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Viernes, 27 de diciembre de 2024

Pedro Arrupe, S.J.

De Enciclopedia Católica

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Padre Pedro Arrupe, S.J., camino a los altares

El padre general de la Compañía de Jesús, Arturo Sosa, anunció a fines de enero del presente 2019 la apertura oficial de la causa de beatificación del padre Arrupe, 28º superior general de la Compañía de Jesús, el 5 de febrero en San Juan de Letrán. Desde su anuncio en el pasado mes de julio hasta la fecha, el jesuita Pascual Cebollada, postulador de la Compañía de Jesús, y su equipo han recogido todos los escritos del padre Arrupe, y han elaborado una lista de más de 100 testigos que pueden declarar sobre él, y se lo han entregado a los censores teólogos para que examinen si hay algo en ellos que vaya contra la fe y costumbres de la Iglesia. Asimismo, también se ha elaborado una lista de todo aquello que lleve el nombre del padre Arrupe, ya sean casas de ejercicios, comunidades, proyectos… «Lo que se pide –continúa– es fama de santidad y signos [favores o gracias]. Se trata de que la gente vea en él no a un personaje importante, que ha tenido mucha responsabilidad, sino a un santo. Se trata de percibir la santidad, es decir, si ha hecho de manera extraordinaria lo ordinario, una vida que destaque por encima de lo normal».

Su biógrafo, P. Lamet[2] nos brinda un bello gesto de su santidad "además de su amor a Jesucristo, su humildad, sus nueve años de martirio incruento al final de su vida, su intensa vida de oración: En el reclinatorio de su cuarto se descubrió después de muerto una estampa del Sagrado Corazón con un voto de perfección que había hecho en sus tiempos de joven sacerdote, eligiendo para toda su vida "lo más perfecto", lo más difícil muchas veces. Como por ejemplo, mantener como secretario personal al jesuita que sabía le estaba acusando en el Vaticano. Su entrega, sin pensar en sí mismo, a la Iglesia y la Compañía fue total".

Al historiador no le basta el literato ni el poeta para adentrarse en el santo, necesita del teólogo. Gustavo Gutiérrez definió al P. Arrupe como "uno de los grandes hombres de la Iglesia de nuestra época; alguien que, según la bella expresión de Juan XXIII, supo mirar lejos.

Familia y estudios

Nace el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao, en el seno de una familia acomodada, el benjamín de cinco hijos, su padre era arquitecto y su madre hija de un médico, ambos profundamente creyentes. Niño vivaz y estudiante extraordinario, como alumno de los Escolapios con once años entró en la Congregación Mariana, en cuya revista "Flores y Frutos" escribió en marzo 1923 un breve artículo sobre San Francisco Javier, Japón y las Misiones.

Ese mismo año empezó los estudios de Medicina en Madrid; era un excelente estudiante. Amaba extraordinariamente la música, iba con frecuencia a la ópera y con su hermosa voz de barítono cantaría más tarde en ocasiones especiales, como misionero en Japón e incluso como Prepósito General. Un compañero de estudios le invitó a hacerse miembro de las Conferencias de San Vicente y a visitar familias pobres en los suburbios de Madrid, experiencia que le cala hondamente.

En julio de 1926, durante sus prácticas con los enfermos, viajó a Lourdes, donde fue testigo de tres curaciones extraordinarias: una religiosa paralítica pudo volver a caminar al paso de la custodia; una mujer con cáncer de estómago en estado terminal, curada en tres días; un joven con parálisis infantil que saltó de su silla de ruedas en el momento de la bendición eucarística.


Jesuita

Impresionado por las experiencias de Lourdes, maduró su decisión de hacerse jesuita. El 25 de enero de 1927, comenzó su noviciado en Loyola e hizo sus primeros votos en diciembre de 1928. Durante los Ejercicios Espirituales de ocho días en su primer año de juniorado despertó en él la llamada misionera, solicitando en varios momentos ser enviado a Japón.

En 1931, Arrupe comenzó sus estudios de Filosofía en el Colegio Máximo de Oña, Burgos. En 1932 el anticlericalismo republicano llevó a la expulsión de la Compañía de Jesús de España y los jóvenes jesuitas debieron continuar sus estudios en el destierro, en Marneffe (Bélgica). De 1933 a 1936 Pedro Arrupe estudió Teología en el Colegio de Valkenburg, en Holanda, con los jesuitas alemanes. El 30 de julio de 1936, fue ordenado sacerdote con otros 40 compañeros jesuitas de su provincia, pero ningún familiar suyo pudo estar presente en la ordenación, pues en España acababa de estallar la Guerra Civil. En 1936, inesperadamente, su provincial le envió a Estados Unidos a especializarse en ética de la medicina. De 1937 a 1938 hizo en Cleveland (Ohio) su tercera probación.


Ese Japón increíble abierto a Cristo

El 7 de junio de 1938 recibió la tan deseada carta del General que le destinaba a Japón. Antes de partir para Japón pasó algunos meses de trabajo pastoral en una prisión de alta seguridad en Nueva York, donde en poco tiempo se ganó el corazón de los presos. El 30 de septiembre de 1938, en Seattle, comenzó la travesía hacia Japón. Al llegar, experimentó no pocas dificultades: lengua extranjera, costumbres japonesas, comida japonesa, pero el joven misionero no se echó atrás, sino que siguiendo la tradición de los más venerables misioneros de la Compañía, se sumergió en la cultura japonesa y así se ejercitó en el tiro del arco, en la ceremonia del té, en la meditación Zen y en el arte de escribir japonés. Su primer destino fue de párroco en la ciudad de Yamaguchi, en la región de Chugoku sobre la isla de Honshu.


Poco antes de la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el 8 de noviembre de 1941, el P. Pedro, sospechoso de ser espía, fue encarcelado. Pasó semanas llenas de inseguridad y privaciones en una prisión militar hasta el 12 de enero de 1942: "Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -'hospes animae'-, que nunca se me ha mostrado más 'dulcis'". Le conmovía profundamente que los feligreses de su parroquia en Nochebuena se arriesgasen a cantar un villancico de Navidad ante la celda de su cárcel. En una diminuta celda, la figura de Arrupe cautiva a sus carceleros con catequesis improvisadas. Al despedirse de él, una vez obtuvo la libertad, no ocultaron la emoción. Lo cuenta así el propio Arrupe: «Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba con ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?».

Su trabajo pronto comenzó a dar sus frutos. Primero, en un barracón en Tokio que servía de guardería de hijos de trabajadores por la mañana y de escuela de adultos por la noche. Allí suscitó las primeras conversiones. «Estaba convencido de que la fuerza de sus acciones no dependían de él. Por eso, donde pasaba, dejaba siempre un poco de corazón y como no quería que fuera el suyo, dejaba el corazón de Jesucristo», apunta Lamet. Luego fue párroco de San Francisco Javier, sita en un templo budista abandonado. Sin grandes números de feligreses, optó por descubrir el alma japonesa persona a persona y por organizar eventos para evangelizar a un pueblo poco receptivo al cristianismo. Es importante en este periodo su apuesta por la inculturación, es decir, por entrar en la mentalidad japonesa y, para ello, entre otras cosas, estudia el zen hasta el punto de que adopta su postura característica en la oración.


En 1942, el P. Pedro fue nombrado maestro de novicios y pasó a Nagatsuka, cerca de Hiroshima. Allí llevaba una vida sencilla y de gran exigencia, como recuerda el jesuita Alberto Álvarez Lomas: «Le vi con frecuencia limpiando los zapatos de los novicios en la portería durante la siesta. En su modo de vestir y con sus objetos personales llamaban la atención su pobreza y desprendimiento. No dormía más de cinco horas. Todos los días le veía comenzar la llamada hora santa en la capilla. Cada mañana hacía más de una hora de meditación». Hasta que llegó la bomba.


El 6 de agosto de 1945 sonaron, como cada día, las alarmas; la ciudad estaba acostumbrada al paso matutino de aviones de combate. Fue testigo de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima: un relámpago, como un fogonazo de magnesio, cortó el cielo. 80.000 personas murieron en el acto; más de 100.000 quedaron heridas. Sonó también la señal del fin de peligro. Y cinco minutos después se produjo la explosión. Las primeras 24 horas fueron muy intensas, sin dormir, después de haber recorrido la ciudad. Lo primero que hizo al llegar al noviciado fue celebrar la Eucaristía rodeado de heridos dolientes: «Torrentes de gracia brotarían sin duda de aquella hostia y de aquel altar. Seis meses más tarde, cuando, repuestos, todos habían dejado nuestra casa, muchos de ellos habían sido bautizados, y todos habían tenido la experiencia de que la caridad cristiana sabe comprender, ayudar, dar un consuelo que sobrepasa todo aliento humano». El noviciado, distante siete kilómetros del centro de la ciudad, fue seriamente dañado, pero ninguno de los 35 novicios resultó herido. El P. Pedro fue a la capilla y pidió luz al Señor en aquella terrible oscuridad. Decidió convertir el noviciado en un improvisado hospital, retomando los conocimientos de sus interrumpidos estudios de medicina, y en condiciones de lo más primitivo y sin anestesia, tuvo que hacer operaciones muy complejas y limpiar heridas gravísimas. De los 150 pacientes que atendió durante meses, sólo dos murieron.

Son muchos los testimonios de aquel tiempo. Como el de Hasegawa Tadashi, a quien Arrupe curó su cuerpo en carne viva, y que luego pidió el Bautismo y más tarde sería ordenado sacerdote. El del señor Hashimoto: «Fue sin duda la personalidad de Arrupe la que me movió más a convertirme al cristianismo». O el del señor Kato, que se estaba preparando para ser kamikaze: «Arrupe me decía que solo Dios es el dueño de la vida. Cuando vino lo de la bomba atómica, yo estaba a 1.500 metros de donde estalló, y solo. Entonces me acerqué a Arrupe y le pedí el Bautismo».

El 22 de marzo de 1954, fue nombrado Viceprovincial de la Viceprovincia de Japón, que en 1958 fue erigida Provincia independiente y entonces fue su primer Provincial. Poco a poco el número de jesuitas creció en Japón, de 126 en el año 1954 a 426 en el año 1961. El P. Pedro desarrolló una impresionante actividad, para algunos demasiado acelerada, por lo que el gobierno general de la Orden en Roma en 1964 nombró Visitador al holandés Padre George Kester, quien debía elaborar un informe sobre la provincia de Japón. Como General recién elegido, el P. Pedro se convertirá en el destinatario del informe.

General de la Compañía

El 22 de mayo de 1965 fue elegido como 28º General de la Compañía de Jesús, después del belga Johann Baptist Janssens (1889-1964), que había dirigido la Compañía desde 1942. Con él se iniciaron en la Compañía los cambios para afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraba la sociedad humana y, muy especialmente, la Iglesia después del Concilio Vaticano II, cambios que para muchos no estaban en consonancia ni con la primigenia espiritualidad ignaciana ni con la propia tradición de la Iglesia. Por las decisiones tomadas durante su generalato tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. De hecho, sus detractores llegaron a decir de él que "un vasco (san Ignacio de Loyola) había fundado los Jesuitas y otro los iba a destruir".

Coincidiendo con el Concilio Vaticano II, los jesuitas acuden al lejano oriente para elegir a un nuevo prepósito general, a Pedro Arrupe, que en sus primeras intervenciones públicas, tras mostrar su total adhesión y obediencia a Pablo VI, empieza a dejar ver un nuevo estilo. Dice del diálogo: «Consiste también en saber escuchar». Sobre el ateísmo: «Nuestra posición no es de lucha, sino de diálogo para ayudar a los ateos a superar los obstáculos que les mantienen alejados del conocimiento de Dios […]. A los ateos hay que tratarles con delicadeza». También del progresismo: «Si por progresista se entiende aquel que combate las grandes injusticias sociales existentes en todas las partes del mundo, pero sobre todo en los países en vías de desarrollo, nosotros estamos con ellos en la línea de la doctrina social contenida en las grandes encíclicas».

Las consecuencias no se dejaron esperar. En 1965, al concluir el Vaticano II, había 36.000 mil jesuitas, y diez años después, en 1975 sólo 29.000. Seguiría disminuyendo durante el resto de la década, y también en la de los ochenta, aunque en países como India se acelerase el reclutamiento. A pesar de ello, los jesuitas seguían constituyendo una influencia de primer orden entre muchas comunidades religiosas, tanto masculinas como femeninas. Históricamente habían desempeñado un papel protagonista, y en este momento crucial habían tomado el camino del futuro; así lo corroboró con entusiasmo la trigésima segunda congregación general de la Compañía, celebrada en 1974.

Los papas custodian a la Compañía

Pablo VI siguió especialmente de cerca y con preocupación la evolución de los acontecimientos en la Compañía de Jesús, y ello por diversas razones: por la importancia que tenía en la vida de la Iglesia universal y, también, por la condición que le correspondía de Superior supremo de la Compañía, derivada del vínculo particular que, desde su fundación, ligaba la Orden al Romano Pontífice. Dos preocupaciones primordiales inspiraron la actuación de Pablo VI: La salvaguarda de la integridad de la Formula Instituti -su constitución orgánica- y la fidelidad de la Compañía a sus fines propios. En una carta dirigida al P. Arrupe el 15 de febrero 1975, el Papa escribió: "No se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús".

El 11 de diciembre de 1978, el P. Arrupe tuvo su primera audiencia con Juan Pablo II para jurar obediencia al nuevo Papa en representación de la orden. Diez meses más tarde, en la asamblea de presidentes de la Conferencia Jesuita, Juan Pablo II se dirigió al grupo por invitación del P. Arrupe. Su mensaje fue categórico:"Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla". El Papa envió al Prepósito unas palabras críticas destinadas a ser leídas al gobierno central de la Compañía por Juan Pablo I, cuya muerte lo había impedido, añadiendo que él estaba de acuerdo con todo. De hecho, desde junio de 1979, el P. Arrupe empezó a mantener conversaciones confidenciales con los cuatro asistentes generales de la Compañía, sobre la posibilidad de jubilarse.


Cuando retó a sus jesuitas. Obediencia y responsabilidad

Frutos de estos encuentros será una paternal carta, escrita en francés, firmada en Roma el 19 de noviembre, «fiesta de los mártires canadienses», a los responsables de la Compañía. Les dirá que, puesto que los tres últimos papas (Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II) han llamado la atención a los jesuitas, poniéndoles de manifiesto una serie de «deficiencias», esa «triple llamada no da lugar a dudas: es Dios mismo quien en su amor, pero también con insistencia, espera de nosotros algo mejor». Según Arrupe, el hecho de que los últimos papas hayan tenido que amonestar a la Compañía de Jesús «demuestra, sin duda alguna, que, aunque hemos reconocido nuestros errores y nos hemos esforzado sinceramente en corregirlos, se ve que no hemos sido capaces de conseguirlo en la medida y en la eficacia deseadas». Fue él mismo Arrupe, quien había pedido al papa Wojtyla que recibiera a todos los superiores mayores de la orden en audiencia privada, para que «les indicara qué esperaba de la Compañía y cuáles eran los sentimientos que alimentaba hacia ella». De hecho, se afirma en la carta, el Papa «ha confirmado su benevolencia hacia la Compañía», una benevolencia que, según el Papa, «nos hemos merecido a lo largo de los siglos por el fervor de nuestra vida religiosa y nuestro celo apostólico». Y recuerda que Juan Pablo II, ese discurso no sólo fue de crítica a los jesuitas, sino de reconocimiento de «el valor ejemplar, el celo apostólico, la fidelidad sincera e incondicional al soberano pontífice» de la Compañía de Jesús.

Pero junto con este reconocimiento, dice Arrupe a los superiores mayores, el Papa ha puesto en guardia a los jesuitas «manifestándonos sus preocupaciones » sobre algunos puntos bien concretos: tendencias secularizadoras, austeridad y disciplina de la vida comunitaria y religiosa, fidelidad al magisterio en materias de doctrina, carácter sacerdotal de nuestro trabajo apostólico y formación de los jóvenes jesuitas. "Debemos acoger las palabras del vicario de Cristo con espíritu de sincera humildad y de gratitud por el espíritu paternal que manifiesta en relación a la Compañía y por el aliento que nos da para mejorar nuestra vida religiosa y apostólica». Afirma Arrupe que no piensa descargar sobre los demás su grave responsabilidad como superior general. Por eso, él responderá en primera persona «a los deseos del Santo Padre». Pero añade que esta responsabilidad tiene que repartirse al mismo tiempo entre todos los superiores provinciales, responsables también de la vida de la Compañía; es decir, que ellos son también responsables de las críticas hechas por el Papa.

Y les da, para poder poner remedio a ellas, una serie de normas. Deberán, por ejemplo, examinar, en qué medida «dejan desear la austeridad de vida y la disciplina interior y exterior en las comunidades». O bien, «si se advierten tendencias secularizadoras, como ausencia de vida comunitaria, independencia de los superiores o relaciones llenas de ambigüedad con otras personas». Otro punto que deberán examinar es si los jesuitas «ejercen ciertas actividades que no tienen nada que ver con el carácter sacerdotal, que debe ser el sello de todas nuestras actividades ». Arrupe añade que «los superiores locales deben vigilar que todos los jesuitas de sus comunidades ordenen sus aptitudes, sus palabras y sus acciones en conformidad con los deseos del Santo Padre». Afirma que conoce muy bien «la complejidad de los problemas, el carácter delicado de las cuestiones personales, las dificultades de las situaciones nuevas, ambiguas y conflictivas ». Y añade: «Soy un testigo privilegiado de vuestra ilimitada buena voluntad y de la pureza de intención que os guía. Pero si esto es cierto», afirma Arrupe, «también lo es que ya no podemos esperar más. Sería injusto olvidarse de los resultados positivos que la Compañía ha obtenido en numerosos terrenos, pero al mismo tiempo, examinando objetivamente las recomendaciones que nos han hecho los pontífices romanos, debemos aceptar que lo hasta aquí realizado no es aún suficiente».


Su posible dimisión

Seis meses después, el 3 de enero de 1980, volvió a entrevistarse con el Papa para organizar otra reunión, a la que acudió con sus asistentes generales con objeto de que estos expusieran sus ideas sobre el porvenir de la Compañía y averiguaran cómo encajaban en las metas del pontificado. El Papa estuvo de acuerdo, pero no se puso fecha a la reunión.

En febrero de 1980 comunicó a sus cuatro asistentes generales que ya no tenía dudas sobre su decisión de dimitir. Dos semanas después, el 1 de mayo, el Pontífice pidió por carta al P. Arrupe que no dimitiera ni convocara una congregación general, por el bien de la Compañía y el de la Iglesia. Los dos hombres volvieron a reunirse el 13 de abril de 1981. Juan Pablo II dijo al General que estaba preocupado por lo que pudiera hacer una congregación general sin el P. Arrupe como superior, pues la trigésima tercera congregación general propuesta se habría reunido para aceptar la dimisión de Arrupe, elegir a su sucesor y seguir con el tema que escogiese. Dijo el Papa que Pablo VI había acogido con gran preocupación los resultados de la XXXII congregación general, celebrada en 1974, y no cabe duda de que Juan Pablo II temía que una nueva congregación general post-P. Arrupe dificultara todavía más la situación.


El atentado del Papa y la enfermedad del P. Arrupe

Al cierre de la entrevista, Juan Pablo II garantizó al P. Arrupe que seguirían hablando, pero un mes más tarde se produjo el atentado contra el Papa. El 7 de agosto de 1981, de regreso de un viaje a Filipinas, el P. Arrupe sufrió un derrame en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci de Roma, y lo llevaron al hospital Salvator Mundi. Se le diagnosticó bloqueo de la arteria carótida con efectos sobre el hemisferio izquierdo del cerebro y el lado derecho del cuerpo. Los médicos convocaron a O'Keefe y los demás asistentes y les comunicaron que en su opinión médica el P. Arrupe no debería volver a ocupar ningún puesto de responsabilidad. Dijeron que el General estaba en condiciones de recibir al cardenal Casaroli. Éste, de camino al hospital, pasó por el generalato jesuita para recoger al padre O'Keefe. Mientras se dirigían al centro, O'Keefe hizo lo posible por que Casaroli le diera permiso para convocar una congregación general, ya que la Compañía no podía ser gobernada indefinidamente por un general vicario. Casaroli eludió contestar. Cuando llegaron al hospital, hizo que O'Keefe leyera al P. Arrupe una carta personal del Papa, en la que Juan Pablo II lamentaba lo ocurrido, señalaba que ambos estaban convalecientes y le transmitía sus mejores deseos. Al volver del hospital, O'Keefe siguió presionando a Casaroli, pidiéndole que escribiera al Papa y le comentara la necesidad de una congregación general.

Pero la decisión de Juan Pablo II no fue la que habían previsto el P. Arrupe o sus asistentes generales. El 6 de octubre el cardenal Casaroli llevó al enfermo Prepósito la carta en que se nombraba "delegado personal" del Papa al P. Dezza (a dos meses de cumplir ochenta años) para que dirigiera la Compañía hasta nuevo aviso, con el P. Giuseppe Pittau, antiguo rector de la Universidad Sophia de Tokio y provincial jesuita en Japón, como coadjutor o suplente. El gobierno regular de la Compañía de Jesús quedaba suspendido, y no se preveía la convocatoria inmediata de la trigésima tercera congregación general.

La intervención papal crispó a quienes, satisfechos con la labor del P. Arrupe al frente de la Compañía, deseaban verla retomada por su sucesor. Juan Pablo II dijo a los padres Dezza y Pittau que no habría intervenido de no haber tenido en muy alto concepto el carisma excepcional de la Compañía, y su capacidad de contribuir a una puesta en práctica real del Vaticano II. Por fin, el 3 de septiembre de 1983, el P. Arrupe presentó su renuncia al cargo ante todos los padres congregados y el padre Peter-Hans Kolvenbach fue elegido General de la Compañía. Su primer gesto fue abrazar al P. Arrupe mientras le decía: "Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando 'padre' ".

Éste, después de casi diez años de dolorosa inactividad y de ofrenda física y psíquica por la Compañía, la Iglesia y la humanidad, el 5 de febrero de 1991 falleció en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. A su funeral en la Iglesia del Gesù de Roma asistió una gran multitud.

Profeta del Concilio Vaticano II

En todo proceso de canonización se busca la vida de santidad del candidato y sus aportes a la iglesia de nuestro tiempo. Una primera clave en el P. Arrupe es su perspicacia para escrutar los signos de los tiempos, convirtiéndose en un auténtico profeta del Vaticano II. Así lo manifiesta su biógrafo Pedro Miguel Lamet su libro Arrupe. Testigo del siglo XX, profeta del XXI (Mensajero):«era un hombre del Concilio antes del Concilio». Dios siempre fue primero en su vida. Así, abandonó una prometedora carrera en la medicina para entrar en el Compañía de Jesús para disgusto de su profesor Juan Negrín, luego presidente de la República en 1936: «Ya hace días que no veo a Arrupe. ¿Es que ese muchacho va a abandonar los estudios? Sería la mayor equivocación de su vida».

Sus primeros pasos en la Compañía de Jesús no fueron fáciles, pues apenas cinco años después, mientras estudiaba Filosofía en Oña, parte con sus compañeros al destierro después de que se aprobara el decreto de disolución de la Compañía en España. Pasa tiempo en Holanda y Bélgica, donde es ordenado, antes de partir a los Estados Unidos donde completa los estudios en Teología y realiza la tercera probación. Allí recibe la comunicación del destino soñado, Japón, no sin antes pasar por una experiencia que le tocó profundamente: el trabajo pastoral con hispanos y en cárceles de máxima seguridad en Nueva York. «Cuando crucé por última vez aquellas puertas enrejadas tras las que vivían aquellos desgraciados, sentí una terrible opresión en el pecho. Y tal vez porque vi en ellos más sufrimiento que en otras partes, sentí más alejarme, porque junto al dolor parece que está siempre el puesto del sacerdote», afirmaba.

Renuncia, enfermedad y muerte

Los problemas surgidos de la recepción del Concilio Vaticano II hicieron de los años 70 una época difícil para Arrupe y para la Compañía de Jesús, con algunos sacerdotes acusados de revolucionarios y marxistas. La tensión es creciente con la Santa Sede y también dentro de la propia congregación, circunstancia que lleva al padre Arrupe a presentar su renuncia, que Juan Pablo II no acepta. Poco después, de vuelta de un viaje a Asia, sufre una trombosis cerebral que le deja paralizado el lado derecho, circunstancia ante la que el Papa polaco nombra a un delegado personal, algo que no gustó ni a Arrupe ni a la Compañía de Jesús, pero obedecieron. «El propio Juan Pablo II comentaba a sus colaboradores que los jesuitas habían actuado como se esperaba de ellos», abunda Cebollada.

Después de que la congregación general de 1983 eligiese a Peter-Hans Kolvenbach, Arrupe se recluye en la enfermería de la Curia General de los jesuitas en Roma, donde vivió marcado por su enfermedad, condenado a la inmovilidad física, con graves dificultades para expresarse. Su cuerpo se debilita y vive un tiempo de oración y dolor, confortado por las visitas que recibe.

En este momento, a casi 30 años después de su muerte, su figura de recupera toda su actualidad, tanto por la incoación de su causa como por su legado. El P. Adolfo Nicolás, S.J., también general de los jesuitas, sintetiza: «La historia va dando la razón al padre Arrupe. El paso del tiempo nos deja ver con más claridad lo ejemplar de sus virtudes, en especial su obediencia al Papa hasta su postrer aliento

El alma del P. Arrupe. Su autorretrato

Nos lo comparte su biógrafo P. Lamet, al seleccionarnos sus textos preferidos del Evangelio y en tres de sus escritos que siempre llevo a la oración:

·SENCILLEZ: "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Lc 6,20).

PROVIDENCIALISMO: "Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo" (Mt 6, 34).

NO-VIOLENCIA:"Al que te abofetee en la mejilla derecha preséntales también la otra" (Mt 5,39).

DESPRENDIMIENTO:"Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto" (Mt. 5,40)

GENEROSIDAD Y SERVICIO:"Y al que te obligue a andar una milla vete con él dos". Mt.5,41).

HUMILDAD INTELIGENTE."Cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto"(Lc 14,9).

COMPROMISO PROFÉTICO."Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigna y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa"( Lc 6, 22).

AMOR CRISTIANO:"Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan"(Mt 5,44).

SABIDURÍA Y RENUNCIA:"Quien intente guardar su vida la perderá;

ORACIÓN AL LLEGAR AL JAPÓN

Jesús, mi Dios, mi redentor, mi amigo, mi íntimo amigo, mi corazón, mi cariño: Aquí vengo, para decirte desde lo más profundo de mi corazón y con la mayor sinceridad y afecto de que soy capaz, que no hay nada en el mundo que me atraiga, sino tú sólo, Jesús mío. No quiero las cosas del mundo. No quiero consolarme con las criaturas. Sólo quiero vaciarme de todo y de mí mismo, para amarte sólo a ti. Para ti, Señor, todo mi corazón, todos sus afectos, todos sus cariños, todas sus delicadezas. ¡Oh Señor!, no me canso de repetirte: Nada quiero sino tu amor y tu confianza. Te prometo, te juro, Señor, escuchar siempre tus inspiraciones, vivir tu misma vida. Háblame muy frecuentemente en el fondo del alma y exígeme mucho, que te juro por tu corazón hacer siempre lo que tú deseas, por mínimo o costoso que sea. ¿Cómo voy a poder negarte algo, si el único consuelo de mi corazón es esperar que caiga una palabra de tus labios, para satisfacer tus gustos? Señor, mira mi miseria, mi debilidad. Mátame antes de que te niegue algo que tú quieras de mí. ¡Señor, por Madre! ¡Señor por tus almas! Dame esa gracia…[26]

Mi Catedral

¡Una mini-catedral! tan sólo seis por cuatro metros. Una capillita que fue preparada a la muerte del P. Janssens, mi predecesor, para el nuevo General... ¡el que fuese! La Providencia dispuso que fuera yo. Gracias al que tuvo esa idea: no pudo haber interpretado mejor el pensamiento de este nuevo General. El que planeó esta capillita quizá pensó en proporcionar al nuevo General un sitio más cómodo, más reservado para poder celebrar la Misa sin ser molestado, para no tener que salir de sus habitaciones para visitar el Santísimo Sacramento. Quizá no se apercibió de que aquella estancia diminuta iba a ser fuente de incalculable fuerza y dinamismo para toda la Compañía, lugar de inspiración, de consuelo, de fortaleza, de... estar!; ¡de que iba a ser la "estancia" del ocio más actuoso, donde no haciendo nada se hace todo!: ¡como la ociosa María que bebía las palabras del Maestro, mucho más activa que Marta su hermana!; donde se cruza la mirada del Maestro y la mía..., donde se aprende tanto en silencio. El General tendría siempre, cada día, al Señor pared por medio, al mismo Señor que pudo entrar a través de las puertas cerradas del Cenáculo, que se hizo presente en medio de sus discípulos, que de modo invisible habría de estar presente en tantas conversaciones y reuniones de mi despacho. La llaman: Capilla privada del General. ¡Es cátedra y santuario, Tabor y Getsemaní, Belén y Gólgota, Manresa y la Storta! Siempre la misma, siempre diversa. ¡Si sus paredes pudieran hablar! Cuatro paredes que encierran un altar, un sagrario, un crucifijo, un icono mariano, un zabutón (cojín japonés), un cuadro japonés, una lámpara. No se necesita más... eso es todo: una víctima, una mesa sacrifical, el "vexillum crucis", una Madre, una llamada ardiente que se consume lentamente iluminando y dando calor, el amor expresado en un par de caracteres japoneses: Dios-amor.

"Santa locura"

Señor dame tu amor que me haga perder mi "prudencia humana",

y me impulse a arriesgarme a dar el salto para ir a Ti.

No quisiera oír: "hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?".

Cuántos motivos se levantan en mi espíritu y tratan de demostrarme,

bajo apariencia de bien, que aquello que Tú me inspiras y pides,

es imprudente, es una locura.

Tú Señor, según esto, fuiste el más loco de los hombres.

Pues inventaste esa locura, esa insensatez de la cruz.

Enséñame Señor que esa insensatez es tu prudencia,

y dame, por favor, tal amor por tu persona

para que sea yo también, otro loco como Tú".

Para la Beatificación del P. Arrupe

Dios, Padre bueno, que en e l bautismo has revestido de Cristo a tu siervo Pedro A rrupe y lo llamaste a su seguimiento en suma pobreza espir itual en la Compañía de Jesús, esc ucha benigno nuestra oración.

Él se entregó a ti plenamente, como misionero y guía de sus hermanos, tanto en la salud como en la enfermedad.

Movido por e l Espíritu Santo, lo has puesto al servicio de la fe convirtiéndolo en maestro de discernimiento y dócil servidor de la justicia del Reino.

Con confianza te rogamos que, a imitación de Jesuc risto pobre y humilde, a quien amó entrañablemente, el Padre Ar rupe pueda ser reconoc ido como modelo de v ida evangélica y test igo de cómo ser profetas en e l mundo, animándonos a ser, en toda cultura hombres y mujeres para los demás

Por su intercesión y para tu mayor gloria te pido ahora esta gracia particular (…) que desees concederme para tu servicio y alabanza.

Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

Dr. José Antonio Benito Rodríguez [1]

Universidad Católica San José, Lima.


[1] DATOS OBTENIDOS y reelaborados de "Religión y libertad", "Jesuitas.pe", "ABC", "Infocatólica"; http://www.pedrolamet.com/ https://arrupe.jesuitgeneral.org/en/