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Martes, 19 de marzo de 2024

Monacato oriental: Variedad de Tipos de Vida Monástica en la Antigua Siria

De Enciclopedia Católica

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David de Tesalónica
Simeón estilita
Los tres estilitas
Alipio el estilita

Consideraciones generales

Téngase en cuenta que los monjes sirios, y más particularmente los anacore­tas, gozaban de una gran libertad para organizar su vida. En general, vivían libres como los pájaros del cielo, sin reglamento de vida, ni superior, al menos los del primer período que va hasta el concilio de Calcedonia, año 451. Las sagradas escrituras, las máximas de los ancianos y, sobre todo, la iniciativa personal, eran las normas sobre las que basaban su espiritualidad. Cada solitario consultaba sus fuerzas y, siguiendo el carisma que le dictaba la conciencia, se comportaba como le parecía. Gracias a esta libertad de organiza­ción, el monacato sirio produjo los más pintorescos y variados ejemplos de vida monástica. Sin pretender ser exhaustivos, enumeraremos las diversas categorías de monjes que marcaron al monacato sirio.

Los estacionarios

los monjes que se condenaban a la statio o inmoviliza­ción absoluta. Se imponían como regla estar siempre de pie, sin hablar ni alzar los ojos, sin extenderse para dormir. «Entre éstos, anota Teodoreto, hay quienes están constantemente de pie, otros sólo una parte del día».

Teodoreto enumera entre los primeros a Moisés, Antioco y Zebinas. Este, no pudiendo conservar, al final de sus días, la posición vertical todo el tiempo, se valía de un bastón como apoyo. Su discípulo Policronio, llegado a viejo, se dejó persuadir por Teodoreto, y se construyó una estrecha celda. Apoyaba su cuerpo en la pared y así evitaba las caídas.

La statio prolongada agotó tanto a Abraham de Carres que no pudo caminar más. Abba «pasaba el día y la noche de pie o arrodillado, ofreciendo oraciones a Dios».

Otros, para mantenerse en posición vertical, sobre todo cuando dormían, se ataban a un poste o se hacían pasar una cuerda debajo de los sobacos o se ataban a una viga del techo.

Esta terrible ascesis seguía practicándose en el siglo X, ya que el célebre Rabban Yozedeq de Mesopotamia «estaba constantemente de pie y caminaba siempre, ya orase, ya recitase los salmos». Cuando, vencido por el sueño, su cuerpo le pedía un poco de descanso, se acostaba sobre una tabla inclinada con el fin de que sus pies tocasen tierra y así dormía.

Los dendritas

Del griego dendron, árbol. Eran anacoretas que vivían en los árboles, imagen de nuestros antepasados paleolíticos. Construían sobre las ramas una especie de cabaña y allí pasaban su vida. Otros se privaban de este «lujo», como el dendrita que vivía en el siglo VII en un gran ciprés junto al pueblo de Irenin, provincia de Apamea. La providencia le permitió caer al suelo varias veces. Para evitar este inconveniente, se ató al tronco del árbol con una cadena de hierro. Así, cuando perdía el equilibrio, no llegaba al suelo, sino que quedaba suspendido entre cielo y tierra, esperando la llegada de un alma caritativa que le pusiese en posición vertical.

La ascesis dendrita emigró de Siria a occidente, ya que vemos, en el siglo XIII, a Antonio de Padua practicando este género de penitencia en Padua. El santo se hizo construir una especie de cabaña entre las ramas de un gran nogal y allí pasó los últimos días de su vida.

Los acemetas

Del griego akemetoi o «los que no duermen». Los sirios les llamaban chahore «o los que vigilan». Eran monjes que vivían en comunidad y se turnaban por grupos en el coro con el fin de asegurar, día y noche, la laus perennis o la recitación continua del oficio divino. Los acemetas interpretaban a la letra las palabras de Jesús: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18, 1). De esta manera la comunidad, en cuanto tal, no dormía y estaba siempre presente en la oración. El tiempo no ocupado por la oración, lo empleaban en el apostolado y en el servicio a los necesitados.

Aunque esta institución prosperó, sobre todo, en la región de Constantino­pla, tuvo sus orígenes en Siria. Alejandro, su fundador (muerto en el 430), se estableció primeramente a orillas del Eufrates, cabeza de una comunidad de varios centenares de monjes. Allí ejerció un fecundo apostolado en la conversión de las tribus árabes de la estepa. Después, queriéndose instalar en Antioquía, se encontró con la oposición del obispo Flaviano y, buscando cielos más clemen­tes, emigró a Bizancio.

Los boskoi

El cénit de la más ruda ascesis fue alcanzado por los monjes-pastores o boskoi, en griego. Este es un término usado por el historiador Sozomeno para designar a ciertos ascetas de costumbres salvajes. Vivían a la intemperie, en la campaña, caminando a cuatro patas como los animales y alimentándose de hierbas que pacían a la manera de las ovejas. Los obispos Lázaro y Jacobo provenían de esta categoría de anacoretas.

Los Locos por Cristo

Los más desconcertantes anacoretas que poblaron las soledades sirias fue­ron los dementes, dementes por Cristo, saloi, en griego. Estos, para practicar la humildad y el desprecio de si mismos, vagabundeaban de día por los pueblos, haciéndose pasar por débiles mentales o poseídos del demonio. La noche la consagraban a la oración solitaria e intensa.

El más ilustre representante de esta categoría de anacoretas fue San Simeón el Loco, cuya vida fue escrita por su contemporáneo Leoncio, obispo de Neápolis en Chipre (muerto en el 650). Originario de Emesa, hoy Homs, Simeón pasó 39 años de vida solitaria a orillas del río Arnón, en la región oriental del mar Muerto. Cansado de estar solo, decidió volver a su patria y dar ejemplo inaudito de humildad a sus conciudadanos. Llegado a Emesa, entró a la iglesia en el momento en que se celebraban los santos misterios. Provisto de un tirabeque y de nueces, orientó su puntería hacia el altar, apagando una a una las velas. Después subió al púlpito y comenzó a bombardear a las mujeres con los proyectiles que le quedaban.

Su conducta excéntrica llegó a la inmoralidad fingida. Un comerciante de vinos llegó a la conclusión de que Simeón no era tan loco como le creían en Emesa y le dio trabajo en su casa. Simeón, para huir de la vanagloria y hacer cambiar a su amo de parecer, se propuso algo insólito. Durante la noche se filtró en la alcoba donde dormía la mujer del comerciante y se hizo sorprender por el marido. Echado de la casa a grandes gritos, el comerciante repetía, a quien quería oírle, que Simeón era el más perverso de los hombres. Esto era precisa­mente lo que buscaba el asceta. La santidad de Simeón fue reconocida después de su muerte.

Los vagabundos

Con este término queremos designar a las malas hierbas de la pradera de Teodoreto. Eran monjes que, abusando de la virtud de los otros, erraban de pueblo en pueblo, de casa en casa, perturbando la paz de la Iglesia y del Estado. Era la mejor manera, según ellos, de manifestar su condición de extranjeros y advenedizos en este mundo.

Sustrayéndose a toda disciplina, se imponían la más rigurosa ociosidad. «Por su conducta no son monjes, dice de ellos el obispo Isoyahb, y por su hábito no son seglares». San Jerónimo, desde su retiro de Caléis, lanza contra esta categoría de monjes las invectivas más virulentas de su pluma.

Los vagabundos fueron condenados por diversos concilios regionales, prue­ba de que las malas hierbas difícilmente se extirpan.

Los estilitas

Del griego stylos, columna, para evitar el vagabundeo, vivían sobre columnas, en una inmovilidad casi absoluta. Gracias al ascendiente de su fundador, San Simeón el Grande, el estilitismo se propagó prodigiosamen­te en Siria, suscitando numerosas vocaciones entre sus conciudadanos. El popular santo y monje ruso del siglo XIX, nuestro querido San Serafín de Sarov, practicó esta ruda vida ascética durante tres años, luego se consagró a la vida misionera, hasta su muerte acaecida en 1833. San Serafín de Sarov y otro monje anónimo del Monasterio ortodoxo de Tizmana en Rumania, fueron los últimos monjes estilitas de los que se tenga noticia.

Los reclusos

Éstos fueron otra numerosa categoría de monjes sirios, los cuales vivían recluidos voluntariamente. Eran ascetas que, para evitar el mundanal ruido, se encerraban en celdas estrechas, donde no hablaban más que con Dios.

Los hipetros

De la primitiva fauna monástica no podemos olvidar a los hipetros, del griego ypethrios o monjes viviendo a la intemperie. Teodoreto les clasifica en dos grupos: los que se encerraban en recintos no cubiertos, hechos de piedra sin argamasa, en donde el sol les tostaba en verano y el hielo les torturaba en invierno y los que, despreciando el más modesto recinto, se exponían, inmóviles, a la curiosidad general, de tal manera que la gente podía verles y palparles.

El fundador de esta ascesis parece haber sido San Marón. Este vivía al aire libre en el períbulo de un templo pagano, situado «sobre una cima venerada por los paganos», seguramente sobre la actual montaña de Qalaat Kalota, a 25 kilómetros al noroeste de Alepo. San Marón tenía junto a sí una tienda, como precaución en caso de lluvia muy intensa, pero raramente se guarecía en ella.

San Marón tuvo muchos émulos. La misma ascesis fue practicada por su discípulo Jacobo el Grande, que vivía en una montaña «a 30 estadios de nuestra ciudad», es decir, a unos 5 kilómetros de Ciro. No tenía «ni tienda, ni cabaña, ni recinto». El cielo le servía de techo. Un crudo día de invierno, habiendo descuidado de guarecerse en una cueva, fue sepultado en la nieve. Así permane­ció tres días. Al cabo de este tiempo, unos campesinos que pasaban por el lugar le sacaron de aquel frigorífico, usando palas y picos. Teodoreto añade: «Todo el mundo podía verle combatir, hasta tal punto que rechazaba las necesidades inevitables de la naturaleza». Finalmente, agotado por las terribles penitencias, cayó enfermo de un flujo de bilis, después sanó y se mantuvo firme hasta su muerte.

Otro discípulo de san Marón fue Limneo, que practicó la misma ascesis sobre una eminencia que domina el pueblo de Tárgala. Este asceta tuvo un colega en santidad llamado Abba el Ismaelita, el cual, acostumbrado desde su nacimiento a vivir al raso, juzgaba superfluo el más modesto techo. «Cuando helaba se ponía asiduamente a la sombra y en la más fuerte canícula buscaba el ardor del sol» .

Monjes a la intemperie fueron: Eusebio que vivía cerca del pueblo de Asijas, Moisés, el cual, para sentir más rigurosamente las variaciones de temperatura, se estableció sobre una cima que domina el poblado de Rama y Juan. Este cortó un almendro que en verano le procuraba un poco de sombra, «con el fin de privarse de este placer».

También hubo mujeres que se impusieron esta ruda penitencia. Maranna y Cira, nobles damas de Alepo, se encerraron en un recinto sin techo, situado en un arrabal de la ciudad. Obturada la puerta a cal y canto, «soportaron la lluvia, la nieve y el sol».

El obispo de Ciro, haciéndose eco de esta euforia mística de sus conciudada­nos, añade: «Podría citar otros muchos en nuestras regiones, en las montañas y en las llanuras, tan numerosos que es difícil enumerarlos y más aún escribir sus vidas».

Fuente del texto

  • Pro ortodoxia [1]