Juan Pablo II y Benedicto XVI: Los dos ¡según su conciencia!
De Enciclopedia Católica
Una sola Fe, un mismo Señor… ¡Qué grande es la Fe! ¡Lo grande que es la Fe!
Contenido
Lucidez, humildad y fortaleza del Papa Benedicto XVI
Hemos leído, emocionados, la para el mundo, sorpresiva carta de renuncia de Benedicto XVI a su ministerio petrino. Lo ha pensado repetidas veces ante el Señor, y con total sinceridad, ante el Santísimo. ¡Qué cosas no Le habrá dicho en la hondura de su oración! ¡Cómo habrá sido la extensión e intensidad de su oración! Muy probablemente se ha puesto en la necesidad y actitud de los pobres del Evangelio cuando le pedían, le clamaban, le suplicaban al Señor Jesús que pasaba.
Habrá llorado de agradecimientos como se llora agradecido ante el Padre. El Papa habrá consultado, sin duda, con alguno de sus más cercanos consejeros y, lo doy por supuesto, también con sus médicos. Y ha tenido la lucidez, la humildad, la fortaleza -el Don de Fortaleza- y la plena rectitud de conciencia, de decirle al Señor y a toda la Iglesia en el mundo, que sus fuerzas se han debilitado notablemente y que no puede ya llevar la carga y responsabilidad de tan grande ministerio petrino. ¡Gracias, Santo Padre!
La entereza del Papa Juan Pablo II
Y con la misma plena rectitud de conciencia vimos y oímos al ya beato Juan Pablo II, asumir y reasumir, aceptar y cargar hasta el último aliento la pesada cruz de ese mismo ministerio petrino: “No bajaré de la Cruz hasta que Dios me llame”. Esa era, dicha más de una vez, la respuesta a un clamor de muchos que solo ven la costra o el cascarón de las cosas, y menos en las “cosas” de la Fe y de la Iglesia. De Juan Pablo II, habíamos conocido su juventud, la vitalidad, el nervio, la energía de su voz, la firmeza como los montes de su Fe, el arrastre de las gentes de todos los niveles y gamas sociales y culturales, de lenguas, colores y pueblos. Fue grito universal: “Juan Pablo II, te quiere todo el mundo”. Y sobre todo, el fascinante tirón de los jóvenes que por todo el planeta lo siguieron prendidos-prendados de su palabra, que los encendía en un fervor nuevo, a quienes no calló nada, y de quien oyeron las palabras más bellas, las sentencias más verdaderas y los proyectos o planes más personalizantes y humanizadores.
Decaimiento de Juan Pablo II; el Mal contra su persona
También lo fuimos viendo decaer. Consecuencias del incalificable crimen del Mal contra su persona, y de la incansable actividad de su increíble apostolado paulino ad gentes, sin dejar de mostrar el ejercicio de su ministerio petrino ad greges. Recorrió el mundo varias veces. Y hubiera besado el suelo –en signo de humildad y fraternidad– de todos los países de la tierra, de habérselo permitido sus “autoridades”. Sí. Lo vimos envejecer y llevar la enfermedad y las visibles taras de sus numerosos achaques. Había obispos y algún cardenal que sugería y aconsejaba la renuncia. Lo vimos limitado e impotente por los cuatro costados: su párkinson, su lento y ya torpe caminar, la irreconocible esbeltez de su figura de varios años antes… lo vimos incluso, a plena boca, queriéndonos decir las últimas palabras que ya no pudo pronunciar…
Catequesis de la decrepitud
Quiso enseñarnos desde la impotencia y la pérdida de fuerzas y salud, cómo se lleva la enfermedad, el valor inconmensurable e infinito de la enfermedad, el oficio y beneficio redentor que en cristiano y para el mundo tiene el sufrimiento y la enfermedad… hasta la muerte: la versión más patente y fiel, la plasmación más actual y directa de la Pasión y Muerte de N.S. Jesucristo. Las enfermedades, sus achaques y limitaciones que todo el mundo vimos paso a paso, son la preciosa Encíclica filmada, quizá más valiosa que las brillantes enseñanzas de las otras encíclicas firmadas.
Dos Papas, dos decisiones, una sola fe
Los jóvenes no se equivocaron: no dejaban de clamar con fuerza inequívoca: ¡Santo súbito! Con la misma rectitud de conciencia, ante el Señor, ante el Santísimo, también Juan Pablo le oraba clamando con la Fortaleza del espíritu: “¡No bajaré de la Cruz, hasta que el Señor me llame!”. ¡Gracias, Santo Padre! Dos decisiones aparentemente opuestas. Pero tomadas desde la misma rectitud de conciencia, desde una sola Fe, desde un mismo Señor. Y un mismo Espíritu.