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Domingo, 22 de diciembre de 2024

La Justicia y el uso de la Fuerza dentro del Estado de Derecho

De Enciclopedia Católica

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Contenido

Prólogo del Rector Magnífico de la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima

Para un centro universitario donde se imparte la carrera profesional de filosofía, como es el caso de la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, es de vital importancia que constantemente se realicen reflexiones rigurosas sobre cuestiones existenciales. Y es que siempre se espera de la filosofía una función iluminadora sobre la existencia humana desde la recta ratio.

En este sentido, estimo que el presente libro del P. Enrique Carrión, titulado La dramática condición humana. Sobre la violencia política para la paz social, es una valiosa contribución para abrir un diálogo filosófico sobre el despliegue de la existencia humana en la sociedad. A lo largo de este texto, el autor desarrolla sus propias ideas sobre una cuestión siempre actual: la violencia. Y afirmamos que es actual porque, dada la condición caída del hombre, desde la teología diríamos “herido por el pecado” ―dato que nos viene por la fe―, en todo ambiente humano siempre ha estado, está y estará latente la violencia. La historia de la humanidad, como pueden atestiguarlo cualquier cultura y siglo, desgraciadamente está marcada por tensiones, conflictos y pugnas que expresan la dramática condición humana.

Con audacia intelectual y un estilo propio, el P. Carrión argumenta la “bondad” de la violencia desde la misma naturaleza humana. El autor sostiene que dada la condición actual del hombre, en situaciones concretas y justificadas por las exigencias del mismo derecho natural, es necesario apelar a la violencia. Aquí conviene decir que los argumentos del P. Carrión sobre lo que llama “la violencia buena” son realizados, exponiendo y entrando en diálogo con diversos filósofos. Es así que aparecen en escena pensadores como Platón, Santo Tomás, Hobbes, Kant y Spaemann.

El presente texto se inserta en el marco de la reflexión filosófica y, para ser más puntuales, dentro de la filosofía social y política. Por ello, aparecen una serie de categorías como “la justicia”, “el estado de derecho”, “los derechos humanos”, etc. A ello se suma una visión propia que tiene el autor sobre el mito.

Cuando se publica un libro de filosofía, podemos estar de acuerdo o no con las propuestas del autor, sabiendo que en el amplio y rico espectro del pensamiento filosófico sobre un tema concreto, se presentan matices, acentuaciones, enfoques diversos, etc. En todo caso, la valoración de todo trabajo filosófico se hará sobre su orientación a la verdad. He ahí el reto para el lector.

Invito a los miembros del claustro universitario, y al público en general ávido de reflexiones filosóficas serias, a leer este texto que, estoy seguro, motivará un fecundo diálogo sobre un aspecto de una cuestión siempre actual como es la violencia.

Carlos Rosell De Almeida, Pbro.

Rector de la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima.

Lima, 13 de abril de 2015

Presentación

No existe un único modo de hacer Filosofía, porque la diversidad de los ingenios y de las experiencias de los hombres les induce a tomar diferentes caminos de raciocinio. Además, es tarea del filósofo abrir puertas al pensamiento y no cerrarlas con la supuesta seguridad de haber encontrado un único camino para llegar a la verdad, o haber encontrado la verdad buscada. Repetir lo que otros han dicho o hecho no es hacer Filosofía; mucho menos intentar agradar al lector o al auditorio confirmándolo en su modo de ver las cosas; y mucho menos, aún, evitar decir algo por el temor de que pueda hacer fruncir el ceño a quienes se hallan apostados en su fortaleza ideológica. Por otro lado, la bienvenida que pueda darse al filósofo que no piensa como uno o que hace uso de instrumentos de raciocinio distintos a los comúnmente usados, ayuda a escucharlo o leerlo sin la prevención del prejuicio y con el interés de encontrar algún aporte que permita afinar la mirada filosófica propia sobre el tema tratado, aun con el riesgo de tener que replantearla.

Para hacer Filosofía sobre temas humanos hay que recurrir a la observación y a la experiencia. Y cuando de observación y experiencia se trata, ayudan no sólo las propias sino también las ajenas, las de aquellos que han filosofado antes que nosotros. Se trata de observaciones y experiencias convertidas en ideas a partir de las cuales se construye una forma de ver el mundo y al hombre, que bien nos pueden ayudar en nuestro quehacer filosófico. Sin embargo, esto no basta; hace falta estar atentos a cierta inspiración filosófica que puede llegar en el momento menos esperado, cual musa que visita nuestra alma, y cambiar incluso la concepción del mundo y del hombre que hasta entonces teníamos. Por tanto, si bien el conocimiento de los filósofos y sus doctrinas nos puede sumergir en el mundo de la erudición y de las opiniones filosóficas; hace falta la inspiración, para iniciar un camino personal que nos lleve al descubrimiento de nuevos enfoques sobre verdades ya alcanzadas y siempre abiertas a una explicación mejor.

Para realizar este trabajo, se hará uso de una herramienta poco utilizada en la Filosofía: el mito, cuyo uso será justificado en las páginas siguientes. A partir de la interpretación del mito elegido, se explicará la licitud de la violencia para la instalación, mantenimiento y defensa de un mundo de sentido.

Eduardo Enrique Carrión Vásquez

Lo dramático de la condición humana

“¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Job)

Filosofar a partir del mito

Hay quienes ven el mito como un relato pre-lógico sobre el origen del universo, del hombre, de los pueblos, del mal en el mundo; o como explicación fabulosa de algún aspecto inquietante de la vida humana; y que, por ello, no merece la atención de la Filosofía, la cual se caracteriza más bien por el pensamiento lógico. Otros explican el mito como expresión de las pulsiones o deseos del hombre que lo llevan a crear relatos fantásticos, los que, por eso mismo, servirían para descubrir cuáles son las tendencias más profundas del ser humano que le llevan a inventar esas historias cargadas de imaginación.

No es, pues, el mito entendido como fruto de la ignorancia de los hombres pertenecientes a una etapa pre-filosófica y pre-científica de la historia ni el mito como expresión oral de sentimientos profundos e inconscientes lo que encontrará el lector en la exposición de las ideas de este trabajo, sino el mito como intuición o revelación que da respuesta a los asuntos más profundos que preocupan al hombre, aquellos que dan sentido a su existencia.

La experiencia de lo simbólico

¿Quién no conoce el mito de Prometeo, el Titán, amigo de los mortales, que robó a los dioses Hefestos y Atenea el secreto del fuego y el de las artes, para beneficiar al hombre; y que fue castigado por su atrevimiento? ¿Qué significa aquel mito? ¿Qué verdad encierra? ¿O el mito de la Torre de Babel, donde Dios confunde las lenguas de los hombres para impedirles alcanzar el Cielo?

El faraón pregunta a José por el significado de sus sueños; aquellos de las espigas y las vacas. ¿Qué significan uno y otro? ¿Cuál es el mensaje que contienen?

Podríamos seguir con muchos ejemplos más sobre mitos y sueños; y darnos cuenta de que todos ellos han acompañado al hombre queriéndoles decir algo; contienen un mensaje; contienen una verdad . Pero una verdad dicha a través de un relato. No una verdad filosófica, sino una verdad trascendente en lenguaje literario. El mito contiene una verdad no expresada con la razón sino con la imaginación. Los mitos y los sueños registrados en la historia de la humanidad nos muestran una hermosa y acabada fusión de realidad y ficción: la realidad está en el mensaje; la ficción, en el modo literario de transmitirla. Lo simbólico, pues, no se opone a lo real; lo simbólico encierra una verdad sobre la realidad; una realidad que debe ser sacada a la luz mediante la interpretación, a partir de la cual puede emprenderse un camino filosófico. La experiencia de lo simbólico nos sugiere la licitud de su uso al momento de hacer filosofía. Así lo pensaron Platón y Nietzsche, de quienes es conocido el valor que dieron a los mitos para poder explicar lo que el pensamiento discursivo y abstracto no es capaz de hacerlo de manera contundente . Podemos pues decir, con osadía, que, en ciertos temas filosóficos, sin la luz del mito, la razón se pierde .

Origen de los mitos

La afirmación categórica con que terminó el anterior párrafo nos lleva a preguntarnos: ¿de dónde le viene al mito ese valor, importancia y utilidad que lo sitúa, al menos para ciertos temas, como punto de partida para filosofar? Si bien se puede reconocer que el mito contiene ciertos pensamientos sobre temas que siempre han inquietado y seguirán inquietando a los hombres, ¿qué lo coloca como instrumento no solo valioso sino además garante de un recto filosofar?

Para responder a esta pregunta, debemos entender el mito como producto de una intuición o de una revelación. Como intuición en el mundo pagano y como revelación en el mundo judeo-cristiano .

Entendemos la intuición como la percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como evidente a quien la tiene. En un momento dado, alguien intuyó la verdad sobre lo que le inquietaba a él, a su familia, al clan, a la tribu o al pueblo. Y empezó a contarla. No podemos decir que los mitos son producto del pueblo, pues el pueblo es un conjunto de personas y los conjuntos no piensan; piensan los individuos. Sí podemos reconocer que quien crea el mito lo hace desde unos condicionamientos geográficos, climáticos, históricos, culturales y hasta psicológicos, que influyen en su creación; pero siempre se tratará de la experiencia de un individuo a quien repentinamente le viene aquella intuición sobre una verdad trascendente que luego arropa, es cierto, en una narración literaria condicionada por elementos propios de su contexto cultural.

Sin embargo, puede surgir quien piense que es mejor distanciarse de este tipo de narraciones por fundarse en la intuición y no en la reflexión; que no se puede hacer filosofía a partir de intuiciones de cuyas “verdades” no podemos tener ninguna certeza. Pero, entonces, surge también la réplica: ¿por qué desestimar las intuiciones que se hallan en el origen de los mitos, cuando se aceptan sin ningún reparo intuiciones filosóficas de diferentes filósofos modernos? Descartes, Kant y Hegel tuvieron sus propias intuiciones a partir de las cuales elaboraron sus respectivas teorías, que les sirvieron de punto de partida para desarrollar sus reflexiones filosóficas . Y a pesar de no tener, nosotros, certeza de sus afirmaciones primeras y “fundantes”, les escuchamos con interés y atención, reconociéndolos como grandes filósofos. Si la ocurrencia o intuición de un filósofo, a partir de la cual ha desarrollado su pensamiento, es admitida como inicio plausible y respetable de su trabajo filosófico, ¿por qué no aceptar la intuición del mito?

Pero, también hemos dicho que el mito puede tener su origen en la Revelación. Hablamos aquí de los mitos judeo-cristianos. En efecto, los mitos de los primeros once capítulos del Génesis, por ejemplo, son narraciones literarias que contienen una verdad no intuida por el hombre sino revelada por la divinidad. Los judíos y cristianos así lo tienen por seguro . Ahora, bien, el filósofo, aunque se sitúa a una distancia prudente frente a los temas de contenido religioso, ya que su quehacer se desarrolla dentro del campo de la razón y no en el de la fe, no por eso debe desestimar el mito religioso, el que al menos puede tomar desde un punto de vista meramente humano: se trata de la narración de un hombre creyente que expresa una verdad que para él es revelada y que por lo menos tiene un ropaje humano que puede ser abordado desde la razón.

Y si el filósofo es creyente, teniendo el mito religioso como revelado, el desarrollo de su pensamiento lo hará siempre desde la razón.

La revelación del mito significaría para él un punto de partida confiable para su quehacer filosófico, como lo fueron para Descartes, Kant y Hegel sus personales intuiciones filosóficas; pero en el desarrollo de su pensamiento respetaría la autonomía de la razón. El convencimiento de lo que se viene diciendo hasta ahora es lo que nos animó a tomar como punto de partida de la presente reflexión filosófica el mito judeo-cristiano de La expulsión del Paraíso Terrenal. A partir de él, se procurará dar una luz nueva sobre la necesidad y licitud de la violencia en la vida de los pueblos.

El mito de La expulsión del Paraíso Terrenal

Como ya se anunció, el mito elegido como punto de partida para la elaboración de este nuevo pensamiento sobre la violencia es el de La expulsión del Paraíso Terrenal, el cual se encuentra en el capítulo tres del Génesis.

Cuenta la Escritura que, creado el hombre por Dios y puesto en el Paraíso Terrenal en un estado de felicidad perfecta, tentado por la Serpiente dejó entrar la soberbia en su corazón y, queriendo ser como Dios, extendió su mano para tomar el fruto prohibido que supuestamente le daría la sabiduría necesaria para conducirse por sí mismo y prescindir de su Creador.

Luego del pecado, Adán y Eva (padres de la Humanidad) descubrieron el engaño de la Serpiente y tuvieron que esconderse de la mirada de Dios, pues vieron su desnudez, su realidad de criaturas humanas, y sólo humanas, a quienes les es imposible convertirse en dioses. Luego, fueron recriminados y castigados por Dios, quien los expulsó del Paraíso Terrenal, con la promesa de un Salvador. Perdieron, así, su estado de felicidad perfecta, pero se llevaron en el corazón la esperanza de recuperar algún día el Paraíso perdido.

Conviene analizar parte del texto, por su importancia para la reflexión posterior. Se trata del versículo seis, donde Dios se dirige a la Serpiente, que, a la letra, dice: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gn 3, 15).

En estas palabras, la Iglesia interpreta que hay referencia a Jesús, representante del linaje humano redimido, quien con su vida, pasión, muerte y resurrección consiguió la victoria del hombre sobre la Serpiente, permitiéndole la posibilidad del retorno al Paraíso perdido.

Además, el texto presenta elementos ricos en significado que merecen ser captados:

1) Dios es autor de la enemistad entre el linaje de la Mujer y el de la Serpiente .

2) Pisar la cabeza de la serpiente puede entenderse como la implantación de un nuevo gobierno (una nueva cabeza) destinado a prevalecer soberanamente sobre aquel que, aún vencido, está siempre al acecho con intención de hacer caer nuevamente al hombre.

El asegurar: “…él te pisará la cabeza”, indica que la victoria del hombre sobre la Serpiente estará garantizada por Dios, quien lo ayudará a vencer al Enemigo e instalar un mundo donde se viva la inocencia de los orígenes: un mundo regido según los designios divinos.

3) El linaje de la Mujer puede entenderse, en la línea de lo que venimos diciendo, no solo como la persona de Cristo, sino también como la persona de todo gobernante que lo represente y gobierne en Su Nombre y con Su Espíritu, con lealtad. Y el linaje de la Serpiente puede entenderse desde la figura del Anticristo y sus secuaces .

Así, la observación de la vida del hombre a lo largo de la prehistoria y de la historia y el conocimiento del mito de la expulsión del Paraíso Terrenal nos llevan, como de la mano, a concluir dos cosas:

1. El hombre es un ser arrojado a un mundo hostil, cuyo medio de supervivencia es la violencia .

2. El hombre es un ser que vive con la nostalgia del Paraíso perdido, buscando el modo de volver a él mediante la instalación de un mundo de sentido donde elevación espiritual y violencia necesariamente deben coexistir.

Estas dos ideas debemos fijar en nuestra mente, ya que serán las que sostendrán, en las páginas siguientes, un nuevo enfoque de la violencia en la vida del hombre sobre la Tierra que, incluso, puede llevar a replantear algunas concepciones filosóficas de orden moral, no en sus esencias, sino en la comprensión de las mismas. Que sea la coherencia del raciocinio la que permita la verdadera comprensión de estos pensamientos que sólo buscan explicar el estado en el cual se encuentra actualmente el hombre en su vida terrenal.

La violencia como necesidad

Por lo que se acaba de decir, no nos queda sino aceptar que el hombre vive en un mundo hostil donde necesita hacer uso de la violencia para sobrevivir y para conseguir el fin más preciado: la vuelta al Paraíso perdido, entendido éste como un estado de paz y felicidad perfecta que se perdió en los orígenes y se espera recuperar un día. Esto puede parecer contradictorio: utilizar la violencia para alcanzar la paz. Sin embargo, veremos que la violencia es condición necesaria no solo para conseguir la paz, sino también para mantenerla y para defenderla.

Pero, antes, para no caer en ambigüedades, debemos explicar qué se entiende, en este trabajo, por violencia; cuál es el alcance que se da a este concepto y cómo puede incluirse perfectamente dentro de lo moralmente bueno; nos ayudará para ello la observación de la historia de la humanidad. Y, dado que se está haciendo uso de un mito cristiano cuyo origen es judío, hagamos referencia a la experiencia histórica del Pueblo de Israel; y, desde allí, expliquemos el término violencia y otros que se relacionan con él dentro del marco de la vida humana sobre la faz de la Tierra. Empecemos.

Dice la Sagrada Escritura, que Dios promete a Abraham y a sus descendientes una tierra. Será Moisés quien, luego de la liberación de Egipto, y habiendo hecho los hebreos Alianza con Yahvé en el monte Sinaí, los lleve hacia las “puertas” de ella; y Josué quien, finalmente, ingrese en la misma con el ya fundado Pueblo de Israel.

Pero, la Tierra Prometida por Yahvé… ¡estaba ocupada! ¿Cómo Dios ofrece al Pueblo de Israel una tierra donde habitaba otro pueblo: los cananeos? Sin embargo, esa era la tierra y los israelitas debían tomarla. ¿Pero, cómo hacerlo? ¿De modo pacífico? ¿Comunicando al pueblo de Jericó que esa tierra se la había dado Dios a ellos y que por favor se retiraran? Pues no, había que tomarla por la fuerza; y así fue: los habitantes de Jericó fueron atacados y pasados a filo de espada, ¡por voluntad divina! ¿Dónde quedó entonces el quinto Mandamiento dado en el Monte Sinaí: “No matarás”? Si alguien, queriendo salvar la bondad de Dios dijere que Dios no mandó realmente al Pueblo de Israel a tomar esa tierra de modo violento y mortal, sino que los israelitas se lo imaginaron, se estaría dando a entender que el pueblo de Israel, entonces, ocupó esa tierra y se desarrolló en ella en base a imaginaciones o mentiras; y que realmente Dios no tuvo nada que ver en esa conquista.

Y dejaría de tener sustento real el derecho dado por Dios al Pueblo de Israel de ocupar esa tierra. Pero no es así; tenemos forzosamente que aceptar que Dios “consideró” el uso de la violencia por parte del pueblo por Él formado, para la ocupación de la tierra que prometió a Abraham, padre del pueblo judío y del cristiano . Pero, ¿por qué Dios mandaría una cosa así; tomar el territorio haciendo uso de la violencia?

Pues, porque el hombre, en su nueva condición de ser expulsado del Paraíso Terrenal, arrojado a un mundo hostil, así lo requiere, no tiene otro camino. Esta es la gran paradoja: el establecimiento violento de un pueblo santo en un territorio ocupado por paganos era condición para que allí pueda nacer el Santo que vencería a los falsos dioses (obra engañosa de la Serpiente) y devolvería el Paraíso perdido. La violencia de un pueblo santo, para tener un territorio donde naciera el Príncipe de la paz. Violencia y paz, en una asombrosa hermandad.

Acabamos de dar un gran salto en la nueva comprensión de la violencia dentro de la vida de los pueblos: la necesidad de la violencia política para alcanzar el bien excelente: el regreso al Paraíso perdido, el retorno a la Patria, a la paz y felicidad perfecta. Sin embargo, puede cuestionarse esta explicación aludiendo al principio moral que señala que el fin no justifica los medios.

Sin embargo, hay que señalar que este principio lo que quiere decir es que un fin bueno que se desee alcanzar no justifica el uso de un medio malo. Y es aquí, precisamente, donde debemos caer en la cuenta de que no toda violencia es mala: en la condición en que se encuentra actualmente el hombre, de ser arrojado a un mundo hostil, hay una violencia que podemos llamar buena. Y esto es tan cierto como que el mismo Jesucristo, Príncipe de la Paz, dice que solo los violentos instaurarán el Reino de los Cielos.

Todas estas alusiones a la Sagrada Escritura, en lo que tienen de narración mitológica y en lo que tienen de narración histórica, procuran ir preparando nuestro entendimiento para comprender el nuevo enfoque que sobre la violencia se presenta en este trabajo. Se hará uso de verdades olvidadas o desestimadas en el transcurso de la Historia, reinterpretándolas en el contexto de este nuevo pensamiento. Se aspira a dar un aporte importante a la Filosofía, desde esta humilde pero convencida propuesta filosófica.

Ahora, cumpliendo con la promesa de aclarar términos: entendamos por violencia la acción de fuerza dirigida a conseguir algo, poniendo los medios para vencer la resistencia del otro. La violencia se parece a las pasiones: no es en sí misma ni buena ni mala; todo depende del objeto moral del acto mismo, es decir de la calificación moral que implícitamente contiene el acto humano.

Así, encontramos hombres violentos que son llamados criminales, a quienes se les mete en la cárcel o se les condena a muerte; y hombres violentos que por su valentía y amor a la patria son llamados héroes, se les condecora y levantan monumentos.

Sin embargo, la palabra violencia conlleva una carga emocional que lleva a rechazarla, a no aceptarla, a considerarla siempre como algo malo que no debe existir en la vida de la sociedad en que uno vive ni en la de los demás pueblos. Pero, no se cae en la cuenta de que la violencia, tal como se la acaba de definir, se encuentra presente en la vida social y es aceptada por todos como una realidad necesaria para la justicia y la paz, pero bajo diferentes nombres eufemísticos; tales son: la defensa propia, la guerra justa, la fuerza de la ley. En la defensa propia, por ejemplo, se justifica la violencia aduciendo la legítima defensa contra un injusto agresor.

Con lo cual se nos estaría dando el mensaje indirecto de que si se dice injusto agresor es porque se acepta la existencia de un agresor justo que realice, por lo tanto, un acto violento justo, como sería el caso del policía que se enfrenta a un delincuente.

Si vemos los actos violentos de policías en contra de una turba de hinchas exaltados que a su paso van cometiendo desmanes, poniendo en peligro la salud y la vida de otras personas, aprobamos esos actos de violencia policial como necesarios para restablecer el orden público. Pero, como decíamos más arriba, no los llamamos actos violentos, sino restablecimiento del orden. A partir del enfoque de este trabajo, llamamos a esos actos de violencia justos: violencia buena. La violencia buena, entonces, se encontraría dentro de los límites de la justicia y, por ende, de la Moral.


Pero, más allá de esta realidad que acabamos de ver, que nos presenta una violencia buena dentro de la vida social ordenada por leyes justas (violencia buena en cuanto se opone a una violencia mala), debemos reflexionar sobre cómo empezaron a vivir los primeros grupos humanos. Es aquí donde veremos con más claridad que la violencia es inherente a la condición humana.

Me refiero al acto primitivo que establece un derecho: la toma de la tierra . Esta expresión, propia del filósofo Carl Schmitt, expresa el hecho histórico del sedentarismo en una acción que da nacimiento al derecho de propiedad de la tierra tomada y, desde allí, a todos los derechos que se derivan de ese acto primitivo de establecimiento en un espacio geográfico.

A partir de la reflexión del filósofo germano, podemos imaginar cómo se fueron estableciendo los primeros grupos humanos sobre la tierra. Hubo un momento de la historia del hombre cuando la toma de una tierra donde establecerse para vivir era de necesidad vital: o se tiene una tierra donde establecerse para vivir y sobrevivir, o se muere. La toma de la tierra, entonces, se presenta como un imperativo vital.

Por ello, en el momento en que se toma la tierra, nace el derecho y, con él, el orden social. Aquí no importa, observa Schmitt, si la propiedad de la tierra es pública (pertenece a la comunidad) o privada (pertenece a la familia, dentro del orden comunitario que la contiene); lo que importa es que se la ha tomado y en ese acto se ha creado derecho.

Por ello, decimos nosotros, todo lo que vaya en contra de ese orden social primigenio va contra el derecho y es injusto, lo cual justifica ejercer una violencia en contra de las amenazas que puedan surgir de dentro o de fuera. Se trata de una defensa violenta contra el injusto agresor de la comunidad o del individuo (dentro de la comunidad que lo alberga y defiende).


Hasta aquí hemos visto el origen del derecho que establece lo justo o lo injusto en referencia directa a la propiedad de la tierra, cuya tenencia es justa y cualquier amenaza contra ella es injusta. Y esto nos lleva a reconocer el concepto de violencia injusta (la del injusto agresor) y violencia justa (la del justo agresor, que en realidad podría llamársele justo defensor). Ir contra la propiedad de la tierra es injusto, defenderla es un acto de justicia.

Pero, es oportuno también observar que, a partir de este momento primigenio, surgen los demás derechos de los hombres que comparten su vida en sociedad sobre una misma tierra. Tales son los derechos personales, familiares, laborales, económicos y políticos, en la medida en que los grupos humanos van desarrollándose dentro de la tierra que les es propia. Y no podemos dejar de ver como fundamento de estas realidades (propiedad de la tierra y justicia) la idea sobre lo bueno y lo malo; uno y otro son el criterio para hablar de justicia y hablar de derecho.

Y, finalmente, vamos viendo cómo el establecimiento de los grupos humanos en una tierra determinada busca no solo la sobrevivencia sino, también, una vida de paz y felicidad (como aquella de los orígenes); pero que, tarde o temprano, esa vida ordenada y pacífica puede ser perturbada por agresiones de dentro o de fuera que obligarán a la violencia justa. Hasta aquí, estamos seguros de que se puede entender el concepto de violencia justa.

Pero es momento de ver otro caso que se ha dado a lo largo de la historia de la humanidad: la toma de la tierra… cuando ésta ya está ocupada. Es el caso que mencionábamos al comenzar este punto del trabajo, el de la toma violenta de Jericó por parte del pueblo hebreo, uno de tantos ejemplos que la Historia nos alcanza. ¿Qué puede justificar que un pueblo tome una tierra ajena haciendo uso de la violencia?

Si queremos hallar una respuesta, usemos el criterio de reconocer qué es lo bueno y qué es lo malo: sobre la distinción de lo bueno y lo malo se funda el derecho . Solo partiendo de estos presupuestos seremos capaces de entender la licitud de la imposición de un pueblo sobre los demás, por medios violentos. En este caso (la toma de una tierra ajena, por medios violentos), lo que justifica esta acción es la conciencia que tienen los agresores de estar instalando un mundo bueno, quitando de en medio, mediante el anatema o mediante el dominio de los vencidos, un mundo alejado del conocimiento de la verdad y de la vida buena y bella, de la elevación del espíritu humano que ellos reconocen poseer.

Se trata de instalar un mundo de vuelta al Paraíso, aunque el medio necesario para que esto se dé sea la violencia. Esta acción traería un doble beneficio; primero: extender universalmente el retorno a la Patria perdida, y segundo: asegurarse que los demás no se hagan fuertes al punto de erigirse en una amenaza al pueblo que ha alcanzado “la luz” y recibido con ella la misión de extender su dominio sobre todos los pueblos.

Este saberse portador, llamado y enviado por los dioses, por Dios o por la misma naturaleza, a llevar el bien supremo a los demás pueblos, a imponer el mundo bueno que conviene a la humanidad, podemos denominar “convencimiento mesiánico”, y es lo que justificaría la toma de una tierra ajena. Se pretende hacer un bien que hay que imponer por medio de la violencia, aunque los “beneficiarios” de esta incursión no lo entiendan.

Lo entenderán con el tiempo. Es aquí donde también se observa que la violencia de quien ha alcanzado la verdad, reflejada en la elevación del espíritu, es buena; y toda resistencia violenta que se oponga a este bien es mala. Lo veíamos en el pueblo hebreo y su incursión violenta en Jericó, motivados por su fe; lo vemos, a la distancia del tiempo, en la acción expansionista de la Atenas de la Antigüedad, justificada en la ley del más fuerte ; lo veíamos en los nazis que pretendían fundar una nueva Alemania en la creencia de haber sido predestinados para ser la luz de los pueblos, amparados en la convicción de la superioridad de su raza.

La conciencia de superioridad se encuentra en cada caso, dada por la fe religiosa o por la naturaleza. Una superioridad que justifica la toma de la tierra ajena con todo lo que junto a ello tiene que darse; y que es la forma de volver a los orígenes, a ese estado de paz y felicidad perfecta.

Así, se considera que no puede ser malo un acto de violencia que proviene de un imperativo de la naturaleza que busca establecer las condiciones materiales y espirituales suficientes para vivir una vida de retorno a la santidad, perfección y felicidad primeras; tampoco un acto de violencia que busque proteger lo alcanzado contra las amenazas de dentro y de fuera.

Se trata de una violencia que impone una presencia de sentido en el orden social que la expresa; una violencia buena porque su fin es bueno y porque se opone a las fuerzas deshumanizantes y destructoras que amenazan la vida buena y bella del hombre. Lo cierto es que esa toma violenta de la tierra también funda derecho.

Los ejemplos que hemos puesto: Israel, Atenas y Alemania, pueden haber herido nuestros sentimientos, porque nuestra cultura maneja otros conceptos, como la búsqueda de la paz mediante el respeto a las diferencias o tolerancia de quien no piensa o vive como uno, razón por la cual nuestro espíritu rechaza con inmediatez irreflexiva (o mejor, prejuiciosa) esas acciones violentas de los hebreos comandados por Josué, de los imperialistas atenienses o de los totalitaristas alemanes de aquellos años.

Y nos olvidamos de que nuestra propia historia ha tenido orígenes similares. Los ingleses se establecieron en América del Norte, los españoles en América Central y del Sur. En ambos casos, ingleses y españoles instalaron un mundo de sentido propio y fundaron derecho. Los indios de América del Norte casi fueron exterminados; los sobrevivientes viven actualmente en reservaciones.

En América Central y del Sur pasó algo parecido: los españoles instalaron, también, un mundo de sentido, imponiendo su cultura y su religión, las cuales presentaban, con convencimiento, como elementos de objetiva justificación para la conquista de aquellas tierras lejanas y ajenas: la superioridad de los españoles frente a los nativos, de innegable inferioridad .

No fue lo económico el único factor que los motivó; la Religión que, sabemos, ha dado forma a la cultura de los pueblos a lo largo de la historia, jugó un papel importante en la justificación para la acción conquistadora y para la instalación de un mundo de sentido: el establecimiento de una vida social paradisíaca en base a la transmisión de la fe católica (en nuestro caso ).

Somos, pues, producto de una toma de la tierra ajena que también fundó derecho. Vivimos de ella. Poseemos un mundo de sentido que aún no hemos perdido, aunque vemos amenazado por nuevas ideas extrañas a nuestra cultura tradicional. Sólo algunos se dan cuenta de esto, mientras los demás permanecen dormidos.

Pero ese es otro tema. Volvamos al asunto que ha mantenido hasta ahora nuestra atención e interés: la legitimidad de la violencia buena. En el caso de la toma de una tierra que está ahí, como esperando que alguien la tome, nuestro espíritu no ofrece repugnancia; vemos que está bien; se toma la tierra y se funda derecho.

Y la violencia que se utiliza para defender la propiedad de esta tierra, de amenazas internas y externas, también la aceptamos, aunque siempre tengamos la tentación de reemplazar el término violencia por otros más eufemísticos. Sin embargo, en el caso de la toma de la tierra ajena, nos repugna ver como bueno quitar lo ajeno a la fuerza.

Nos parece algo injusto. Sin embargo, lo que no debemos perder de vista a la hora de enjuiciar esta acción violenta, es el criterio que señalé más arriba sobre la consideración de lo bueno y de lo malo. Si el fin es lo bueno, la violencia que pretende imponerse sobre el mal se justifica por tratarse de un movimiento natural del hombre terrenal que aspira alcanzar el Paraíso perdido, enfrentándose a todo tipo de obstáculos y responsabilidades, aun empleando la fuerza.

Si el fin fuera lo malo, la violencia sería injustificada. Alguien todavía puede resistirse a aceptar esto, y se entiende: hemos nacido para la paz, para la comunión. Pero nos encontramos frente a un mundo hostil que quiere impedirlo, directa o indirectamente. La violencia, por tanto, es necesaria. ¡He ahí lo dramático de la condición humana!

Dicho lo anterior, es preciso hacer una aclaración para que se disipe cualquier idea de incoherencia o contradicción en el pensamiento expuesto. Se trata de lo siguiente: ¿Cómo explicar que una acción violenta contra una tierra ocupada sea justa, cuando hemos afirmado que cuando se ha tomado una tierra que está ahí (sin dueño) se ha creado derecho y que toda acción en contra de esa propiedad sería injusta?

Para entender esto debemos distinguir dos niveles de bien y de justicia: uno de ellos es el bien parcial y el otro es el bien total. Dicho de otro modo, el bien de un pueblo y el bien de la Humanidad. Si bien es cierto, un pueblo tiene el derecho de ver a salvo su tierra y su modo de vida, también debe convenirse en pensar que ese pueblo puede estar viviendo una vida imperfecta por la injusticia interna que impide la vuelta a la santidad y felicidad primeras. Piénsese en los pueblos de Fenicia, Cartago y Canaán, quienes ofrecían niños en sacrificio a su dios Moloch.

La violencia de fuera, la de conquista de una tierra ajena, quedaría justificada por el beneficio que supondría un nuevo modo de entender y vivir la vida. Lo mismo podemos decir sobre la esclavitud o el trato injusto contra la mujer en determinados pueblos; la violencia de conquista que busque instaurar un mundo justo, quedaría justificada.

Este segundo nivel de justicia está por encima del primero en cuanto provee de mayores bienes.; o, digamos mejor, del mayor bien: una justicia que refleja un carácter universal. Quedaría así justificada la conquista sin entrar en contradicción con el derecho a la propiedad de una tierra que ya ha sido ocupada. Nos estamos moviendo dentro del ámbito de la Teoría Política.

La nostalgia por el Paraíso perdido y la tendencia natural del hombre a instalar un mundo de sentido

Pero, para comprender la condición humana no debemos quedarnos solamente en el reconocimiento de la necesidad de la violencia para sobrevivir. La vida del hombre no solo es violencia, también es búsqueda de la paz.

Esto, a causa de la nostalgia del Paraíso perdido que lleva al hombre a aunar esfuerzos para vivir la fraternidad o armonía con sus congéneres, a recuperar aquella época dorada de armonía, paz y felicidad.

Este anhelo es el origen de los todos los proyectos y de todas las utopías que el hombre ha creado a lo largo de la historia . Pero debemos descubrir acá un elemento necesario para que la nostalgia por el Paraíso perdido no se quede en un simple suspiro que brota de un corazón resignado a vivir como criatura caída y desesperanzada. Ese elemento que impulsa al hombre a la búsqueda del retorno a la felicidad original es su capacidad y tendencia natural a instalar un mundo de sentido.

Según el mito judeo-cristiano, el hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza; parte de esa semejanza es el señorío humano; Dios es Señor, y el hombre también. Dios puso al hombre como señor, como dominus, para que domine la Creación .

Y si ésta fue Su voluntad, tuvo que proveer a la criatura humana de la capacidad y la tendencia natural a construir, a organizar, a instalar un mundo de sentido. Así, serán la conciencia de señorío y la capacidad y tendencia natural de construir, las cualidades humanas que impulsen la acción del hombre hacia la consecución del retorno al Paraíso perdido, al estado de felicidad y paz perpetua, a través de la instalación de un mundo de sentido que exprese ese estado original que una vez se perdió y se desea recuperar.

Pero, ¿cómo debe ser ese mundo de sentido? Decir mundo de sentido es decir mundo donde todo está debidamente articulado en orden a alcanzar una vida según los valores propios del pueblo o nación, valores que representan el más alto grado de dignidad a que se aspira, considerando que con ello se vuelve al Paraíso perdido.

Debemos aclarar que cuando decimos que los hombres buscan retornar al Paraíso perdido, no queremos significar con eso que todos los hombres sean conscientes de ello; ni que ese deseo brote necesariamente de una fe religiosa. Este deseo de ir hacia un mundo perfecto puede ser inconsciente y hasta excluir alguna motivación religiosa. Lo cierto es que, motivado por la religión o aun sin ella; y con acierto o sin él; el hombre busca en última instancia la paz y seguridad basadas en el reconocimiento y respeto de su dignidad, y en una convivencia justa y armoniosa que deviene de ello.

No podemos decir más sobre el modo como debe instalarse ese mundo de sentido, pues para ello debemos entender varias cosas sobre el hombre mismo en su realidad y condición; así como la consideración de si puede o no, realmente, captar la voluntad de quien lo creó (o la finalidad de la naturaleza) respecto a cómo debe llevar su vida social y política en la condición en la que ahora se encuentra.

Si lo circunscribimos a su propia religión revelada podemos decir que sí, que es posible conocer esa voluntad divina para con el hombre. Pero estaríamos metiéndonos en un tema ajeno a este trabajo: ocuparnos en descubrir cuál es la religión verdadera que nos lleva al conocimiento del Ser y la voluntad divinas.

Y, para los no creyentes, tendría que demostrarse primero la existencia de Dios; para, recién entonces, tratar de indagar intelectualmente sobre la posibilidad de la Revelación divina; y, desde allí, descubrir en cuál religión se reveló. Y, para quienes obstinadamente se mantengan en una posición atea que les haga pensar en un ente material primordial desde el cual se ha desplegado la naturaleza toda, reconociendo en ella un orden, habría que detenerse a debatir esta postura a fin de que se demuestre racionalmente esa atribución a la materia de perfecciones que ordinariamente se atribuyen a Dios.

A lo ya dicho, debe agregarse que si para un creyente el fin de su existencia histórica es la vuelta al Paraíso perdido, para un ateo será la llegada a un Paraíso terrenal, que recién existirá cuando se haya arribado a él.

En ambos casos, se encuentra presente el afán de construir un mundo feliz, movido por esta aspiración humana.

A efectos de este trabajo, nos basta con ceñirnos a los mitos judeo-cristianos, de los cuales estamos recibiendo valiosas luces para esta reflexión filosófica.

Lo que ahora debemos tener en cuenta, para lo que sigue del trabajo, es que así como el hombre tiene una capacidad y tendencia natural a instalar un mundo de sentido en vista al retorno al Paraíso perdido, existe en algunos hombres, también, la tendencia a oponerse a ello y a edificar, más bien, una sociedad que mantenga aquella decisión primera y desafortunada de prescindir de Dios en la edificación de la propia vida; en construir un Paraíso terrenal a imagen y semejanza del mismo hombre caído, prescindiendo de manera absoluta del Creador, tal como lo presenta el mito de la Torre de Babel.

Y, nuevamente, ¡he ahí lo dramático de la condición humana!: la lucha por retornar a la felicidad primera en un mundo adverso obliga al uso de la violencia, violencia buena, pero violencia al fin; violencia necesaria para contrarrestar las fuerzas que se oponen a la instalación de ese mundo paradisíaco a que se aspira.

La moralidad de la violencia dentro de un Estado de Derecho

"… la violencia no es censurable sistemáticamente. Lo es cuando se emplea contra la justicia". (José Antonio Primo de Rivera)

Observaciones al planteamiento de Robert Spaemann

Todo lo que viene exponiéndose en este trabajo toca necesariamente el tema de la moral. El hombre civilizado tiende a la paz, a una paz perpetua, como anhelaba Kant; y los principios morales conducen a ello . Pero, la violencia en la vida del hombre sobre este mundo es un hecho que no podemos ignorar. Por lo tanto, no son pocos los autores que se han ocupado del tema; desde Calicles y su Ley del más fuerte, hasta Spaemann y su cuidado y pulcro ensayo sobre “Moral y Violencia” .

De alguna manera, la posición de Calicles, presente en el pensamiento y acción militar de la Grecia Antigua, que justificó la violencia de conquista, ha sido mostrada en el capítulo anterior. Ahora, más bien, nos parece oportuno abordar críticamente la reflexión que hace Robert Spaemann sobre la violencia. Él trata, en definitiva, de ver si la violencia puede, o no, justificarse dentro de un estado de derecho. Escogemos este trabajo del filósofo alemán, porque en él se presenta lo ya escrito sobre la violencia por autores tan dispares en su pensamiento filosófico como Tomás de Aquino, Thomas Hobbes, Immanuel Kant, Georges Sorel y Hegel.

Y observaremos que Spaemann, mientras va presentando las ideas de dichos autores, va vertiendo, a la vez, las suyas, las mismas que tenemos intención de criticar. En primer lugar, debemos decir que Spaemann encuadra el tema violencia en la relación sociedad-Estado, a partir de lo cual examina la licitud moral de la misma de acuerdo al lugar de su proveniencia y a las razones que la acompañan. Entiéndase, entonces, que el filósofo alemán se circunscribe al ámbito cerrado, a la inmanencia, de la vida social y política de un determinado pueblo o nación.

Spaemann afirma: “El monopolio estatal de la violencia es negado (hoy en día) con éxito. El uso de la violencia por parte de individuos se extiende. Y no solo en la forma de la criminalidad habitual, sino de modo que quienes hacen uso de la violencia se sirven de argumentos morales para justificarse. Se trata –dependiendo de la dirección de la que venga la violencia- de conseguir un mundo mejor o de conservar un mundo bueno al que se opone el monopolio estatal de la violencia. Este fin justifica en principio cualquier medio. La cuestión de la violencia no es, por tanto, moral, sino sólo una cuestión táctica. Cuando la violencia acerca al objetivo, está justificada”.

Si en el primer capítulo tratamos de manera extensa el tema de la violencia que pretende imponer un mundo bueno, una violencia de conquista; ahora, a partir de este ensayo de Robert Spaemann, se presenta la oportunidad de hablar de la violencia dentro de un mundo ya establecido, ordenado según leyes; sobre todo, la violencia del pueblo contra el Estado. Para empezar, una mirada atenta a estas primeras palabras de Spaemann, en su ensayo Moral y Violencia, nos hace ver que para el filósofo alemán pareciera ser que el Estado es siempre por sí mismo bueno y, por lo tanto, le es lícito el monopolio de la violencia (para mantener el orden establecido, se entiende): y toda violencia en contra del Estado sería mala (o inmoral).

Además señala que quienes hacen uso de la violencia en contra del Estado, aunque justifican su acción en la pretensión de conseguir un mundo mejor o de conservar un mundo bueno, no lo hacen en realidad por una cuestión de moral sino de táctica.

Llama la atención que Spaemann haya ignorado en todo este planteamiento la palabra justicia. Pareciera ser que supone que todo Estado es en sí mismo justo y toda acción en contra de él, injusta. Si bien éste es el ideal que todos buscamos: un Estado justo, la historia nos muestra que no siempre es así.

De allí que a la hora de tratar un tema social y político, no debe dejarse de considerar el fundamento que sirve de criterio para evaluar la bondad o maldad de los actos que realizan los protagonistas históricos de ellos (sociedad y Estado): la justicia.

Por otro lado, Spaemann dice que quienes hacen violencia contra el Estado justifican su acción en la pretensión de conseguir un mundo mejor. Es poco decir “mundo mejor”, pues puede suponer que el anterior fue bueno; entonces, no habría necesidad de violencia, sino de promover cambios desde la participación política.

En realidad se trataría más bien de conseguir un mundo justo. Eso es lo que justificaría, en realidad, la violencia contra el Estado, cuando el pueblo ya no puede soportar más la injusticia del mismo.

También dice Spaemann que la violencia contra el Estado es justificada, por quienes la ejercen, en la pretensión de conservar un mundo bueno al que se opone el monopolio estatal de la violencia. Pero, como ya lo vimos más arriba, califica esta acción como fuera de la moral: “…no lo hacen en realidad por una cuestión de moral sino de táctica”. Spaemann vuelve a ignorar en su apreciación el tema de la justicia; ya que es posible que el Estado no sea tan puro como teóricamente lo presenta; sino que, traicionando su misión, dicte leyes injustas que afecten gravemente la vida del pueblo (como el caso histórico del gobierno del presidente mexicano Calles, allá en la década de los 20 del siglo pasado, que provocó la Guerra Cristera), con lo cual la violencia en contra del Estado estaría justificada.

Spaemann, pues, yerra, al no tomar en cuenta el concepto de justicia, excluyendo así la violencia del campo moral, y calificándola como una simple acción táctica: “Cuando la violencia acerca al objetivo, está justificada”. No cae en la cuenta de que, en realidad, se trata de un objetivo que tiene nombre: justicia.

Pasando a otro punto, y siempre dentro de su planteamiento introductorio, Spaemann plantea la pregunta: “¿Puede ser la violencia objeto posible de justificación moral, es decir intersubjetiva?” ¿Sobreentiende, en la pregunta, que la verdad sobre la moralidad de la violencia dependería de un acuerdo intersubjetivo? ¿Está, entonces, sugiriendo que la verdad se encuentra en el sujeto colectivo y no fuera de él? ¿No se encuentra entonces la verdad en la realidad de las cosas sino en lo que se piense y acuerde intersubjetivamente sobre ellas? Creemos que no es así. La verdad sobre la moralidad de la violencia debe buscarse en la realidad; a los sujetos sólo les queda descubrirla. Las cosas son lo que son, no lo que yo piense o acuerde intersubjetivamente sobre ellas.

A menos que Spaemann haya querido referirse con justificación moral (intersubjetiva) a la posibilidad de que los sujetos de una sociedad puedan lograr la integración de la violencia en el campo de la moral. Pero, en sus expresiones, pareciera ser que anticipa una respuesta negativa.

Lo que hasta acá se va diciendo sobre las primeras líneas de Moral y Violencia nos sitúa ante la constatación, no privativa de Spaemann, de un impedimento de la operación racional de las personas para encontrar la verdad (en temas morales), que se expresa en la incapacidad de pensar más allá del círculo dentro del cual tenemos aseguradas las verdades de las que siempre nos valemos para entender el mundo.

No somos capaces de salir del círculo para buscar y encontrar nuevas verdades. No nos adentramos más en el mar de posibilidades de pensamiento, “por creer que la tierra es plana y podríamos caer en el vacío”. En cambio, nuestro trabajo sale del círculo y explora más allá de lo “acordado” o de lo conseguido. Tal vez no pueda gustar el planteamiento que sobre la moralidad de la violencia hacemos, pero no podrá acusársele de falto de lógica. Ya lo veremos.

Continuando con la crítica a Spaemann, pasamos a la definición que hace de violencia: “Por violencia entendemos una determinada clase de intervención de unos hombres sobre otros con el objetivo de provocar en estos últimos determinadas acciones u omisiones”. Se trata de una definición de alcance tan extenso que no aterriza en la entidad del asunto. Hubiera sido mejor una definición comprensiva (filosóficamente hablando), capaz de expresar lo que es la violencia en sí, excluyendo cualquier cosa que le sea ajena.

Sin embargo, si seguimos leyendo, comprenderemos que lo que pretende Spaemann es hacerse de una definición que le facilite la distinción que hace a continuación de las clases de intervención para, desde allí, ubicar (no definir) la violencia y presentar lo que de ella dicen los filósofos que ha escogido para dar respuesta a este tema. Hasta aquí, la crítica a su planteamiento introductorio.

La violencia, según Spaemann

En lo que sigue, Spaemann pasa a la distinción de tres clases de intervención (en la vida social y política):

La intervención violenta (física y directa) sobre hombres, para forzar a estos a un determinado comportamiento

Observa Spaemann que “Da toda la impresión de que el concepto de violencia (en este caso) sólo se puede captar nítidamente en referencia a un orden jurídico ya vigente, es decir; como violencia contraria a derecho”.

En esta expresión, Spaemann nos presenta la idea que se tiene ordinariamente (ya lo sugeríamos en nuestro primer capítulo) de que toda violencia es contraria a derecho. Pues bien, analicemos esta idea (dentro de la relación sociedad-Estado) para ver “qué tanto de verdad” hay en ella.

Para tal efecto, valgámonos del ejemplo que tomamos más arriba: la Guerra Cristera. El derecho estaba representado por el orden jurídico que el presidente Calles había modificado y quería imponer a la población a través de leyes emitidas desde el gobierno (elegido por el pueblo).

Con lo cual habría que respetar el derecho, tal como el presidente (o el Estado legítimo) lo había establecido. De este modo, la violencia en contra del Estado y su ordenamiento jurídico se tendría que calificar como violencia contraria a derecho. Hasta aquí la presentación del ejemplo histórico.

Pero, ahora, hay que hacerse algunas preguntas: la violencia que se hizo contra el gobierno (o contra el Estado), ¿fue violencia contra qué tipo de derecho? Indudablemente en contra del derecho positivo. Y ¿qué motivó esta acción violenta? Hay que decirlo con honestidad: la defensa del derecho natural.

Con lo cual la acción violenta, si bien fue contraria al derecho positivo, fue a la vez en consonancia con el derecho natural. Cuando no se hace esta distinción, la expresión suena mal y provoca repugnancia moral: “violencia contraria a derecho”. Pero, al hacer la distinción, nos podemos dar cuenta que la acción violenta ha sido hecha en consonancia a derecho (el natural), con lo cual la violencia encuentra justificación moral, ya que el derecho natural es anterior y debe ser fundamento del derecho positivo.

En la Guerra Cristera, los “cristeros” defendieron el derecho natural a la vivencia y práctica de la religión. Las leyes del presidente Calles, en contra de este derecho natural, al contradecirlo, se hacen moralmente ilegítimas, por más que se incluyan en el derecho positivo, que en teoría todo ciudadano está obligado a cumplir, pues expresa el orden social para obtener el bien común; pero que, en este caso, se ve que, por el contrario, las leyes promulgadas atentan contra ese bien común basado en el derecho natural.

Vemos así, con la ayuda del ejemplo examinado, cómo la violencia contra el Estado, en este caso, puede justificarse como moralmente buena. Por lo cual, cuando escuchemos en adelante la expresión violencia contraria a derecho, debemos preguntarnos: “¿Contraria a qué derecho?”. Y solo después calificar moralmente dicha violencia como buena o mala.

Estas consideraciones nos llevan, como de la mano, a la reflexión sobre el tema político de la representación del gobernante y la necesaria articulación que debe haber entre éste y el pueblo al cual representa y gobierna.

Para ello debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones socio-políticas: todo pueblo posee una idea del bien expresada en valores morales que deben alcanzarse para llevar una vida buena, bella y justa. Estos valores se encuentran en el pensamiento social, en las costumbres y en la práctica moral del pueblo, expresados en las virtudes que se practican y corresponden a dichos valores.

Ahora, estos valores son transmitidos de generación en generación, no sólo con la palabra y con el ejemplo sino también a través de símbolos que expresan el carácter del pueblo. Dicho esto, lo que un pueblo necesita es un representante que desde el gobierno pueda cuidar, proteger, mantener y promover la vida de los ciudadanos en la tradición que les es propia, en los valores que han dado carácter y sentido a su existencia como pueblo. Dicho de otro modo, el gobernante debe proteger y mantener el mundo de sentido del pueblo al cual representa. Por ello, para que un país “funcione”, el representante debe estar articulado con el pueblo al que representa.

En el caso que tomamos como ejemplo, el gobierno del presidente mexicano Calles y las leyes que provocaron la rebelión, vemos que, si bien fue elegido como representante del pueblo mexicano, sus valores no estaban articulados con los del pueblo al cual representaba. Eso produjo el conflicto. Y la violencia contraria a derecho, ahora se entiende, fue justa. El problema en el fondo está en que hay que saber distinguir dos tipos de representación: una elemental y otra existencial .

El común de las gentes no distingue esta diferencia a la hora de elegir gobernante; y por ello comete errores gravísimos en la votación: se fijan solo en el bien económico que los candidatos ofrecen y no en la salvaguarda del mundo de sentido del pueblo, aquello que da sentido a su existencia histórica. Así, no se distingue entre representación elemental: un hijo del pueblo que es elegido para gobernar de acuerdo al derecho que le otorga la ley para candidatear; y que, una vez elegido, se convierte en autoridad a la que hay que obedecer; y una representación existencial: un hijo del pueblo que encarna los valores tradicionales del mismo y que, por ende, es elegido para representarlo, en la convicción y esperanza de que sabrá cuidar, mantener y promover los valores sagrados de ese mundo de sentido que expresa la identidad espiritual del pueblo.

Como podemos ver, lo conveniente para un pueblo es ser existencialmente representado en un gobernante que trabaje articuladamente con el pueblo en perfecta comunión con el espíritu que tradicionalmente lo anima.

El tema político de la representación del gobernante nos da más luces para juzgar sobre la moralidad de la violencia. En realidad, ya lo hemos venido diciendo mientras exponíamos las ideas. Así, podemos darnos cuenta cómo se hace moralmente justificable la violencia contraria a derecho (positivo): cuando falla la representación y lo que viene de ella no son bienes sino males. No abundemos más en palabras sobre lo ya dicho; pasemos más bien a la segunda clase de intervención que Spaemann presenta en su trabajo:

La intervención por medio de la palabra

Spaemann afirma que en ella se procura intervenir directamente en la motivación del otro, y que esta clase de intervención es justo lo contrario a la violencia directa. Ahora, bien, nosotros observamos que, si bien el diálogo se presenta como el medio ideal para la persuasión benéfica del receptor, no olvidemos que vivimos en un mundo hostil donde es frecuente el diálogo que busca engañar para sacar beneficio propio y no común.

Baste como ejemplo, dentro de la vida económica, las facilidades que dan ciertos bancos para préstamos con intereses usureros; ¡y todo de acuerdo a ley! Y, en lo político, los diálogos que buscan acuerdos que benefician a unos partidos en perjuicio de los otros, con el fin de sacar un provecho monetario para los poderes económicos a los que soterradamente representan. Diálogos nada inocentes, mas sí engañosos o cómplices. Sin embargo, pensemos que Spaemann en realidad menciona esta clase de intervención como aquella que en condiciones de respeto y justicia busca establecer el bien en la sociedad. De todos modos, hemos querido señalar que no hay que pecar de inocentes en cuestiones económicas y políticas.

Nos queda, finalmente, observar la tercera forma de intervención que presenta Spaemann en el ensayo que venimos analizando, que es donde justamente se ve con claridad que toma postura frente a la violencia en contra del Estado:

El poder social

Consiste, dice, en intervenir en las condiciones vitales que motivan la conducta de los hombres; en crear condiciones que aconsejen al individuo, por su propio interés, la conducta deseada por quien detenta el poder. No se trataría ya de persuadir mediante el diálogo ni obligar mediante la violencia física, sino de condicionar la conducta de los individuos mediante premios y castigos.

Este tipo de intervención al que Spaemann llama poder social (nosotros lo llamaríamos poder político), es considerado por él, así lo da a entender, como una acción del Estado moralmente lícita.

Dice: “Pues bien, uno de los argumentos decisivos para justificar la violencia física ilegal consiste en no reconocer que el poder en este sentido sea en modo alguno una clase específica de intervenciones, sino en calificarlo de violencia latente. Y de este modo la violencia física que fuerza a la violencia latente a hacerse manifiesta cabe entenderla como mera contraviolencia”.

Spaemann, pues, llama a este tipo de acción política: intervención; una palabra aséptica que, por serlo, nos hace pensar en la inocencia o bondad de la misma. Sin embargo, dicha intervención es necesariamente objeto de un calificativo moral. Veamos: pone el ejemplo de la promoción de una política demográfica, donde presenta dos finalidades posibles de la “intervención”: aumentar la demografía mediante el beneficio a la familia por parte del Estado a través de un subsidio familiar por hijos; y frenar la demografía subiendo los impuestos a las familias a partir de un determinado número de hijos.

En este ejemplo podemos distinguir una intervención del Estado ajustada a derecho natural y otra en contra del derecho natural. En efecto, el matrimonio tiene como uno de sus fines la procreación, es decir tener hijos , los cuales garantizarán la supervivencia del pueblo. Favorecer la natalidad es conforme a la ley natural.

En este caso, el Estado estaría legislando en conformidad a la ley natural y por lo tanto su actuar sería justo. En cambio, frenar la natalidad mediante condicionamientos legales que afectan a la economía familiar, es contrario al derecho natural. Aquí, el Estado estaría realizando ciertamente una violencia latente (porque está oculta), que contradice el derecho natural; estaría violentando el derecho natural a tener hijos. Entonces, la violencia que se opusiera por parte del pueblo a la violencia latente sería moralmente legítima, sería, verdaderamente, contraviolencia.

Coacción y libertad dentro del Estado de Derecho

Y, en el deseo de dar razones a la licitud de la intervención que llama poder social, continúa Spaemann con la consideración sobre la moralidad de la intervención estatal en las motivaciones de los individuos a través de condicionamientos económicos para influir en sus conductas. Pero lo hace en cuanto a que si las acciones que realizan los individuos por esa intervención del Estado expresados en el incentivo y la amenaza, la creación de miedo y esperanza, son libres o no, son hechas con libertad o son hechas con coerción.

Aparece, entonces, el tema de la libertad humana como el valor más importante a considerar a la hora de ver la moralidad de esta clase de intervención, la estatal. Aquí podemos observar, que el autor de “Moral y Violencia” está dirigiendo el pensamiento del lector hacia la valoración de la libertad individual; y no lo hace, insistimos, hacia la valoración de la justicia. De todos modos, se nos presenta la oportunidad de decir también algo sobre la libertad individual.

Aparece entonces en escena la libertad humana, la cual, si bien es y debe ser valorada y defendida en su entidad, no siempre ha sido bien entendida y valorada en su ejercicio dentro de la vida social. Spaemann presenta dos respuestas clásicas a la pregunta sobre la libertad humana y los condicionamientos de carácter coercitivo que influyen en ella, la de Thomas Hobbes y la de Aristóteles. Las veremos y trataremos por separado.

Thomas Hobbes

Spaemann hace ver que, para Hobbes, las acciones que se producen bajo amenaza son libres, por cuanto gozan de motivación psicológica. Dice Spaemann refiriéndose al pensamiento de Hobbes: “El miedo transforma la violencia en motivación. Gracias a ello el miedo es “principio de sabiduría”.

La razón se funda en el miedo a la violencia. El Estado, por su parte, es el sistema en el que, en vez de la violencia, gobierna el miedo a la violencia, vale decir, la razón. Pues en el Estado el miedo a la violencia lleva a la seguridad frente a ella. Quien –por miedo a la muerte violenta- obedece a las leyes, goza de su protección. El miedo a la violencia, lejos de privarnos de libertad, es precisamente la condición de la única libertad que existe: el estar libres de violencia, lo cual quiere decir: libertad de acción”.

Según Hobbes, entonces, la intervención del poder social del Estado a la que se refería Spaemann sería coercitiva, pero de manera tal que, por serlo, haría posible la libertad del individuo.

Este pensamiento de Thomas Hobbes merece ser comentado. Podemos ver que hace confluir, en la vida social dentro de un Estado de derecho, los conceptos de libertad y coacción, representada esta última (en el ciudadano) por el miedo a la violencia. Ordinariamente se piensa que las acciones, para ser libres, deben carecer de coacción.

La misma moral cristiana (católica) considera el miedo como un obstáculo a la voluntad, que atenuaría la culpa del pecador, por reducir en él el grado de libertad que debe tener para actuar. Libertad y coacción son vistos, pues, como conceptos antagónicos. Sin embargo, debemos hacer una reflexión profunda sobre este punto: el binomio libertad-coacción, para encontrar una interpretación acertada .

Para comenzar, convengamos en que, si el miedo es un sentimiento que se encuentra en la naturaleza del hombre, alguna función ha de cumplir. Hobbes vio lo que otros no vieron o no quieren ver: que el miedo, en el estado en que se encuentra el ser humano en este mundo hostil, cumple la función de ayudar al hombre a ajustarse a una vida social pacífica. La experiencia nos muestra que la mayoría de personas actúa por miedo antes que por virtud. De allí que la coacción (o coerción) del Estado para que se obre el bien, vendría a ser moralmente lícita. Se trataría de una coacción que obliga a obrar el bien, para llevar una vida pacífica; se trataría de una coacción sin injusticia.

Pero, alguien podría decir: “¿Cómo que “coacción sin injusticia”, si el coaccionar la libertad es en sí mismo injusto?” A esto bien se puede responder que la libertad no es un valor absoluto, la justicia sí lo es. Al Estado le es lícito (es su deber) obligar a ser justo. Y quien no quiera ajustarse a la justicia, ¡que se vaya a vivir a otra parte! (o ¡a la cárcel!), que no malogre la convivencia social con su bandera de libertad individualista y anárquica. La coacción para obrar el bien, para obrar la justicia, es una acción moralmente lícita por parte del Estado. El miedo a la violencia es necesario para encauzar la vida social por los caminos del bien. Y si aún se duda de esto, quiten a la Policía un mes, o una semana, de las calles, y vean qué pasa.

Con lo dicho no se quiere decir que no haya personas que aún sin leyes promulgadas tenderían a obrar bien, en virtud de la ley moral inscrita en su naturaleza y debido a sus convicciones religiosas. Pero no debemos olvidar que, aún en ellas, siempre hay una inclinación a obrar el mal; por lo que las leyes que coaccionan, que infunden miedo a la multa, a la cárcel, al destierro o a la muerte, se ve que son necesarias. La libertad humana, pues, necesita ser encauzada y dirigida no sólo mediante la exhortación sino también por la coacción, porque es libertad que “está hecha” para vivirla dentro de un orden social. Y el orden social lo pone el Estado.

Aún podría levantarse un hermano nuestro en la religión que siguiera objetando, en base a principios morales que provee la religión cristiana, que la libertad, para serlo, no debe nunca coaccionarse. A lo que habría que recordar que por encima de la libertad está el bien, fundamento de la justicia y valor que realiza la perfección y felicidad del individuo y la paz de los pueblos. Y que la misma moral cristiana, en otro lugar, considera la importancia y licitud moral del miedo como medio para actuar convenientemente: nos referimos a la atrición, que es un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo, que lleva al cristiano al arrepentimiento de sus pecados por el miedo al castigo del infierno .

A la atrición se le llama contrición imperfecta; contrición en cuanto a que hay verdadero arrepentimiento, e imperfecta en cuanto a que lo que mueve al arrepentimiento no es el amor sino el miedo. El miedo, pues, lo decíamos más arriba, se encuentra en la naturaleza del hombre para cumplir una cierta función: en lo personal, la función de ayudar al hombre a conseguir su salvación eterna; y en lo social, la función de ayudar al hombre a ajustarse a una vida social pacífica.

Por ello, no debe verse la coacción como algo ajeno a una vida cristiana libre; la Sagrada Escritura está salpicada por textos donde la amenaza de parte de Yahvé o de Jesucristo cumple esa función de llamar al arrepentimiento y a la corrección de la conducta desviada de los Mandamientos de Dios en vista a llevar una vida de piedad, de justicia y solidaridad, que conduzca finalmente al creyente a una vida llena de bendiciones por parte de Yahvé o a la vida eterna ofrecida por Jesucristo. No es mala, pues, la amenaza para obrar el bien. Sí lo es la amenaza para obligar a obrar el mal. Hay que distinguir esto, para no caer en confusión.

El planteamiento de Hobbes, entonces, de hacer confluir libertad y coacción por parte del Estado, para llevar una vida social pacífica, se ajusta no solo a la realidad de la naturaleza social del hombre en su condición de criatura arrojada a un mundo hostil, sino también a la moral cristiana. Se podrá seguir objetando que el ideal de la moral cristiana es obrar por amor y convicción y no por coacción; a lo que hay que responder que sí: ése es el ideal; pero en la vida práctica, el ideal es solo el modelo que sirve para dirigir nuestras acciones, para acercarnos a él, pero que aun actuando por amor y convicción, no se excluye de la vida del cristiano el temor, el miedo.

Véase si no es así en la vida de los santos y en ciertas oraciones de la Iglesia, como el “Señor mío Jesucristo”, donde no solo el amor sino también el miedo a sufrir las penas eternas del infierno mueven el corazón del creyente a la decisión de nunca más pecar . Quede pues entendido, que este trabajo acepta las ideas que con visión penetrante ha sacado a la luz Thomas Hobbes sobre libertad y miedo al castigo, por ajustarse a la realidad de la naturaleza humana. Y que no encontramos contradicción con la moral cristiana, como creemos haberlo demostrado.

De acuerdo a esto, la intervención del Estado que Spaemann llama poder social, sería moralmente legítima, así tenga que coaccionar la libertad del ciudadano, siempre y cuando el Estado ajuste las leyes a la ley natural y busque con ellas la justicia y la paz que, juntas, son el mayor bien que el Estado puede ofrecer y conseguir para la sociedad entera. Otra cosa es si esa coacción del Estado a la libertad del ciudadano sea contraria al derecho natural. Allí tendríamos que decir que esa coacción del Estado es realmente una violencia latente contra el ciudadano, porque lo fuerza a actuar contra razón y contra derecho (natural). Nosotros preferimos llamarla injusticia institucionalizada, ante la cual podría justificarse, en caso extremo, la violencia insurgente.

Aristóteles

Aristóteles ubica las acciones que suceden por miedo (o bien por la esperanza de “salvar un gran bien”) dentro de un campo de acciones “de naturaleza mixta”. Se refiere a que estos actos son voluntarios (léase libres) en cuanto que su motivación se encuentra en el sujeto que obra, pero que son realizados porque las circunstancias así lo aconsejan u obligan; sin embargo, si se considera que estos casos no son deseados por sí mismos, estos casos pueden considerarse involuntarios.

He ahí la naturaleza mixta de estos actos: se los quiere hacer porque uno se siente presionado u obligado a ello por las circunstancias que acompañan al acto; pero si no hubieran esas circunstancias no se los realizaría, por cuanto no son deseables por sí mismos. A efectos de este trabajo, las acciones que Aristóteles llama “de naturaleza mixta” no dejan de ser libres (como él mismo lo reconoce), aunque podríamos decir de ellas (lo interpretamos nosotros) que son imperfectamente libres, ya que no hay en el individuo la unidad del querer (hacer lo que se desea hacer con todo el alma).

Pero, observamos, eso es lo que menos importa para el orden público. Lo que le interesa al Estado es que el ciudadano cumpla con la ley, lo cual garantiza una vida social de justicia y paz. Que en el individuo haya o no haya unidad del querer es tema de la moral interior, no de la práctica social.

Atraemos nuevamente la atención de los lectores hacia el meollo del asunto: actuar según lo debido, o mejor, actuar según justicia. ¿La libertad? Es para realizar la justicia; para efectos de la práctica social, eso es lo que cuenta. En cuanto a que se obre con unidad de querer o sin ella es tema, en todo caso, de la educación y formación del individuo. Pero, el Estado no puede, no debe, esperar a que el individuo adquiera unidad de querer para cumplir con las leyes que llevan a una vida justa; sería absurdo pensar eso. De allí que la coacción del Estado es perfectamente razonable; es objetiva, es realista (no idealista); entendiendo que sea coacción para obrar el bien, para obrar según la ley natural.

Continuando con el desarrollo de la exposición de Spaemann, el filósofo alemán, a partir de la presentación hecha sobre Hobbes y Aristóteles, respecto a la consideración de la violencia bajo la forma de coacción, pasa al reconocimiento de que, ciertamente podría darse el caso de que el Estado sea injusto.

Pero, luego se pregunta si la violencia física en contra del Estado puede o no justificarse; es decir, si puede ser aceptada intersubjetivamente por todos. Afirma que esto no es posible, ya que la justificación sólo puede darse en una situación de diálogo, de comunicación; y la violencia es opuesta al diálogo, es la ruptura del mismo.

En consecuencia, ya que lo único que da justificación a los actos sociales y políticos es la comunicación, la violencia quedaría fuera de la justificación moral. Con ello, refuerza lo que ya al principio había dicho (y que nosotros criticamos): que “La cuestión de la violencia no es, por tanto, moral,…”. Nosotros ya hemos dicho que disentimos con Spaemann, pues consideramos que la violencia sí tiene espacio en el campo moral; y creemos haberlo explicado suficiente y satisfactoriamente.

Luego, Spaemann observa que la violencia ilegal busca justificar su acción mediante dos argumentos:

1.- Es contraviolencia contra la violencia latente del poder público; y

2.- Se actúa en base a derechos de tutela respecto a los conciudadanos a quienes se pretende salvar, primero, y gobernar, después. No deja de ser interesante esta percepción de Spaemann sobre la idea motriz del actuar y la convicción del carácter “salvador” de la acción violenta contra la legalidad.

Spaemann muestra su desacuerdo con dichos argumentos, considerándolos de moralismo agudizado y observando que quienes actúan así lo hacen considerando que el poder es dominio injusto (el adjetivo es nuestro) con el cual no se puede dialogar, pues sería un dominio que presenta violencia latente contra el cual se justificaría la contraviolencia. Nosotros quisiéramos expresar nuestro parecer.

Estamos de acuerdo con que un pueblo debe ser gobernado por un Estado debidamente organizado, ordenado según leyes, que garantice la justicia y la paz. También estamos de acuerdo con que toda acción violenta contra el Estado debe ser reprimida con la fuerza necesaria para contrarrestarla, manteniendo así el orden y la paz pública. Pero también nos damos cuenta de que, para enjuiciar la moralidad de la violencia contra el Estado, debemos necesariamente distinguir si el Estado es justo o injusto.

Si se tratara de un Estado justo, donde haya realmente preocupación por el bien común; llámese: salarios y sueldos que permitan mantener a la familia, sin necesidad de que ambos esposos trabajen laboralmente, con jornadas de 8 ó 6 horas; seguro social, oportunidades de estudio, de esparcimiento, de elevación cultural, etc.; y todo dentro del espíritu del pueblo, de su tradición; entonces, toda acción violenta contra el Estado sólo podría provenir de mentes desequilibradas, anárquicas y repudiables que no quieren sino destruir el mundo de bienestar general que se ha logrado alcanzar con las leyes ajustadas a la ley natural. La violencia contra el Estado, en este caso, no sería moralmente justificable.

Pero si el Estado solo se preocupa de gobernar en favor de grupos de poder económico; realizando, hipócrita o cínicamente, cada cierto tiempo, mesas de diálogo para combatir la pobreza que ellos mismos generan con sus leyes injustas; si los sueldos son tan irrisorios que obligan a ambos esposos a trabajar, descuidando así la crianza y educación de los hijos (futuros ciudadanos); si se hace trabajar más de 8 horas sin pagar siquiera sobretiempo; si se vuelve norma aceptada que la empresa privada invada la privacidad del hogar o descanso del trabajador mediante los celulares (teléfonos móviles) que debe necesariamente responder el empleado a la hora que sea (a menos que quiera ser despedido de la empresa) sin respetar los espacios personales o privados de quien ya salió de su centro de trabajo; si por guardar tu plata en el banco te cobran mantenimiento de cuenta y cuando te prestan plata te cobran intereses usureros o leoninos (según ley); si se promulgan leyes que afectan las tradiciones del pueblo, su mundo de sentido, ¿cómo podemos tener el descaro de llamar mala a la violencia que pueda surgir en contra de ese mundo injusto, de esa violencia latente? No nos referimos al terrorismo, el cual es digno de repudio, sino a la justificación de un golpe de Estado que permita gobernar de manera justa.

Es más, hay Constituciones Políticas, como la nuestra (la peruana), que otorgan el derecho a la insurgencia . Aunque, es bueno observar, la ley precisa que ese derecho a la insurgencia es en defensa del orden constitucional. A este respecto, creemos que esa restricción es discutible, ya que, como sabemos, toda Constitución Política expresa un modelo político y uno económico que, juntos, sostienen el desarrollo de la vida del pueblo.

Pero, si justamente esos modelos no funcionan y, más bien, producen la injusticia que se quiere corregir, habría no solo que levantarse contra la autoridad injusta, sino, además, cambiar la Constitución Política hasta ese entonces vigente, ya que “no se puede resolver un problema con la misma mentalidad que lo creó” . Sin embargo, en este trabajo, optamos por agotar los esfuerzos por conseguir cambios sin hacer uso de la contraviolencia. La licitud moral de la misma no es una carta abierta para ese tipo de acción; se debe pensar en la insurgencia solo en caso extremo.

Lo que se hace aquí es una reflexión filosófica sobre la licitud moral de la violencia en contra del Estado, cuando éste es injusto y no hay manera de salir de la injusticia, por estar institucionalizada. Estamos haciendo Teoría Política.

Volviendo a Spaemann, la violencia ilegal en contra del Estado (en cuanto que la legal es la del Estado), decimos, puede ser justa o injusta, dependiendo de lo justo o injusto que sea el Estado. Con lo cual debemos observar que la violencia ilegal, no por serlo es necesariamente injusta; puede ser ilegal, pero justa.

Luego de tratar sobre la contraviolencia, justificable moralmente cuando existe violencia latente por parte del poder público, nos toca ahora decir algo sobre la pretensión de los insurgentes de poseer derechos de tutela respecto a los conciudadanos a quienes se pretende salvar, primero, y gobernar, después, lo cual justificaría la violencia contra el Estado injusto y la coacción de los ciudadanos una vez se haya llegado al poder.

Reflexionemos: debemos observar que un Estado injusto sabe utilizar mecanismos de manipulación del pensamiento de los ciudadanos, a tal punto de poder convencerlos de que se vive en el mejor de los mundos; de que el modelo político y el económico con los que el país “funciona” son los mejores; de que no hay otra forma de vivir.

El Estado injusto puede someter el pensamiento del ciudadano a una especie de fundamentalismo político y de fundamentalismo económico, excluyendo así de sus mentes cualquier posibilidad de cambiar el sistema que, siendo injusto, se hace pasar, engañosamente, por justo. A partir de ello, logra satanizar cualquier tipo de contraviolencia, con lo cual pretende desalentar a personas inteligentes que la pretenda o poner al pueblo en contra de ella, si acaso se diera.

Así, si la insurrección consiguiera el poder, se encontrará, entonces, con un pueblo no preparado para vivir un nuevo sistema económico y político. El nuevo Estado tendría, entonces, que desempeñar un gobierno tutelar y represivo, ya que los ciudadanos no están preparados para entender el cambio.

Puede esto sonar chocante, pero tenemos que rendirnos ante la razón que nos da la Psicología sobre este punto: es difícil cambiar una mentalidad. No se está proponiendo en este trabajo cuál sistema político o económico sea el mejor; solo queremos decir que cualquier sistema es bueno si logra la justicia social; y, si no lo logra, hay que cambiarlo . Y debemos decir también que tal vez nunca se encuentre un sistema perfecto; mas, se debe tender a buscar el que más favorezca a la justicia social; y que quienes gobiernen tengan, necesariamente, sensibilidad social.

Solo la sensibilidad social y un sistema que dé verdaderas posibilidades de justicia social podrán lograr un país de justicia y paz. La tutela del Estado, pues, en este caso, es razonable y, por lo tanto, conveniente para el bien del país.

Apreciación crítica de Kant al derecho de resistencia

En la página 170 del libro que venimos comentando, Spaemann pasa a presentar la crítica de Kant al derecho de resistencia. Inicia recordando que este tema ya ha sido tratado en la Edad Media en relación con la doctrina del tirano, el cual podía verse desde dos posibles puntos de vista: “tirano porque no posee legitimación jurídica alguna como detentador del poder gubernamental, (y)… tirano porque gobierna contra el bien común”. Y que ha merecido diversas opiniones, como la de Tomás de Aquino que justifica el levantamiento contra el tirano solo cuando éste se ha rebelado contra el orden conforme a derecho .

Vemos en esta postura el bien común como punto de referencia para justificar, o no, la violencia insurgente. Cosa con la cual estamos de acuerdo, señalando que el bien común se logra con la justicia.

Thomas Hobbes, por su parte, piensa que el llamado “derecho de resistencia” elimina el bien común fundamental: la paz interior (la del pueblo), la seguridad de los ciudadanos en el disfrute de sus derechos civiles.

Y que la legitimidad para gobernar la tiene aquel que tenga la capacidad de imponer la paz interna. En este caso, decimos que la postura del filósofo inglés es acertada en cuanto que habla de paz interior (la del pueblo), la cual, entendemos, solo puede darse en una sociedad justa. Por ello, sería absurdo que en esa situación socio-política pueda justificarse moralmente la violencia contra el Estado.

Pero, si la paz de la que se habla es solo debida al miedo a la represión de un Estado injusto, el “derecho de resistencia” sí tendría entidad, y la resistencia del pueblo podría justificarse, siempre y cuando haya garantía de tomar el gobierno y corregir los males que padece la sociedad. Es más, ese nuevo gobierno, por su capacidad de imponer un nuevo y verdadero estado de paz, se legitimaría a sí mismo; y en esto no habría apartamiento del pensamiento hobbsiano.

Es importante, en lo que venimos diciendo, asociar paz a justicia. La paz verdadera solo puede ser fruto de la justicia. Una paz sin justicia nos haría pensar que la paz es sólo artificial, producto del miedo a la represión injusta del Estado. Y esa paz no es la que busca el hombre, cuando entrega a otro su libertad para ser gobernado; la paz que busca es una paz en justicia.

Kant, por su parte, señala Spaemann, es contrario a la violencia revolucionaria; la considera injusta. Cree que no debe renunciarse a la racionalidad alcanzada al dejar el estado de naturaleza y pasar al Estado de legalidad. Si bien él distingue el Estado jurídico (donde existen leyes y un poder público que garantiza su cumplimiento, así las leyes sean injustas) del Estado conforme a derecho (estado donde las leyes son justas), piensa que si se quiere hacer un Estado más justo, debe recurrirse a reformas progresivas, pero nunca volver al estado de naturaleza.

Sin embargo, reconoce que cuando la violencia revolucionaria ha logrado imponerse en el poder, se establece un nuevo orden legal, con monopolio de la violencia; un nuevo Estado. Pero el modo de haber llegado a ello no puede llamarse propiamente un acto político, sino un suceso natural. La revolución, pues, no sería para Kant una acción moralmente justificable, ya que lo moral solo puede justificarse dentro de un orden legal; la violencia que conlleva la revolución se situaría, entonces, fuera de lo moral.

Frente a esta postura filosófica sobre la violencia revolucionaria, nosotros mostramos nuestro desacuerdo por lo siguiente: para empezar, el Estado es una creación artificial que, por serlo, está sujeto a cambios en su estructura política. La naturaleza humana, en cambio, es siempre la misma. La justicia se encuentra en la naturaleza en cuanto que ésta la exige como derecho natural, y se debe expresar en la organización jurídica del Estado. Lo moral, entonces, se encuentra en la naturaleza humana, antes de presentarse en la construcción artificial del Estado, en lo jurídico.

Vemos, entonces, que la justicia legal (la del Estado) es diferente de la justicia moral (la de la naturaleza); lo ideal es que justicia natural y justicia legal coincidan, ya que esa es la razón de ser del Estado: lograr la justicia natural a través de leyes. Y si esto no se logra hay que modificar las leyes. Pero si no hay voluntad de cambiarlas, por parte de los gobernantes, entonces se hace moralmente lícita la violencia revolucionaria que pueda establecer la justicia natural, una vez tomado el poder.

El error que vemos en Kant (y, más adelante, en Spaemann) es que se cierra en la legalidad del Estado jurídico para hablar de justicia; y no reconoce, por ello, la violencia revolucionaria como acto de justicia natural, que, por serlo, es moralmente buena. Nosotros pensamos, más bien, que la violencia revolucionaria no sería de justicia legal, es cierto, pero sí de justicia natural (de verdadera justicia); y, por lo tanto, moralmente justificable. Hay que saber darse cuenta que lo legalmente justo es lo que las leyes “dicen” que es justo; pero las leyes las hacen los hombres, quienes movidos por intereses egoístas pueden establecer un Estado injusto con su respectiva “justicia legal”, aunque en realidad no haya justicia natural, aquella que necesita un marco jurídico que verdaderamente la exprese y permita a los ciudadanos vivir en la paz, fruto de la justicia.

Tal vez un ejemplo puede ayudar a entender mejor nuestra postura: Si un hombre en estado de naturaleza caza una liebre, y luego viene otro y quiere arrebatársela, se hace presente necesariamente un juicio moral a pesar de no existir un Estado de derecho. Si el primer hombre cazó con su esfuerzo la liebre, la liebre le pertenece. Y el pretender arrebatársele la presa, puede considerarse perfectamente como un acto de injusticia contra el derecho de propiedad de la liebre ajena.

En esta escena se encuentra presente un derecho natural de respeto a lo que es propio, a lo que a uno le pertenece como fruto de su esfuerzo; que exige un acto de justicia natural, sobreentendida, de no ir contra dicho derecho. Al pasar del estado de naturaleza al Estado de derecho, estos derechos y actos de justicia naturales serán puestos por escrito, y los actos contra la justicia (delitos) serán debidamente tipificados.

Quiere decir que el derecho y la justicia dentro de un Estado de derecho no son sino expresiones, ordenadas sistemáticamente, de unos derechos y actos de justicia que ya existían en el estado de naturaleza. Por esta razón, la acción revolucionaria no puede ser excluida de lo moral, de la justicia. No será de justicia legal, pero sí de justicia natural, y, por lo tanto, moralmente justificable.

Si, según Spaemann, Kant piensa que la revolución no es un acto político, sino un suceso natural, no debe por ello pensarse que por ser suceso natural sea necesariamente injusto. Es ilegal, es cierto; es volver al estado de naturaleza, también es cierto; pero es un acto moralmente justo, en cuando la revolución pretende alcanzar la justicia natural que el Estado de derecho vigente no ha logrado o no ha querido establecer.

Lo que se ve en Hobbes, en Kant y en Spaemann es un “horror al estado de naturaleza”. Si ya se ha logrado un Estado de derecho (o al menos jurídico, en la distinción de Kant), toda mejora en orden a conseguir mayor justicia debe hacerse dentro de ese Estado ya instalado que otorga a los ciudadanos la paz social.

Pero, ya lo hemos observado anteriormente: puede llegarse a que pasen decenas de años sin que ese cambio se dé y, por lo tanto, se mantenga un estado de injusticia grave (a pesar de las promesas del poder Estatal); y que la naturaleza del hombre se rebele y quiera volver temporalmente al estado de naturaleza que permita la violencia que finalmente consiga la justicia a que aspira el ciudadano. El “horror al estado de naturaleza”, si bien es legítimo, no debe hacernos caer en una inacción que permita un estado de injusticia, lo cual sí debe horrorizarnos.

Si bien es cierto, Kant y Spaemann llegan a aceptar como legítimo el establecimiento de un nuevo Estado de derecho, con el orden legal que le es propio y con el monopolio de la violencia que les permitirá establecer la paz, fruto de una acción revolucionaria exitosa, lo que hemos querido observar es que el medio que ha permitido esa conquista: la violencia revolucionaria, para nosotros es moralmente justificable, mientras que para estos filósofos alemanes no lo es; las razones ya las expusimos, pero insistimos en presentarlas: para Kant y para Spaemann, los actos en estado de naturaleza no son moralmente justificables. De allí que se puede legitimar el nuevo gobierno revolucionario que implanta un nuevo Estado de derecho, pero no se legitima moralmente el medio que utilizó. Nosotros, repetimos, sí legitimamos el medio, que llamamos: violencia buena.

El “providencialismo” de Kant

Spaemann, en el intento de negar contundentemente la justificación moral de la violencia revolucionaria, presenta el pensamiento filosófico-histórico de Kant. Para Kant, la naturaleza posee una finalidad histórica que el individuo desconoce, con lo cual, no puede pretender que sus acciones violentas sean las que consigan la finalidad histórica que la naturaleza o la razón han dispuesto para el hombre universal. Para Kant, dice Spaemann, no existe una armonía preestablecida de moral e historia.

De este modo, y para no extendernos mucho, el hombre debería, entonces, vivir su presente no como momento histórico definitivo (respondiendo moralmente a un llamado de la naturaleza para alcanzar la finalidad histórica que ella tenía preestablecida), sino como un momento dentro de una historia que aún no termina y que continuará según la naturaleza lo quiera hasta alcanzar la finalidad que el hombre, de vida corta, ignora. Lo moral sería vivir dentro del Estado jurídico que le ha tocado vivir a uno, sin pretender que ése sea el estado perfecto y definitivo.

Quedaría excluida, entonces, toda acción (incluyendo la revolucionaria) que pretenda el logro definitivo del fin de la historia (el fin ya vendrá y depende de la naturaleza y no del hombre).

¿Qué podemos responder a esta visión filosófico-histórica? Desde nuestro punto de vista, sí existe por parte del hombre una intuición o conocimiento de lo que la naturaleza o lo divino quiere para la humanidad. El hombre puede encontrar en la Revelación o en la Naturaleza la verdad sobre la plenitud de vida a la que es llamado: lo que podemos definir como una vida buena, justa y bella. Y todo esfuerzo por conseguirla es moral y coincide con el fin propio de su tiempo histórico (dado por Dios o por la Naturaleza).

El tiempo histórico presenta un marco dentro del cual los hombres pueden esforzarse en establecer o implantar un mundo de sentido donde brillen la verdad, la bondad, la justicia, la paz, el orden y la belleza. Ese es el fin de la historia; no de una historia que continuará “hasta sólo Dios sabe cuándo", sino la historia que le toca vivir al hombre desde que nace hasta que muere. Para nosotros, decir la historia es, en realidad, señalar que mientras el hombre exista sobre la tierra existirán tiempos históricos completos en sí mismos en cuanto que es posible el conocimiento de los valores que deben orientar el actuar histórico.

Actuar conforme a estos valores es moral y va en armonía con el fin de ese momento histórico que toca vivir. El fin de la historia, en nuestro concepto, se da en cada momento histórico, en la medida en que se tiene conciencia de construir un mundo de sentido sobre los valores que llevan al hombre a su perfección. Para el hombre religioso será una vida según Dios, conforme a Su Voluntad expresada en mandatos y/o conforme a la naturaleza que de Él mismo proviene; así lo veíamos en los israelitas y en los griegos, y en los alemanes que buscaban establecer un Nuevo Orden. Para los no creyentes será una vida según las promesas de sus respectivas ideologías utópicas .

Siendo esto así, la conquista, en un caso, y la violencia revolucionaria, en otro, que pretenden alcanzar el fin que Dios y/o la naturaleza han preestablecido, son moralmente justificables. Lo que sí puede ponerse en cuestión es el acierto o desacierto del actuar político violento que busca lo bueno; es decir, el modo como ese fin debe establecerse; pero no el acto violento en sí mismo. He aquí donde entran en escena los diferentes modelos políticos y económicos que deben saber dar una segunda justificación moral.

Refutamos, entonces, la tesis de Spaemann sobre la exclusión de la violencia del actuar moral, y la no correlación entre historia y acción moral que propone Kant, según señala Spaemann. Creemos, sí, que se puede percibir existencialmente una providencia de Dios o de la naturaleza; pero, además, postulamos que pueden darse, en un determinado tiempo histórico, la armonía entre querer divino (o de la naturaleza) y acción política.

¿Justificación de la resistencia violenta en Spaemann?

Spaemann llega a señalar dos criterios que justificarían una resistencia violenta. Pero se trataría de resistencia violenta no contra un Estado al menos jurídico , sino con un Estado aparente por la pérdida de su razón de ser: ofrecer al ciudadano la posibilidad de vivir protegido contra la violencia ilegal y la posibilidad de verse respetado por el mismo Estado en sus derechos fundamentales.

La gravedad en estos dos puntos, deslegitimaría al Estado, haciéndolo responsable de la recaída en la violencia propia del estado de naturaleza.

Si bien la postura de Spaemann es correcta, observamos que sigue en la idea de que no se justifica una resistencia violenta contra un Estado, por lo menos jurídico. Él ha venido insistiendo (explícita e implícitamente) en que en un Estado donde hay monopolio de la violencia, respeto a la libertad de expresión, respeto al derecho de emigrar a otro país y posibilidad de mejorar las condiciones de vida social y política de culturas heterogéneas dentro del mismo país, no se justificaría la violencia revolucionaria.

Y tiene razón. Pero, sabemos que hay países donde la injusticia está institucionalizada y el Estado jurídico goza de perfecta salud: tiene el monopolio de la violencia, defiende los intereses de los ricos y se desentiende de los pobres; pronuncia discursos demagógico; ofrece paliativos contra la pobreza y miseria, pero mantiene las estructuras injustas; hace uso de los medios masivos de comunicación para embrutecer a la gente distrayéndolos de los problemas sociales graves del país; y se la pasan así años tras años, alternándose el poder, pero siempre a favor de intereses económicos privados que pagan bien. Un Estado así, podrá ser todo lo jurídico que quiera, pero no ofrece ninguna posibilidad de cambio social. Spaemann sueña con el diálogo, que realmente en la práctica es una burla del Estado injusto y corrupto hacia el pueblo sufriente.

El diálogo se convierte en un “blablablá” que promete lo que sabe de antemano no se tiene intención de cumplir. La injusticia institucionalizada es la peor de todas las violencias, porque juega y se ríe del sufrimiento y de la impotencia de los pobres. Es en estos casos donde podemos justificar moralmente la violencia revolucionaria contra un Estado jurídico. Es nuestra posición.

Termina Spaemann su ensayo filosófico sobre “Moral y Violencia” con una mención a Georges Sorel respecto a la licitud moral que da el filósofo francés a la violencia revolucionaria, entendiendo la lucha del proletariado contra el poder del Estado injusto como una guerra donde la idea de la violencia queda purificada. Esto a causa de que, por ser guerra, la lucha violenta se realiza sin odio ni espíritu de venganza; no se mata al vencido ni a seres indefensos. En la postura de Sorel está presente, pues, el convencimiento de que es posible una vuelta al estado de naturaleza circunstancial (la violencia revolucionaria) donde la violencia esté transida de ética . Compartimos esa idea.

La Moralidad de la violencia dentro de la vuelta al Estado de Naturaleza

"Amo la paz, pero no me dejas otra alternativa".

(El autor)

Entender la violencia

Cuando uno quiere aprender a dibujar bien, el profesor nos hace realizar trazos en diferentes sentidos, para “soltar la muñeca”, pues acostumbrados al mismo movimiento, cada vez que intentemos dibujar algo, no saldremos de los mismos trazos y nuestros dibujos se verán limitados a lo de siempre.

Lo mismo pasa con nuestro pensar: hacemos siempre los mismos movimientos con la inteligencia, de tal modo que siempre razonamos volviendo al mismo lugar; y de allí no salimos. Así, pues, este trabajo nos exige “soltar la muñeca” para comprender que la violencia buena no debe rechazarse sólo por el hecho de ser violencia, ni rechazarse tampoco el estado de naturaleza porque lo consideremos propio de la barbarie; así como entender la necesidad de la violencia para edificar un mundo de sentido y para defenderlo, y la posibilidad de que exista moral en la vuelta a eventuales estados de naturaleza. De esto último nos ocuparemos en este capítulo.

Comprendiendo el “horror al estado de naturaleza”

El “horror al estado de naturaleza” de Hobbes , Spaemann y Kant proviene de la valoración del Estado de derecho como un logro del hombre que ha conseguido pasar de la barbarie a un mundo civilizado; y que volver al estado de naturaleza significaría perder todo lo que se ha logrado a lo largo de cinco milenios. Y es cierto: nadie en su sano juicio querría volver a un estado de violencia que no solo perturba la paz social sino también la interior, la del alma.

La paz es necesaria para que el hombre pueda desarrollarse y expresarse desde su riqueza interior, alcanzar su perfección y ser feliz. Al Estado le es lícito, por tanto, es su deber, hacer uso de la violencia contra toda violencia insana que quiera destruir el mundo de sentido construido con tanto esfuerzo.

Pero, como el Estado se ha formado en función del bien de los ciudadanos , al descuidar gravemente este bien se deslegitima, pierde la lealtad que se le debe y abre la puerta al estado de naturaleza, ya que la naturaleza siempre busca restablecer su equilibrio. De allí que más que tener “horror al estado de naturaleza” debería tenerse “horror al estado de injusticia”; porque, ciertamente, restablecer el equilibrio por medios violentos siempre trae consigo sufrimiento. Pero lo que no puede aceptarse es la defensa cínica de un Estado jurídico que institucionaliza la injusticia y que, para mantenerla, busca provocar el miedo al estado de naturaleza.

Si se gobierna de acuerdo al bien común, no hay por qué temer la vuelta al estado de naturaleza. En cambio, si se gobierna traicionando al pueblo hay que temer, y mucho, la vuelta al estado de naturaleza y la justicia que los revolucionarios o golpistas sabrán aplicar a quienes gobernaron como enemigos del pueblo.

Pero, también, debemos decir algo; la vuelta al estado de naturaleza de aquellos que ya conocen un Estado de derecho o un Estado jurídico, no es la misma vuelta al estado de naturaleza del hombre de la barbarie.

El hombre salvaje, en su estado de naturaleza, intuye la justicia ; el hombre civilizado no sólo la intuye sino la entiende y sabe fundamentar lo que es justo y lo que es injusto; y, cuando vuelve al estado de naturaleza lo hace movido por un movimiento de la naturaleza arropado en la cultura propia de su mundo civilizado. Para un hombre verdaderamente civilizado, la vuelta al estado de naturaleza es un recurso “obligado”, extremo y eventual; doloroso, pero necesario para reemplazar un Estado injusto por otro justo.

Es por ello que el estado de naturaleza al que vuelve el hombre civilizado está transido de moral; es el bien moral el que lo impulsa; y sus acciones son morales en cuanto son reacción a una injusta agresión (patente o latente) por parte del Estado injusto; son auténticamente acciones de contraviolencia.

Pero, el hombre civilizado no vuelve al estado de naturaleza para quedarse en él; lo hace solo para lograr recuperar el equilibrio que el estado de injusticia institucionalizada ha eliminado de la vida social: la paz pública en justicia social; lo hace para volver al Estado de derecho. Su motivación es moral y el medio (la violencia), también lo es.

La violencia dentro de la naturaleza humana y su función social

Podríamos ahora reflexionar sobre la función que tiene la violencia en la vida humana. Ya la Psicología Humana señala la agresividad como un mecanismo natural de defensa contra cualquier amenaza de daño, proveniente de potencialidades agresivas basadas en factores biológicos; se puede hablar, entonces, de un instinto de agresividad .

Pasando al campo social, Georges Sorel, en su libro “Reflexiones sobre la Violencia”, realiza reflexiones interesantes sobre la violencia dentro y en contra de un Estado de derecho (o al menos jurídico), donde se ve claramente su función restablecedora de justicia. Nos dice, en el capítulo IV: La moralidad de la violencia :

“Los códigos toman tantas precauciones contra la violencia, y la educación debilita en tal manera nuestros impulsos hacia ella, que, instintivamente, estamos obligados a pensar que toda acción violenta es una manifestación de retorno a la barbarie…”.

Aquí, Sorel advierte que nuestro rechazo a la violencia proviene de una educación que se ha ocupado de debilitar el impulso de agresividad. La razón de esto, la da a entender, es el temor a una vuelta a la barbarie. Al hablar de debilitamiento del impulso de agresividad, estaría sugiriendo que se ha afectado este impulso natural; que lo normal sería tenerlo en la fuerza que le es propia en vista a cumplir la función de defenderse ante amenazas o atentados contra la integridad personal y social.

En efecto, continúa, solo un poco más adelante, con ejemplos y reflexiones sobre casos reales de uso de la violencia justificados a pesar de salirse del Estado de derecho: “P. Bureau, se muestra notablemente sorprendido de encontrar en Noruega habitantes rurales que han permanecido profundamente cristianos, y que, pese a ello, jamás dejan de tener un puñal en la cintura.

Cuando una disputa termina con el cruce de los cuchillos, la encuesta policial es interminable, en especial por la falta de testigos dispuestos a declarar…”. Vemos, pues, cómo Sorel ve la compatibilidad (en el testimonio de P. Bureau) entre la moral cristiana y la legítima defensa.

Y, en efecto, ésta última está contemplada dentro de la moral cristiana, bajo la forma de defensa (violenta) propia, la acción policial violenta y la acción bélica contra el enemigo extranjero. En todas ellas se trata de una violencia contra el injusto agresor y su finalidad es el restablecimiento del orden circunstancialmente afectado .

Y para sustentar mejor su pensamiento, Sorel continúa: “Tomo un segundo ejemplo, a P. de Rousiers que es, igual que P. Bureau, un católico ferviente y con preocupaciones morales. Relata cómo, hacia 1860, el gran centro minero de las Montañas Rocallosas —esto es, el país de Denver— fue purgado de los bandoleros que lo infestaban.

Como la magistratura se mostraba impotente, los más valerosos ciudadanos decidieron obrar: "La ley de Lynch se aplicaba con frecuencia; un hombre convicto de asesinato o de robo, podía verse arrestado, juzgado, condenado y colgado en menos de un cuarto de hora, apenas un enérgico comité de vigilancia se apoderaba de él”. Es interesante en este ejemplo contemplar el fondo de las acciones violentas de aquellos valerosos ciudadanos: hacer justicia, cuando la autoridad es incapaz de hacerla.

Se ve en ello la razón de ser de la autoridad establecida por el Derecho: hacer justicia. Pero, si la autoridad encargada de cumplir esa función “no funciona”, se recurre a la violencia fuera de Derecho Positivo, pero dentro del Derecho Natural. No hacerlo significaría dejar sin castigo una acción contraria a justicia (impunidad) y, además, sentar un precedente que multiplicaría los actos injustos y la instauración de un mundo donde reine el mal. Y continúa Sorel haciendo ver la licitud de la violencia en una persona buena, cuando de defender sus intereses se trata: “El americano honrado tiene la excelente costumbre de no dejarse aplastar sólo porque es honrado.

Un hombre de orden no es necesariamente un miedoso, como es verdad muy a menudo entre nosotros. Por el contrario, estima que sus intereses han de estar por encima de los de un perseguido por la justicia o de un jugador.

Además, posee la energía necesaria para resistir, y el género de vida que lleva lo hace apto para resistir con eficacia, y aun para tornar la iniciativa y la responsabilidad de una medida grave, cuando las circunstancias lo exigen. Tal hombre, situado en un país nuevo y pleno de recursos, y que desea beneficiarse con las riquezas que encierra y conquistar con su trabajo una situación próspera, no dudará en suprimir, en nombre de los intereses superiores que representa, a los malhechores que comprometan el porvenir de ese país. He aquí por qué tantos cadáveres se balanceaban en Denver, hace veinticinco años, en el pequeño puente de madera tendido sobre el Cherry-Creck".

Refuerza Sorel su reflexión sobre la moralidad de la violencia señalando un ejemplo más tomado de P. de Rousiers, diciendo: “Luego aprueba cálidamente el comité de vigilancia de Nueva Orléans, que en 1890 ahorcó, "con gran satisfacción de todas las personas honradas", a unos maffiosi absueltos por el jurado.

No está demostrado que en los tiempos en que la vendetta funcionaba regularmente en Córcega —para completar o corregir la acción de una justicia coja— el pueblo haya tenido menos moralidad que hoy. Antes de la conquista francesa, la Kabilia no conocía otro modo de represión que la venganza privada, y los kabilios no eran malas personas”.

En este ejemplo se señala la acción violenta, “fuera de Derecho”, como un medio para completar o corregir la acción de una justicia coja. Se está queriendo decir, pues, que se trata de un acto de violencia vindicativa ante la incapacidad o ineficiencia de las autoridades encargadas de hacer justicia.

Puede verse así que solo en casos extremos se opta por esta forma de violencia, que se encuentra fuera de las leyes positivas.

Finalmente, Sorel, en este capítulo de su obra, termina reconociendo el peligro de la violencia cuando excede ciertos límites, pero que este peligro no debe deslegitimar el uso de la violencia fuera de Derecho positivo, cuando las circunstancias así lo exijan: “Hay que reconocerles a los devotos de la mansedumbre que la violencia puede entorpecer el progreso económico y aun, tornarse peligrosa para la moralidad, cuando excede ciertos límites. Pero esta concesión no debe ser opuesta a la doctrina que aquí se expone, porque yo considero la violencia sólo desde el punto de vista de sus consecuencias ideológicas”.

Los ejemplos que pone Sorel son más que elocuentes: la moralidad de la violencia en orden a restablecer la justicia y la paz. Se trata, como decíamos más arriba, de una vuelta temporal al estado de naturaleza, para recuperar el equilibrio socio-vital que el hombre ha perdido a causa de la injusticia. Vemos, así, que la violencia (posible a causa del instinto de agresividad) cumple una función social: devolver el equilibrio a la sociedad, luchando contra el poder injusto y restableciendo la justicia ausente. Sobran las palabras, ante observación tan razonable.

Motivadores inconscientes de la violencia

Si bien el hombre civilizado ha llegado a un desarrollo personal que le permite llevar una vida ordenada según leyes que conducen a la paz, no debe olvidarse que detrás de la cultura adquirida se encuentra su naturaleza. El hombre no puede anular su naturaleza, pues dejaría de ser hombre. De allí que a la costumbre Aristóteles la haya llamado segunda naturaleza. La naturalidad en el actuar del hombre civilizado, dentro de la vida social, expresa un trabajo sobre su naturaleza “salvaje”.

La urbanidad y las buenas costumbres son expresión de un alma cultivada, dentro de una vida social justa y pacífica. Pero, cuando se recibe un trato injusto, sea por parte de otro individuo, de alguna institución civil o del Estado, la naturaleza “salvaje” aflora y trata de defenderse. Ya hemos dicho que la naturaleza tiende a recuperar el equilibrio que por alguna razón se pierde; en el caso de la vida humana, consideramos que dicho equilibrio puede llamarse inequívocamente paz social, conseguida mediante la justicia social. El instinto de agresividad cumple, entonces, una función social importante: restablecer la justicia y la paz, como ya lo dijimos más arriba.

Pero, existen en la naturaleza humana otros elementos que pueden ser motivadores de violencia. Uno de ellos es la capacidad y tendencia natural a instalar un mundo de sentido, cuyo “resorte vital” es el instinto de dominación. Ya lo veíamos en el primer capítulo: el hombre tiende a construir un mundo de sentido y a dominarlo a través del poder; la violencia sería el instrumento de defensa de ese mundo de sentido contra fuerzas contrarias provenientes de dentro o de fuera. La violencia, en este caso, estaría justificada. También dijimos que el hombre busca extender ese mundo de sentido propio, mundo bueno, justo y bello, hacia otros pueblos.

La violencia conquistadora encontraba, en esa motivación y fin, justificación moral, ya que, lo veíamos también, no actuar así significaría permitir el desarrollo de otros pueblos con mundos de sentido de injusticia y fealdad moral, que finalmente podrían prevalecer sobre los pueblos superiores en civilización. Mientras que la finalidad sea, entonces, proveer al ciudadano de bienestar y felicidad, y al mundo de una vida superior, ese dominio es bueno y ese poder es aceptado. Pero, esa tendencia puede desviarse y el hombre puede hacer uso de su poder para instaurar un mundo injusto donde ciertos privilegiados sean los únicos en llevar una vida verdaderamente digna. Es allí donde la violencia del Estado injusto es tenida como mala.

Vemos, pues, cómo hay motivadores inconscientes de violencia que, si son bien dirigidos, traen el bien; y si son mal dirigidos, el mal. Ahora, en el caso de una violencia revolucionaria contra el Estado injusto, estaríamos volviendo provisionalmente a un estado de naturaleza que, lo podemos ver, es moralmente justo. Vamos viendo, pues, en la naturaleza humana, instintos que cumplen una función social. Si bien el establecimiento de un Estado de derecho es un bien deseado por cualquier persona equilibrada, no debe olvidarse que en la construcción de ese estado de paz intervienen instintos naturales. Y que esos instintos actúan siempre.

Actúan en tiempos de paz y justicia; actúan, también, en tiempos de injusticia, como restablecedores de ese mundo de justicia y paz a que se aspira, dentro de un Estado de derecho realmente justo. Volver temporalmente al estado de naturaleza, cuando la razón así lo exige, es perfectamente moral.

Hay casos donde lo dicho al final del párrafo anterior se muestra de manera clara. Volvamos al ejemplo de la Guerra Cristera. La reacción civilizada ante la ley injusta del presidente Calles fue, inicialmente, la manifestación pública del desacuerdo con esa ley, a través de marchas. Al no lograr la derogación de la ley, se pasó al boicot económico. Aún no hay violencia física y se permanece en un Estado, al menos jurídico. Mas, es cuando el Estado injusto se decide a matar a quienes incumpliendo la ley deciden seguir practicando su fe, donde surge la reacción violenta, la vuelta al estado de naturaleza. Es aquí donde podemos aplicar el texto del epígrafe que colocamos después del título de este capítulo: “Amo la paz, pero no me dejas otra alternativa”.

Si a la violencia del pueblo mexicano en este acontecer histórico no se le quiere llamar legítima, solo se entiende en cuanto a que los actos de violencia en contra del Estado están teóricamente excluidos de un Estado de derecho o al menos jurídico. Pero eso no quita la justificación moral de dicho acto, aunque se dé dentro de una vuelta al estado de naturaleza. En realidad, no estamos hablando de palabras que encajan o no en esquemas de pensamiento (Estado de derecho, Estado jurídico, estado de naturaleza); estamos hablando de justicia.

justicia; además que predispone, a quien lee o escucha la frase, a rechazar la violencia, porque en “el cerebro” de la gente, se ve lo ilegítimo como malo. De allí, nuestra constante insistencia en el tema de la justicia.

Sin embargo, no es nuestro propósito formar una actitud violenta en nuestros lectores, no hacemos apología de la violencia como modo de vida; ni nos hacemos apóstoles de la violencia, como Sorel . Solo estamos haciendo ver la función social de la violencia en determinadas circunstancias. Hemos dicho que el hombre busca el retorno al Paraíso perdido, que busca construir un mundo de sentido que exprese los más altos valores a que puede aspirar la Humanidad, entre ellos la paz. Pero constatamos, dolorosamente, que la violencia acompaña al hombre en este noble propósito. En esta obra observamos, reflexionamos y proponemos una interpretación sobre el tema.

Otro motivador de violencia lo observamos en el instinto de posesión. Este instinto cumple la función de provisión para la supervivencia y el desarrollo personal y social. El instinto de posesión va de la mano con el instinto de agresividad: el primero provee y el segundo protege lo que es propio en justicia. Lo veíamos en el primer acto humano que funda derecho: la toma de la tierra. Y lo vemos, también, a lo largo de la historia de la humanidad.

Sin embargo, el instinto de posesión ha sido el causante de acciones injustas por parte de los hombres; esa fiebre posesiva de las manos lleva al hombre a cometer tremendas injusticias, como la esclavitud y otras formas de dependencia económica infamante de unos hombres desposeídos respecto de otros que lo poseen “todo”, fruto de una organización social y política que sostiene material e ideológicamente ese estado de injusticia.

Injusticia no porque haya desigualdad, sino injusticia porque quienes no poseen o poseen poco están excluidos de una vida digna. Este instinto de posesión, entonces, cuando se desordena y establece un mundo injusto, se convierte en motivador de violencia por parte de los afectados. Pero también encontramos como motivadores de violencia ciertas personalidades patológicas. Existen individuos que poseen una actitud conflictiva que los lleva a constantes actos de violencia, de palabra o de obra.

Sus pensamientos están siempre dirigidos a la confrontación; encuentran un gusto insano en la prepotencia, en el hacer sentir mal a los demás. Tienen una personalidad perversa, destructiva, nunca constructiva; solo saben ver errores o males en las obras de los demás; nunca construyen nada.

Esta violencia mala es la que puede gestar un falso espíritu de justicia, e intentar una rebelión contra un Estado justo, aunque imperfecto. Estas personalidades encuentran espacio en sociedades democráticas, donde la igualdad de derechos para la participación política les permite actuar en un escenario político desde donde pueden influir negativamente en la población y motivarlos al descontento y a la violencia . ¿Cómo distinguir quién es verdadero adalid de la justicia y quién, un “buscapleitos” manipulador y taimado?: La correspondencia de su discurso con la realidad sobre la salud del pueblo.

De allí, la necesaria información constante que el Estado debe dar sobre las obras que realiza en favor del pueblo; dentro de ello: la eliminación de la pobreza, las oportunidades de desarrollo personal y las oportunidades de trabajo, que deben ser los principales objetivos de la acción política, así como la satisfacción de necesidades de alimento, vestido, techo, educación y trabajo, que son expresión de justicia.

Vemos, pues, que existen realmente motivadores inconscientes de la violencia; unos, de violencia buena y otros de violencia mala. Observamos que en la naturaleza humana los instintos son instrumentos de construcción de un mundo de sentido que apunta a la paz (incluyendo el instinto de agresividad); pero que, cuando se desordenan, pueden llevar a la violencia mala.

Así, el volver eventualmente al estado de naturaleza, el dejar aflorar los instintos, bases de la construcción de una vida social dirigida hacia la paz, debe verse como moralmente bueno, cuando lo que se busca es el restablecimiento de un mundo civilizado donde brille la justicia.

Dejando el estado de naturaleza

A estas alturas del presente trabajo podemos darnos cuenta de que el hombre no ha sido puesto o aparecido en la tierra para quedarse en el estado de naturaleza. Por el contrario, se ve con claridad que es un ser perfectible que poco a poco ha ido desarrollando mejores modos de supervivencia y convivencia humana. Digámoslo más directamente: el hombre tiende naturalmente a pasar de un estado de naturaleza a un estado de cultura. Pero no debemos olvidar que ese estado de cultura se funda sobre la naturaleza humana; es decir, la naturaleza humana no es anulada por el estado de cultura.

Todos llevamos un “salvaje” dentro, que lo tenemos debidamente amaestrado, nunca superado. Experimentos de psicología social así lo han demostrado . Sin embargo, seamos positivos y veamos que el hombre tiende a la excelencia moral.

En efecto, a pesar de ciertos ejemplos cargados de miseria moral relatados por la Historia o la Literatura; o de aquellos que encontramos en nuestro diario vivir, debemos reconocer que el hombre es grande; que no solo tiene capacidades espirituales que lo distinguen y distancian de los demás seres vivientes, sino que ha dado muestras incontestables de elevación espiritual y excelencia moral. Hombres como Pericles, Alejandro Magno, Julio César, Luis XIV, Napoleón, don José de San Martín, Simón Bolívar y otros personajes de la Historia, entendieron que la vida va más allá de la comida y la bebida; que el hombre está destinado a una vida buena, verdadera y bella. Estos personajes históricos habrán tenido sus defectos y cometido errores, pero su presencia en este mundo ha sido una presencia de sentido, una existencia que les ha llevado a dar una forma verdaderamente humana a sus pueblos y, desde allí, a los demás.

La violencia, poca o mucha, en cada caso; la necesaria u oportuna, en todos; ha sido una violencia buena que ha hecho presente una manera superior de ver y vivir la vida. Pero, aún ellos, no se han visto libres de la más difícil de todas las batallas: luchar contra sí mismos. En efecto, hemos venido hablando de la violencia en el ámbito social y político; pero el tema quedaría incompleto si dejáramos de hablar de la más importante y decisiva violencia para poder instalar ese mundo de sentido que refleje la verdad, el bien y la belleza: la violencia contra uno mismo.

Efectivamente, en nuestro interior se encuentran enfrentadas constantemente dos fuerzas antagónicas: la fuerza del bien que busca hacer realidad la virtud que lleve a la consecución de los más altos valores que dan sentido a la existencia de nuestro propio mundo; y la fuerza del mal, que se opone a ese propósito. Sobre estas dos fuerzas se han ocupado hombres dedicados al pensamiento filosófico y religioso, como Platón con su Mito del Carro Alado , donde presenta en forma de caballos aquellas dos fuerzas del alma, la irascible y la concupiscible, la una, noble, que va hacia arriba; y la otra, deleznable, que tira hacia abajo, manejados diestramente por la razón representada por el auriga. O Pablo de Tarso, que reconoce en su interior una lucha entre el bien que desea hacer y el mal que no quiere realizar .

Para Platón, la justicia consistirá en la subordinación de las partes del alma (a la razón), según naturaleza; para Pablo, la justicia consistirá en obrar el bien ayudado de la razón y de la gracia de Dios .

Hay, pues, dos fuerzas en el interior del hombre, que pugnan por predominar; una de ellas busca el bien, el orden, la justicia; la otra, el mal, el desorden, la injusticia. Todo ser humano experimenta esta contienda interior dentro de su ser; entre ellos, los hombres superiores : aquellos destinados a gobernar a sus congéneres. Más aún, la fuerza que tiende al mal es tan fuerte en ellos, por estar dotados de caracteres de excelencia que podrían alimentar su ego desmesuradamente; de allí que, guiados por la razón bajo la forma de prudencia, tendrán que hacerse mucha violencia contra sí mismos, para obtener el equilibrio o moderación que, junto con la valentía, haga de ellos hombres justos, capaces de instalar un mundo bueno.

Pero esta lucha interior no es privativa de los gobernantes; decíamos que todo ser humano la experimenta. Así, los ciudadanos tendrán que hacer prevalecer en su conducta la fuerza del bien, para ajustar sus vidas a la razón y, desde allí, a la justicia. Las virtudes de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza son, pues, aquellas que llevarán a gobernantes y “gobernados”, a establecer no sólo la subordinación de las partes del alma, según naturaleza, sino también la subordinación que el orden social, según naturaleza, así lo exige .

Vistas las cosas como las presentamos, la grandeza humana de cada uno de los hijos de un pueblo o nación, desde el gobernante hasta el último ciudadano en la escala social, en un orden social debidamente articulado, hará posible la justicia y el bienestar de todos. Hay que dejar, pues, el estado de naturaleza para llegar a un Estado de derecho; pero hay que saber cuidar este último; ¿el medio?: la violencia contra uno mismo. Ya lo decía Napoleón: “La batalla más difícil la tengo todos los días conmigo mismo”. Y esta violencia contra esa inclinación de la naturaleza que nos impulsa al mal, también es moral.

La violencia en el pensamiento religioso Judeo-Cristiano

“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: … su tiempo la guerra, y su tiempo la paz”. (Ecles 3, 1 y 8b)

Las Sagradas Escrituras

Se llaman Sagradas Escrituras a los 73 “libros” que componen lo que ordinariamente conocemos por Biblia. En estos escritos, divididos en dos partes, Antiguo y Nuevo Testamento, podemos observar el pensamiento religioso judeo-cristiano. Siendo los Libros Sagrados fuente de inspiración para el vivir cotidiano e histórico del pueblo judío y del cristiano, queremos descubrir en ellos el tema de la violencia. Veremos si ella se encuentra implícita o explícitamente justificada en un caso y en otro.

La violencia en el Antiguo Testamento

Ya hemos adelantado algo acerca de la violencia en el Antiguo Testamento, cuando recordamos la violencia con que fue tomada la Tierra Prometida. Decíamos que Josué, por mandato divino, no solo conquistó violentamente la ciudad de Jericó, sino que también pasó por cuchillo a todos los habitantes de aquella tierra ajena. Escenas como ésta se repiten a lo largo del Antiguo Testamento . Es más, estas escenas cargadas de violencia religiosa son usadas frecuentemente por los enemigos de la Religión, para desacreditarla; y, con frecuencia, confunde y avergüenza a los cristianos haciéndoles bajar la cabeza.

Ya hemos dado nuestro punto de vista sobre la justificación moral de la violencia religiosa: la instalación de un mundo de sentido que sea expresión de ese Paraíso que se perdió en los orígenes. Pero, sabemos que habrá quienes no se encuentren satisfechos con esta explicación. Por ello, debemos ahondar un poco más en el tema: lo que necesariamente debe evitarse es el pensar con relativismo; decir que así como el pueblo de Israel cree poseer la verdad a ese respecto, lo mismo podrían argüir los demás pueblos, con lo cual la justificación no tendría sustento objetivo sino subjetivo.

En realidad, si se prestara atención al contexto histórico, con sus componentes sociales, morales y religiosos, se llegaría no solo a entender sino a dar la razón a las pretensiones de legitimidad del actuar violento del Pueblo de Israel. Nos explicamos: más allá del respeto a todos los pueblos y a sus respectivas culturas, que nos podría llevar a un relativismo cultural, debemos ir al fundamento natural de las leyes que deben regir la vida de los pueblos en general, y la conducta de los individuos sociales, en particular. Nos referimos a la Ley Natural sobre la que deben fundarse las leyes promulgadas para alcanzar el verdadero bien.

Un pueblo que pueda contar con el conocimiento de la Ley Natural tendrá la garantía de formar una cultura que exprese excelencia espiritual y moral. Cuando uno compara las costumbres de los pueblos que, hay que decirlo, son formadas por la religión que les es propia , como lo decíamos páginas atrás, se dará cuenta, sin lugar a dudas, que es superior y le asiste el derecho a defender y a imponer la cultura propia, aquel pueblo que es portador de la verdad moral y del bien social-religioso.

Y ese es el caso del Pueblo de Israel: por sus leyes, fundadas en las Leyes divinas, supera a culturas donde se practicaba el sacrificio de niños, la prostitución religiosa y el libertinaje sexual. Es la excelencia moral de la cultura judía la que justifica sus incursiones bélicas y su defensa cruenta contra pueblos alejados del verdadero bien moral. La destrucción de altares paganos y la imposición del culto a Yahvé obedecen al impulso natural de implantar un mundo de sentido que es verdadero en cuanto a que se funda sobre leyes que vienen del verdadero Dios.

El mismo anatema obedece a un deber de purificación de aquello que pone en peligro la fidelidad a Yahvé. El Pueblo de Israel se funda sobre la verdad recibida de Dios. Todas las costumbres se fundamentan en el querer divino del verdadero Dios, del único que sabe y enseña qué es lo bueno y qué no lo es; y eso es lo que da excelencia moral al pueblo judío. Por ello decíamos que no cabe aquí ningún tipo de relativismo cultural; el bien moral no es relativo en su valor; la verdad del bien moral es absoluta, necesaria y universal, pues proviene de la naturaleza humana, la cual a su vez viene de Dios. Podría alguien aún argüir que estas razones no superan el relativismo, ya que nadie puede asegurar que el Dios de los judíos sea el verdadero.

A esto contestamos que una reflexión sobre la naturaleza humana y sus leyes llevan a cualquier persona sensata a descubrir los principios morales que deben regir la vida de los hombres, y que esos principios son los que distinguen a los judíos de los demás pueblos; con lo cual la cosa deja de ser subjetiva, ya que se llegarán a principios morales universales, aquellos que no dependen de ningún sujeto o colectivo particular, y que por ello son objetivos.

Por otro lado, el Pueblo de Israel tiene conciencia de que es Yahvé quien pelea con ellos en contra del enemigo. Un hermoso ejemplo es el que presenta la historia de David y Goliat: Una vez hubo escuchado David la maldición y las amenazas terribles que sobre él pronunció Goliat, el guerrero filisteo, invocando a sus dioses, el valiente pastor le respondió de esta manera: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado.

Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver y los cadáveres del ejército filisteo a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahveh, porque de Yahveh es el combate y os entrega en nuestras manos” . La violencia, pues, en el pensamiento judío, era parte de la vida, moralmente fundamentada en el querer de Dios por el noble propósito de conseguir una vida santa que excluya a los ídolos y que, por ello, contemple la eliminación violenta del enemigo como acto moral de purificación . Ese es el modo como Dios lleva adelante la Historia y ayuda al hombre a ese retorno a la Patria, al Paraíso perdido, a lo que en el Cristianismo recibirá el nombre de Cielo.


Habiendo visto en el Antiguo Testamento el pensamiento judío sobre la violencia, es momento de pasar a examinar el pensamiento cristiano sobre la misma en el Nuevo Testamento, en especial en los Santos Evangelios.

La violencia en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento pareciera presentar una ruptura con el Antiguo en lo que se refiere al tema de la violencia. El Hijo de Dios rompe los esquemas de los fieles judíos al predicar el perdón y el amor a los enemigos.

El poner la otra mejilla al que nos agrede es una novedad que supera totalmente la ley más justa de aquellos tiempos: la Ley del Talión . Es más, a un pueblo que lleva muy marcada en la conciencia la idea de la violencia contra el enemigo religioso, Jesús sorprende en el Sermón del Monte con su “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” , justo en un momento histórico en que los judíos esperaban al Mesías prometido para ser librados finalmente, de modo violento, del enemigo romano. No olvidemos que inclusive los Apóstoles, si no todos, al menos algunos, andaban armados.

En efecto, cuando llegan los sumos sacerdotes, jefes de la guardia del Templo y ancianos al Huerto de los Olivos, para prender a Jesús, Pedro saca la espada y de un tajo corta la oreja de Malco, siervo del Sumo Sacerdote. Jesús le ordena volver la espada a la funda y cura la oreja del enemigo.

Los Apóstoles se desconciertan y, para salvar sus vidas, ante la imposibilidad de defenderse, huyen. Más adelante, Jesús se comporta como cordero pacífico, hasta ser llevado al suplicio de la cruz y pedir desde allí a su Padre el perdón para sus enemigos.

Todo apunta, pues, a la no violencia, a un cambio en la moral: de la violencia justificada por Yahvé para el establecimiento del Reino de Dios, a la no violencia y al amor como nuevos medios para alcanzar el mismo fin. En efecto, los Apóstoles, después de la experiencia de Pentecostés, extendieron el Reino de Dios por el camino de la paz y del amor, llegando a entregar sus vidas de modo pacífico, por parte de ellos, aunque violento, por parte de sus victimarios .

Hasta aquí, pareciera ser que la violencia ha sido superada por la paz; que la religión cristiana ha superado la percepción de la violencia física como medio de supervivencia o defensa, moralmente justificable, contra el enemigo.

Sin embargo, podemos observar violencia física en la misma conducta de Jesús en la escena de la expulsión de los mercaderes del Templo. En efecto, cuenta el Apóstol y evangelista Juan que Jesús, encontrando en el Templo a los cambistas en sus puestos, encendido en santa ira por convertir la Casa de Dios en un mercado, hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos (a latigazos) fuera del Templo, desparramándoles el dinero y volcándoles las mesas.

Los discípulos interpretaron aquella acción con las palabras del Salmo 69: “El celo por tu Casa me devorará”. Una acción violenta del Príncipe de la Paz que aún hoy deja boquiabiertos a los mismos cristianos. Sin embargo, tal vez esta escena sea la que ha llevado a la Iglesia a justificar la violencia física como fruto del celo religioso, como en el caso de las Cruzadas o de la Santa Inquisición.

Pero no todo queda allí, la violencia verbal de Jesús contra fariseos y escribas, más aún, contra las autoridades del pueblo judío, han sido recogidas por los cuatro evangelistas. Pero, es justo observar que esa violencia verbal busca la conversión de sus enemigos, pues la misión de Cristo es salvar a todos.

Vemos aquí la función salvadora de la violencia.

Todos estos puntos tomados de los mismos Evangelios, al parecer contradictorios, nos sitúan ante la necesidad de interpretar la letra. Entender las cosas literalmente nos puede llevar a errores no solamente en el pensar sino también en el actuar.

Y si bien es cierto, es preocupación del creyente saber qué cosa realmente quiso decir Jesús en sus expresiones o qué quiso significar con su actuar, para quienes desean encontrar la verdad filosófica sobre la violencia en los Evangelios, independientemente de su condición de creyentes o ateos, se hace necesario examinar y analizar, antes de sintetizar, y llegar así a la verdad de lo que se busca. Veamos, pues, uno por uno, los puntos señalados más arriba.

En el Sermón del Monte, luego de las Bienaventuranzas, Jesucristo descubre a sus oyentes su condición de personas llamadas a ser sal de la tierra y luz del mundo. Y los invita a vivir la Ley con la plenitud que Él, el Hijo de Dios, ha venido a traer. Es allí donde va mencionando, uno a uno, algunos mandatos de la Ley de Moisés, dando a conocer el espíritu profundo que los anima, para no quedarse en la letra.

De ahí que el poner la otra mejilla se entiende como una reacción que supera la justicia en vista a una contención del mal del enemigo, y buscando su retractación y conversión; poner la otra mejilla sería un acto de misericordia ante el agresor injusto. Este mandato de Jesús es, pues, para la vida diaria, para el trato interpersonal. No está haciendo acá referencia, necesariamente, a relaciones socio-políticas.

La Biblia de Jerusalén, que venimos usando en este trabajo para las referencias bíblicas, nos da luz sobre este tema en el comentario a pie de página. Dice así: “Se trata (…) del mal por el que es perjudicado uno mismo: está prohibido resistirse por venganza, devolviendo mal por mal (según la regla judía del talión,…)”. Como vemos, la contención de la violencia justa se realiza para dar paso a la misericordia, buscando en ello el bien del otro, aunque sea enemigo.

La Historia nos da un ejemplo parecido (guardando las debidas distancias), en la antigua Grecia, allá por el año 480 antes de Cristo, en la situación bélica crítica en que se encontraban atenienses y espartanos frente a los persas: Temístocles, uno de los más grandes generales atenienses, propuso con tanto apasionamiento una idea estratégica “descabellada” para vencer a la flota enemiga en la inminente batalla de Salamina, oponiéndose a la propuesta del general espartano Euribíades que, provocando la ira de éste, estando a punto de recibir un bastonazo en la cara, no hizo ademán alguna de defensa, antes bien, dijo a su agresor: “¡Pega, pero escucha!”.

Puso la mejilla (no ofreció resistencia al mal), para conseguir ser escuchado y, finalmente, seguido en su idea por el mismo Euribíades, logrando así la victoria sobre los persas . La inteligencia y fortaleza espiritual del general ateniense para tolerar una inminente agresión personal, en vista a alcanzar más adelante un bien, grafica muy bien la sabiduría del mandato de Jesús pronunciado quinientos diez años después. Per

Siguiendo con la reflexión, regresemos a la escena dramática del prendimiento de Jesús. Jesús desanima a Pedro a utilizar la violencia para defenderlo . Pero, ¿es ésta una alusión directa a todo tipo de violencia defensiva? ¿O la prohibición del uso de la violencia es para esta particular situación? No olvidemos que la muerte cruenta de Cristo en la Cruz estaba dentro del plan de Dios Padre para redimir a la Humanidad. Jesús ya lo había asumido en su reciente oración en el Huerto de los Olivos, donde suplicó a su Padre apartar de Él, de Jesús, ese cáliz, pero aceptando de antemano que se haga en Él Su voluntad y no la Suya (la del Hijo sufriente).

¿Por qué, entonces, oponerse a que se cumpla la voluntad de Dios? Esto nos hace recordar las palabras de Cicerón ante el ataque que pondría fin a su vida, setentiséis años antes del prendimiento de Jesús. Cayendo en una emboscada, y al ver que sus acompañantes desenvainaron sus armas para defenderlo, en una pelea desventajosa, exclamó: “¡Alto! ¡No derraméis más sangre de la que han dispuesto los dioses!” .

Esta negativa a la violencia por parte de Cicerón, igual que la de Jesús, se daba en virtud de la inutilidad de la misma frente a un designio divino que necesariamente había de cumplirse . Como vemos, no se trataría de una prohibición de la violencia física que bien podría justificarse en otras circunstancias. Para un cristiano, cuesta aceptarlo. Por eso, tal vez ayude la reflexión sobre la violencia de Jesús en el Templo de Jerusalén. No podemos pensar que aquella haya sido una violencia

La ira es una pasión del alma que, como pasión no es ni buena ni mala; todo depende del objeto moral de la acción; es decir, que la acción en sí misma ya tiene una entidad moral que puede ser calificada de buena o mala. El objeto moral de la acción violenta de Jesús es la purificación del Templo. Y llámase ira santa a su celo por lo sagrado. Véase aquí la violencia física justificada. Y, si la Iglesia constantemente nos dice en su prédica que Jesús hizo esto o lo otro para darnos ejemplo, pues en esto también debemos imitarlo: en el celo por lo sagrado, que en ocasiones nos impulsará a la violencia física.

La consideración precedente no nos permite concluir que la violencia sea parte del mensaje cristiano. No. Por el contrario, el Cristianismo es la religión del amor, caracterizado por la búsqueda de la paz, como lo veíamos también en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” . He ahí uno de los ideales que alcanzar, para poder entrar en el Reino de Dios. Las bienaventuranzas son el programa de elevación espiritual que sólo el Cristianismo ha sido capaz de ofrecer, y que excluye, como medio para ser santos, la violencia física.

Pero, si tenemos en cuenta que el hombre fue arrojado por Dios a un mundo hostil; y que además es llamado por Dios mismo a instaurar su Reino santo, la violencia se presenta como instrumento necesario en los casos que se la requiera. El Cristianismo, pues, tiene muchos aspectos: uno de ellos es la violencia contra sí mismo, de la cual los santos del cielo probablemente sepan más que nosotros mismos. Es la violencia contra la carne, contra la inclinación al mal. Pero el alma también tiene otros enemigos: el mundo y el demonio. Contra el demonio tenemos el agua bendita, pero, ¿contra el mundo?

Pues, contra el mundo, existen dos frentes de lucha: el campo del pensamiento y el campo de la acción que, en ocasiones será “bélica”. El pensamiento cristiano tiene una fuerza transformadora de la cultura; aún vivimos una Era Cristiana en Occidente, que se cuajó de manera notable (y pacífica) a partir del siglo III d.C..

Casi la totalidad de las costumbres e instituciones tienen el sello del pensamiento cristiano. Y, en cuanto a la acción militante, ya hemos mencionado las Cruzadas y la Santa Inquisición; la fuerza física, la violencia, en vista a recuperar los Lugares Santos de la dominación musulmana o a evitar la expansión infecta de la hechicería y de la herejía en un mundo de sentido ya conquistado y vivido. Se trataba de recobrar, en un caso, y defender con justicia, en otro (por medio de la violencia y en contra de la violencia que significaban esas dos situaciones), el mundo cristiano ya instalado.

En ambos casos, una violencia movida por el celo por lo sagrado, una violencia movida necesariamente por la ira, pero una ira santa, interpretando la acción violenta de Jesús en el Templo de Jerusalén. De hecho, el santoral contiene a San Luis, rey de Francia, quien participó en la sétima y octava cruzadas. Y entre los inquisidores tenemos a Santo Toribio de Mogrovejo. No olvidemos que la motivación de la Inquisición era la de defender las almas de los fieles católicos de las herejías que ponían en peligro su salvación eterna, así como la lucha contra las manifestaciones diabólicas contenidas en la brujería.

Si, en su momento, la Iglesia, en la persona del santo Papa Juan Pablo II pidió perdón por la Inquisición, es bueno decir que se refería más a los abusos que se dieron por parte de algunos inquisidores, que por la misma institución en sí, de noble propósito. Por otro lado, no hay que olvidar que no solo es injusto sino signo de falta de nivel intelectual el juzgar de muchos enemigos de la Iglesia sobre acontecimientos pasados con criterios actuales.

No olvidemos que en aquella época la tortura como medio para sacar la verdad, para corregir o para castigar, no era vista como inmoral; era aceptada por la misma población y practicada por la misma autoridad civil.

Eran tiempos en que el cuerpo era estimado de poco valor en comparación con el alma, cuya salvación de esta última justificaba cualquier acción violenta contra el cuerpo. Si pudiéramos traer a nuestro siglo a los inquisidores y enseñarles la manera como vivimos hoy, quedarían aterrorizados de ver cómo hay países que dictan leyes que justifican moralmente el asesinato de seres humanos que se están gestando en el vientre de sus madres; más aún, que se toma ello como un derecho de las mismas madres.

Más aún, no serían capaces de entender la pasividad e indiferencia con que se permite la perdición del alma de millones de cristianos mediante literatura e imágenes estáticas o en movimiento que expanden la impiedad, la blasfemia y la impureza moral. Tendríamos nosotros que pedirles perdón a ellos, por haber perdido la coherencia moral que ellos sí tuvieron.

No nos hemos salido del tema, estamos queriendo decir que la violencia física no fue superada por el Cristianismo, a pesar de las apariencias. En el Paraíso, antes del Pecado Original, no había violencia; y en el Cielo, después de la muerte, la violencia quedará, con toda seguridad, superada; pero mientras vivamos en este mundo hostil, la violencia seguirá cumpliendo la función que le es propia: el restablecimiento de la justicia, para con Dios y para con los hombres.

Si bien los tiempos han cambiado y es impensable hoy una acción violenta para implantar un mundo cristiano católico, no deja de ser cierto que se pueden dar casos en los que la defensa de ese mundo de sentido cristiano tenga que hacerse de modo violento, según circunstancias extremas; lo hemos visto ya en el ejemplo de la Cristiada. No es el Cristianismo una religión de la violencia, pero tampoco es una religión permisiva del mal.

Finalizamos este capítulo observando que el epígrafe del título de este capítulo, tomado del libro del Eclesiastés, expresa sabiamente el pensamiento judeo-cristiano sobre la violencia: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: … su tiempo la guerra, y su tiempo la paz” .

La Justicia Social y la Política

“La justicia es la madre de todos los bienes”. (El autor)

¿Qué es la justicia?

A lo largo de este trabajo hemos venido hablando de la violencia, recurriendo, para entenderla, a la palabra justicia. En realidad, ha sido la justicia el punto de referencia a la hora de ver si la violencia es buena o mala. Y, aunque el desarrollo de las ideas ha venido fluyendo sin mayor dificultad, salvo el tener que ir reconociendo en el camino el enfoque distinto que se ha dado al tema de la violencia en esta obra, aún no hemos definido o al menos dado a entender de manera inequívoca lo que es la justicia. Probablemente, puede terminarse la exposición de lo que venimos tratando sin echar en falta dicha definición o entendimiento; más aun teniendo en cuenta que el modo de presentar las ideas ha procurado ser lo suficientemente diáfano como para entendernos.

Sin embargo, son tantas las ideas que existen sobre la justicia, que nos vemos obligados a presentar nuestro propio punto de vista sobre ella, a fin de que se pueda ver con más claridad el pensamiento que exponemos en este trabajo sobre la violencia. En realidad, no se trata sino de presentar una pieza que, consideramos, no puede faltar en nuestro enfoque sobre la violencia, si acaso queremos tener el cuadro completo; pues, es sabido que en el diálogo filosófico existen palabras cuyo significado puede ser equívoco de tal modo que el concepto equivocadamente entendido puede echar a perder toda la exposición del tema tratado y, sobre todo, el entendimiento substancial del asunto, objeto de la reflexión. Pasemos, pues a tratar el tema de la justicia.


¿Qué se entiende por justicia en el lenguaje vulgar?

En el lenguaje común de las gentes, se entiende por justicia todo aquello que tiene referencia a un derecho generalmente expresado como la exigencia de reciprocidad en el trato. Se trataría del respeto que cada persona se merece por el hecho de serlo. Se reconoce en ello, entonces, una dignidad propia del ser humano que lo hace valioso y merecedor de respeto. Expresiones como: “No es justo que me traten así”, “Pido justicia”, expresan este reclamo de respeto a la dignidad que se tiene como persona, dignidad que se constituye en fuente de derechos que deben ser respetados en la vida social.

Por otro lado, la justicia es también entendida como el cumplimiento de deberes u obligaciones naturales o contraídas. Y, en relación con esto último, se entiende por justicia, también, el premio o el castigo que cada cual merece por sus acciones. Expresiones como: “La ley debe cumplirse”, “No podemos aceptar la impunidad”, expresan esta forma de entender la justicia.

Vemos así, que la palabra justicia, en el ámbito de la vida corriente, contiene varias ideas que podríamos sintetizarlas en la expresión siguiente: respeto en las relaciones interpersonales, expresado en la reciprocidad en el trato y basado en el reconocimiento de la dignidad que tiene la persona humana; y cuya contravención merece reprobación y castigo, o satisfacción.

Al comenzar este trabajo decíamos que para hacer Filosofía sobre temas humanos hay que recurrir a la observación y a la experiencia. Por ello, hemos creído conveniente comenzar por observar el pensamiento de las gentes para luego, desde allí, ir elaborando la reflexión filosófica que nos lleve a la verdad sobre el tema de la justicia.

Es oportuno decir la importancia que tiene el comenzar por la consideración de lo que entiende “el vulgo” por justicia, ya que primero es la vida y luego la reflexión sobre ella. De todos modos, alguien podría observar que lo que piensa el vulgo es reflejo de ciertos conceptos de justicia que distintos filósofos han ido legando a la Humanidad a lo largo de la historia. Y es cierto; conceptos como igualdad, equidad, justa distribución de la riqueza, mérito, derechos humanos, etc., aparecen en los escritos de filósofos dedicados a la reflexión social y política .

De todos modos, podemos reconocer en el inconsciente colectivo una idea de justicia que expresa un concepto universal de la misma sobre el cual pueden asentarse posteriores reflexiones filosóficas . Lo importante, en todo caso, es cuidar que sea la realidad la que dé a luz el pensamiento y no el pensamiento dé a luz una “realidad” que en verdad no existe sino en la cabeza del ideólogo.

Pensamos que la primera observación que hemos hecho refleja lo que universalmente entienden las gentes por justicia: respeto en las relaciones interpersonales, expresado en la reciprocidad en el trato y basado en el reconocimiento de la dignidad que tiene la persona humana; y cuya contravención merece reprobación y castigo, o satisfacción. Quede esta expresión como una idea base, elemental, que sirva de referencia para la reflexión que haremos a continuación; o tal vez como corolario de la misma.

¿Qué han dicho los filósofos sobre la justicia?

Convendría saber qué han dicho los filósofos sobre la justicia. No tenemos pretensión de hacer un examen exhaustivo sobre el concepto de justicia, viendo en un recorrido histórico los diferentes enfoques que se han dado sobre ella; pues, pensamos que puede distraer nuestra atención sobre el tema central de este trabajo: la violencia política. Sin embargo, diremos algo sobre los dos modos de enfocar la justicia, señalando los autores que pueden ubicarse (aunque no exclusivamente) en cada uno de esos modos . Anticiparemos, sí, que cada uno de esos modos puede presentar uno o los dos aspectos del pensamiento sobre la moral: el descriptivo y el normativo.

El primer modo consiste en definir la justicia como la conformidad de la conducta a una norma. Este modo de entender la justicia lo encontramos en filósofos como Aristóteles, Ulpiano (jurista romano de la Antigüedad), Kelsen, Hobbes y Kant. El segundo modo de definir la justicia mira no a la conducta de la persona frente a la norma, sino a la norma misma, a su eficacia para poder regular una conducta social ordenada al bien social.

Desde este segundo modo de ver la justicia se pueden elaborar distintas teorías sobre la justicia, que se diferenciarán en el concepto que se tenga sobre el fin último de la conducta, lo cual dará luces para ver cuáles son las normas más eficaces para alcanzarlo. Se encuentran en este grupo filósofos como Platón, que ve la justicia como instrumento para el acuerdo y la amistad: “La razón de ello, Trasímaco, es que la injusticia hace nacer odios y luchas entre los hombres, en tanto la justicia produce acuerdo y amistad” ; y Hume, que entiende la justicia como útil para alcanzar el fin de la vida humana: la felicidad y la seguridad.

Dice Hume: “La utilidad y el fin de la justicia es procurar la felicidad y la seguridad conservando el orden en la sociedad” (Inq. Conc. Morals, III, 1). Por otro lado, Kant identifica la justicia con la libertad: “Una sociedad en la cual la libertad bajo leyes externas se enlace en el más alto grado posible con un poder irresistible, o sea una constitución civil perfectamente justa es la tarea suprema de la naturaleza en relación con la especie humana” (Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, 1784, Tesis V). Comenta Abbagnano: “La Ilustración será la condición que alcanzará la especie humana, mediante la progresiva eliminación de los obstáculos opuestos a la libertad”, citando el mismo libro, pero señalando la Tesis VIII).

Vamos viendo en este segundo modo de entender la justicia: instrumento para un fin, que se tiene como fin la felicidad (Hume), o la utilidad (Platón) o la libertad (Kant). Pero hay un último concepto sobre el fin de la justicia: la paz. Esta postura se encuentra en Hobbes, para quien un ordenamiento justo es un ordenamiento que garantice la paz. Baste esta presentación sobre las diferentes concepciones sobre la justicia, para dar paso a la nuestra, la que queremos presentar en este trabajo

¿Qué debe entenderse por justicia?

Si bien interesa para efectos de este trabajo encontrar el concepto de justicia social, consideramos necesario encontrar antes el concepto “puro” de justicia; es decir la realidad de la justicia, su entidad propia. Sólo a partir de ese hallazgo es posible dirigir nuestra mirada filosófica hacia la entidad de la justicia social, con un “simple” proceso de deducción.

Actualmente observamos en las ideas que se manejan en el ambiente social y político una tendencia reduccionista hacia lo económico, cuando se habla de justicia social. Desde esta obra, pensamos que la justicia social es una realidad que precede lo económico. Convengamos, pues, en la necesidad de encontrar el concepto “puro” de justicia para, desde allí saber qué debe entenderse por justicia social.

Ahora, en un rapto de osadía filosófica, nos atrevemos a proponer una definición de justicia, la cual será prolijamente analizada y explicada: Justicia es el estado de perfecto orden de acuerdo a derecho natural que, convenientemente, puede verse expresado en leyes positivas. Habitualmente, en la vida social, la justicia, a secas, se conceptúa como virtud de quien ajusta sus acciones a lo debido; como valor deseable en la vida social; como finalidad del Derecho; como acción judicial que vindica a la parte afectada; como acción política que restaura el orden social perdido.

Muchas de las definiciones de justicia se han elaborado a partir de estos distintos puntos de vista. Pero lo que buscamos en este trabajo es la justicia en sí misma. Por ello la hemos definido en lo que consideramos su entidad propia: hemos dicho de ella que es un estado de perfecto orden,…; es decir, es algo presente y estable siempre que se observe que todos sus elementos ocupen el lugar que les corresponde.

Pero, ese estado de perfecto orden es de acuerdo a derecho natural. Con esto se quiere decir que el orden propio de la justicia en sí misma no es puesto por un agente externo, sino por la misma naturaleza humana. Considerar esto es muy importante a la hora de emitir leyes positivas. Finalmente, hemos dicho que este estado de perfecto orden de acuerdo a derecho natural puede, convenientemente, verse expresado en leyes positivas. Se quiere decir que el Derecho Positivo debe expresar el Derecho Natural.

Obliga a los hombres a ajustar sus acciones a Derecho Natural, excluyendo cualquier pretensión de inventar “derechos” de acuerdo a intereses particulares o de grupo. Se evita de este modo el relativismo moral, contribuyendo con ello a establecer un mundo de sentido basado en la realidad y no en la ideología. ¡Qué mejor justicia social puede haber cuando se entienden así las cosas! No es el interés económico ni el “cultural” el que define lo que es justo y lo que es injusto; es la misma naturaleza humana quien lo “dice”.

No faltarán mentes relativistas que observarán nuestra postura como una entre otras y que tiene nombre: iusnaturalismo. Y es cierto: esa es nuestra postura. Pero en respuesta podemos decir que el iusnaturalismo no es una concepción ideológica más entre otras, ya que se fundamenta en la naturaleza, la cual no es un “constructo” ideológico sino una realidad que está ahí esperando ser reconocida.

Así lo da a entender el filósofo español Javier Hervada, en su obra Introducción crítica al derecho natural: “El punto de partida para comprender la ley natural –afirma- reside en advertir que no se trata de una teoría, sino de un hecho. Lo que llamamos ley natural no es una doctrina, sino un hecho de experiencia, que es un dato natural del hombre” … “Esta ley es natural, porque no procede de factores culturales sino de la estructura psicológico-moral del ser humano.

Es una operación natural de nuestra inteligencia. La experiencia personal de cada uno muestra que así es; de lo contrario, si no fuese una operación natural, si no hubiese naturalmente en nuestra razón esta estructura mental que lleva a esos juicios deónticos, no existiría la disociación entre lo que comprendemos que debe hacerse y no queremos hacer, o que debe evitarse y queremos hacer, porque la razón se limitaría a enunciar lo único que captaría, que sería la preferencia de nuestra voluntad ”.

A partir de la realidad (el derecho natural y la ley natural) se puede construir un pensamiento fiable sobre la justicia.

Pues bien, continuemos: habíamos presentado la idea que tenemos sobre la justicia en sí misma, frente a conceptos que se forman a partir de ella, como la justicia como virtud, como valor, como finalidad del Derecho, como acción judicial o como acción política. Pero, observemos que una cosa es decir qué es la justicia, y otra, bajo qué formas se presenta. Creemos haberla definido.

Ahora nos toca decir qué entendemos por justicia social, por “simple” deducción: justicia social es el estado de perfecto orden en que se encuentran los hombres en una sociedad, a partir de las leyes naturales que, provenientes de un Derecho Natural, están expresadas en las leyes promulgadas por la autoridad competente.


Y, continuando con la reflexión, debemos ahora decir en qué consiste ese perfecto orden que debe expresar la justicia social, recordando que, en nuestro pensamiento, ese orden proviene de la naturaleza y que le toca a la autoridad (gobernante o Estado) el ocuparse de estructurar la vida social para que se dé dicho orden. Debemos recordar, igualmente, lo que dijimos más arriba: que la justicia social precede a lo económico. Con esto no se quiere decir que excluya lo económico, sino que no se reduce a ello.

Por eso, no se extrañe el lector de que en la presentación conceptual que a continuación haremos de la justicia social, no aparezca referencia alguna a lo económico (al menos, por el momento).

Continuando con nuestra reflexión, quien de manera magistral ha sabido expresar en qué consiste la justicia social (y la justicia en el individuo) ha sido el filósofo griego Platón en su obra “La República”. Allí, en el contexto del diálogo donde Sócrates es el protagonista del mismo, vemos que si bien no se dice de manera directa en qué consiste la justicia social , puede deducirse la respuesta de su concepción de justicia, sea en un individuo o en un Estado: que las partes que lo componen estén subordinadas según la naturaleza que les es propia.

El perfecto orden del cual venimos hablando, pues, consistirá en eso: en que las partes estén debidamente subordinadas según naturaleza. Y eso lo debemos observar tanto en el individuo como en la sociedad. En lo referente al individuo, sus facultades y pasiones deben estar subordinadas a la razón. Es la razón la que debe dirigir a las demás “partes” de la persona humana, pues ella conoce el bien y es la más indicada para dirigir todas las partes de que se compone el ser humano para alcanzarlo. Y en la sociedad, sería el gobernante (“la razón política”) quien subordine las partes de que se compone la sociedad, de acuerdo a la naturaleza propia de los ciudadanos.

Dos problemas se nos presentan con la última afirmación: 1. Si la razón política excluye la razón individual del ciudadano y la razón de los grupos partidarios; y 2. Si la naturaleza humana presenta diferencias en los individuos que los haga merecedores de ser subordinados. Para resolver estas interrogantes, pasemos a los dos numerales siguientes.

Razón individual, razón de los grupos partidarios y razón política

Alguna inteligencia sutil puede haber deducido de lo dicho respecto al gobernante, que se le atribuye una autoridad absoluta para el gobierno del pueblo. Se le ha llamado razón política y se le ha reconocido la potestad de subordinar a los “gobernados”. Y no se ha mencionado la razón individual que hace capaz al ciudadano de pensar y opinar sobre los asuntos más importantes de la marcha del país; ni tampoco la “razón” de los grupos partidarios , cuya razón de ser es “hacer política” para el bien del país.

Y que en ambos casos, en el del ciudadano y en el de los grupos partidarios, se encuentra presente, también, una razón política. ¿Cómo responder a esta observación? La respuesta, en realidad, es sencilla: es el gobernante quien posee y ejerce legítimamente la razón política; para eso ha sido elegido y a partir de ella debe cumplir su misión. Si los demás: ciudadanos o partidos políticos, pueden razonar sobre política es otra cosa; pero es la razón del gobernante la que cuenta para el ordenamiento del país en vista a la consecución del bien común.

De allí el acento en la razón política del gobernante.

Por el momento no vamos a ahondar más en el tema; por ejemplo: de si la razón política de los ciudadanos, en forma individual o agrupada en partidos políticos, debe ser tenida en cuenta y en qué medida . Lo que debe quedar claro es que el gobernante es quien posee y ejerce legítimamente la razón política que le permitirá subordinar las partes de que se compone la sociedad para que ésta se desarrolle de modo que pueda alcanzar la justicia, la paz y la unidad.

Subordinación según naturaleza

Nos toca ahora dar respuesta a la segunda interrogante: Si la naturaleza humana presenta diferencias en los individuos que los hagan merecedores de ser subordinados. Para resolver este punto debemos, naturalmente, acercarnos a “La República” de Platón, ya que la definición que hemos hecho de justicia, y luego de justicia social, ha partido de aquel diálogo. Pero debemos anticipar que, en un segundo momento, haremos uso de los últimos descubrimientos de la ciencia de la Psicología que darían validez al planteamiento de Platón.

En un momento del diálogo, Sócrates hace uso de un mito fenicio para explicar las diferencias individuales de los hombres , que deberán tenerse en cuenta en el momento de asignar a cada persona su lugar social y político en la polis. Vale la pena transcribir parte del texto, a fin de interpretarlo convenientemente:

<< - Bien, lo contaré; aunque no sé hasta dónde llegará mi audacia ni a qué palabras recurriré para expresarme y para intentar persuadir, primeramente a los gobernantes y a los militares, y después a los demás ciudadanos, de modo que crean que lo que les hemos enseñado y les hemos inculcado por medio de la educación eran todas cosas que imaginaban y que les sucedían en sueños; pero que en realidad habían estado en el seno de la tierra, que los había criado y moldeado, tanto a ellos mismos como a sus armas y a todos los demás enseres fabricados; y, una vez que estuvieron completamente formados, la tierra, por ser su madre, los dio a luz. Y por ello deben ahora preocuparse por el territorio en el cual viven, como por una madre y nodriza, y defenderlo si alguien lo ataca, y considerar a los demás ciudadanos como hermanos y como hijos de la misma tierra.

- No era en vano que tenías escrúpulo en contar la mentira .

- Y era muy natural. No obstante, escucha lo que resta por contar del mito. Cuando les narremos a sus destinatarios la leyenda, les diremos: “Vosotros, todos cuantos habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en las de los labradores y demás artesanos. Puesto que todos sois congéneres, la mayoría de las veces engendráis hijos semejantes a vosotros mismos, pero puede darse el caso de que de un hombre de oro sea engendrado un hijo de plata, o de uno de plata uno de oro, y de modo análogo entre los hombres diversos. En primer lugar y de manera principal, el dios ordena a los gobernantes que de nada sean tan buenos guardianes y nada vigilen tan intensamente como aquel metal que se mezcla en la composición de las almas de sus hijos. E incluso si sus propios hijos nacen con una mezcla de bronce o de hierro, de ningún modo tendrán compasión, sino que, estimando el valor adecuado de sus naturalezas, los arrojarán entre los artesanos o los labradores. Y si de éstos, a su vez, nace alguno con mezcla de oro o plata, tras tasar su valor, los ascenderán entre los guardianes o los guardias, respectivamente, con la idea de que existe un oráculo según el cual el Estado sucumbirá cuando lo custodie un guardián de hierro o bronce”. >>

Este mito fenicio contado por Sócrates, dentro del diálogo “La República”, que busca llegar a expresar qué es lo que hace justo a un Estado, nos da luces invalorables sobre el orden que debe observarse en la sociedad, para que se viva en esa justicia social de la cual venimos hablando. Véase, en lo que va de la reflexión, que en ningún momento se menciona lo económico, lo cual nos debe hacer pensar que la justicia social es un concepto superior, al que lo económico tendrá que subordinarse también, según conveniencia de la nación. Teniendo el mito la cualidad de comunicarnos una verdad en un lenguaje literario, debemos hacer uso de la interpretación del mismo para extraer su enseñanza.

En primer lugar, observemos que todos los hombres proceden de la tierra, la cual es presentada como la madre que los ha criado, moldeado y luego dado a luz, y a quien debe defenderse; y que se debe considerar a los demás ciudadanos como hermanos y como hijos de la misma tierra.

Hasta aquí podemos interpretar que los ciudadanos están unidos por su mismo origen natural (la tierra), lo cual los hace iguales en naturaleza general y en dignidad ontológica. Los otros (los demás ciudadanos), no son extraños; son hermanos. Aparece aquí un elemento importante para las relaciones sociales: el concepto de fraternidad que lleva a deducir que entre hijos de una misma madre debe haber armonía.

De aquí a la justicia social sólo hay un paso. Además dice que todos deben defender a la madre, a la tierra que los dio a luz. Vemos en esto último una connotación de patria. Hasta aquí, entonces, podemos captar la idea de una igualdad básica de los hombres debido a que provienen de una misma naturaleza (la tierra) y que los hace igualmente valiosos y dignos de trato fraterno. Los hombres, pues, no son enemigos, son hermanos.

En un segundo momento del discurso, Sócrates afina un poco más y llega a establecer la desigualdad que existe entre los hombres a partir de cualidades connaturales particulares que tienen la finalidad de ubicarlos allí desde donde podrán vivir y contribuir a la vida justa de la polis. Atribuye estas diferencias, según el mito, a la acción del dios que los modeló . Así, afirma que aquel dios puso oro, plata, hierro y bronce en la mezcla de que se compone el alma de los hombres.

La finalidad de esta acción divina era la de dotar a la vida de la polis de hombres adecuados para el gobierno, defensa y desarrollo de la misma. A partir de esta diferenciación natural particular se puede entender la idea de Estado justo: que las partes que lo componen estén subordinadas según la naturaleza que les es propia. Así, corresponde a los hombres con mezcla de oro gobernar; a los de plata, defender la polis; y a los de hierro y bronce, producir. Más aún, sería un despropósito que no fuera así.

Ahora podemos decir en qué consiste la justicia social (el Estado justo, en Platón), en esta obra: en la subordinación de los grupos sociales de que se compone la sociedad a la dirección del gobernante. El gobernante es la cabeza que entiende y dirige los destinos de la nación; para eso ha nacido.

La justicia social, pues, se encuentra en el orden que se observe en los componentes de la sociedad, quienes, en el cumplimiento de lo que les toca hacer según naturaleza (particular), logran el buen desenvolvimiento y desarrollo de la nación en pos del bien social integral: la paz y la unidad. En otras palabras: que cada uno se ocupe de lo que sabe y es capaz de hacer. De allí que hay que educar de acuerdo a la naturaleza particular del individuo. Así, naturaleza y educación se dan la mano.

Esta forma de pensar puede resultar chocante en los tiempos actuales en que estamos acostumbrados a pensar que todos tienen el mismo derecho a ocupar cargos políticos y a estudiar la carrera que se les antoje. El resultado ya lo sabemos: gobernantes incompetentes y profesionales mediocres.

No se tiene el tino de ver antes qué “mezcla” se tiene en el alma. Se piensa que todos somos iguales y ese es el gran error de nuestros tiempos. Sin embargo, la ciencia ha dado la razón a Platón; nos referimos a la Psicología. En efecto, el psicólogo estadounidense de ascendencia alemana Howard Gardner, fruto de sus investigaciones, afirma que existe no una sino por lo menos siete “inteligencias” en cada ser humano; pero, cada persona desarrolla más una de ellas, es más hábil en un tipo de inteligencia, lo cual lo hace más apto para enfrentar determinados asuntos .

Vemos, pues, cómo el mensaje del mito fenicio que Platón refiere en su diálogo “La República” es corroborado con la “Teoría de las Inteligencias Múltiples” de Gardner: los hombres difieren en habilidades y, por ende, en posibilidades de acción efectiva en los diversos campos de la vida social. La justicia social consistirá, pues, en educar a cada ciudadano de acuerdo a su particular inteligencia para un bien doble: el personal y el social.

El personal, porque desarrollará su propio “talento”, lo cual le hará sentirse realizado como persona; y el social porque, apto como es, se desempeñará con eficacia en la vida laboral y construcción de la nación. La subordinación, pues, no es en modo alguno algo denigrante o injusto, pues es subordinación en cuanto a lo político; y lo razonable de esta subordinación excluye cualquier prevención contra la amenaza de una subordinación injusta.

A estas alturas de la reflexión, podemos ya volver a la definición de justicia social que propusimos antes: “Justicia social es el estado de perfecto orden en que se encuentran los hombres en una sociedad, a partir de las leyes naturales que, provenientes de un Derecho Natural, están expresadas en las leyes promulgadas por la autoridad competente. Nos toca ahora aclarar esta definición a la luz de la interpretación del mito fenicio y de la corroboración de su mensaje dado por la ciencia de la Psicología.

En primer lugar, observemos que decir “Justicia social es el estado de perfecto orden en que se encuentran los hombres en una sociedad,…” no ofrece mayor dificultad de entendimiento, ya que justicia y orden son conceptos que la inteligencia relaciona de forma necesaria, ya que si faltara uno de ellos tampoco se daría el otro.

Pero lo que sigue: “… a partir de leyes naturales que, provenientes de un derecho natural, están expresadas en las leyes promulgadas por la autoridad competente”, sí podría dar lugar a debate, si no fuera porque ya hemos caído en la cuenta de dos cosas que el mismo mito fenicio contempla: la igualdad ontológica dada por la naturaleza propia del hombre (todos formados y dados a luz por la madre tierra, según el mito; los judíos y los católicos dirían: “Todos formados por Dios del barro de la tierra”) y la desigualdad natural particular.

Es decir, tenemos que reconocer, a la luz de lo que venimos razonando, que existe una naturaleza ontológica general y otra que podemos llamar naturaleza ontológica particular. Ambas son como los dos lados de una misma moneda; no puede faltar una de ellas en la constitución de la persona humana.

Hablar entonces de naturaleza, es referirse a los dos aspectos de ella: el general y el particular. De allí que ambos aspectos son fundamento del Derecho natural y ambos deben ser protegidos por la Ley Positiva. Las leyes positivas, pues, no sólo deben atender al aspecto general de la naturaleza humana, sino también al particular. Ignorar lo segundo acarrea la injusticia social, que a la larga trae el perjuicio social y la decadencia y ruina de la nación.

Vemos, pues, que la subordinación está justificada por estar basada en la real diferenciación particular natural de los hombres. Se trata, por ello, de una subordinación justa, porque es el modo sensato de ordenar la sociedad. Es más, debe decirse que los subordinados se sentirían felices de ocupar el lugar social que les corresponde desde el cual pueden llegar a experimentar la plenitud de su ser (de acuerdo a su “mezcla”), y orgullosos de poder aportar con su ciencia, arte u oficio al desarrollo de su nación.

Lugar de la violencia en la vida social

Empezamos este capítulo señalando que, si bien es cierto el tema que venimos tratando es el de la violencia, veíamos conveniente tratar el tema de la justicia, ya que ella ha sido el referente constante en la justificación que venimos haciendo sobre la violencia buena. Toca ahora relacionar la violencia con la justicia social y cuál es el papel del gobernante, a quien hemos llamado razón política .

Si hemos llegado a establecer la justicia social como un ordenamiento social en el cual cada persona humana pueda ocupar el lugar que le corresponde de acuerdo a su naturaleza particular, veremos como injusta toda acción que afecte ese orden. Al gobernante soberano le tocará establecer, mantener y defender ese orden social justo. Y el modo de hacerlo deberá estar expresado en el Derecho Positivo, el cual deberá fundarse en el Derecho Natural. Así, el Derecho, para reflejar la justicia natural, deberá considerar las semejanzas y desemejanzas de los hombres en cuanto a naturaleza.

La semejanza se encuentra en el hecho de que todos participan de la misma naturaleza fundamental que poseen: la animalidad racional ; y la desemejanza se encuentra en las particularidades espirituales naturales de cada individuo. La equidad (justicia natural) consistirá no solo en el trato respetuoso de la dignidad general humana, sino también en el reconocimiento y respeto de su dignidad particular. Esta última genera necesariamente leyes positivas diferenciadas.

Dicho de otro modo, no todos tienen los mismos derechos; más bien, afortunadamente, los individuos de una sociedad poseen distintos derechos: los que más les convienen a su naturaleza particular. Cuando se “reconocen” iguales derechos a todos los hombres, lo único que se hace es confundirlos: el no poder distinguir las mezclas de oro, plata, hierro y bronce que cada uno tiene por naturaleza puede llevar una nación al desorden, la injusticia y la ruina moral y social.

Hasta este punto no creemos que haya dificultad en entender en qué consiste la justicia social y cuál es la misión del gobernante soberano respecto a ella. Toca ahora considerar el papel de la violencia en la vida social. En realidad, fruto de la reflexión que hemos venido haciendo a lo largo de esta obra, tenemos los elementos necesarios para ese propósito. Ya podemos darnos cuenta de que la violencia no aparece mientras el orden social se mantiene; pero, cuando una injusticia rompe ese equilibrio, surge con carácter de necesidad la violencia.

La violencia política se convierte en instrumento para la justicia y la paz social. Ante fuerzas de dentro o de fuera que amenacen el orden social realmente justo, se justifica la acción violenta del Estado. Y ante un estado de injusticia social grave, donde el Estado llega a perder legitimidad, la violencia también se justifica. Ya se ha dicho bastante sobre esto en la presente obra.

El factor económico en la vida social y su relación con la justicia social

Decíamos más arriba que la justicia social no se reduce a lo económico. Creemos haberlo demostrado. Sin embargo, hay un ámbito donde lo económico tiene una estrecha relación con la justicia: lo laboral. En un mundo ordenado, cada individuo social y su familia deben recibir por su trabajo los recursos económicos suficientes para una vida digna, independientemente del oficio que realice. Sobre ese básico, cada persona deberá recibir el adicional necesario para el desempeño eficiente de su labor profesional. El pensar políticamente en “la provisión de lo básico y de lo suficiente” ayuda al gobernante a mantener ese estado de perfecto orden que debe observarse en la sociedad.

Los criterios para una acción política en ese sentido son: el destino universal de los bienes y la función social de la propiedad . Si el hombre está llamado a vivir en sociedad, se entiende que todo orden social debe proveer a cada persona del pueblo de los bienes necesarios para subsistir y desarrollarse en su peculiaridad: esto no sólo beneficia al individuo social, sino también a la misma nación.

De allí que, cuando un Estado no ordena la economía para beneficiar universalmente a sus ciudadanos, incurre en injusticia. Y si a esto se suma la permisión del Estado (o del gobernante soberano) de una propiedad privada cerrada en sus propios intereses, desconociendo la función social de la misma, se comete traición al pueblo.

No existirían injusticias sociales, de orden jerárquico y de orden económico, si el gobernante soberano fuera “de oro”. Solo quien está hecho por la naturaleza o por elección de Dios para ser gobernante es capaz de unir a la justicia social de índole jerárquico, la justicia social de provisión de bienes necesarios para cada persona. Como se ve, no estamos hablando de montos, sino de sustento necesario para vivir en lo que uno está llamado a ser y contribuir.

No se trata tanto de igualdad de posibilidades para hacerse rico, sino de provisión de bienes que ayuden a la realización personal y social del ciudadano. Vemos, así, que el objetivo del trabajo no es la acumulación y disfrute de la riqueza material (para el Capitalismo tal vez lo sea), sino el desarrollo personal que lleva consigo satisfacción y orgullo sano, a partir del descubrimiento de la propia “mezcla” y del aporte que se da a la nación con el propio trabajo. Quede, pues, entendido que la justicia social va más allá de lo económico, aunque necesita de ello para hacerse realidad.

El marco de la justicia social

Al hablar de justicia social se ha mencionado el ordenamiento social según naturaleza sobre el supuesto de un manejo de la economía que permita la provisión de lo necesario y de lo suficiente para que se dé ese orden. Sin embargo, si bien la idea es correcta, hay que caer en la cuenta que el ordenamiento justo se da dentro del marco de una cosmovisión propia que orienta a la nación hacia los valores más altos a que se aspira llegar como pueblo. Por eso, el gobernante soberano, poseedor de la razón política, realiza la justicia social cuando defiende las tradiciones del pueblo, que son las que contienen la cosmovisión dicha. Por eso decíamos que la justicia social va más allá de lo económico.

Cuando se desconoce esto, se cometen las mayores injusticias sociales: se atenta contra un mundo de sentido establecido y presente en las tradiciones, que dan identidad al pueblo. Es penoso ver cómo en el tiempo histórico decadente en el cual vivimos se valora lo económico y se desprecia lo existencialmente significativo.

Alguien podría observar que hoy en día se dan en muchos lugares de la tierra una coexistencia de diferentes mundos de sentido a causa de la apertura de las fronteras a todo quien quiera afincarse en un país determinado por razones diferentes. Es cierto; pero lo acertado es que el país no pierda su propia cosmovisión, acomodándose a las cosmovisiones de quienes vienen. Son ellos, los extranjeros, quienes deberán respetar y adaptarse a la vida social del país que los recibe, y no el país recibidor quien se adapte a ellos. Esto último no quita la permisión política de la creación de espacios para esos grupos extranjeros que no comparten la cosmovisión de la tierra adonde quieren arraigarse.

Si se busca, pues, establecer la justicia social en una nación, no debe olvidarse el marco que la debe encuadrar: la cosmovisión propia de la nación, expresada en sus tradiciones .

Violencia y Derechos Humanos

“El único derecho que no tenemos, porque no existe, es el derecho a cometer injusticias”. (El autor)


¿A qué se llama Derechos Humanos?

De manera breve podemos decir que se llama derechos humanos a la exigencia de ser respetada la persona humana en todo aquello que le favorece en su dignidad e integridad. Ordinariamente, se expresan estos derechos en la igualdad ante la ley en cuanto a la participación cívica y política y en la no discriminación a causa de las diferencias raciales, étnicas, sexuales o de estrato social. El hecho de ser universales puede sugerir que se los reconoce como connaturales .

Actualmente hay una “cruzada” por incluir “derechos” que no tienen justificación natural sino “cultural”, como por ejemplo: el derecho al aborto (que se fundamenta en una sobrevaloración del derecho de la mujer a la libertad de decisión de sus acciones individuales , patente muestra de la cultura individualista de nuestros tiempos), o el mal llamado derecho al “matrimonio” homosexual (queriendo fundamentar este reclamo en que el sexo biológico no determina el sexo psicológico, el cual puede ser “innato” o fruto de una elección personal, motivo por el cual no puede discriminarse a quien no es heterosexual ).

En ambos casos, se pretende establecer que no es la naturaleza sino la cultura la que hay que considerar a la hora de establecer los derechos del hombre en toda sociedad. Hay pues, en esta postura, un desconocimiento de la naturaleza como fuente de los derechos humanos. Sería pues el Estado el ente encargado del reconocimiento de los derechos humanos, previo consenso social a través de sus representantes políticos; derechos que luego deben ser protegidos por las leyes promulgadas. Nos encontramos, pues, frente a la lucha entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico.

No es nuestra intención presentar el extenso debate a que puede dar lugar la confrontación de estas dos concepciones del Derecho, más aún cuando ya hemos dicho claramente que nuestro pensamiento es iusnaturalista. Lo que más bien queremos hacer es, sobre la existencia real de los derechos humanos, reflexionar acerca del tratamiento de los mismos en lo social y en lo político. Quede pues claro el reconocimiento que hacemos de los derechos humanos como provenientes de la misma naturaleza humana, base sobre la cual podrá luego otorgarse derechos de índole práctico dentro del orden social que el Estado tiene la misión de establecer y proteger.

Clasificación de los Derechos Humanos y justicia social

En concordancia con lo dicho en el capítulo anterior, creemos que las personas tienen dos clases de derechos humanos: los que corresponden a su dignidad general y los que corresponden a su dignidad particular. Y que esos derechos diferenciados nunca entran en conflicto, antes bien son necesarios para el pleno desarrollo y desenvolvimiento social de la persona humana. Haríamos mal si no distinguiéramos esto. La clasificación de los derechos humanos, tal como la presentamos, ayuda a entender que ante la ley debe haber igualdad (en lo general) y desigualdad (en lo particular).

El pensamiento social actual (en lo político) no distingue esto, razón por la cual se cometen los más graves errores en lo referente al establecimiento del orden social adecuado para alcanzar el bien común. Ya lo hemos hecho ver en el capítulo anterior. Aquel estribillo de “todos somos iguales” ha distraído la atención a las desigualdades de los hombres, a partir de las cuales se puede construir eficientemente una nación.

Sin embargo, no hay que ignorar que existen en las sociedades occidentales acciones concretas para descubrir talentos con intención de becarlos e integrarlos luego a la vida económica del país, en algunos casos, o de la empresa privada, en los más. Pero no se realiza esta acción como programa de gobierno y con un alcance total, a pesar de que hemos dicho que la razón política (el gobernante) tiene la potestad de ordenar la sociedad en pos del bien común. Y, ¿a qué se debe esto?

La respuesta toca un tema importante y delicado: la libertad del individuo, la cual es reconocida, al menos por los países democráticos y capitalistas, el derecho primordial en la vida social. Se considera que el hombre debe ser respetado en su libertad de elección de lo que considera es conveniente para su vida. Y que ninguna voluntad ajena debe intervenir en esa capacidad de elegir y decidir.

Ya hemos visto con claridad cómo lo realmente conveniente para el ciudadano es decidir de acuerdo a la “mezcla” que tenga en el alma. No insistiremos más en el asunto. Pero sí debemos, teniendo en cuenta ello, propugnar la idea de la licitud que tiene el Estado de dirigir a los ciudadanos hacia el descubrimiento de sus propios talentos, a fin de que alcancen un estado de satisfacción personal en el ejercicio de sus respectivos oficios y trabajen con la conciencia de la importancia que tiene su trabajo para la vida social.

Una vida social ordenada de esta manera no tendría por qué presentar problemas sociales. Pero, en orden a conseguir el “mundo perfecto” que venimos presentando, donde cada cual debe ocupar el lugar que le corresponde en su inserción social, no podemos estar ajenos a la discusión sobre la licitud o ilicitud de que el Estado intervenga en “la elección de carrera” de los ciudadanos.

El actual enaltecimiento de la libertad individual provoca inconscientemente un inmediato rechazo a la posibilidad de que el Estado pueda determinar al individuo qué tipo de carrera ha de elegir, olvidando que la libertad individual no es un valor absoluto, por encontrarse el individuo relacionado responsablemente a los demás ciudadanos y tener que responder también a las necesidades del Estado “para que el país funcione”. Una acción del Estado en el sentido que exponemos no violaría el derecho humano a la libertad, antes bien se convertiría en luz y fuerza beneficiosa para el individuo social.

Esta intervención del Estado, pues, no sería, en modo alguno, injusta; y el modo de hacerla es a lo largo del proceso educativo: allí se deberá ir conduciendo al alumno hacia el oficio adecuado a su naturaleza.

Hasta aquí lo referente al justo ordenamiento social que hace a un Estado justo. Ahora, toca decir algo sobre el factor económico que, si bien hemos dicho no es la esencia de la justicia social, tiene relación con ella en cuanto la remuneración expresa la valoración personal y social que se da a cada ciudadano. De allí que una remuneración que no ayude al bien integral de la persona humana, por darse en la dinámica de la vida social (lo laboral), da lugar a hablar de injusticia social. Existe pues un derecho a la justa remuneración.

En realidad, el quid del asunto se encuentra en el derecho a la propiedad privada. Reconocemos este derecho como inherente a la naturaleza humana. Ya hablamos bastante arriba sobre la toma de la tierra, la cual, decíamos, funda derecho: ¿el primero?, a la propiedad de lo tomado. Y, decíamos también, a partir de allí devienen los demás derechos de manera directa o indirecta. No estamos en contra de la propiedad privada. De todos modos, no podemos dejar de recordar que si bien el fin de la sociedad es alcanzar el bien común y no el que la gente se haga rica, debemos insistir en la función social que tiene la propiedad privada. La experiencia muestra que quienes poseen la propiedad privada de los medios de producción de riqueza, movidos por una ambición desmedida, explotan a quienes sólo cuentan con las fuerzas de sus brazos (o de sus inteligencias, en el caso de los empleados profesionales). Y aunque pueden poner en práctica la especialización y división del trabajo, lo cual logra una producción de verdadera calidad, lo hacen de tal modo que la generación de riqueza no beneficia proporcionalmente a quienes participan en el trabajo. Esto es lo que la gente llama injusticia social.

¿Cómo mantener el respeto de la propiedad privada y a la vez conseguir que ella cumpla con su función social? No hay modo más razonable que la participación del Estado, no sólo en el arbitraje entre dueños y trabajadores, sino a través de leyes que regulen debidamente la distribución de la riqueza. Algunos tal vez vean, mentalmente, a la Estatua de la Libertad venirse abajo; y no es cierto.

Ya decíamos que la libertad no es un valor absoluto; lo es en un pensamiento individualista, pero no en un pensamiento social que se funda en la justicia natural, que comprende el destino universal de los bienes y la función social de la propiedad. No se diga más, para mantenernos en la Teoría Política, dejando las aplicaciones prácticas a quienes tienen el deber sagrado de dirigir la nación por los caminos de la sensatez y la justicia.

Nos queda aún algo más qué decir respecto a los derechos humanos y a la justicia. Se trata del derecho a defender el mundo de sentido que da identidad al pueblo. Dado que ya hemos tratado suficientemente este tema, sólo nos queda recordarlo para completar la idea de la justicia social como respuesta a la exigencia natural de respeto a los derechos humanos. Así, ya estaríamos en condiciones de entender qué debe hacerse presente en la vida social para que se dé la justicia social:

1) Subordinación a la razón política, según naturaleza. 2) Función social de la propiedad privada en base al destino universal de los bienes. 3) Derecho a vivir en un mundo de sentido dado por la religión, la cual informa las tradiciones del pueblo. No puede haber justicia social si faltara alguno de estos tres elementos.

¿Violencia y Derechos Humanos

Lo señalado en el punto anterior nos lleva a pensar que todo aquello que atente contra alguno de los elementos de que se compone la justicia social debe ser rechazado de la vida social. ¿El medio?: la emisión de leyes justas. Y, si no se logra la justicia social por ese camino pacífico, tendrá que decirse lo señalado en el epígrafe de nuestro capítulo III: "Amo la paz, pero no me dejas otra alternativa".

La violencia se justificaría, pues, en el caso extremo de no poderse soportar más las injusticias sociales, que son las que verdaderamente atentan contra los derechos humanos . Un estado de injusticia social, encubierto por el mismo Estado justificaría la violencia contra el mismo porque “El único derecho que no tenemos, porque no existe, es el derecho a cometer injusticias ”; y el gobernar de espaldas al pueblo es la mayor de las injusticias por parte de los gobernantes, que puede ser calificada como traición a la patria. La violencia en este caso no atentaría contra los derechos humanos, sino más bien estaría defendiéndolos, en concordancia con lo que, hemos dicho, debe consistir la justicia social. Vemos, pues, cómo violencia y derechos humanos pueden ir de la mano: en tiempos de justicia social (con la paz que de ella deviene), la violencia se presenta como coerción del Estado; en tiempos de injusticia social, la violencia se presenta como el instrumento necesario para hacer que se cumpla el respeto por los derechos humanos, requisito para la justicia social y la paz. En ambos casos, la violencia es buena, porque procura la justicia.

Conclusión

Hemos llegado al final de este trabajo, cuya pretensión ha sido aportar al pensamiento filosófico sobre la violencia política. No podemos negar la existencia de ésta a lo largo de la vida de la humanidad. Lo que hemos querido es demostrar la licitud de la misma en vista a instalar, mantener y defender un ordenamiento social que permita alcanzar el bien común expresado en la justicia social, la cual comprende tres elementos: la subordinación social de acuerdo a naturaleza, que contempla la sujeción al gobernante soberano, a quien hemos denominado razón política; una propiedad privada que tenga en cuenta su función social, considerando el destino universal de los bienes; y el derecho a poseer un mundo de sentido que dé identidad al pueblo y lo lleve a la más alta vida moral, según naturaleza.

El camino no ha sido corto ni largo; se ha procurado centrar la atención en el tema, evitando la dispersión hacia temas relacionados que podrían tratarse en otro momento y que su ausencia en esta obra no afecta el trabajo en sí. Empezamos la reflexión con el auxilio del mito de la expulsión del Paraíso, que se encuentra en el Génesis, para desde allí buscar entender la violencia dentro de ese mundo hostil al cual fue arrojado el hombre. Si bien un no creyente puede objetar la interpretación del mito, lo que no podrá hacer es negar la realidad de la hostilidad que ha encontrado siempre el hombre a lo largo de la prehistoria y de la historia. Punto importante fue la distinción de violencia buena y violencia mala, distinción que nos ha ayudado a lo largo del trabajo a ir entendiendo cómo hay circunstancias sociales y políticas que justifican la violencia buena; y vimos cómo el referente para calificar la violencia era la justicia, la cual fue debidamente presentada casi al final del trabajo, para que se vea con mayor claridad el enfoque de esta obra.

Presentamos un concepto de justicia social no reductible a lo económico, dado que el hombre posee por naturaleza muchas más dimensiones, las que deben ser tomadas en cuenta para que la justicia social se dé de manera total; estas son: su vocación profesional y un mundo de sentido que le dé identidad cultural dentro del tiempo histórico que le toca vivir, pero siempre de acuerdo a los mismos valores elevados del espíritu humano, los cuales son universales y descubiertos de manera progresiva por la humanidad.

En el camino hemos contemplado, decíamos, la violencia buena, haciendo ver que ésta puede provenir de parte del Estado o de parte del pueblo ante un Estado que ha perdido legitimidad. También hemos hablado de la violencia de conquista en vista a imponer un mundo de sentido superior. Pero todo ello ha sido justificado apelando a una dinámica fundada en la naturaleza para la consecución del orden moral debido.

Hemos examinado también la moralidad de la vuelta al estado de naturaleza en situaciones socio-políticas límite, dejando por sentado que es preferible el diálogo. Pero señalamos, también, que la mayor de las veces ese diálogo no da resultados debido a que no se quiere corregir el sistema político y económico injusto que ha llevado a la desesperación al pueblo debido a la injusticia en la cual esos sistemas lo han sumido.

Respetando la sensibilidad religiosa de quienes pueden considerar que la violencia es incongruente con la religión, tratamos el tema de la violencia en el pensamiento religioso judeo-cristiano. Creemos haber sido claros, con la satisfacción intelectual de no habernos apartado de la ortodoxia.

No quisimos terminar el trabajo sin decir una palabra, al menos, sobre la entidad de la justicia social, ya que ella ha sido el referente recurrente a la hora de hablar de violencia buena. Creemos haber aportado, a nuestro parecer, un pensamiento novedoso sobre la justicia social, por la integración de elementos que consideramos inseparables a la hora de definirla. Finalmente, tratamos el tema de los derechos humanos haciendo ver que lo que busca la violencia buena es justamente el respeto de dichos derechos.

Por todo lo expuesto en esta obra, creemos haber demostrado que la violencia política buena es instrumento necesario para la consecución del orden social debido según naturaleza, lo cual dará a luz la paz social. Que si bien es cierto el hombre tiende a la vuelta a ese estado inicial de armonía y felicidad de los orígenes, que nos narra el mito bíblico del Paraíso terrenal, y que se perdió por el pecado, se verá en la necesidad de hacer uso de la violencia buena como el medio para hacer posible ese retorno.

Esta realidad de la vida humana nos ha hecho calificar como dramática a la condición humana, dado que, para conseguir la justicia y la paz, en ciertos casos límite, el hombre debe hacer uso de la violencia, la cual, a pesar de ser buena por su carácter restablecedor de justicia y porque su objeto y fin morales son buenos, tal como hemos propuesto en esta obra, no deja de producir cierto dolor, ya que el hombre ha sido creado para una convivencia armoniosa. Sólo nos queda decir que si bien puede haber otras opiniones sobre el tema tratado, al menos esperamos que la coherencia de pensamiento expresado a lo largo de esta obra sea reconocida, ya que al menos creemos haber actuado con estricto rigor intelectual y demostrado lo dramático de la condición humana: la violencia política para la paz social.

Padre Enrique Carrión

Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima