verano de 1879 llegó a Roma el cardenal Langelieux, arzobispo de Reims, uno de los principales fundadores del Instituto. Mandó a decirme que quería hablar conmigo; yo fui y me ofreció la cátedra de Derecho canónico…».
Gasparri tuvo que superar no pocas dudas, y no le agradaba la idea de tener que irse de Roma. Además «el recuerdo de la Comuna de París era fresco, yo no conocía una palabra de francés y nunca había salido de mi pequeño entorno».
En París se quedó hasta 1897, pero la enseñanza, en la que, según el unánime reconocimiento de sus contemporáneos y biógrafos, se aplicó extraordinariamente, y que le valió gran fama de canonista abierto a las novedades, no le absorbió completamente: fue colaborador, si bien no asiduo, de la revista Le Canoniste contemporaine; en cambio mostró constante interés por la Obra de asistencia de los emigrantes italianos, llegando a ser su director y asegurando un servicio pastoral puntual, que le permitió dar prueba de auténtico celo sacerdotal; participó activamente en los círculos de la Academia de San Raimundo de Peñafort, señal de su interés por la promoción del conocimiento y el estudio del Derecho canónico; en fin, participó en la conocida y vivaz controversia teológico-canónica surgida en torno al valor de las ordenaciones sagradas realizadas según el Ordinal anglicano, para la cual escribió y publicó un opúsculo, muy poco conocido, De la valeur des ordinations anglicanes (París, 1895). «En línea con su Tractatus canonicus de sacra ordinatione de 1893, Gasparri sostiene que Jesucristo ha instituido el sacramento del orden no solo en general sino también in specie, al determinar tanto la materia como la forma sacramental; comprobada la conformidad de los ritos quoad substantiam, resultan ser todos, en principio, suficientes para la ordenación; sin embargo, examinando de hecho el Ordinal anglicano Gasparri lo considera defectuoso con respecto a la intención e insuficiente con respecto a los ritos». Así se expresa Carlo Fantappié en el Dizionario biografico degli Italiani, ad vocem.
Sobre la cuestión de las ordenaciones anglicanas, en realidad Gasparri parecía en un primer momento decantarse por su validez. Modificó su actitud tras profundizar en la parte historiográfica. León XIII con la encíclica Ad Anglos de 1895 puso fin a la cuestión, declarando su no validez.
Pero Gasparri sobre todo se dedicó a la publicación de tratados de derecho canónico fundamentales. En 1891 publicó el De matrimonio –honorado por una carta gratulatoria latina del papa Pecci– «el más importante y el más afortunado porque tuvo cuatro ediciones sucesivas y ofreció, sustancialmente, el plan de redacción de la materia para el futuro Codex iuris canonici; siguió con el De sacra ordinatione y se cerró con el De Sanctissima Eucharistia en 1897. En todas estas obras Gasparri ofrece una exposición lo más completa y cuidada posible, especialmente en lo concerniente a la actualización de las decisiones y las sentencias de las congregaciones y los tribunales de la Curia, valiéndose de materiales recogidos por él mismo durante sus estancias veraniegas en Roma. Aunque estaban basadas en el texto de los cursos, estas obras amplificaban, reorganizaban y, sobre todo, introducían una nueva y distinta concepción en el modo de tratar la disciplina. Abandonado el tradicional orden de las Decretales, seguido hasta entonces por él mismo en sus clases, Gasparri pasaba a un orden lógico que, siguiendo el modelo de la teología escolástica, le permitía tanto presentar la compleja y variada materia jurídica de manera unitaria y suficientemente orgánica dentro del esquema monográfico, como buscar la solución de los distintos puntos aún controvertidos mediante su constante encuadre en su articulación sistemática. Se trató de una decisión metodológica que, por su preferencia por el “sistema” y la “técnica jurídica” como punto de unión, se apoyaba en una rigurosa concepción ideológica de tipo fuertemente tridentino y excluía todo tipo de contaminación histórica» (Paolo Grossi).
El De Sanctissima Eucharistia acababa de publicarse cuando el cardenal Rampolla le comunicó que León XIII le había promovido a la Iglesia titular arzobispal de Cesarea de Palestina, nombrándolo delegado apostólico y enviado extraordinario en las tres repúblicas sudamericanas de Perú, Bolivia y Ecuador. El 6 de marzo de 1897, en París, fue ordenado obispo por el cardenal Richard, amigo y estimador suyo.
Gasparri era llamado a desarrollar una misión nada fácil por la especial situación política y religiosa en la que tuvo que actuar.
Fue una experiencia breve, de apenas tres años, aunque intensa, que le permitió poner en evidencia notables e innatas capacidades diplomáticas –expresión de su mente jurídica, además de su buen sentido congénito– que le valieron a su regreso el nombramiento como secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, cuya tarea era ocuparse de las relaciones de la Iglesia con los Estados (abril de 1901).
La Secretaría de Estado estaba dirigida por el cardenal Rampolla, y Giacomo della Chiesa era en aquel tiempo sustituto para los Asuntos Generales; Gasparri llamaría como colaborador a Eugenio Pacelli.
Ya eran evidentes en Gasparri dos orientaciones de fondo que inspirarían la acción del futuro secretario de Estado: la adhesión a la línea de la neutralidad política, es decir, la voluntad y el esfuerzo por presentarse a los gobernantes como «independiente de los partidos políticos y enemigo de la guerra civil en nombre de la religión» por una parte; por la otra, la decidida preferencia por la política concordataria como instrumento ideal para garantizar la acción espiritual de la Iglesia y limitar las pretensiones de los Estados.
La subida de Pío X al trono pontificio (1903) no dejó de significar un cambio fisiológico de orientaciones –que en realidad la crisis modernista agudizó y en algunos momentos hasta dramatizó– y el consiguiente cambio en las altas esferas de la Secretaría de Estado, al frente de la cual, como hemos recordado, había estado hasta aquel momento el cardenal Rampolla.
Escribe Fantappiè que «la distancia de posiciones, a veces verdadero contraste, entre el planteamiento de Gasparri, heredero de la visión política leonina y rampolliana de apertura de la Iglesia a las cuestiones internacionales y sociales, y el planteamiento fuertemente intransigente y de repliegue interior adoptado muy pronto por Pío X y por su secretario de Estado Merry del Val» quizá no hubieran podido tener otras consecuencias.
¿Tuvo, además, simpatías modernistas? Algunos llegaron a pensarlo, y en el cónclave que seguirá a la muerte de Benedicto XV, del que saldría elegido Pío XI, la sospecha de los cardenales De Lai y Merry del Val, probablemente, pesaría contra Gasparri, contribuyendo a cerrarle las puertas a una posible elección. Fue conocida la relación de amistad que le ligó a Ernesto Buonaiuti, de la que nunca se retractó, y para algunos era la prueba de que la sospecha no carecía de fundamento. De todos modos es cierto que Gasparri no compartía las ideas de los modernistas, como tampoco compartió todos los métodos adoptados para luchar contra el modernismo. Llegó a decirlo abiertamente, aun sabiendo que ello comportaba inevitablemente que le miraran con sospecha, como sostiene Silvio Tramontin en su estudio La repressione del modernismo.
Así pues, si el decenio 1904-1914 fue un período de relativo aislamiento, éste resultó muy fecundo, enteramente dedicado a la obra de redacción del Código de Derecho Canónico que sigue siendo, dentro de una actividad vasta y compleja, rica en méritos, su mérito mayor.
Ya durante el Concilio Vaticano I, treinta y tres obispos habían formulado a Pío IX la petición de comenzar la codificación. En la instancia le escribían: «Opus sane arduum; sed quo plus difficultatis habet, eo magis est tanto Pontifice dignum». Pero fue Pío X –que ya como canciller episcopal de Treviso había demostrado gran interés por el Derecho canónico, y también como patriarca de Venecia– quien dio vida a una empresa que algunos consideraban irrealizable o no oportuna. Se sabe, en efecto, de la existencia de dos escuelas canonistas de parecer contrario sobre la posibilidad de la codificación: por una parte –queriendo simplificar las posiciones y dar solo algunos de los nombres más emblemáticos– tenemos a los jesuitas de la Gregoriana (Wernz, Ojetti) que propugnaban el mantenimiento del orden de las Decretales, y por la otra la escuela del Apolinar (Sebastianelli, luego decano de la Rota, Lombardi, Latini) que, siguiendo la escuela jurídica laica, sostenía la urgencia de llegar a una codificación moderna que superara la fragmentariedad de la legislación, con todos los problemas hermenéuticos que conllevaba. El Corpus iuris canonici, en efecto, estaba compuesto por el conjunto de las colecciones oficiales (Decretum Gratiani, Liber Extra, Liber VI, Clementinae, Extravagantes Ioannis XXII, Extravagantes communes) y se había ido enriqueciendo con otras intervenciones normativas de fuente pontificia y conciliar, así como de decretos de las Congregaciones romanas y de la jurisprudencia de la Rota. Realmente «immensum aliarum super alias coacervatarum legum cumulum», escribiría Gasparri en el prefacio al Código repitiendo a Livio, Obruimur legibus. Esto iba a resolverse con un código copiado del modelo napoleónico, auténtico porque lo promulgaba el Supremo Legislador, único, sistemático, universal, abstracto.
Con el motu proprio Arduum sane munus se creó una comisión cardenalicia “De Ecclesiae legibus in unum redigendis”, de la que Gasparri fue nombrado secretario. Junto a ella había un grupo de consultores, presidido por monseñor Gasparri. Para agilizar el trabajo el propio Gasparri creó dos comisiones particulares para materias distintas, cada una de las cuales contaba con una decena de miembros: una se reunía el jueves por la mañana, la otra la mañana del domingo. Eugenio Pacelli colaboraba con Gasparri, y cuando éste fue creado en 1907 cardenal por Pío X, a la secretaría de la comisión cardenalicia llegaron sucesivamente primero monseñor Scapinelli y luego el propio monseñor Pacelli. Los consultores tenían como tarea examinar el texto de los cánones propuestos por las dos comisiones particulares. Todo ello, revisado por Gasparri, pasaba luego al examen de la comisión cardenalicia. A propuesta de Gasparri el papa Sarto estableció en 1912 que todo el trabajo ya aprobado por la comisión cardenalicia se le enviara a todos aquellos que normalmente son convocados en Concilio ecuménico para que expresaran su opinión y sus observaciones.
Tras morir Pío X subió al trono pontificio Giacomo Della Chiesa, con el nombre de Benedicto XV, viejo amigo y colega de Gasparri, perteneciente a la misma generación leonina, que lo nombró secretario de Estado tras la muerte del cardenal Domenico Ferrata, que estuvo en el cargo apenas un mes. Era el 13 de octubre de 1914: tras completarse la redacción del último libro del Codex iuris canonici –predispuesto por Gasparri el borrador de su promulgación (prevista para el 1 de enero de 1915, aunque como se sabe se retrasó hasta el 27 de mayo de 1917, con la constitución apostólica Providentissima Mater Ecclesia, por varios motivos, entre otras cosas por la guerra), por fin el opus sane arduum se había concluido.
Desde 1923 a 1932 se ocupó de la publicación de los Fontes en seis tomos, que luego completaría el cardenal Giustiniano Seredi, primado de Hungría. De ahora en adelante, la dirección de la Secretaría de Estado le tendrá ocupado más de quince años, puesto que el sucesor de Benedicto XV le confirmará en su cargo el 6 de febrero de 1922. Se ha escrito que durante los años de la guerra, aunque se podría decir lo mismo sobre los años que siguieron y sobre todo el pontificado, «Gasparri es fundamentalmente un fiel ejecutor de los deseos de Benedicto XV, tanto los de carácter humanitario como los más específicamente políticos» (Romeo Astorri). Y por otra parte, Pío XI, plenamente satisfecho de la actuación de su secretario de Estado, no dudará en llamarlo «el más fiel intérprete y realizador de su voluntad». Ya Giuseppe De Luca, anticipando un juicio que será repetido varias veces, incluso por la historiografía más reciente, en la Memoria di Pietro Gasparri escribía: «De manera equivocada se le achacan iniciativas que parecen ser personales de Pío X y Pío XI: dos papas que quisieron ver con sus propios ojos, y actuar del mismo modo. El propio Benedicto XV, en su trágica situación de padre a quien los hijos, en armas, no sólo no escuchan sino que incluso le culpan de connivencias, dio a su pontificado un carácter decididamente personal. Se exageraría, por consiguiente, si se le quisieran dar […] al cardenal Gasparri méritos y glorias que él mismo rechazaba con una humildad que no era afectada, sino consciente y alta. Él», añadía, «fue ministro, realmente y en todos los sentidos primer ministro de aquellos pontífices: ni quiso ni fue nunca otra cosa. Pero en ello fue como pocos, y por eso su nombre ganará, creo yo, con el tiempo; no menguará».
Como hace notar finamente Pio Ciprotti, la mentalidad de jurista le acompañó a Gasparri incluso en las actividades no directamente jurídicas. Esto se deduce sobre todo de los Concordatos, en cuya compilación –pese a derogar en algunas disposiciones el derecho canónico general para acomodarse a las exigencias de los Estados, o para que las posibles divergencias produjeran el menor daño posible a las almas– Gasparri siempre formula afirmaciones de principio, incluso en puntos sobre los que el Estado difícilmente podría estar de acuerdo.
Afirmaciones de principio que, así como enuncian puntos fundamentales de la doctrina teológica, recuerdan también verdades que surgen del derecho natural. «Tampoco la enunciación […] del principio posee solo importancia doctrinal, de proposición filosófica y teológica, tiene un alcance jurídico relevante, dado que es como la premisa de las normas prácticas, es por consiguiente el punto de partida para su interpretación, siendo éstas, como se ha dicho, nada más que derogaciones del principio enunciado» (Ciprotti). En definitiva, fue un jurista que tendía a lo concreto, pero nunca cedía a que el mero pragmatismo predominara sobre los principios.
Es conocida la parte que Gasparri tuvo en los complejos acontecimientos que precedieron y prepararon la definitiva solución de la añeja Cuestión romana. Sin entrar en la puntual reconstrucción de aquellos acontecimientos, ya hecha varias veces, podemos decir que, considerada la abundante literatura sobre el tema, de manera casi definitiva, no creemos alejarnos de la verdad diciendo que el papel de Gasparri fue sin duda decisivo. Si la historiografía ha insistido en las circunstancias políticas especiales que llevaron luego a los Pactos Lateranenses, puede afirmarse sin lugar a dudas que resultó determinante para la realización de la Conciliación la obra de paciente y concreto entretejido del cardenal, y que la organicidad del Concordato y la atención a la noción de soberanía llevan la impronta de aquella mens iuridica que se valió de la colaboración de Francesco Pacelli, de Domenico Barone, del jesuita Pietro Tacchi Venturi.
El cardenal Gasparri dejó la Secretaría de Estado el 11 de febrero de 1930. Hubo quienes –como Pietro Palazzini, luego cardenal, en el artículo dedicado a Pietro Gasparri en la Enciclopedia Cattolica– no dudó en hablar de divergencias personales con Pío XI. Le sucedió Eugenio Pacelli, antiguo y apreciadísimo colaborador desde que juntos, en el verano de 1905, en Ussita, redactaron el “Libro blanco” sobre la situación de la Iglesia francesa.
Tras retirarse a la vida privada, vivió sus últimos años entre Roma y su Ussita natal, ocupándose de la revisión y reescritura de algunas de sus obras jurídicas y completando la redacción de un texto de catecismo, un trabajo al que desde 1924 le había dedicado parte de su tiempo libre. «Se quejaba siempre en aquellos últimos años de que la memoria ya no le ayudaba. Decía que era el daño mayor que le había traído la vejez. Tanto se afligía de haberla perdido como se alegraba de joven, y hasta hacía pocos años, de tenerla meticulosa, tenaz, amplísima» (De Luca). El hombre que había trabajado «sin prisas pero sin reposo, y con un ritmo tan arrollador, en su exterior sencillez, que llegaba a agotar a quienes colaboraban con él» (De Luca), murió a los ochenta y dos años en Roma el 18 de noviembre de 1934.
Con motivo del XXV aniversario de su muerte, en una solemne sesión académica en la Universidad Lateranense, auspiciada por el rector de la época, monseñor Antonio Piolanti, el abogado Raffaele Jervolino, antiguo dirigente de Acción Católica, definió a Pietro Gasparri «hombre de varias vidas».
Pero el secreto que unifica al jurista, al diplomático, al servidor de la Sede Apostólica hay que buscarlo todo en que fue, enteramente, siempre y de todos modos, sacerdote.
Desde los años en que celebraba misa para el cardenal diácono Mertel hasta sus años parisinos en que, como apreciado docente, se hizo “párroco” de los emigrantes italianos, fue sacerdote, y así en todos los cargos que posteriormente tuvo.
«Tras vestir el hábito talar a los ocho años», afirma De Marco, «no lo volvió a abandonar y sobre todo no abandonó aquel aspecto sobrio y sereno del clérigo que luego será sacerdote y cardenal».
«Fue un cura bueno y sencillo», escribe don Giuseppe De Luca, «un burlón, siempre dispuesto a la mentira inocente; y a la vez fue dignatario eclesiástico tan alto que infundía respetuoso temor. Nadie, aunque estuviera a la mesa con él, ni aunque él le hubiera tomado el pelo familiarmente o hasta incluso provocado, nadie se hubiera atrevido a tomarse ninguna confianza con él. Obedecía sin humillarse, y precisamente por eso mandaba sin humillar. Nunca se obedece a una orden como cuando el inferior se siente en el momento de la orden considerado y respetado».
Una nota vibrante de su espíritu auténticamente sacerdotal, y a la vez representativa de su peculiar forma de ser que le empujaba siempre a lo concreto, la encontramos en la conclusión de su testamento, fechado el 4 de octubre de 1934: «Les recomiendo a todos que sean buenos, que recuerden que la vida presente transcurre como un relámpago y que la eternidad nos espera».
Presentando en 1932 su catecismo católico para niños, había escrito, sin ocultar aquella fácil aunque no banal conmoción aprendida de su madre: «Mi querido niño, te estás preparando para la primera Comunión… Yo soy viejo, mi querido niño, y sobre mi cabeza y en mi corazón han ocurrido muchos e importantes acontecimientos: y sin embargo recuerdo todavía con conmoción e indecible dulzura el día de mi primera Comunión… y te pido que encomiendes a Jesús, cuando se pose en tu corazón, al viejo amigo que con paternal cariño te bendice».
Monseñor Giuseppe Sciacca, Auditor de la Rota
Selección: José Gálvez Krüger
Bibliografía esencial
R. Astorri, Le leggi della Chiesa tra codificazione latina e diritti particolari, Padua, 1992. P. Ciprotti, “Il diplomático giurista”, en VV.AA., Il cardinale P. Gasparri, Pontificia Università Lateranense, Roma, 1960. F. Crispolti, Corone e porpore, Milán, 1937. G. De Luca, “Memoria di P. Gasparri”, en La Nuova Antología, 1 dic. 1934; Id. “Discorrendo col card. Gasparri (1930)”, en ibidem, 16 nov. 1936, luego en VV.AA. Il cardinale P. Gasparri, cit. V. De Marco, “Contributo alla biografia del cardinale P. Gasparri”, en VV.AA., Amicitiae causa. Scritti in onore del vescovo A. M. Garsia, M. Naro (ed.), Caltanissetta, 1999. C. Fantappié, Dizionario biografico degli Italiani, ad vocem; Id., Introduzione storica al Diritto canonico, Bolonia, 1999. P. Grossi, “Storia della canonistica moderna e storia della codificazione canonica”, en Quaderni fiorentini, XIV (1985). G. Spadolini, Il cardinale Gasparri e la Questione Romana (con brani delle memorie inedite), Florencia, 1972. S. Tramontin, “La repressione del modernismo”, en E. Guerriero y A. Zambarbieri, La Chiesa e la società industriale, Milán, 1990.