Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Sábado, 21 de diciembre de 2024

Papa Urbano IV

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar

Reinó en 1261-64 (Jacques Pantaléon), hijo de un zapatero francés, nacido en Troyes, probablemente en los últimos años del Siglo XII; muerto en Perugia el 12 de Octubre de 1264. Llegó a ser canónigo de Laon y más tarde arcediano de Lieja, atrajo la atención de Inocencio IV en el Concilio de Lyon (1245) y en 1247 fue enviado en misión a Alemania. Allí su principal obra fue la restauración de la disciplina eclesiástica en Silesia y la reconciliación de los Caballeros Teutónicos con sus vasallos prusianos. Fue promovido a arcediano de Laon dos años después, y en 1251 fue enviado a Alemania del Norte con el encargo de obtener partidarios para la causa de Guillermo de Holanda, el candidato papal para el Imperio. Fue nombrado obispo de Verdun en 1253 y patriarca de Jerusalén en 1255, en un momento de gran dificultad y angustia para los cristianos de Tierra Santa. A la muerte de Alejandro IV (25 de Mayo de 1261), había vuelto a Occidente y estaba en Viterbo. Después de tres meses de cónclave, prolongados por las rencillas de los ocho cardenales que formaban el Sacro Colegio, el Patriarca de Jerusalén fue elegido el 29 de Agosto de 1261. Alejandro IV, el más débil y pacífico de los papas que se vieron envueltos en la lucha con la casa imperial de Alemania, había dejado dos pesadas tareas por llevara a cabo a su sucesor: la liberación de Sicilia de los Hohenstaufen y la restauración de la influencia que la Santa Sede había perdido en Italia por su indecisión. El Imperio Latino de Constantinopla terminó con la captura de la ciudad por los griegos una quincena antes de la elección de Urbano, y durante algún tiempo éste se propuso una cruzada para su restablecimiento; pero sintió que las tareas más próximas tenían un derecho prioritario sobre él. En 1268 Conradino, el último de los Hohenstaufen, murió en el patíbulo en Nápoles; fue la acción de Urbano IV de pedir ayuda a Carlos de Anjou contra Manfredo lo que produjo esto. "El hecho", dice Ranke, "de que Urbano contribuyera a esta combinación, lo coloca entre los papas importantes"

Su experiencia de los asuntos y su carácter personal le capacitaban para su tarea. Había tenido una excelente educación y era activo, capaz, con confianza en sí mismo, y siempre dispuesto para cualquier trabajo que se le presentara. Su vida estaba llena de actividad, aunque los negocios no habían desterrado a la piedad. "El Papa hace lo que quiere", informa un embajador de Siena, "no ha habido Papa desde Alejandro III tan enérgico en palabra y hechos...No hay obstáculos a su voluntad...lo hace todo por sí mismo sin pedir consejo" (Pflug-Harttung, "Iter Italicum", 675). Si su reinado hubiera sido más largo, habría sido una de las más notables figuras de la Historia del Papado. El gran antagonista de Urbano fue Manfredo, hijo de Federico II, y usurpador de la corona de Sicilia. El principal don de Manfredo era el tacto; como administrador se apoyaba en el altamente centralizado sistema de su padre, pero como guerrero le faltaba decisión y audacia. Tras la batalla de Montaperti, se convirtió en el héroe de media Italia, el centro del partido gibelino y de toda la oposición al Papado. Estaba ansioso de paz y de reconocimiento por el Papa, y Urbano supo mantenerle entretenido hasta que las demoradas negociaciones con Carlos de Anjou estuvieron casi completadas. Menos de un año después de su elección el Papa creó catorce nuevos cardenales. De estos, seis eran parientes o subordinados de los que le habían elegido, pero siete fueron franceses, incluyendo su propio sobrino y tres que habían sido consejeros de San Luis. Así Urbano se aseguró la mayoría en el Sacro Colegio, pero introdujo un partido francés que fue el factor principal en la política eclesiástica durante el resto del Siglo XIII y en el Siglo XIV se convirtió prácticamente en la totalidad del Colegio. Entre los nuevos cardenales había tres futuros Papas, Clemente IV, Martín IV, y Honorio IV, que iban a tener máxima participación en acabar y defender su obra. El primer paso de Urbano hacia la restauración de su poder en Italia fue poner en orden las finanzas y pagar las deudas de su predecesor. Cambió los banqueros de la Cámara Apostólica, empleando una casa de Siena cuyos servicios hicieron mucho para garantizar el éxito final de sus planes. La política italiana de Urbano IV da un retrato completo de su talla de estadista-- astuto y diplomático en ocasiones, pero con una marcada predilección por las medidas enérgicas. Suscitó disensiones entre ciudades gibelinas rivales y, mediante un hábil uso del entonces generalmente reconocido derecho de la Santa Sede de declarar nulas todas las obligaciones hacia las personas excomulgadas, supo arrojar confusión en sus asuntos comerciales (para algunos curiosos detalles ver Jordan, "Origines", 337 y s.). Estableció su dominio sobre sus partidarios y reclutó un nuevo partido güelfo ligado a él por el interés personal, que en su momento suministró apoyo monetario a Carlos de Anjou sin el cual habría fracasado su expedición. En los Estados Pontificios se nombraron nuevos funcionarios, se fortificaron importantes puntos, y el sistema defensivo de Inocencio III se restauró. En Roma Urbano obtuvo el reconocimiento de su soberanía, pero nunca se arriesgó a visitar la ciudad. En Lombardía su acción más importante fue reforzar la tradicional alianza entre la Santa Sede y la casa de Este. A mediados de 1262 los resultados generales de la política italiana, fuera de Sicilia, de Urbano eran visibles en la casi completa restauración del orden en los Estados Pontificios, el debilitamiento de las alianzas de Manfredo en Lombardía, y la resurrección de los aniquilados güelfos en Toscana.

Era necesario un conquistador extranjero para Sicilia para lograr la expulsión de Manfredo. pues después de la derrota de las fuerzas de Alejandro IV en Foggia (20 de Agosto de 1255) se perdió toda esperanza de una conquista directa por el Papado. En 1252 Inocencio IV había concedido la corona de Nápoles al inglés Enrique III para su segundo hijo, Edmundo; pero el rey tenía sus manos demasiado ocupadas en su país y era demasiado pródigo como para permitirse embarcar en la muy costosa aventura siciliana. Carlos de Anjou, aunque había rehusado la oferta de Inocencio IV, tenía el poder y las ambiciones necesarias para tal empresa. Los escrúpulos de San Luis respecto a los derechos de Conradino y Edmundo fueron vencidos y, aunque rehusó la corona para sí mismo y para sus hijos, finalmente permitió que se ofreciese a su hermano. En la mente del santo rey la expedición siciliana aparecía como preliminar de una gran cruzada: veía que Sicilia sería, en manos de un príncipe francés, un punto de partida ideal. Aun así Luis había estado deseoso de la paz entre el Papa y Manfredo, e incluso el Papa durante un tiempo pareció dispuesto a reconocerle como rey de Sicilia, pero las negociaciones finalmente fracasaron. Urbano se ocupó de probar que la culpa residía en su oponente, pues la opinión europea estaba interesada en un conflicto en el que grandes príncipes como Alfonso de Aragón y Balduino, el exiliado emperador latino de Constantinopla, habían intervenido en apoyo de la paz. Fue hacia Mayo de 1263 cuando San Luis se decidió, y poco después el embajador de Carlos de Anjou apareció en Roma. Las principales condiciones establecidas por Urbano fueron las siguientes: Sicilia nunca debería unirse al Imperio, su rey debía pagar un tributo anual, prestar juramento de fidelidad al Papa, y abstenerse de adquirir cualquier dominio considerable en el Norte de Italia; la sucesión también fue estrictamente regulada. El tratado de hecho "iba a ser el último eslabón en la larga cadena de actos que habían establecido la soberanía de la Santa Sede sobre Sicilia" (Jordan, 443)

Las negociaciones se arrastraron lentamente en tanto el Papa no sintió aguda necesidad de la intervención francesa en Italia, pero en Mayo de 1264, la suerte de la Iglesia amenazaba con declinar rápidamente, frente a la creciente actividad y éxitos de los gibelinos. Urbano envió al cardenal francés Simon de Brion a Francia como su legado con poderes para ceder en ciertos puntos disputados; fue, sin embargo, a insistir en una garantía de que Carlos no retendría a perpetuidad el cargo de senador de Roma; los votos para proseguir la cruzada en Tierra Santa serían conmutados por la cruzada contra Manfredo y sus sarracenos, que iba ser predicada por toda Francia e Italia. La posición de Urbano se hacía día a día más peligrosa a despecho de la incomprensible inactividad de Manfredo. Temía un ataque simultáneo desde el norte y el sur, e incluso intentos de asesinarle a él y a Carlos de Anjou por agentes del supuesto aliado de Manfredo, el "viejo de la Montaña". En Agosto las últimas objeciones de San Luis fueron superadas, y se hicieron diversas concesiones a las demandas de Carlos. El legado celebró varios sínodos para obtener del clero francés los diezmos concedidos por el Papa para la expedición. En Italia la suerte continuaba favoreciendo a los gibelinos; un ejército güelfo fue derrotado en el Patrimonio, y Lucca se pasó al enemigo. Las intrigas de Siena amenazaban la seguridad de Urbano en Orvieto, y el 9 de Septiembre partió para Perugia, donde murió. "Así el hombre, cuya audaz iniciativa iba a influenciar tan grandemente los destinos de tres grandes países, para llevarlos a cerrar el más glorioso periodo de la Alemania medieval mediante la ruina de los Hohenstaufen, a introducir una nueva dinastía en Italia, y a dirigir la política francesa en un sentido hasta entonces desconocido, abandonó el escenario antes de haber visto las consecuencias de sus actos en la misma hora en que las negociaciones, comenzadas con su acceso y continuadas durante todo su reinado, habían llegado a su conclusión" (Jordan op. cit., 513)

Si el trato de Urbano a Manfredo parece cruel y sin escrúpulos, debe recordarse cuanto había sufrido la Iglesia en manos de los Hohenstaufen desde los días de Federico I. A los ojos del derecho feudal Manfredo era un usurpador sin derechos. Se había apoderado cruelmente de la corona de su sobrino Conradino, e incluso ese sobrino no podía heredar de un abuelo que había sido privado de su feudo por rebelión contra su soberano. En este periodo, además, el gobierno papal, debido en parte a su misma debilidad, apoyaba la libertad municipal, mientras que los Hohenstaufen habían sustituido en Sicilia la jerarquía eclesiástica por un despotismo burocrático apoyado por las armas de sus devotos sarracenos.

Dos otros puntos de la política de Urbano deben destacarse: sus tratos con el Imperio Bizantino y con Inglaterra. Los designios de Manfredo sobre los territorios de los Paleólogo, junto con el intento secreto del exiliado Balduino de reconciliar a Manfredo con San Luis, hizo del emperador griego, al menos políticamente, el aliado natural para un Papa temeroso de un aumento del poder del rey siciliano. Urbano buscó un entendimiento con Miguel paleólogo, y aquí también dio una duradera dirección a la política papal, poniéndola en el camino que condujo a la unión (aunque fuera inoperante) de Lyon de 1274. En Inglaterra los recaudadores de dinero de Urbano estuvieron excesivamente ocupados; como San Luis, apoyó a Enrique III frente a los barones. Absolvió al rey de su promesa de observar las Estipulaciones de Oxford, declaró que los juramentos prestados contra él eran ilegales, y condenó el levantamiento de los barones. Fue enterrado en la catedral de Perugia. La fiesta de Corpus Christi (vid.) fue instituida por Urbano IV.

RAYMUND WEBSTER Transcrito por Carol Kerstner Traducido por Francisco Vázquez