Paradigma trinitario de la familia. Reflexiones a partir de Amoris laetitia
De Enciclopedia Católica
Contenido
- 1 Presentación
- 2 Un paradigma trinitario de la familia desde la analogía
- 3 El hombre imago Dei
- 4 La relacionalidad como expresión de la imago Dei
- 5 La familia, fundada en el matrimonio, reflejo del misterio trinitario
- 6 La fecundidad, participación en el amor creador de Dios Trino
- 7 La vida familiar, expresión del amor divino
- 8 La ternura humana, reflejo de la divina, actitud que plenifica la vida de la familia
- 9 La familia, viviendo su paradigma trinitario, principal agente de una «ecología humana»
- 10 A modo de conclusión
- 11 Notas
Presentación
Es propósito de esta reflexión poner en relieve la doctrina de papa Francisco, sobre todo en dos numerales de la Exhortación Apostólica Amoris laetitia, que permiten proponer un paradigma trinitario al pensar teológico-pastoralmente la familia. Se trata de los números 11 y 29 de la Exhortación en los que se hacen afirmaciones importantes al respecto: «La pareja que ama y genera la vida es la verdadera “escultura” (…) capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una imagen para descubrir y describir el misterio de Dios, fundamental en la visión cristiana de la Trinidad que contempla en Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente. Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: “Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo”. La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina. Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el “misterio” de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33).» (Amoris laetitia, 11). Y por otra parte: «Con esta mirada, hecha de fe y de amor, de gracia y de compromiso, de familia humana y de Trinidad divina, contemplamos la familia que la Palabra de Dios confía en las manos del varón, de la mujer y de los hijos para que conformen una comunión de personas que sea imagen de la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La actividad generativa y educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora del Padre. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu.» (Amoris laetitia, 29). Los textos citados establecen una relación entre la realidad de la familia y el misterio trinitario que conviene tomar en cuenta en el pensar y quehacer cotidianos de la Iglesia. En esta reflexión se intentará presentar el tipo de relación posible, las implicancias de la misma, las consecuencias de orden práctico que pueden derivarse de esa consideración de la familia a la luz de la Trinidad divina. [1].
Un paradigma trinitario de la familia desde la analogía
En la Carta a las Familias, escrita con ocasión del Año de la Familia, escribió el papa San Juan Pablo II: «A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida» (n. 6). Decir paradigma es reclamar un modelo o ejemplo de otra realidad, así, en el texto aludido se postula que la Santísima Trinidad es el paradigma de la familia humana y, más específicamente, cristiana. Esta afirmación, hecha sin una aclaración previa, podría acabar distorsionando lo que se quiere señalar. Para evitar cualquier distorsión es preciso no pasar en forma directa o material de las Tres Personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la tríada familiar: padre, madre, hijo. Un paralelismo directo desdibujaría el paradigma, haciéndolo incongruente. La realidad de las Personas divinas, para aplicarlas a la familia, hay que considerarlas desde la comprensión de Amor que genera (el Padre), Amor generado (Hijo) y Amor-comunión (Espíritu Santo). Así, en la familia humana, es posible encontrar esas tres dimensiones del Amor Trinitario: amor que genera, amor que es generado y el mismo amor, o dicho de otro modo: amor que dona, amor que acoge, amor que es comunión1. Emerge así la relacionalidad y se descubre que en la Trinidad es la relación la que hace la Persona y, también en la familia humana, es la relacionalidad la que personaliza, plenificando. De capital importancia es tener claro que al plantear la Trinidad como paradigma de la familia se ha de recurrir a la analogía, reconociendo que toda desemejanza es mayor que la semejanza. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo» (n. 2205). El paradigma a establecer se refiere a la comunión de personas en la familia, es decir, al amor que la constituye y que en ella se ha de vivir. La familia es reflejo de la Trinidad en cuanto está fundada en un dinamismo comunional, al respecto escribió Juan Pablo II: «En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión, communio personarum» [2]. Así, la familia refleja la Trinidad por la comunión de amor que está en su origen y en su vida cotidiana, pues «la com/unión es el código genético del ser de la familia; un código inscrito en ella por el mismo Deus-Trinitas que la ha creado y la ha redimido; es en este código que toda familia está llamada a inspirarse. Ahora, la comunión nace del amor, vive del amor y conduce al amor»3. Se trata del amor que incluye sentimiento, razón y don de Dios en Cristo por acción del Espíritu4. Así, desde la analogía, no es preciso buscar la relación entre cada una de las Personas divinas y cada relación al interior de la familia humana para establecer el paradigma trinitario. El paradigma está en el amor que se vive al interior de la comunión familiar y, de ese modo, en cada persona de la familia humana puede darse el amor-don, el amor-acogida y el amor-comunión. La familia, así, se convierte en un elemento de personificación del ser humano y en realidad performativa de la sociedad humana. En cuanto ser creado y redimido, cada cristiano puede integrar la familia humana y vivir –análogamente– el amor trinitario, generando la circularidad de amor propia de las relaciones familiares, contribuyendo a hacer de la familia un reflejo terreno de la Trinidad-Amor.
El hombre imago Dei
Un paradigma trinitario de la familia supone tener presente que el hombre es imagen de Dios; «el uso legítimo de la analogía entre la familia y la Trinidad es posible sobre el fundamento de la relectura neotestamentaria del concepto bíblico de la imago Dei»5. Tal relectura puede ser mejor comprendida si se tiene en cuenta lo que, desde la revelación veterotestamentaria, se entendió por imago Dei como elemento determinante del ser humano. El documento sacerdotal de Génesis 1, 26-27 contiene la afirmación fundamental del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Variadas son las interpretaciones que se han dado a lo largo de la historia a esa expresión fundamental del Génesis, intentando referirla a un aspecto particular del ser humano. La escuela alejandrina la refirió a la naturaleza espiritual del hombre, participante de la naturaleza espiritual de Dios; Karl Barth la refirió a la complementariedad y comunicación posibles al ser humano por la diversidad sexual; Von Rad al dominio del hombre sobre el mundo, mediante el cual la criatura refleja el poder divino, haciéndose mandatario de Dios [6]. Es importante considerar que «no existen razones fundadas para pensar que el escritor bíblico haya vinculado la imagen de Dios en el hombre a ninguna de sus cualidades espirituales o físicas. Todo el hombre es imagen de Dios, según Gén 1, 26 y no sólo una parte de su ser. Ser imagen divina es un aspecto constitutivo de la persona humana y pertenece a su misma estructura somático-espiritual» [7]. En todo caso, lo que queda claro y expresa Ladaria es que «referida primariamente a la relación del hombre con Dios o a la relación con las creaturas, esta condición no es en nosotros ni accidental ni secundaria. No se puede pensar al ser del hombre sin tenerla en consideración» [8]. La noción de imagen de Dios conlleva la idea de relación, con Dios y con las creaturas, expresa relacionalidad. En el Nuevo Testamento, la noción de imagen de Dios adquiere connotación cristológica. «La “imagen de Dios” es, según los autores del Nuevo Testamento, Cristo (cf. 2 Cor 4, 4; Col 1, 15; cf. Además Hb 1, 3; 2, 6-9). La idea de la imagen aplicada a Cristo, sobre todo en 2 Cor 4, 4 se refiere a la función reveladora de Jesús. Aceptando esta revelación de Cristo, imagen del Padre, los hombres pueden convertirse, por medio de la fe, en imagen de Jesús: 2 Cor 3, 18; la condición del creyente es la de imagen de Jesús en cuanto refleja la gloria del Señor» [9]. El Concilio Vaticano II ha aportado mucho para considerar la imago Dei en el hombre en perspectiva cristológica, superando cualquier reductivismo en la comprensión del tema. Se trata de una presentación sintética, pues «la teología veterotestamentaria de la imagen aparece planteada en términos más bien estáticos (el hombre es imagen y representante de Dios en el mundo), mientras que en el Nuevo Testamento se destacan los aspectos dinámicos, es decir, se habla de la semejanza divina como tarea del hombre que conduce a completar la imagen de Cristo en nosotros. La Constitución Gaudium et Spes enseña: “El que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» [10]. Recordar el significado y las consecuencias de la doctrina de la imago Dei, y proponerla con renovado ardor es de particular importancia en el momento presente, pues urge advertir el gran riesgo que se corre cuando el ser humano olvida esa verdad esencial. Enseña el papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.» [11]. Las palabras del Santo Padre describen una realidad lamentablemente constatable, una radiografía de la existencia humana cuando se olvida prácticamente que el ser humano es imago Dei, es la experiencia de muchos contemporáneos fomentada por una cultura que propone una visión del ser humano y de la vida que prescinde del dato fundamental para la fe cristiana, afirmado desde las primeras páginas de la revelación bíblica. El olvido de la realidad del hombre como imago Dei deviene en la amputación de lo humano, la clausura del hombre en su propio espacio, la renuncia a una vida digna y plena, por eso es tan importante recordar lo que significa ser imagen de Dios y desde esa verdad comprender a la familia, espacio vital en el que se vive y aprende a vivir como imago Dei.
La relacionalidad como expresión de la imago Dei
Se ha ya sugerido que un aspecto muy importante del ser imago Dei es la relacionalidad, dimensión constitutiva del ser humano; comprendiendo esta verdad se entiende mejor la Trinidad como paradigma de la familia. Acerca de la importancia del ser relacional de la persona humana, conviene prestar atención al papa Benedicto XVI, quien expresa esta verdad de modo muy comprensible: «Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un “extranjero” en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento»12. La soledad en la que el hombre puede vivir (y muchos seres humanos viven) está en contradicción con su esencia, pues «la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental.» [13]. La teología de la imago Dei ayuda a tomar muy en serio la relacionalidad como aspecto constitutivo del ser humano. Que la persona humana sea un ser en relación se puede percibir mejor desde la realidad de Dios Trino, pues la Trinidad es Tres Personas que son Relación. El Catecismo de la Iglesia Católica, transmitiendo la genuina y tradicional doctrina católica, recuerda que «Dios es único pero no solitario (Fides Damasi: DS 71)», que Padre, Hijo y Espíritu Santo son distintos entre sí por sus relaciones de origen [14]. «La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras» [15]. Las Personas divinas se distinguen por el hecho de ser «relaciones mutuamente referidas la una a la otra»; la relación es «el orden o la referencia existente entre dos términos» y en la Trinidad el fundamento de la referencia es real, «es el origen que una Persona tiene de otra, es decir, el hecho de que una Persona procede de otra» [16]. Ser Persona en el seno de la Santísima Trinidad indica referencia, relación, y bien puede afirmarse que el ser humano, creado a imagen de Dios, lleva en sí esa impronta de referencialidad y relacionalidad. La vida humana no se puede entender como experiencia de aislamiento y soledad. El papa Benedicto XVI escribió: «La revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial.» [17]. A imagen de las Personas divinas, el ser humano está llamado a como el Ser-todo-para-Dios, su Padre, Quien es el centro y fuente de su vida; y al mismo tiempo, el Ser-todo-con-nosotros y para- nosotros; desde la proexistencia descubrimos el ser de Jesucristo y aprendemos qué y cómo es el ser humano. Desde la fe cristiana –y no sólo desde ella– el ser humano ha de ser comprendido personalizándose mediante la relación, la relación constitutiva con el Creador y la fáctica con los demás seres creados. Subsiste así una semejanza entre la Santísima Trinidad conocida a través de la historia de la salvación y el actuar común de los cónyuges, su conciencia del “nosotros”»27. La pareja cristiana, al contraer matrimonio por amor, se transforma por la gracia y es introducida en un particular modo de vivir del amor que, análogamente, está orientado a reflejar el amor trinitario, a partir de la conciencia del nosotros que sostiene a la familia instaurada por ellos en el sacramento del matrimonio. 5. La fecundidad, participación en el amor creador de Dios Trino Uno de los fines del matrimonio es la generación y educación de la prole. Lo expresa claramente la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II en el número 50: «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres». Quedando firme el fin unitivo del matrimonio, es insoslayable la apertura al don de la vida como un elemento fundamental del matrimonio cristiano. Tal posibilidad generativa es más que simple propagación de la especie. Papa Francisco se refiere a este aspecto del matrimonio afirmando claramente: «La pareja que ama y genera la vida es la verdadera “escultura” (…) capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una imagen para descubrir y describir el misterio de Dios» (Amoris laetitia, 11). El primer artículo de la fe confiesa a Dios Padre Creador, apropiándole al Padre la obra de la creación, propia de la Trinidad Santa. La función de generar vida –que es don divino– hace a la pareja que acoge el don, una «escultura» que manifiesta al Dios creador y salvador. La procreación no es sólo un acto natural e instintivo, orientado a la propagación de la especie, sino que es resultado de un acto libre, espiritual, común a la pareja que decide –sometiendo su decisión al Creador– participar en la obra creadora. El Beato papa Pablo VI, en la encíclica Humanae vitae, indicaba que mediante la recíproca donación personal, los esposos colaboran con Dios en la generación y educación de nuevas vidas28.
La familia, fundada en el matrimonio, reflejo del misterio trinitario
Afirma perentoriamente papa Francisco en Amoris laetitia, 11: « El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente». La razón de esto la podemos encontrar en la afirmación que se encuentra en el número 63 del documento: «La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero». La familia sólo se entiende desde el amor, y el amor humano alcanza su mayor pureza y su máxima y mejor expresión en Jesucristo, el ideal del ser humano. Desde su entrega al Padre en favor de los hombres, Jesucristo mostró que «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Su entrega de amor por los hombres lo muestra como el hombre nuevo, el verdadero ideal del hombre, imagen de Dios, por eso la meta del ser humano es conformarse a Cristo (2 Cor 3, 18; 1Cor 15, 49) para lo cual es introducido por el Espíritu en la participación de la vida de Dios al modo de Cristo, como hijo (Gál 4, 4-7; Rom 8, 14-17); así, la Encarnación del Hijo de Dios es la condición de posibilidad de la plenitud del ser humano mediante el amor22. La familia, fundada sobre el sacramento del matrimonio, se convierte en realidad humana desde la cual se puede reflejar la esencia divina que es Amor. Papa Francisco afirma en el mismo número 11 de Amoris laetitia: «Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: “Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo”. La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina. Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el “misterio” de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33).»
Una recta comprensión del matrimonio cristiano implica considerar el amor como la esencia de la unión matrimonial. Del amor entre los cónyuges depende todo lo que supone el matrimonio, esto es, fidelidad recíproca, alegría de la comunión conyugal, prosperidad de la casa, educación de los hijos, etc.23. El amor que está en la base del matrimonio cristiano no es idéntico al amor que podría estar en la base de otros tipos de unión de varón y mujer sino que es el amor de Cristo a la Iglesia explicado en el texto citado de la carta a los Efesios. La novedad cristiana en relación al matrimonio está en que cuantos han sido bautizados pueden vivir su unión en un nivel más elevado, porque a causa del bautismo son hombres nuevos, miembros de una humanidad nueva y diferente, nacida del Adán escatológico24. Es por eso que el Apóstol Pablo ofrece una motivación a las exhortaciones que hace a los cónyuges cristianos y es la relación de Cristo y la Iglesia, presentada como relación conyugal. Los esposos, por la calidad de su relación basada en el amor, se convierten –ayudados por la gracia– en signo vivo del amor de Cristo y la Iglesia, del amor de Cristo expresado en un acto puntual: su donación y entrega por la Iglesia. Cristo se ha entregado por la Iglesia santificándola, purificándola y presentándola ante sí sin mancha ni arruga. Y como Cristo ama a la Iglesia, que es su Cuerpo (porque nadie odia la propia carne) el esposo cristiano ha de amar a la esposa. El matrimonio cristiano supera el matrimonio natural aludido en el texto del Génesis 2, 24; pues entra en el orden de la salvación cristiana. El matrimonio cristiano es sacramento de un «gran misterio», el de la salvación, obrado por Cristo en favor de la Iglesia y, mediante ella, en favor de toda la humanidad. La vida conyugal ha de ser manifestación concreta del amor de Cristo y la Iglesia, y eso sólo es posible desde la fe que obra por la caridad. De este modo el matrimonio fue redimido por Cristo, como el papa Francisco afirma, restaurado desde la Trinidad. No hay amor verdadero entre los seres humanos si no proviene del Espíritu Santo que posibilita al cristiano amar como Cristo y hacerse perfecto como el Padre (cf. Mt 5, 48). La vida matrimonial cristiana no depende, entonces, sólo del esfuerzo humano –por arduo y diligente que éste sea– sino del don de la gracia de Cristo; el amor conyugal (y todo amor en la familia) está llamado a ser participación del amor trinitario por medio de Jesucristo.
Enseña el papa Francisco que «la alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión» (Amoris laetitia, 63). Y más adelante escribe: «El “verdadero amor entre marido y mujer” implica la entrega mutua, incluye e integra la dimensión sexual y la afectividad, conformemente al designio divino. Además, subraya el arraigo en Cristo de los esposos: Cristo Señor “sale al encuentro de los esposos cristianos en el sacramento del matrimonio”, y permanece con ellos. En la encarnación, él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando toda su vida de fe, esperanza y caridad. De este modo, los esposos son consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una iglesia doméstica (cf. Lumen gentium, 11), de manera que la Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia cristiana, que lo manifiesta de modo genuino» (Amoris laetitia, 67).
La recta vivencia del amor conyugal hace de la comunión matrimonial el espacio de inhabitación de la Trinidad, que «vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria» (Amoris laetitia, 314). El amor de la pareja cristiana expresa el amor trinitario, la perichóresis divina que manifiesta que Dios es, en su esencia, Comunión. Lo afirmaba Daniélou señalando que el fondo del ser divino es la comunión25. Si por ser imagen de Dios cada persona es, en sí misma, una relación, esta relacionalidad se actúa en los esposos: siendo el uno para el otro, encontrando las mejores posibilidades de su ser en la relación con el otro. En la familia, no obstante todas las diferencias evidentes, permanece la imago Trinitatis más elocuente en el mundo creado26. La doctrina de la analogía entre la Santísima Trinidad y la familia humana cristiana ha sido propuesta ya antes en el magisterio pontificio. «Juan Pablo II y Benedicto XVI se han referido varias veces a la analogía entre la relación dinámica de los cónyuges y la Trinidad. Considerando en modo correcto tal analogía, es también posible comprender mejor dos ámbitos importantes de la vida cotidiana de los fieles, es decir, la familia y el misterio de la Santísima Trinidad. Cruciani aplica también este paralelismo a la relación interna entre las Personas divinas y la relación entre los cónyuges, y también a la relación de éstos con los demás. Al mundo de las relaciones internas, a la perichoresis se puede vincular la fidelidad entre los cónyuges en relación con las relaciones ad extra. Subsiste así una semejanza entre la Santísima Trinidad conocida a través de la historia de la salvación y el actuar común de los cónyuges, su conciencia del “nosotros”» [27].
La pareja cristiana, al contraer matrimonio por amor, se transforma por la gracia y es introducida en un particular modo de vivir del amor que, análogamente, está orientado a reflejar el amor trinitario, a partir de la conciencia del nosotros que sostiene a la familia instaurada por ellos en el sacramento del matrimonio.
La fecundidad, participación en el amor creador de Dios Trino
Uno de los fines del matrimonio es la generación y educación de la prole. Lo expresa claramente la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II en el número 50: «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres». Quedando firme el fin unitivo del matrimonio, es insoslayable la apertura al don de la vida como un elemento fundamental del matrimonio cristiano. Tal posibilidad generativa es más que simple propagación de la especie. Papa Francisco se refiere a este aspecto del matrimonio afirmando claramente: «La pareja que ama y genera la vida es la verdadera “escultura” (…) capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una imagen para descubrir y describir el misterio de Dios» (Amoris laetitia, 11).
El primer artículo de la fe confiesa a Dios Padre Creador, apropiándole al Padre la obra de la creación, propia de la Trinidad Santa. La función de generar vida –que es don divino– hace a la pareja que acoge el don, una «escultura» que manifiesta al Dios creador y salvador. La procreación no es sólo un acto natural e instintivo, orientado a la propagación de la especie, sino que es resultado de un acto libre, espiritual, común a la pareja que decide –sometiendo su decisión al Creador– participar en la obra creadora. El Beato papa Pablo VI, en la encíclica Humanae vitae, indicaba que mediante la recíproca donación personal, los esposos colaboran con Dios en la generación y educación de nuevas vidas [28].
Francisco no habla sólo de colaboración con Dios sino de manifestación de Dios y símbolo de las realidades íntimas de Dios. La fecundidad conyugal es un modo de percibir el misterio de Dios que no sólo creó sino que continúa su obra creadora a través de los esposos generosamente dispuestos, siendo la pareja humana que se abre a la vida una irradiación de la eterna fecundidad trinitaria [29]. Porque Dios es Amor y dona vida, se hace comprensible que la vida naciente sea expresión de amor, es ése el modo de nacimiento que responde plenamente al divino y amoroso designio. Es la enseñanza pontificia al afirmar: «El hijo reclama nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que él “no es un derecho sino un don”, que es “el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres”. Porque “según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,27-28). De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor, confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la transmisión de la vida humana» (Amoris laetitia, 81).
La fecundidad de los esposos permite que la vida humana se transmita en el marco del amor, para que se perciba claramente que proviene del amor del Creador. De otra parte, el papa recuerda que el hijo es un don, no un derecho. Nadie puede arrogarse ser «creador» de vida, pues sólo Dios es el Creador que hace partícipes a los seres humanos en la obra de la creación, siendo transmisores de vida. Por amor, los esposos cristianos, además de transmitir la vida, la cuidan, la protegen, haciéndose responsables del futuro de la humanidad. A través de la generación de la vida la pareja visibiliza a Dios Creador que es Amor.
La vida familiar, expresión del amor divino
No sólo la comunión de los cónyuges y la procreación por amor nos refieren al misterio trinitario sino toda la vida familiar que, comenzando con el matrimonio, es una epifanía de la Trinidad en la tierra. Al respecto, escribe papa Francisco: «El matrimonio es un signo precioso, porque “cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se refleja en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia”. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, “en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella” (Amoris laetitia, 121).
Del texto citado se desprenden algunas verdades importantes de las cuales es oportuno destacar dos: 1) el matrimonio es signo e imagen del amor de Dios Comunión y 2) del sacramento se desprende una misión: visibilizar el amor de Cristo a su Iglesia. Porque es imagen del amor divino, el matrimonio ha de realizarse en lo cotidiano mostrando el amor de Cristo a la Iglesia. Instituido para expresar el amor divino, el matrimonio hace de los esposos sacramento (signo e instrumento) del amor de Cristo a la Iglesia. Un amor que compromete no sólo a los esposos sino a todos los miembros de la familia que pudieren existir. Dios es Amor, enseña la Sagrada Escritura (1 Jn 4, 8. 16). Esa afirmación no parece señalar una característica divina, sino más bien expresa el ser de Dios. Desde la revelación neotestamentaria decir que Dios es Amor es afirmar que es Trinidad de Amor, por eso «cuando hablamos del misterio trinitario nos referimos a una intimidad de amor que pertenece exclusivamente a Dios, pero a la cual, por gracia, Dios nos ha permitido a los creyentes acercarnos. La imago Dei impresa en la criatura humana, orienta a la vocación de amor inscrita en el hombre y en la mujer, orienta al mismo tiempo a la comunión interpersonal que constituye la familia, expresión máxima en el mundo de Dios-Trinidad-de-Amor» [30]. Justificando la Trinidad de Personas, Ricardo de san Víctor afirmaba que el amor, para ser completo, no puede encerrarse en un sujeto ni sólo ser de dos, el amor se actúa cuando un tercero es amado por los dos y los dos se aman en el tercero, encontrándose en una misma llama de amor. Por eso, en la comunión trinitaria, la perfección del amor exige la Trinidad de personas31. Recurriendo al concepto de analogía, en el que la desemejanza es mayor que la semejanza, Ricardo relaciona el origen de Eva desde Adán, y el de Set desde Adán y Eva como figura humana de las procesiones divinas [32]. Lo importante es, con todo, percibir que la lógica de la perichóresis intratrinitaria es el fundamento de la realidad de la familia en sus diversos niveles.[33] La familia cristiana, modelada a imagen de la Trinidad vive la circularidad del amor, en el interior de ella se da la dinámica amante, amado y co-amado en las diversas relaciones: las parentales, filiales y fraternales. La dinámica hacia la perfección de esas relaciones se transforma en dinámica de semejanza con la Trinidad, su paradigma. Es una dinámica que trasciende el nivel creatural gracias al evento Cristo, que permite la efusión de amor del Espíritu divino, quien capacita al ser humano para amar como Cristo el Dios-hombre nos ha amado y nos ha mandado amar (Jn 15, 12-27). Es el ser-en-Cristo, por obra del Espíritu que permite actuar en Cristo y como Cristo. Desde esta lógica cristiana se puede entender y vivir la propuesta de papa Francisco: «Con esta mirada, hecha de fe y de amor, de gracia y de compromiso, de familia humana y de Trinidad divina, contemplamos la familia que la Palabra de Dios confía en las manos del varón, de la mujer y de los hijos para que conformen una comunión de personas que sea imagen de la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (Amoris laetitia, 29). En el capítulo que el papa Francisco dedica a explicar el amor en la familia, a la luz del Himno paulino de la Caridad se encuentran lineamientos prácticos que orientan la vida familiar para que la familia cristiana se empeñe en realizar su paradigma trinitario [34]; profundizar en ese capítulo enriquecería la comprensión de la familia a la luz del paradigma trinitario.
La ternura humana, reflejo de la divina, actitud que plenifica la vida de la familia
No es propósito de esta breve presentación la exhaustividad, simplemente se intenta ofrecer unas pinceladas que –acaso– puedan suscitar el interés por el tema propuesto. Se renuncia explícitamente a un tratamiento detallado de las actitudes y condiciones que, en la vida familiar cotidiana, le permitan vivir su paradigma trinitario. No obstante lo indicado, se propone un esbozo de reflexión sobre una actitud fundamental que hace a la familia conforme al paradigma trinitario: la ternura. Afirma el n. 28 de Amoris laetitia: «En el horizonte del amor, central en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se destaca también otra virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas y superficiales: la ternura». Francisco califica las relaciones de este tiempo como frenéticas y superficiales, por tanto, carentes de hondura, profundidad, intimidad verdadera; las personas podemos estar «conectadas» mas no relacionadas. En ese contexto urge la ternura y la familia puede ser y ha de ser el signo de la ternura de Dios Trino en el aquí y ahora del mundo concreto. Esa «ternura de la familia no es reducible a emotividades superficiales, sino que se entiende como expresión de madurez afectiva y de responsabilidad ética, en la construcción de una “casa” que se haga lugar acogedor y espacio de crecimiento para los hijos. La ternura representa (o debería representar) el corazón de la familia y de la relación de intercambio entre sus miembros»35. Es importante considerar que la ternura «es fuerza, signo de madurez y vigor interior y brota sólo en un corazón libre, capaz de ofrecer y recibir amor»36. La ternura tiene que ver con experiencia de ser amado que suscita capacidad de amar; tiene que ver con la alegría de ser y vivir; con pasión por el crecimiento personal y responsabilidad gozosa por los demás; supone intensidad e interioridad; espontaneidad y deseo de compartir respetando al otro; es servicio amable profundamente respetuoso y delicado, nunca invasivo, y un largo etcétera. La falta de ternura lanza a la superficialidad, al frenesí, al egocentrismo, a la irresponsabilidad por los demás, a una vida sin brillo, angustiada y angustiante, con posibilidad de perder el sentido y la alegría de vivir. La ternura es fuerza equilibradora, condición para una vida en el amor y la comunión, para la sana vida familiar, en definitiva37. Pensar la familia desde su paradigma trinitario conduce a la contemplación de la Santísima Trinidad para –desde esa mirada amorosa– iluminar la vida concreta de la familia terrena. La revelación de la Trinidad acontece en Jesucristo; por medio de Él conocemos que Dios es Trinidad y sabemos de la ternura divina. La vida del Señor Jesús muestra la ternura divina en acto, pues la ternura de Jesucristo «brota del amor tiernísimo del Padre, de quien se siente Hijo, por el cual ha venido al mundo y a quien desea obedecer con todo su ser, glorificándolo en el cumplir su voluntad (Jn 17, 1-4), y brota de la presencia del Espíritu que los hace exultar de alegría (Lc 10, 21»38. El cristiano, por la gracia, participa de la vida divina al modo de Jesucristo, Verbo encarnado, modelo acabado del hombre nuevo, y así la ternura del cristiano es modelada según Cristo. La gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona, la purifica, la eleva [39]; en tal sentido hay que reconocer que hay una dimensión natural de la ternura que la gracia potencia y sobrenaturaliza haciendo que los esposos –en primer lugar– y también los demás miembros de la familia se abran a la acción del Espíritu Santo para acogerse y amarse al estilo de Cristo. La ternura hace que el eros humano trascienda hacia el agápe divino. El amor humano, participando de la ternura de Jesucristo, pasa del plano del deber, y del mínimum al horizonte de la gratuidad y del magis: de la benevolencia, el perdón y la misericordia. Y esa experiencia se puede hacer de modo especial en el seno de la vida familiar. Todo amor cristiano pasa por la experiencia de la cruz, en la que se muestra la grandeza del amor de la Trinidad que realiza la redención humana mediante la obra del Hijo obediente al Padre porque sabe que es amado por el Padre y en el amor del Espíritu Santo. El amor vivido en la cruz muestra la victoria del amor sobre el poder del pecado, sobre la tiranía del egoísmo, sobre la falta de amor verdadero. El cristiano, miembro de una familia humana, contemplando la Cruz de Cristo para aprender de esa experiencia, aprende el amor verdadero que no se deja destruir por poder alguno que intente aniquilarlo, mostrando así su autenticidad. En esta perspectiva hay que comprender la gracia del sacramento del matrimonio que funda la familia. La gracia divina en el sacramento de las nupcias viene al encuentro de la ternura natural presente en los esposos al llegar al sacramento y, desde dentro, la sobrenaturaliza. Lo explica muy bien C. Rocchetta: «La ternura natural inscrita en los dos bautizados no es marginada, sino elevada en virtud de la ternura nupcial del Kyrios-Esposo hacia la Iglesia-su Esposa y transformada en ternura teologal. El evento sacramental celebrado constituye la fuente permanente de esta gracia elevante; una gracia orientada a completar la identidad comunional misma de la familia y a hacerse sostén del itinerario de vida de la familia para que se oriente a transformarse siempre más en lo que es: la comunidad de la ternura de Dios en la historia» [40].
Por el sacramento del matrimonio los esposos reciben la gracia, el don del Espíritu, que les permite amarse con una ternura siempre nueva, haciendo de su pacto de amor una imagen de la comunión trinitaria. Esta gracia, a través de los esposos, se continúa en la vida de la familia, permitiendo que exprese el «misterio grande» del amor de Cristo y la Iglesia y la perichóresis trinitaria en la vida familiar. La ternura se vive como una entrega generosa entre los miembros de la familia, como reciprocidad, como ausencia de sumisión y aprovechamiento interesado del otro; como una forma de comunicación afectuosa llena de detalles que expresan el amor; como respeto y valoración del otro, quien es visto como un don que se recibe con gozo; se vive como petición de perdón cuando uno se ha dejado conducir por su insuficiencia y pecado [41].
La familia, viviendo su paradigma trinitario, principal agente de una «ecología humana»
Se siente la urgencia imperativa de un mundo «más humano». El desarrollo de los pueblos y de los hombres lanza a la búsqueda de mejores condiciones para la vida, pero es preciso advertir que, en el esfuerzo por lograr esa meta, pueden darse –y se han dado– pasos errados. El Beato papa Pablo VI, al reflexionar sobre el progreso de los pueblos ofreció un importante criterio, al advertir el humanismo mal entendido: «Es un humanismo pleno el que hay que promover. ¿Qué quiere decir esto sino el desarrollo integral de todo hombre y de todos los hombres? Un humanismo cerrado, impenetrable a los valores del espíritu y a Dios, que es la fuente de ellos, podría aparentemente triunfar. Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero “al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano”. No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana. Lejos de ser norma última de los valores, el hombre no se realiza a sí mismo si no es superándose» [42].
Papa Francisco confirma la línea trazada por Pablo VI, invitando al encuentro con Dios para realizar el verdadero ideal humano: «Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero» [43].
La familia cristiana, fundada sobre el sacramento del matrimonio, viviendo la espiritualidad de la ternura, tiene mucho que ofrecer en la tarea de un humanismo verdadero, haciéndose en el mundo sacramento del amor tierno de la Trinidad. Ante la urgencia de una «ecología humana», la familia tiene una oportunidad y responsabilidad, su aporte a la sociedad es capital al dedicarse a la formación de la persona humana. La fe cristiana afirma que Dios es el «Señor, amante de la vida» (Sab 11, 26). Dios no desprecia nada de lo que ha creado, pues si no hubiese amado no habría creado (cf. Sab 11, 21-26). Quienes creemos en Dios, «amante de la vida» hemos de amar también la vida, en todas sus circunstancias, desde su florecer en el seno materno hasta su ocaso natural, pasando por la conservación y cuidado de la misma en todas sus etapas. En ese camino, el amor tierno de la familia es fundamental. Se trata del amor familiar a imagen de la Trinidad: el amor generante, generado y comunional; es decir, el amor que es don, recepción del don y amor mismo que une, el que los miembros de la familia pueden (y deben) vivir, desde la experiencia de la gracia divina, para lograr las mejores condiciones de vida humana. El amor vivido en la familia, reflejo del amor trinitario, es el mejor antídoto contra las ideologías que, intentando mejorar la vida humana, la han empobrecido y conducen a la deshumanización de la humanidad. Marxismo, capitalismo, nacionalismo, globalización, neoliberalismo, son propuestas que afirman algún aspecto como prioritario y fundamental pero que, en definitiva, dañan la vida del ser humano. La familia está llamada a ser como el «seno materno» que, desde el amor, custodia la vida. En la medida que el hombre y mujer que conforman una familia, acepten vivir desde la experiencia de la gracia recibida en el sacramento, mostrando el amor de Cristo por la Iglesia, se genera una realidad que hace frente eficazmente a las amenazas culturales. Cuando el hombre ve a Dios como rival (cf. Génesis 3) y prescinde de su dirección, se arruina a sí mismo y arruina el mundo. Por el contrario, cuando se abre a la acción divina, se plenifica y beneficia a la humanidad. Papa Francisco denuncia la «cultura del descarte» y propone la «cultura del encuentro». Es el encuentro que se puede entender también desde el paradigma trinitario, el encuentro de Dios con el hombre, posible porque Dios sale al encuentro, porque tanto ama al mundo que sale al encuentro de los hombres mediante su Hijo encarnado (cf. Jn 3, 15- 16) para salvar al hombre, proponiéndole como medio y modo de la salvación el amor. La cultura del encuentro propicia la convivialidad, la compasión, la misericordia, el diálogo, la vida, y todo ello se aprende en el seno de la familia que vive el amor como su condición habitual y permanente. San Juan Pablo II alertó de la falta de cuidado del ambiente humano y de la necesidad de una «ecología humana». Escribió ya en 1991: «nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica “ecología humana”. No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre (…) incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado» [44]. Y a continuación señalaba la importancia de la familia para remediar tal situación. «La primera estructura fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. (…) Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida» [45]. La convicción expresada por el papa Juan Pablo II es incontestable. El rol de la familia cristiana es sumamente importante de cara a la humanización, a la tarea de ser persona, es en el seno familiar que el ser humano, por el amor, se personaliza, la relación con los otros fundada en el amor le hace persona. Esta «ecología humana» es tarea de la Iglesia. El papa Benedicto XVI habló sobre la ecología, el cuidado de lo creado, y en ese contexto afirmó perentoriamente que la Iglesia: «También debe proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que haya algo como una ecología del hombre, entendida correctamente. Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer, y pide que se respete este orden de la creación, no es una metafísica superada. Aquí, de hecho, se trata de la fe en el Creador y de escuchar el lenguaje de la creación, cuyo desprecio sería una autodestrucción del hombre y, por tanto, una destrucción de la obra misma de Dios» [46]. En el pensamiento del papa Benedicto XVI ese cuidado del hombre cuenta con la institución matrimonial47. El papa Francisco alude a la importancia del cuidado del ser humano como autentificación de toda preocupación ecológica. En la encíclica Laudato Si’ n. 91 se lee: «No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos». La preocupación por lo creado ha de conducir a una preocupación por el ser humano y para ello es necesario forjar en el corazón la ternura, la compasión, la preocupación por los demás, es decir, aquellas actitudes y valores que se aprenden en el seno familiar. Advierte el papa sobre el relativismo práctico, que es un antropocentrismo desviado que cierra al hombre en sí mismo y le hace percibirse como la medida de todo, incluso en la relación con los demás seres humanos48; antídoto contra este riesgo sería la sana relacionalidad del amor que se aprende y vive en la familia, pues «la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación» [49]. En el pensamiento del papa Francisco es ineludible e irremplazable el rol de la familia para favorecer la situación de la humanidad. En una de sus catequesis invitó a dar protagonismo a la familia: «Si volvemos a dar protagonismo —a partir de la Iglesia— a la familia que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica, nos convertiremos en el vino bueno de las bodas de Caná, fermentaremos como la levadura de Dios. En efecto, la alianza de la familia con Dios está llamada a contrarrestar la desertificación comunitaria de la ciudad moderna. Pero nuestras ciudades se convirtieron en espacios desertificados por falta de amor, por falta de una sonrisa. Muchas diversiones, muchas cosas para perder tiempo, para hacer reír, pero falta el amor. La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades. Y esta es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica y política es capaz de sustituir esta aportación de las familias» [50].
La grandeza de posibilidades de la familia en su influjo benéfico sobre la sociedad y su labor constructora de humanidad sólo es eficazmente posible desde la experiencia de la gracia, vivida de modo peculiar en la Eucaristía. Enseña el Papa: «La Eucaristía y las familias que se nutren de ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de acogida y caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a la comunidad la levadura dinámica de la convivialidad y la hospitalidad recíproca, ¡es una escuela de inclusión humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no pueda nutrir, dar de comer, proteger y hospedar.» [51]
A modo de conclusión
1. Se ha intentado poner de relieve, desde la doctrina de Amoris laetitia, el paradigma trinitario de la familia. Asumiéndolo se fecunda notablemente la comprensión de la vida familiar, para eso, desde la analogía, es preciso contemplar las relaciones de las Personas en la Trinidad desde su ser Amor que genera, Amor generado y Amor comunión para entender las diversas relaciones de los miembros de la familia humana.
2. Desde la consideración del ser humano como imago Dei se entiende que la persona humana crece y madura mediante la relacionalidad. Adecuadas relaciones con Dios y los demás van logrando la personalización del ser humano, respondiendo a su condición creatural mediante la vivencia del amor verdadero, según el modelo de las Personas de la Santísima Trinidad.
3. La familia es el espacio humano en el que mejor se vive y aprende a vivir la relacionalidad. Fundada en el sacramento del matrimonio, que supone el amor humano, que es elevado y perfeccionado por la gracia, la familia se hace hábitat de amor que fecunda la relacionalidad. La experiencia de amor fecundado por la gracia, propia de los esposos, modelada según el amor de Cristo y la Iglesia, se prolonga luego en los hijos, si Dios los dona.
4. La fecundidad de los esposos, que es un admirable don divino, hace de éstos la «escultura» del amor divino, mostrando en el mundo las realidades íntimas de Dios. La fecundidad permite que la familia consolide su ser personas-en-relación según el modelo de la Trinidad divina.
5. La vida familiar es expresión del amor divino. La comunión trinitaria de las Personas en la perichóresis es paradigma de las relaciones de los miembros de la familia, quienes, en la vida cotidiana hecha de detalles de amor, muestran el amor divino. La ternura humana se ennoblece mediante la gracia, transformándose en manifestación de la ternura divina. 6. Desde su ser comunidad de amor al modo de la Comunión Trinitaria, la familia colabora con una ecología humana, propiciando un sano humanismo que ayuda al progreso verdadero de la sociedad humana. La experiencia de gracia que sostiene este ideal proviene de la Eucaristía, sacramento que permite vivir el amor cristiano.
Notas
[1[ Cf. C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia. Fondamenti e prospettive, Bologna 2011, 197-198. La traducción de este texto, como de otros, es propia.
[2] Carta a las familias Gratissimam sane, 7.
[3] C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia, 199.
[4] Con frecuencia, al pensar en el amor, el imaginario común lo identifica con el sentimiento, siendo éste un componente del amor, pero no toda su realidad. El amor lleva consigo también un componente racional y, si se trata del amor cristiano (caridad), por ser virtud teologal, implica necesariamente la actuación de la gracia en la persona.
[5] P. O. HARSÁNYI, «Relazione tra Santisima Trinità e familia umana: sfide e aspirazioni a una vita piena», Antonianum XCI, 2016/2, 325.
[6] Cf. L. LADARIA, Antropologia teologica, Edizioni Gregoriane-Edizioni Piemme, Roma 1986, 92-95; ID., Introducción a la Antropología Teológica, Estella (Navarra) 1993, 60-64.
[7] J. MORALES, El misterio de la Creación, EUNSA, Pamplona 2000, 217.
[8] L. LADARIA, Antropologia teologica, 94. La traducción de este párrafo y la de otras citas es propia.
[9] L. LADARIA, Antropologia teologica, 94.
[10] J. MORALES, El misterio de la Creación, 230.
[11] 11 FRANCISCO, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 2.
[12] BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate, 53.
[13] BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate, 53.
[14] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 254.
[15] Catecismo de la Iglesia Católica 255.
[16] L. MATEO-SECO, Dios Uno y Trino, Navarra 1998, 514-515.
[17] BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate, 55.
[18] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, 22.
[19] M. TENACE, Dire l’uomo, II. Dall’immagine di Dio alla somiglianza. La salvezza come divinizzazione, Roma 2005, 24.
[20] Ibid., 41.
[21] GREGORIO DE NISA, De hominibus opificio, 5.
[22] Cf. Ef 1, 4-5 y la doctrina de san Ireneo del admirabile commercium.
[23] Cf. P. DACQUINO, Storia del Matrimonio Cristiano II. Alla luce della Bibbia, Torino 1988, 31-38.
[24] Cf. P. DACQUINO, Storia del Matrimonio Cristiano I. Alla luce della Bibbia, Torino 1984, 621.
[25] Cf. J. DANIELOU, Trinità e mistero dell’esistenza, Brescia 1968, 37.
[26] Cf. H.U. VON BALTHASAR, Teologica, 2. Verità di Dio, Milano 1990, 49. Es oportuno considerar que también la Iglesia está llamada a ser clara imagen de la Trinidad como sostiene, entre otros, B. FORTE, La Chiesa icona della Trinità, Brescia 1984.
[27] P. O. HARSÁNYI, «Relazione tra Santisima Trinità e familia umana: sfide e aspirazioni a una vita piena», Antonianum XCI, 2016/2, p. 311.
[28] PABLO VI, Encíclica Humanae vitae, n. 8.
[29] «El concepto de creación del ser humano se comprende como evento de efusión trinitaria ad extra. La pareja varón-mujer es manifestación en acto de un gesto creativo (creatio continua) que hace existir una subjetividad única, una persona, al masculino y femenino, expresión de la eterna relacionalidad intratrinitaria. A su vez, la dualidad varón-mujer, por sí sola, ofrece una imagen incompleta de Dios-Trinidad: ella requiere –una vez constituida– abrirse a la dimensión del tertium. Sólo en el hijo, en efecto, se cumple plenamente la vocación a ser-varón y a ser-mujer, “transformándose en una sola carne”» (C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia, 121-122).
[30] C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia, 159.
[31] Cf. RICARDO DE SAN VÍCTOR, La Trinidad, III, 11, 14 y 15. Lucas MATEO-SECO sintetiza esta doctrina de Ricardo: «La caridad suprema y perfecta exige que se quiera comunicar la felicidad que se experimenta en el amor: cada una de las dos Personas debe, pues, desear tener un objeto de amor común. Este deseo debe ser concorde e igual en los dos; de otra forma, habría desfallecimiento en el amor. Así pues, sin una dualidad de Personas, no habría ni amor verdadero, ni comunicación de la gloria; sin una Trinidad, no habría una comunicación de las delicias del amor, cosa que sería contraria a la perfección del amor de cada una de las personas» (Dios Uno y Trino, 312). [32] Cf. RICARDO DE SAN VÍCTOR, La Trinidad, VII, 6.
[33] C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia, 160.
[34] Véase el capítulo IV, El amor en el matrimonio, nn. 90-164 de Amoris laetitia.
[35] C. ROCCHETTA, Teologia della Famiglia, 491.
[36] C. ROCCHETTA, Teologia della tenerezza. Un “vangelo” da riscoprire, Bologna 2000, 9.
[37] Es interesante la valoración de la ternura en la situación actual que hace Nurya MARTÍNEZ-GAYOL en Un espacio para la ternura. Miradas desde la teología, Madrid -Bilbao, 2006, 14: «miramos la actual situación mundial de violencia, intolerancia, eficacia exclusiva y destructiva, que recae de forma alarmante sobre las víctimas del sistema y que está lesionando profundamente las relaciones de los seres humanos entre sí y con su hábitat. Ante esta realidad la ternura se presenta como un revulsivo, una fuerza equilibradora, un lenguaje que posibilita abrir el espíritu humano a una nueva forma de relación consigo mismo, con los otros, y con el mundo, en un contexto de integración e inclusión de todo lo creado».
[38] C. ROCCHETTA, Teologia della tenerezza, 151.
[39] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica I, q. 1, a. 8.
[40] Teologia della familia, 520.
[41] En este sentido han de entenderse las tres palabras que el papa Francisco ha propuesto en más de una ocasión como importantes en la vida cotidiana, respecto a la vida familiar lo hace en la Catequesis del 13 de mayo de 2015.
[42] PABLO VI, Encíclica Populorum progressio, 42.
[43] Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 8.
[44] JUAN PABLO II, Carta encíclica Centesimus annus, 38.
[45] Ibíd., 39.
[46] BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2008, n. 47 «Ciertamente, los bosques tropicales merecen nuestra protección, pero también la merece el hombre como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa contradicción de nuestra libertad, sino su condición. Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación, acogió después en la historia de la salvación como sacramento de la nueva alianza. El testimonio en favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir. Partiendo de esta perspectiva, sería conveniente releer la encíclica Humanae vitae: el Papa Pablo VI tenía la intención de defender el amor contra la sexualidad como consumo, el futuro contra la pretensión exclusiva del presente y la naturaleza del hombre contra su manipulación» (BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2008.)
[48] Cf. Encíclica Laudato si’, 122-123.
[49] Laudato si’, 240.
[50] FRANCISCO, Catequesis en la Audiencia general, 2 de setiembre de 2015.
[51] FRANCISCO, Catequesis en la Audiencia general, 11 de noviembre de 2015.

