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Domingo, 17 de noviembre de 2024

Hebraísmo e Iglesia: Pío XII contra el racismo

De Enciclopedia Católica

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CARTA ENCÍCLICA

SUMMI PONTIFICATUS

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

PÍO

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XII

A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA


1. Dios, en su secreto designio, nos ha confiado, sin mérito alguno nuestro, la dignidad y las graves preocupaciones del supremo pontificado precisamente en el año en que se cumple el cuadragésimo aniversario de la consagración del género humano al Sacratísimo Corazón del Redentor, que nuestro inmortal predecesor León XIII intimó a todo el orbe, al declinar el pasado siglo, en los umbrales del Año Santo.

2. Con suma alegría e íntimo gozo acogimos entonces como mensaje del cielo la encíclica Annum Sacrum , precisamente cuando recién ordenados de sacerdote, habíamos podido recitar el Introibo ad altare Dei (Sal 42,4) . Y ¡con qué ardiente entusiasmo unimos nuestro corazón a los pensamientos y a las intenciones que animaban y guiaban aquel acto, llevado a cabo, no sin una especial providencia, por un Pontífice que con tan profunda agudeza conocía las necesidades y los males manifiestos y ocultos de su tiempo! Por esto, no podemos dejar de manifestar nuestro agradecimiento a la divina Providencia, que ha querido hacer coincidir nuestro primer año de pontificado con un recuerdo tan trascendental y querido de nuestro primer año de sacerdocio. Aprovechando de buena gana esta oportunidad, Nos queremos que el culto debido al Rey de reyes y al Señor de los señores (1Tim 6,15; Ap 19,16) sea como la plegaria introductoria de nuestro pontificado, cumpliendo así los deseos de nuestro santo predecesor. Sea este culto también el fundamento en que se apoyan y el propósito que pretenden tanto nuestra voluntad esperanzada como nuestra enseñanza y pastoral actividad, y, finalmente, el sufrimiento de los trabajos y penas, que consagramos exclusivamente a la difusión del reino de Cristo.

3. Si contemplamos a la luz de la eternidad los acontecimientos externos y el crecimiento de vida interior logrado durante los últimos cuarenta años y medimos, por una parte, sus grandezas y, por otra, sus deficiencias, aquella consagración del género humano a Jesucristo Rey revela cada vez más a nuestro espíritu su hondo significado sagrado, su simbolismo exhortador, su fuerza purificadora, elevante, defensora y consolidadora de las almas, y al mismo tiempo, con no menor evidencia, observan nuestros ojos con cuánta sabiduría procura esa consagración restablecer por completo la salud de toda la sociedad humana y promover la verdadera prosperidad de ésta. Esta consagración nos parece como un mensaje de exhortación y de gracia divina no sólo para la Iglesia, sino también para toda la humanidad, que, necesitada de estímulo y de guía, se apartaba del camino recto y, hundiéndose en las cosas de la tierra y poniendo en ellas de manera exclusiva su deseo, perecía miserablemente; mensaje para todos los hombres que, en número cada día mayor, se alejaban de la fe en Cristo e incluso también del reconocimiento y de la observancia de su ley; mensaje, finalmente, que se alzaba contra una concepción de la vida, muy extendida, para la cual el precepto del amor y la doctrina de la renuncia de sí mismo promulgada en el sermón evangélico de la montaña, e igualmente la divina gesta de amor realizada en la cruz, parecían un escándalo y una locura. De la misma manera que en otro tiempo el Precursor del Redentor, para responder a los que le preguntaban con deseo de instruirse, proclamaba: He aquí el Cordero de Dios (Jn 1,29) , para avisarles que el Deseado de los pueblos (Ag 2,8) , si bien todavía desconocido, vivía ya en medio de ellos, así también el Vicario de Jesucristo a todos aquellos que —renegados, dudosos, fluctuantes— se negaban a seguir al Redentor glorioso, viviente y operante siempre en su Iglesia, o le seguían con descuido y flojedad, con poderosa voz les conjuraba diciendo: He aquí vuestro Rey (Jn 19,14) .

4. De la propagación y del arraigo cada día mayor del culto al Sagrado Corazón de Jesús —derivados no sólo de la consagración del género humano, hecha al declinar el pasado siglo, sino también de la institución de la fiesta de Jesucristo Rey, creada por nuestro inmediato predecesor, de feliz memoria — han brotado innumerables bienes para los fieles como un impetuoso río que alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5) ¿Qué época ha tenido mayor necesidad de estos bienes que la nuestra? ¿Qué época más que la nuestra, a pesar de los progresos de toda clase que ha producido en el orden técnico y puramente exterior, ha sufrido un vacío interior tan crecido y una indigencia espiritual tan íntima? Se le puede aplicar con exactitud la palabra aleccionadora del Apocalipsis: Dices: Rico soy y opulento y de nada necesito, y no sabes que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo (Ap 3, 17).

5. No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al viento las banderas de nuestro Rey ante aquellos que han seguido banderas falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones, desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y dejará de prestar gustosamente su ayuda? Todo el que pertenece a la milicia de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo? Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo, cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos sangrientos del divino Redentor.

6. Que en esta situación, venerables hermanos, la ya próxima fiesta de Cristo Rey, en cuya fecha os llegará esta nuestra encíclica, os conceda los dones de la divina gracia, con los cuales puedan renovarse los hambres en las virtudes evangélicas y pueda renacer el reino de Cristo por todas partes. Que la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús, que en este día se celebrará de modo solemne y con especial devoción, reúna junto al altar del eterno Rey a los fieles de todos los pueblos y de todas las naciones en adoración y en reparación, para renovarle a Él y a su ley de verdad y de amor, ahora y siempre, el juramento de fidelidad. Beban en ese día la gracia divina todos los cristianos, para que en ellos el fuego que el Señor vino a traer a la tierra se convierta en llama cada vez más luminosa y pura. Sea día de gracia también para los tibios, los cansados, los hastiados, y renueven así todos ellos la integridad y la fortaleza de su espíritu. Sea también, por último, día de gracia para los que no han conocido a Cristo o lo han abandonado miserablemente, y la multitud de los fieles, muchos millones de hambres, rueguen juntos a Dios en ese solemne día que la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9) les ilumine y señale el camino de la salvación, y su divina gracia suscite en el inquieto espíritu de los extraviados la nostalgia de los bienes eternos, nostalgia que los impela a volver a Aquel que desde el doloroso trono de la cruz tiene sed de sus almas y ardiente deseo de ser también para ellos camino, verdad y vida (Jn 14,6).

7. Al poner esta primera encíclica de nuestro pontificado, con el corazón rebosante de confiada esperanza, bajo la bandera de Cristo Rey, Nos estamos absolutamente seguros de la unánime y entusiasta aprobación de toda la grey del Señor. Las experiencias y las ansiedades de la época presente despiertan la solidaridad entre todos los miembros de la familia católica y agudizan y purifican el sentimiento de esta solidaridad en grado raras veces conseguido. E igualmente excitan en todos los que crecen en Dios y siguen a Cristo como guía y maestro el reconocimiento de un peligro común que está amenazando sobre todos sin excepción.

8. Este espíritu de mutua solidaridad entre los católicos, que, como hemos dicho, se ha visto aumentado por la peligrosa situación presente, y que confirma a los espíritus haciéndoles entrar dentro de sí y alimenta al mismo tiempo el propósito de futuras victorias, nos produjo un suave deleite y un sumo consuelo en aquellos días en que con trémulo paso, pero confiando en Dios, tomamos posesión de la Cátedra que la muerte de nuestro gran predecesor había dejado vacante.

9. Hoy, recordando el sinnúmero de testimonios de estrecha adhesión filial a la Iglesia y al Vicario de Cristo que libre y espontáneamente llegaron a Nos con motivo de nuestra elección y coronación, no podemos dejar de daros a vosotros, venerables hermanos, y a todos cuantos pertenecen a la familia católica, las gracias más conmovidas por los testimonios de amor reverente y de inquebrantable fidelidad al Papado enviados de todas partes al Pontífice, en el cual se reconocía la misión providencial del Sumo Sacerdote y del Pastor Supremo. Porque estas manifestaciones no estaban dirigidas a nuestra humilde persona, sino únicamente al alto y grave oficio a cuyo cumplimiento el Señor nos llamaba. Y si ya entonces experimentábamos la extraordinaria gravedad de la carga recibida que nos había impuesto la suma potestad que nos confería la Providencia divina, sin embargo, sentíamos el gran consuelo de ver aquella grandiosa y palpable demostración de la indivisible unidad de la Iglesia católica, que, levantada como muralla y baluarte, con tanta mayor firmeza y energía se une a la roca invicta de Pedro cuanto mayor aparece la jactancia de los enemigos de Cristo.

10. Este universal plebiscito de la unidad católica y de la fraterna y divina solidaridad de los pueblos ofrecido al Padre común nos parecía dar una esperanza tanto más feliz y más fecunda cuanto más trágicas eran las circunstancias materiales y espirituales del momento. Y su gozoso recuerdo nos siguió confortando durante los primeros meses de nuestro pontificado, cuando debimos padecer las fatigas, las ansiedades, y soportar las pruebas de que está sembrado el camino de la Esposa de Cristo.

11. No queremos tampoco pasar en silencio el reconocimiento que suscitó en nuestro corazón la felicitación de aquellos que, sin pertenecer al cuerpo visible de la Iglesia católica, en su nobleza y sinceridad, no han querido olvidar todo aquello que, en el amor a la persona de Cristo o en la fe en Dios, les une con Nos. Vaya a todos ellos la expresión de nuestra gratitud. Nos los encomendamos a todos y a cada uno a la protección y a la dirección del Señor, y aseguramos solemnemente que solo un pensamiento domina nuestra mente: imitar cuidadosamente el ejemplo del Buen Pastor, para conducir a todos a la verdadera felicidad y para que tengan vida, y la tengan más abundante (Jn 10,10) .

12. Pero de manera particular Nos deseamos mostrar aquí nuestro agradecimiento a los soberanos, a los jefes de Estado y a las autoridades públicas que, en nombre de sus respectivas naciones, con las cuales la Santa Sede se halla en amigables relaciones, han querido ofrecernos en aquella ocasión el homenaje de su reverencia. En este número y con ocasión de esta primera encíclica, dirigida a todos los pueblos del universo, con particular alegría nos es permitido incluir a Italia; Italia, que, como fecundo jardín de la fe católica, plantada por el Príncipe de los Apóstoles, después de los providenciales pactos lateranenses, ocupa un puesto de honor entre aquellos Estados que oficialmente se hallan representados cerca del Romano Pontífice. De estos pactos volvió a lucir como una aurora feliz la «paz de Cristo devuelta a Italia», anunciando una tranquila y fraterna unión de espíritus tanto en la vida religiosa como en los asuntos civiles; paz que, aportando siempre tiempos serenos, como pedimos al Señor, penetre, consuele, dilate y corrobore profundamente el alma del pueblo italiano, tan cercano a Nos y que goza del mismo ambiente de vida que Nos. Con ruegos suplicantes deseamos de todo corazón que este pueblo, tan querido a nuestros predecesores y a Nos, fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y asegurado por el divino auxilio, experimente cada día más la divina verdad de las palabras del salmista: Bienaventurado el pueblo que tiene al Señor por su Dios (Sal 143,15) .

13. Este nuevo y deseado orden jurídico y espiritual que para Italia y para todo el orbe católico creó y selló aquel hecho, digno de memoria indeleble para toda la historia, jamás nos pareció demostrar una tan grandiosa unión de espíritus como cuando desde la alta loggia de la Basílica Vaticana abrimos y levantamos por primera vez nuestros brazos y nuestra mano para bendecir a Roma, sede del Papado y nuestra amadísima ciudad natal; a Italia, reconciliada con la Iglesia católica, y a los pueblos del mundo entero.

14. Como Vicario de Aquel que, en una hora decisiva, delante del representante de la más alta autoridad de aquel tiempo, pronunció la augusta palabra: Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, oye mi voz (Jn 18,37), declaramos que el principal deber que nos impone nuestro oficio y nuestro tiempo es «dar testimonio de la verdad». Este deber, que debemos cumplir con firmeza apostólica, exige necesariamente la exposición y la refutación de los errores y de los pecados de los hombres, para que, vistos y conocidos a fondo, sea posible el tratamiento médico y la cura: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32). En el cumplimiento de este oficio no nos dejaremos influir por consideraciones humanas o terrenas, del mismo modo, no cejaremos en el propósito emprendido ni por las desconfianzas, ni por las contradicciones, ni por las repulsas, no nos apartará tampoco de esta determinación el temor de que nuestra acción sea incomprendida o falsamente interpretada. Sin embargo, aun trabajando con cuidadosa diligencia para este fin, nuestra conducta estará animada por aquella caridad paterna que mientras nos ordena trabajar con suma tristeza a causa de los males que atormentan a los hijos, nos manda también señalar estos mismos hijos los oportunos remedios, imitando así al divino modelo de los pastores, Cristo, Señor nuestro, que nos da al mismo tiempo luz y amor: Practicando la verdad con amor (Ef 4, 15) .

15. Ahora bien, el nefasto esfuerzo con que no pocos pretenden arrojar a Cristo de su reino, niegan la ley de la verdad por Él revelada y rechazan el precepto de aquella caridad que abriga y corrobora su imperio como con un vivificante y divino soplo, es la raíz de los males que precipitan a nuestra época por un camino resbaladizo hacia la indigencia espiritual y la carencia de virtudes en las almas. Por lo cual, la reverencia a la realeza de Cristo, el reconocimiento de los derechos de su regia potestad y el procurar la vuelta de los particulares y de toda la sociedad humana a la ley de su verdad y de su amor, son los únicos medios que pueden hacer volver a los hombres al camino de la salvación.

16. Mientras escribimos estas líneas, venerables hermanos nos llega la terrible noticia de que, por desgracia, a pesar de todos nuestros esfuerzos por evitarlo, el terrible incendio de la guerra se ha desencadenado ya. Nuestra pluma casi se detiene cuando pensamos en las innumerables calamidades de aquellos que hasta ayer se gozaban con la modesta prosperidad de su propio hogar familiar. Nuestro corazón paterno se siente lleno de angustia al prever todos los males que podrán brotar de la tenebrosa semilla de la violencia y del odio, a los que la espada está abriendo ya sangrientos surcos. Sin embargo, cuando consideramos este diluvio de males presentes y tememos calamidades aún mayores para el futuro, juzgamos deber nuestro dirigir con creciente insistencia los ojos y los corazones de cuantos conservan todavía una voluntad recta hacia Aquel de quien únicamente viene la salvación del mundo, hacia Aquel cuya mano omnipotente y misericordiosa es la única que puede poner fin a esta tempestad; hacia Aquel, finalmente, cuya verdad y amor son los únicos que pueden iluminar las inteligencias y encender los espíritus de tantos hombres que, combatidos por las olas del error y por el ansia de un egoísmo inmoderado y casi sumergidos por las ondas de las contiendas, deben ser reformados nuevamente y devueltos al gobierno y al espíritu de Jesucristo.

17. Tal vez se puede esperar —y pedimos a Dios que así sea— que esta época de máximas calamidades mejore la manera de pensar y de sentir de muchos que, ciegamente confiados hasta ahora en las engañosas opiniones tan difundidas hoy día, despreocupados e imprudentes, pisaban un camino incierto lleno de peligros. Y muchos que no apreciaban la importancia y el valor de la misión pastoral de la Iglesia para la recta educación de los espíritus, comprenderán tal vez ahora mejor y estimarán más las amonestaciones de la Iglesia que ellos desatendieron en un tiempo más fácil y seguro. Las angustias presentes y la calamitosa situación actual constituyen una apología tan definitiva de la doctrina cristiana, que es tal vez esta situación la que puede mover a los hombres más que cualquier otro argumento. Porque de este ingente cúmulo de errores y de este diluvio de movimientos anticristianos se han cosechado frutos tan envenenados, que constituyen una reprobación y una condenación de esos errores, cuya fuerza probativa supera a toda refutación racional.

18. Porque, mientras las esperanzas fallan y desilusionan, la gracia divina sonríe a las almas temblorosas: se percibe el paso del Señor (Ex 12,11) y a la palabra del Redentor: He aquí que estoy a la puerta y llamo (Ap 3,20); se abren con frecuencia puertas que, de otro modo, nunca se abrirían. Dios es testigo de la ardorosa compasión, del santo gozo con que se vuelve nuestro corazón a aquellos que, experimentando tan dolorosas pruebas, sienten nacer en su interior el deseo impelente y saludable de la verdad, de la justicia y de la paz cristiana. Pero, incluso hacia aquellos para quienes no ha sonado todavía la hora de la iluminación celeste, nuestro corazón no conoce sino amor, y nuestros labios pronuncian plegarias a Dios para que en sus almas, indiferentes o enemigas de Cristo, haga brillar un rayo de aquella luz que un día transformó a Saulo en Pablo, y que ha demostrado su fuerza misteriosa precisamente en los tiempos más difíciles de la Iglesia.

19. En la hora presente, en que las calamitosas perturbaciones ocupan la mente de todos, no es nuestro propósito exponer una refutación completa de los errores de esta época —refutación que haremos cuando se presente ocasión oportuna—, sino desarrollar por escrito solamente algunas observaciones fundamentales sobre este tema.

20. Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido.

21. Esta ley natural tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnisciente y justo juez de las acciones humanas. Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio de moralidad queda vacilando y perece, la voz de la naturaleza calla o al menos se debilita paulatinamente, voz que enseña también a los ignorantes y aun a las tribus no civilizadas lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito y lo ilícito, y les hace sentir que darán cuenta alguna vez de sus propias acciones buenas y malas ante un Juez supremo.

22. Como bien sabéis, venerables hermanos, el fundamento de toda la moralidad comenzó a ser rechazado en Europa, porque muchos hombres se separaron de la doctrina de Cristo, de la que es depositaria y maestra la Cátedra de San Pedro. Esta doctrina dio durante siglos tal cohesión y tal formación cristiana a los pueblos de Europa, que éstos, educados, ennoblecidos y civilizados por la cruz, llegaron a tal grado de progreso político y civil, que fueron para los restantes pueblos y continentes maestros de todas las disciplinas. Pero desde que muchos hermanos, separados ya de Nos, abandonaron el magisterio infalible de la Iglesia, llegaron, por desgracia, hasta negar la misma divinidad del Salvador, dogma capital y centro del cristianismo, acelerando así el proceso de disolución religiosa.

23. Narra el sagrado Evangelio que, cuando Jesús fue crucificado, las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mt 27,45); símbolo luctuoso de lo que ha sucedido, y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública y, junto con la fe en Cristo, debilita también la fe en Dios. De aquí se sigue que todas las normas y principios morales según los cuales eran juzgadas en otros tiempos las acciones de la vida privada y de la vida pública, hayan caído en desuso, y se sigue también que donde el Estado se ajusta por completo a los prejuicios del llamado laicismo —fenómeno que cada día adquiere más rápidos progresos y obtiene mayores alabanzas— y donde el laicismo logra substraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo benéfico y regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante tantos siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana: las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a Jesús (Brev. Rom., Viernes Santo, resp.4).

24. Pero muchos, tal vez, al separarse de la doctrina de Cristo, no advertían que eran engañados por el falso espejismo de unas frases brillantes, que presentaban esta separación del cristianismo como liberación de una servidumbre impuesta; ni preveían las amargas consecuencias que se seguirían del cambio que venía a sustituir la verdad, que libera, con el error, que esclaviza; ni pensaban, finalmente, que, renunciando a la ley de Dios, infinitamente sabia y paterna, y a la amorosa, unificante y ennoblecedora doctrina de amor de Cristo, se entregaban al arbitrio de una prudencia humana lábil y pobre. Alardeaban de un progreso en todos los campos, siendo así que retrocedían a cosas peores; pensaban; elevarse a las más altas cimas, siendo así que se apartaban de su propia dignidad; afirmaban que este siglo nuestro había de traer una perfecta madurez, mientras estaban volviendo precisamente a la antigua esclavitud. No percibían que todo esfuerzo humano para sustituir la ley de Cristo por algo semejante está condenado al fracaso: Se entontecieron en sus razonamientos (Rom 1,21) .

25. Así debilitada y perdida la fe en Dios y en el divino Redentor y apagada en las almas la luz que brota de los principios universales de moralidad, queda inmediatamente destruido el único e insustituible fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el orden interno y externo de la vida privada y pública, que es el único que puede engendrar y salvaguardar la prosperidad de los Estados.

26. Es cierto que, cuando los pueblos de Europa estaban vinculados por una fraterna unión, alimentada por las instituciones y los preceptos del cristianismo, no faltaban disensiones, ni trastornos, ni guerras asoladoras; pero tal vez jamás como en el presente los hombres se han encontrado con un ánimo tan quebrantado y afligido, porque ven con temor indecible la extraordinaria dificultad para curar sus propios males. Mientras que, por el contrario, en los siglos anteriores estaba presente en los espíritus de todos la noción de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito; lo cual facilita los acuerdos, refrena las pasiones desordenadas y deja abierta la vía a una honesta inteligencia mutua. En nuestros días, sin embargo, las disensiones no provienen únicamente del ímpetu vehemente de un espíritu destemplado, sino más bien de una profunda perturbación e la conciencia interior, que ha trastornado temerariamente los sanos principios de la moral privada y pública.

27. Entre los múltiples errores que brotan, como de fuente envenenada, del agnosticismo religioso y moral, hay dos principales que queremos proponer de manera particular a vuestra diligente consideración, venerables hermanos, porque hacen casi imposible, o al menos precaria e incierta, la tranquila y pacífica convivencia de los pueblos.

28. El primero de estos dos errores, en la actualidad enormemente extendido por desgracia, consiste en el olvido de aquella ley de mutua solidaridad y caridad humana impuesta por el origen común y por la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, sea cual fuere el pueblo a que pertenecen, y por el sacrificio de la redención, ofrecido por Jesucristo en el ara de la cruz a su Padre celestial en favor de la humanidad pecadora.

29. La primera página de la Sagrada Escritura refiere con grandiosa simplicidad que Dios, para coronar su obra creadora, hizo al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gén 1,26-27); y la misma Escritura enseña que el hombre, enriquecido con dones y privilegios sobrenaturales, fue destinado a una eterna e inefable felicidad. Refiere, además, que de la primera unión matrimonial proceden todos los demás hombres, los cuales, como enseña la Escritura con extraordinaria viveza y plasticidad de lenguaje, se dividieron después en varias tribus y pueblos, diseminándose por las diversas partes del mundo. Y enseña también que, aunque se alejaron miserablemente de su Creador, Dios no dejó de considerarlos como hijos, a los cuales, según sus misericordiosos designios, había de traer de nuevo un día al seno de su amistad (cf. Gén 12,3) .

30. El Apóstol de las Gentes, como heraldo de esta verdad que hermana a los hombres en una gran familia, anuncia estas realidades al mundo griego: Sacó [Dios] de un mismo tronco todo el linaje de los hombres, para que habitase la vasta extensión de la tierra, fijando el orden de los tiempos y los limites de la habitación de cada pueblo para que buscasen a Dios (Hech 17, 26-27). Razón por la cual podemos contemplar con admiración del espíritu al género humano unificado por la unidad de su origen común en Dios, según aquel texto: Uno el Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y habita en todos nosotros (Ef 4,6); por la unidad de naturaleza, que consta de cuerpo material y de alma espiritual e inmortal; por la unidad del fin próximo de todos y por la misión común que todos tienen que realizar en esta vida presente; por la unidad de habitación, la tierra, de cuyos bienes todos los hombres pueden disfrutar por derecho natural, para sustentarse y adquirir la propia perfección; por la unidad del fin supremo, Dios mismo, al cual todos deben tender, y por la unidad de los medios para poder conseguir este supremo fin.

31. Y el mismo Apóstol de las Gentes demuestra la unidad de la familia humana con aquellas razones por medio de las cuales estamos unidos con el Hijo de Dios, imagen eterna de Dios invisible, en quien todas las cosas han sido creadas (Col 1,16); e igualmente con la unidad de la redención, que Cristo donó a todos los hombres por medio de su acerbísima pasión, cuando restableció la destruida amistad originaria con Dios y se constituyó mediador celestial entre Dios y los hombres: porque uno es Dios y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre (1Tim 2,5).

32. Y para hacer más íntima y firme esta amistad entre Dios y la humanidad, el Mediador universal de la salvación y de la paz, en el silencio del cenáculo, cuando iba ya a realizar el sacrificio supremo de sí mismo, pronunció aquellas profundas palabras que resuenan a través de los siglos, y que a las almas carentes de amor y destrozadas por el odio muestran los heroísmos más altos de la caridad: Este es mi precepto, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12) .

33. Estos puntos capitales de la verdad revelada constituyen el fundamento y el vínculo más estrecho de la unidad común de todos los hombres, reforzados por el amor de Dios y del Redentor divino, de quien todos reciben la salud para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, al conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto según la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 2, 12.13) .

34. Por lo cual, si consideramos atentamente esta unidad de derecho y de hecho de toda la humanidad, los ciudadanos de cada Estado no se nos muestran desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas, según la diversidad de los tiempos, en virtud del impulso y del destino natural y sobrenatural. Y si bien los pueblos van desarrollando formas más perfectas de civilización y, de acuerdo con las condiciones de vida y de medio se van diferenciando unos de otros, no por esto deben romper la unidad de la familia humana, sino más bien enriquecerla con la comunicación mutua de sus peculiares dotes espirituales y con el recíproco intercambio de bienes, que solamente puede ser eficaz cuando una viva y ardiente caridad cohesiona fraternalmente a todos los hijos de un mismo Padre y a todos los hombres redimidos por una misma sangre divina.

35. La Iglesia de Jesucristo, como fidelísima depositaria de la vivificante sabiduría divina, no pretende menoscabar o menospreciar las características particulares que constituyen el modo de ser de cada pueblo; características que con razón defienden los pueblos religiosa y celosamente como sagrada herencia. La Iglesia busca la profunda unidad, configurada por un amor sobrenatural en el que todos los pueblos se ejerciten intensamente, no busca una uniformidad absoluta, exclusivamente externa, que debilite las fuerzas naturales propias. Todas las normas y disposiciones que sirven para el desenvolvimiento prudente y para el aumento equilibrado de las propias energías y facultades —que nacen de las más recónditas entrañas de toda estirpe—, la Iglesia las aprueba y las secunda con amor de madre, con tal que no se opongan a las obligaciones que impone el origen común y el común destino de todos los hombres. Proceder demostrado repetidas veces por el inmenso esfuerzo que realizan los predicadores en los territorios de misiones. La Iglesia confiesa que esta finalidad es como la estrella polar, a la cual dirige su vista en el camino de su apostolado universal. Estos predicadores de la palabra divina, con un sinnúmero de investigaciones realizadas a lo largo de los siglos con ingente trabajo y suma consagración, procuraron conocer a fondo la civilización y las instituciones de los pueblos más diversos y cultivar y favorecer sus cualidades espirituales para que el Evangelio de Cristo obtuviere allí con mayor facilidad frutos más abundantes. Todo lo que en las costumbres de un pueblo no se halla indisolublemente ligado a errores y supersticiones, encuentra siempre un examen benévolo, y, en cuanto es posible, es conservado y favorecido por la Iglesia. Nuestro inmediato predecesor, de santa memoria, en una cuestión de este género que requería mucha prudencia y consejo, adoptó una noble decisión que constituye una perenne alabanza de su aguda inteligencia y del ardor de su espíritu apostólico. No es necesario declararos, venerables hermanos, que Nos continuaremos sin vacilación por este mismo camino. Todos aquellos que ingresan en la Iglesia católica, sean cuales sean su origen y su lengua, deben tener por seguro que todos ellos disfrutan de los mismos derechos de hijos en la casa del Padre, donde todos gozan de la ley y de la paz de Cristo. Para realizar progresivamente estas normas de igualdad, la Iglesia selecciona de entre los pueblos indígenas algunos hombres escogidos que aumenten gradualmente el sacerdocio y el episcopado en su propia nación. Y por esta causa, es decir, para dar a nuestras intenciones una demostración palpable, hemos escogido la próxima fiesta de Cristo Rey para elevar a la dignidad episcopal, sobre el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, a doce sacerdotes representantes de sus propios pueblos y estirpes.

36. De esta manera, mientras una dura contienda hace sufrir a las almas y divide la unidad de la familia humana, este rito solemne dará a entender a todos nuestros hijos, diseminados por el mundo, que la doctrina, la acción y la voluntad de la Iglesia jamás podrán ser contrario a la predicación del Apóstol de las Gentes: Vestíos del [hombre] nuevo, que por el conocimiento de la fe se renueva según la imagen de Aquel que lo ha criado; para El no existe griego ni judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, esclavo o libre, sino que Cristo está en todo y en todos.(Col 3,10-11)

37. Juzgamos necesaria aquí una advertencia: la conciencia de una universal solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana despierta y favorece, no se opone al amor, a la tradición y a las glorias de la propia patria, ni prohíbe el fomento de una creciente prosperidad y la legítima producción de los bienes necesarios, porque la misma doctrina nos enseña que en el ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios, según el cual se debe amar más intensamente y se debe ayudar preferentemente a aquellos que están unidos a nosotros con especiales vínculos. El divino Maestro en persona dio ejemplo de esta manera de obrar, amando con especial amor a su tierra y a su patria y llorando tristemente a causa de la inminente ruina de la Ciudad Santa. Pero el amor a la propia patria, que con razón debe ser fomentado, no debe impedir, no debe ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal, precepto que coloca igualmente a todos los demás y su personal prosperidad en la luz pacificadora del amor.

38. Esta maravillosa doctrina ha contribuido de muchas maneras al progreso civil y religioso de la humanidad. Porque los heraldos de esta doctrina, animados de una ardorosa caridad sobrenatural, no sólo roturaron terrenos e intentaron curar toda clase de enfermedades, sino que principalmente procuraron levantar las almas de aquellos que estaban a ellos confiados a las realidades divinas, conformarlos a éstas y elevarlos hasta las cumbres más altas de la santidad, donde todo se ve en la claridad de la mirada simplicísima de Dios. Levantaron monumentos y templos, que demuestran a que alturas tan grandes eleva el ideal de la perfección cristiana; pero sobre todo, hicieron de los hombres, sabios e ignorantes, poderosos o débiles, templos vivos de Dios y sarmientos de aquella vid que es Cristo. Transmitieron a las generaciones venideras los tesoros del arte y de la sabiduría antiguos, pero su principal propósito fue éste: hacer a estas generaciones partícipes de aquel inefable don de la sabiduría eterna, que une a los hombres, hijos de Dios por la gracia, con los vínculos de una fraterna amistad.

39. Pero si el olvido de la ley, venerables hermanos, que manda amar a todos los hombres y que, apagando los odios y disminuyendo desavenencias, es la única que puede consolidar la paz, es fuente de tantos y tan gravísimos males para la pacífica convivencia de los pueblos, sin embargo, no menos nocivo para el bienestar de las naciones y de toda la sociedad humana es el error de aquellos que con intento temerario pretenden separar el poder político de toda relación con Dios, del cual dependen, como de causa primera y de supremo señor, tanto los individuos como las sociedades humanas; tanto más cuanto que desligan el poder político de todas aquellas normas superiores que brotan de Dios como fuente primaria y atribuyen a ese mismo poder una facultad ilimitada de acción entregándola exclusivamente al lábil y fluctuante capricho o a las meras exigencias configuradas por las circunstancias históricas y por el logro de ciertos bienes particulares.

40. Despreciada de esta manera la autoridad de Dios y el imperio de su ley, se sigue forzosamente la usurpación por el poder político de aquella absoluta autonomía que es propia exclusivamente del supremo Hacedor, y la elevación del Estado o de la comunidad social, puesta en el lugar del mismo Creador, como fin supremo de la vida humana y como norma suprema del orden jurídico y moral; prohibiendo así toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana.

41. No ignoramos, es verdad, que los principios erróneos de esta concepción no siempre ejercen absolutamente su influjo en la vida moral; cosa que sucede principalmente cuando la tradición de una vida cristiana, de la que se han nutrido durante siglos los pueblos, ha echado, aunque no se advierta, hondas raíces en las almas. A pesar de lo cual, hay que advertir con insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, se inspire en motivos meramente terrenos y haga consistir toda su fuerza eficaz en la sanción de una autoridad puramente externa.

42. Donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios.

43. Bien es verdad que a veces el poder público, aunque apoyado sobre fundamentos tan débiles y vacilantes, puede conseguir por casualidad y por la fuerza de las circunstancias, ciertos éxitos materiales que provocan la admiración de los observadores superficiales; pero llega necesariamente el momento en que aparece triunfante aquella ineluctable ley que tira por tierra todo cuanto se ha construido velada o manifiestamente sobre una razón totalmente desproporcionada, esto es, cuando la grandeza del éxito externo alcanzado no responde en su vigor interior a las normas de una sana moral. Desproporción que aparece por fuerza siempre que la autoridad política desconoce o niega el dominio del Legislador supremo, que, al dar a los gobernantes el poder, les ha señalado también los límites de este mismo poder.

44. Porque el poder político, como sabiamente enseña en la encíclica Immortale Dei nuestro predecesor León XIII, de piadosa memoria, ha sido establecido por el supremo Creador para regular la vida pública según las prescripciones de aquel orden inmutable que se apoya y es regido por principios universales; para facilitar a la persona humana, en esta vida presente, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y para ayudar a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural, que constituye su destino supremo.

45. El Estado, por tanto, tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades y las iniciativas privadas de los individuos; dirigir convenientemente estas actividades al bien común, el cual no puede quedar determinado por el capricho de nadie ni por la exclusiva prosperidad temporal de la sociedad civil, sino que debe ser definido de acuerdo con la perfección natural del hombre, a la cual está destinado el Estado por el Creador como medio y como garantía.

46. El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente independiente.

47. Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas, estas iniciativas —que se rigen por múltiples normas peculiares y propias, que garantizan la segura consecución del fin que les es propio— pueden recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable.

48. De esta concepción teórica y práctica puede surgir un peligro: considerar la familia, fuente primera y necesaria de la sociedad humana, y su bienestar y crecimiento, como institución destinada exclusivamente al dominio político de la nación, y se corre también el peligro de olvidar que el hombre y la familia son, por su propia naturaleza, anteriores al Estado, y que el Criador dio al hombre y a la familia peculiares derechos y facultades y les señaló una misión, que responde a inequívocas exigencias naturales.

49. Según esta concepción política, la educación de las nuevas generaciones no pretende un desarrollo equilibrado y armónico de las fuerzas físicas, intelectuales y morales, sino la formación unilateral y el fomento excesivo de aquella virtud cívica que se considera necesaria para el logro del éxito político, por lo cual son menos cultivadas las virtudes de la nobleza, de la humanidad y del respeto, como si éstas deprimiesen la gallarda fortaleza de los temperamentos jóvenes.

50. Por todo lo cual, se alzan ante nuestra vista los tremendos peligros que tememos puedan venir sobre la actual y las futuras generaciones, de la disminución y de la progresiva abolición de los derechos de la familia. Juzgamos, por tanto, obligación nuestra, impuesta por la conciencia del deber exigido por nuestro grave ministerio apostólico, defender religiosa y abiertamente estos derechos de la familia; porque nadie, sin duda, padece tan amargamente como la familia las angustias de nuestro tiempo, tanto materiales como espirituales, y los múltiples errores con sus dolorosas consecuencias. Hasta tal punto es esto así, que el paso diario de las desgracias y la indigencia creciente por todas partes, tan luctuosa que tal vez ningún siglo anterior la experimentó mayor, y cuya razón o necesidad verdadera son consecuencia imposibles de discernir, resultan hoy intolerables sin una firmeza y una grandeza de alma capaz de despertar la admiración universal. Los que, por el ministerio pastoral que desempeñan, ven los repliegues íntimos de la conciencia y pueden conocer las lágrimas ocultas de las madres, el callado dolor de los padres y las innumerables amarguras —de las que ninguna estadística pública habla ni puede hablar—, ven con mirada hondamente preocupada el crecimiento cada día mayor de este cúmulo de sufrimientos, y saben muy bien que las tenebrosas fuerzas de la impiedad, cuya única finalidad es, abusando de la dura situación, la revolución y el trastorno social, están al acecho buscando la oportunidad que les permita realizar sus impíos propósitos.

51. ¿Qué hombre sensato, prudente, en esta grave situación, negará al Estado unos derechos más amplios que los ordinarios, que respondan a la situación y con los que se pueda atender a las necesidades del pueblo? Sin embargo, el orden moral establecido por Dios exige que se determine con todo cuidado, según la norma del bien común, la licitud o ilicitud de las medidas que aconsejen los tiempos como también la verdadera necesidad de estas medidas.

52. De todos modos, cuanto más gravosos son los sacrificios materiales exigidos por el Estado a los ciudadanos y a la familia tanto más sagrados e inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias. El Estado puede exigir los bienes y la sangre pero nunca el alma redimida por Dios. Por esta razón, la misión que Dios ha encomendado a los padres de proveer al bien temporal y al bien eterno de la prole y de procurar a los hijos una adecuada formación religiosa, nadie puede arrebatarla a los padres sin una grave lesión del derecho. Esta adecuada formación debe, sin duda, tener también como finalidad preparar la juventud para la aceptación de aquellos deberes de noble patriotismo, con cuyo cumplimiento inteligente, voluntario y alegre s e demuestre prácticamente el amor a la tierra patria. Pero, por otra parte, una educación de la juventud que se despreocupe, con olvido voluntario, de orientar la mirada de la juventud también a la patria sobrenatural, será totalmente injusta tanto contra la propia juventud como contra los deberes y los derechos totalmente inalienables de la familia cristiana; y, consiguientemente, por haberse incurrido en una extralimitación, el mismo bien del pueblo y del Estado exige que se pongan los remedios necesarios. Una educación semejante podrá, tal vez, parecer a los gobernantes responsables de ella una fuente de aumento de fuerza y de vigor; pero las tristes consecuencias que de aquélla se deriven demostrarán su radical falacia. El crimen de lesa majestad contra el Rey de los reyes y Señor de los que dominan (1Tim 6,15; Ap 19,16) cometido con una educación de los niños indiferente y contraria al espíritu y a sentimiento cristianos, al estorbar e impedir el precepto de Jesucristo: Dejad que los niños vengan a mí (Mc 10,14), producirá, sin duda alguna, frutos amarguísimos. Por el contrario, el Estado que libera estas preocupaciones a las madres y a los padres cristianos, entristecidos por esta clase de peligros, y mantiene enteros los derechos de la familia, fomenta la paz interna del Estado y asienta el fundamento firme sobre el cual podrá levantarse la futura prosperidad de la patria. Las almas de los hijos que Dios entregó a los padres, purificadas con el bautismo y señaladas con el sello real de Jesucristo, son como un tesoro sagrado, sobre el que vigila con amor solícito el mismo Dios. El divino Redentor, que dijo a los apóstoles: Dejad que los niños vengan a mí, no obstante su misericordiosa bondad, ha amenazado con terribles castigos a los que escandalizan a los niños, objeto predilecto de su corazón. Y ¿qué escándalo puede haber más dañoso, qué escándalo puede haber más criminal y duradero que una educación moral de la juventud dirigida equivocadamente hacia una meta que, totalmente alejada de Cristo, camino, verdad y vida, conduce a una apostasía oculta o manifiesta del divino Redentor? Este divino Redentor que se le roba criminalmente a las nuevas generaciones presentes y futuras es el mismo que ha recibido de su Eterno Padre todo poder y tiene en sus manos el destino de los Estados, de los pueblos y de las naciones. El cese o la prolongación de la vida de los Estados, el crecimiento y la grandeza de los pueblos, todo depende exclusivamente de Cristo. De todo cuanto existe en la tierra, sólo el alma es inmortal. Por eso, un sistema educativo que no respete el recinto sagrado de la familia cristiana, protegido por la ley de Dios; que tire por tierra sus bases y cierre a la juventud el camino hacia Cristo, para impedirle beber el agua en las fuentes del Salvador (cf Is 12,3), y que, finalmente, proclame la apostasía de Cristo y de la Iglesia como señal de fidelidad a la nación o a una clase determinada, este sistema, sin duda alguna al obrar así, pronunciará contra sí mismo la sentencia de condenación y experimentará a su tiempo la ineluctable verdad del aviso del profeta: Los que se apartan de ti serán escritos en la tierra (Jer 17,13) .

53. La concepción que atribuye al Estado un poder casi infinito, no sólo es, venerables hermanos, un error pernicioso para la vida interna de las naciones y para el logro armónico de una prosperidad creciente, sino que es además dañosa para las mutuas relaciones internacionales, porque rompe la unidad que vincula entre sí a todos los Estados, despoja al derecho de gentes de todo firme valor, abre camino a la violación de los derechos ajenos y hace muy difícil la inteligencia y la convivencia pacífica.

54. Porque el género humano, aunque, por disposición del orden natural establecido por Dios, está dividido en grupos sociales, naciones y Estados, independientes mutuamente en lo que respecta a la organización de su régimen político interno, está ligado, sin embargo, con vínculos mutuos en el orden jurídico y en el orden moral y constituye una universal comunidad de pueblos, destinada a lograr el bien de todas las gentes y regulada por leyes propias que mantienen su unidad y promueven una prosperidad siempre creciente.

55. Ahora bien: todos ven fácilmente que aquellos supuestos derechos del Estado, absolutos y enteramente independientes, son totalmente contrarios a esta inmanente ley natural; más aún, la niegan radicalmente, es igualmente evidente que esos derechos absolutos entregan al capricho de los gobernantes del Estado las legítimas relaciones internacionales e impiden al mismo tiempo la posibilidad de una unión verdadera y de una colaboración fecunda en el orden de los intereses generales. Porque, venerables hermanos, las relaciones internacionales normales y estables, la amistad internacional fructuosa exigen que los pueblos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural regulador de la convivencia internacional. Igualmente, estos principios exigen el respeto íntegro de la libertad de todos y la concesión a todos de aquellos derechos que son necesarios para la vida y para el desenvolvimiento progresivo de una prosperidad por el camino del sano progreso civil; exigen por último, la fidelidad íntegra e inviolable a los pactos estipulados y sancionados de acuerdo con las normas del derecho de gentes.

56. No cabe duda que el presupuesto indispensable de toda pacífica convivencia entre los pueblos y la condición indispensable de las relaciones jurídicas del derecho público vigentes entre los pueblos es la mutua confianza, la general persuasión de que todas las partes deben ser fieles a la palabra empeñada; la admisión, finalmente, por todos de la verdad de este principio: Es mejor la sabiduría que las armas bélicas (Ecl 9,18), y, además, la disposición de ánimo para discutir e investigar los propios intereses y no para solucionar las diferencias con la amenaza de la fuerza cuando surjan demoras, controversias, dificultades y cambios, cosas todas que pueden nacer no solamente de mala voluntad, sino también del cambio de las circunstancias y del cruce de intereses opuestos.

57. Pero separar el derecho de gentes del derecho divino para apoyarlo en la voluntad autónoma del Estado como fundamento exclusivo, equivale a destronar ese derecho del solio de su honor y de su firmeza y entregarlo a la apresurada y destemplada ambición del interés privado y del egoísmo colectivo, que sólo buscan la afirmación de sus derechos propios y la negación de los derechos ajenos.

58. Hay que afirmar, es cierto, que, con el transcurso del tiempo y el cambio substancial de las circunstancias —no previstas y tal vez imprevisibles al tiempo de la estipulación—, un tratado entero o alguna de sus cláusulas pueden resultar o pueden parecer injustas, o demasiado gravosas, o incluso inaplicables para alguna de las partes contratantes. Si esto llega a suceder, es necesario recurrir a tiempo a una leal discusión para modificar en lo que sea conveniente o sustituir por completo el pacto establecido. Pero considerar los convenios ratificados como cosa efímera y caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos cuando la propia utilidad parezca aconsejarlo, o atribuirse la facultad de quebrantarlos unilateralmente, sin consultar a la otra parte contratante, es un proceder que echa por tierra la seguridad de la confianza recíproca entre los Estados, de esta manera queda totalmente derribado el orden natural y los pueblos quedan separados por un inmenso vacío, imposible de salvar.

59. Hoy día, venerables hermanos, todos miran con espanto el cúmulo de males al que han llevado los errores y el falso derecho de que hemos hablado y sus consecuencias prácticas. Se ha desvanecido el espejismo de un falso e indefinido progreso, que engañaba a muchos; la trágica actualidad de las ruinas presentes parece despertar de su sueño a los que seguían dormidos, repitiendo la sentencia del profeta: Sordos, oíd, y, ciegos, mirad (Is 42,18). Lo que externamente parecía ordenado, en realidad no era otra cosa que una perturbación general invasora de todo; perturbación que ha alcanzado a las mismas normas de la vida moral, una vez que éstas, separadas de la majestad de la ley divina, han contaminado todos los campos de la actividad humana. Pero dejemos ahora el pasado y volvamos los ojos hacia ese porvenir que, según las promesas de aquellos que tienen en sus manos los destinos de los pueblos —cuando cesen los sangrientos conflictos presentes—, traerá consigo una nueva organización, fundada en la justicia y en la prosperidad. Pero ¿es que acaso ese porvenir será en realidad diverso, y, lo que es más importante, llegará a ser mejor y más feliz? Los nuevos tratados de paz y el establecimiento de un nuevo orden internacional que surgirán cuando termine la guerra, ¿estarán acaso animados de la justicia y de la equidad hacia todos y de un espíritu pacífico y restaurador, o constituirán más bien una luctuosa repetición de los errores antiguos y de los errores recientes? Es totalmente vano, es engañoso, y la experiencia lo demuestra, poner la esperanza de un nuevo orden exclusivamente en la conflagración bélica y en el desenlace final de ésta. El día de la victoria es un día de triunfo para quien tiene la fortuna de conseguirla; pero es al mismo tiempo una hora de peligro mientras el ángel de la justicia lucha con el demonio de la violencia. Porque, con demasiada frecuencia, el corazón del vencedor se endurece, y la moderación y la prudencia sagaz y previsora se le antojan enfermiza debilidad de ánimo. Y, además, la excitación de las pasiones populares, exacerbadas por los innumerables y enormes sacrificios y sufrimientos soportados, muchas veces parece anublar la vista de los hombres responsables de las determinaciones, y les hace cerrar sus oídos a la amonestadora voz de la equidad humana que parece vencida o extinguida por el inhumano clamor de ¡Ay de los vencidos! Por este motivo, si en tales circunstancias se adoptan resoluciones y se toman decisiones judiciales sobre las cuestiones planteadas, puede suceder que auténticos hechos injustos tengan la mera apariencia de una externa justicia.

60. La salvación de los pueblos, venerables hermanos, no nace de los medios externos, no nace de la espada, que puede imponer condiciones de paz, pero no puede crear la paz. Las energías que han de renovar la faz de la tierra tienen que proceder del interior de las almas. El orden nuevo del mundo que regirá la vida nacional y dirigirá las relaciones internacionales —cuando cesen las crueles atrocidades de esta guerra sin precedentes—, no deberá en adelante apoyarse sobre la movediza e incierta arena de normas efímeras, inventadas por el arbitrio de un egoísmo utilitario, colectivo o individual, sino que deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento del derecho natural y de la revelación divina. Es aquí donde debe buscar el legislador el espíritu de equilibrio y la conciencia de su responsabilidad, sin los cuales fácilmente se desconocen los límites exactos que separan el uso legítimo del uso ilegítimo del poder. Únicamente así tendrán sus determinaciones consistencia interna, noble dignidad y sanción religiosa, y no servir meramente para satisfacer las exigencias del egoísmo y de las pasiones humanas. Porque, si bien es verdad que los males que aquejan actualmente a la humanidad provienen de una perturbada y desequilibrada economía y de la enconada lucha por una más equitativa distribución de los bienes que Dios ha concedido a los hombres para el sustento y progreso de éstos, sin embargo, es un hecho evidente que la raíz de estos males es más profunda, pues toca a la creencia religiosa y a los principios normativos del orden moral, corrompidos y destruidos por haberse separado progresivamente los pueblos de la moral verdadera, de la unidad de la fe y de la enseñanza cristiana que en otro tiempo procuró y logró con su infatigable y benéfica labor la Iglesia. La reeducación de la humanidad, si quiere ser efectiva, ha de quedar saturada de un espíritu principalmente religioso; ha de partir de Cristo como fundamento indispensable, ha de tener como ejecutor eficaz una íntegra justicia y como corona la caridad.

61. Llevar a cabo esta obra de renovación espiritual, que deberá adaptar sus medios al cambio de los tiempos y al cambio de las necesidades del género humano, es deber principalmente de la materna misión de la Iglesia. La predicación del Evangelio, que le ha confiado su divino Fundador, con la cual se inculcan a los hombres los preceptos de la verdad, de la justicia y de la caridad, e igualmente el esfuerzo por arraigar sólida y profundamente estos preceptos en las almas, son medios tan idóneos para el logro de la paz, es una labor tan noble y eficaz, que no hay ni puede haber otros que se les igualen. Esta misión, por su amplitud y su gravedad, debería, a primera vista, desalentar los corazones de los miembros de la Iglesia militante; sin embargo, el procurar con todas las fuerzas posibles la difusión del reino de Dios —misión realizada por la Iglesia a lo largo de los siglos de modos muy diversos, no sin graves y duras dificultades— es un deber al que están obligados todos cuantos, liberados por la gracia del Señor de la esclavitud de Satanás, han sido llamados por medio del santo bautismo a formar parte del reino de Dios. Y si el formar parte de este reino, y el vivir conforme a su espíritu, y el trabajar por su difusión y por hacer asequibles sus bienes espirituales a un número cada vez mayor de hombres, exigen en nuestros días tener que luchar con toda clase de oposiciones y de dificultades perfectamente organizadas y tan serias como tal vez jamás lo han sido en tiempos anteriores, esto no dispensa a los fieles de la franca y valerosa profesión de la fe católica, sino que más bien los estimula incesantemente a mantenerse firmes en la defensa de su causa, aun a costa de la pérdida de los propios bienes y del sacrificio de la propia vida. El que vive del espíritu de Cristo no se abate por las dificultades que surgen, sino que, totalmente confiado en Dios, soporta con ánimo esforzado toda clase de trabajos; no huye las angustias ni las necesidades de la hora presente, sino que sale a su encuentro, dispuesto siempre a ayudar con aquel amor que, más fuerte que la muerte, no rehúye el sacrificio ni se deja ahogar por el oleaje de las tribulaciones.

62. Nos sentimos, venerables hermanos, un íntimo consuelo y un gozo sobrenatural, y diariamente damos a Dios gracias por ello, al contemplar en todas las regiones del mundo católico evidentes y heroicos ejemplos de un encendido espíritu cristiano, que valerosamente se enfrenta con todas las exigencias de nuestra época y que con noble esfuerzo procura alcanzar la propia santificación —que es lo primero y lo esencial— y desarrolla una labor de iniciativas apostólicas para aumentar el reino de Dios. De los frecuentes congresos eucarísticos, promovidos sin descanso por nuestros predecesores con suma solicitud, y de la colaboración de los seglares, formados eficazmente por la Acción Católica en el profundo convencimiento de su misión, brotan fuentes de gracia y de virtudes tan abundantes, que en un siglo como el presente, que parece multiplicar las amenazas y provocar necesidades cada vez mayores, y mientras el cristianismo se ve atacado con virulencia cada día mayor por las fuerzas de la impiedad, tienen tanta importancia y oportunidad, que difícilmente pueden ser estimados en su verdadero valor.

63. Hoy día, en que, por desgracia, el número de sacerdotes es inferior al número de necesidades que deben cubrir, y en que se aplica también la palabra del Salvador: La mies es mucha y los operarios pocos (Mt 9,37; Lc 10,2), la colaboración de los seglares prestada a la Jerarquía eclesiástica, y cada día creciente y animada de un ardiente celo y de una total entrega, ofrece a los ministros sagrados una valiosa fuerza auxiliar y promete tales frutos que justifican las más bellas esperanzas. La súplica de la Iglesia dirigida al Señor de la mies para que envíe operarios a su viña (Mt 9,38; Lc 10,2) parece haber sido oída de la manera que convenía a las necesidades de la hora presente, supliendo felizmente y completando el trabajo, muchas veces insuficiente y obstaculizado, del apostolado sacerdotal. Grupos fervorosos de hombres y mujeres, de jóvenes de ambos sexos, obedientes a la voz del Sumo Pontífice y a las normas de sus respectivos obispos, se consagran con todo el ardor de su espíritu a las obras del apostolado, para devolver a Cristo las masas populares, que, por desgracia, se habían alejado de Él. A ellos vayan dirigidos, en este momento tan grave para la Iglesia y para la humanidad, nuestro saludo paterno, nuestro sentido agradecimiento, y sepan que Nos les seguimos con paterna y confiada esperanza. Ellos, que siguen con amor la bandera de Cristo Rey y le han consagrado su persona, su vida y su obra, pueden apropiarse justamente las palabras del salmista: Yo consagro mis obras al Rey (Sal 44,1); y no sólo con la oración, sino también con las obras procuran realizar la venida del reino de Dios. En todas las clases y categorías sociales, esta colaboración de los seglares con el sacerdocio encierra valiosas energías, a las que está confiada una misión, que los corazones nobles y fieles no pueden desear más alta y consoladora. Este trabajo apostólico, realizado según el espíritu y las normas de la Iglesia, consagra al seglar como ministro de Cristo, en el sentido que San Agustín explica de esta manera: «Cuando oís, hermanos, decir al Señor: Donde estoy yo, allí estará también mi ministro, no penséis únicamente en los obispos y clérigos santos. También vosotros, a vuestra manera, sed ministros de Cristo, viviendo bien, haciendo limosna, predicando a cuantos podáis su nombre y su doctrina, para que cada uno, aun el padre de familia reconozca en este nombre que debe un amor paterno a su familia. Por Cristo y por la vida eterna, a todos los suyos debe amonestar, enseñar, exhortar, corregir, usar con ellos de benevolencia, ejercitar la disciplina; de esta manera desempeñará en su casa un oficio eclesiástico y en cierto modo episcopal, sirviendo a Cristo para vivir eternamente con Él» (In Evang. Joan., tract. 52,18s) .

64. Hay que advertir aquí que la familia tiene una parte muy principal en el fomento de esta colaboración de los seglares, tan importante, como hemos dicho, en nuestros tiempos, porque el gobierno equilibrado de la familia ejerce un influjo extraordinario en la formación espiritual de los hijos. Mientras en el hogar doméstico brille la llama sagrada de la fe cristiana y los padres imbuyan con esta fe las almas de los hijos, no hay duda alguna que nuestra juventud estará siempre dispuesta a reconocer prácticamente la realeza de Jesucristo y a oponerse valiente y virilmente a todos cuantos intenten desterrar al Redentor de la sociedad humana y profanar sacrílegamente sus sagrados derechos. Donde se cierran las iglesias, donde se quitan de las escuelas y de la enseñanza la imagen de Jesús crucificado, queda el hogar familiar como el único refugio impenetrable de la vida cristiana, preparado providencialmente por la benignidad divina. Damos infinitas gracias a Dios al ver el número innumerable de familias que cumplen esta misión con una fidelidad que no se deja amedrentar ni por los ataques ni por los sacrificios. Un poderoso ejército de jóvenes de ambos sexos, aun en aquellas regiones en las que la fe en Cristo implica una persecución inicua y toda clase de sufrimientos, permanece impávido junto al trono del Redentor con una fortaleza tan segura que hace recordar los heroicos ejemplos del martirologio cristiano. Si en todas partes se diera a la Iglesia, maestra de la justicia y de la caridad, la libertad de acción a la que tiene un sagrado e incontrovertible derecho en virtud del mandato divino, brotarían por todas partes riquísimas fuentes de bienes, nacería la luz para las almas y un orden tranquilo para los Estados, se tendrían fuerzas necesariamente valiosas para promover la auténtica prosperidad del género humano. Y si los esfuerzos que tienden a establecer una paz definitiva en el interior de los Estados y en la vida internacional se dejasen regular por las normas del Evangelio —que predican y subrayan el amor cristiano frente al inmoderado afán de los intereses propios que sacude a los individuos y a las masas—, se evitarían, sin duda alguna, muchas y graves desdichas y se concedería a la humanidad una tranquila felicidad.

65. Porque entre las leyes reguladoras de la vida cristiana y los postulados de una auténtica humanidad fraterna no existe oposición, sino consonancia recíproca y mutuo apoyo. Nos, por consiguiente, que tanto deseamos procurar el bien de la humanidad doliente y perturbada en el orden material y en el orden espiritual, no tenemos mayor deseo que el de que las actuales angustias abran los ojos de muchos para que consideren atentamente en su verdadera luz a Jesucristo, Señor nuestro, y la misión de su Iglesia sobre la tierra, y que todos cuantos rigen el timón del Estado dejen libre el camino a la Iglesia para que ésta pueda así trabajar en la formación de una nueva época, según los principios de la justicia y de la paz. Esta obra de paz exige que no se pongan obstáculos al ejercicio de la misión confiada por Dios a la Iglesia; que no se limite injustamente el campo de su actividad; que no se substraigan, por último, las masas, y especialmente la juventud, a su benéfico influjo. Por lo cual Nos, como representante en la tierra de Aquel que fue llamado por el profeta Príncipe de la Paz (Is 9,6), exhortamos y conjuramos a los gobernantes y a todos los que de alguna manera tienen influencia en la vida política para que la Iglesia goce siempre de la plena libertad debida, y pueda así realizar su obra educadora, comunicar a las mentes la verdad, inculcar en los espíritus la justicia y enfervorizar los corazones con la caridad divina de Cristo.

66. Porque, así como la Iglesia no puede renunciar al ejercicio de su misión, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10), así también su obra resulta hoy día más necesaria que nunca, pues la experiencia nos enseña que los medios puramente externos, las precauciones humanas y los expedientes políticos no pueden dar lenitivo alguno eficaz a los gravísimos males que aquejan a la humanidad.

67. Aleccionados por el doloroso fracaso de los esfuerzos humanos dirigidos a impedir y frenar las tempestades que amenazan destruir la civilización humana, muchos dirigen su mirada, con renovada esperanza, a la Iglesia, ciudadela de la verdad y del amor y a esta Cátedra de San Pedro, que saben puede restituir al género humano aquella unidad de doctrina religiosa y moral que en los siglos pasados dio consistente seguridad a una tranquila relación de convivencia entre los pueblos. A esta unidad miran con encendida nostalgia tantos hombres, responsables del destino de las naciones, que experimentan diariamente la falsía de aquellas realidades en las que un día cifraron su gran confianza; unidad que innumerables multitudes de hijos nuestros ansían ardientemente, los cuales invocan a diario al Dios de la paz y del amor (cf. 2Cor 13,11), unidad que anhelan, finalmente, tantos espíritus nobles separados de Nos, que en su hambre y sed de justicia y de paz, vuelven sus ojos a la Sede de Pedro, esperando de ésta la luz y el consejo.

68. Todos ellos reconocen la inconmovida firmeza dos voces milenaria de la Iglesia católica en la profesión de la fe y en la defensa de la moral cristiana, reconocen también la estrecha unidad de la jerarquía eclesiástica, que, ligada al sucesor del Príncipe de los Apóstoles, ilumina las mentes con la doctrina del Evangelio dirige a los hombres a la santidad y, mientras es maternalmente condescendiente con todos, se mantiene firme, soportando incluso los tormentos más duros y el mismo martirio, cuando hay que decidir un asunto con aquellas palabras: Non licet!

69. No obstante, venerables hermanos, la doctrina de Cristo, que es la única que puede dar al hombre las verdades fundamentales de la fe, y es la que aguza las inteligencias, y enriquece las almas con la gracia sobrenatural, y propone remedios idóneos para las graves dificultades actuales, e igualmente la actividad apostólica de la Iglesia, que enseña a la humanidad esa misma doctrina propagada por todo el mundo y que modela a los hombres según los principios del Evangelio, son a veces objeto de hostiles sospechas, como si sacudieran los quicios de la autoridad política y usurpasen los derechos de ésta.

70. Contra estos recelos, Nos —manteniendo en todo su vigor las enseñanzas expuestas por nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío XI , en su encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, sobre el poder de Cristo Rey y el poder de la Iglesia— declaramos con sinceridad apostólica que la Iglesia es totalmente ajena a semejantes propósitos, porque la Iglesia abre sus maternales brazos a todos los hombres, no para dominarlos políticamente, sino para prestarles toda la ayuda que le es posible. Ni tampoco pretende la Iglesia invadir la esfera de competencia propia de las restantes autoridades legítimas, sino que más bien les ofrece su ayuda, penetrada del espíritu de su divino Fundador y siguiendo el ejemplo de Aquel que pasó haciendo el bien (Hech 10,38) .

71. La Iglesia predica e inculca el deber de obedecer y de respetar a la autoridad terrena, que recibe de Dios su noble origen y se atiene a la enseñanza del divino Maestro, que dice: Dad a César lo que es del César (Mt 22,21). No pretende usurpar los derechos ajenos aquella que canta en su sagrada liturgia: No arrebata reinos mortales quien da los celestiales (Himno de la Fiesta de la Epifanía) . La Iglesia no menoscaba las energías humanas, sino que las levanta a las cimas más altas y nobles, formando caracteres firmes, que nunca traicionen los deberes de su conciencia. La Iglesia, que ha civilizado tantos pueblos y naciones nunca ha retardado el progreso de la humanidad, sino que, por el contrario con materno orgullo se complace en ese progreso. El fin que la Iglesia pretende ha sido declarado de modo admirable por los ángeles sobre la cuna del Verbo encarnado cuando cantaron gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Esta paz, que el mundo no puede dar, el divino Redentor la ha dejado a sus discípulos como herencia: Os dejo la paz, os doy mi paz (Jn 14,27); esta paz la han conseguido, la consiguen y la conseguirán innumerables hombres que han abrazado amorosamente la doctrina de Cristo, compendiada por Él mismo en el doble precepto del amor a Dios y el amor al prójimo. La historia de casi veinte siglos, la historia llamada sabiamente por el gran orador maestra de la vida (Cic., Orat. 1,2,9), demuestra la verdad de aquella sentencia de la Sagrada Escritura: No tiene paz el que resiste a Dios (Job 9,4), porque la única piedra angular (Ef 2,20) sobre la que tanto el Estado como el individuo pueden hallar salvación segura es Cristo.

72. Ahora bien, como la Iglesia está fundada sobre esta piedra angular, por esto las potencias adversarias nunca podrán destruirla, nunca podrán debilitarla: Portae inferi non praevalebunt (Mt 16,18); las luchas internas y externas contribuyen más bien a acrecentar su fuerza sus virtudes y, al mismo tiempo, le proporcionan la corona gloriosa de nuevas victorias. Por el contrario, todo otro edificio que no tenga como fundamento la doctrina de Cristo, está levantado sobre una arena movediza, y su destino es, más pronto o más tarde, una inevitable caída (Mt 7,26-27).

73. Mientras os escribimos, venerables hermanos, esta nuestra primera encíclica nos parece, por muchas causas, que una hora de tinieblas (Lc 22,53) está cayendo sobre la humanidad, hora en que las tormentas de una violenta discordia derraman la copa sangrienta de innumerables dolores y lutos. ¿Es acaso necesario que os declaremos que nuestro corazón de Padre, lleno de amor compasivo, está al lado de todos sus hijos, y de modo especial al lado de los atribulados y perseguidos? Porque, aunque los pueblos arrastrados por el trágico torbellino de la guerra hasta ahora sólo sufren tal vez los comienzos de los dolores (Mt 24,8), sin embargo, reina ya en innumerables familias la muerte y la desolación, el lamento y la miseria. La sangre de tantos hombres, incluso de no combatientes, que han perecido levanta un fúnebre llanto, sobre todo desde una amada nación, Polonia, que por su tenaz fidelidad a la Iglesia y por sus méritos en la defensa de la civilización cristiana, escritos con caracteres indelebles en los fastos de la historia, tiene derecho a la compasión humana y fraterna de todo el mundo, y, confiando en la Virgen Madre de Dios, Auxilium Christianorum, espera el día deseado en que pueda salir salva de la tormenta presente, de acuerdo con los principios, de una paz sólida y justa.

74. Lo que ha sucedido hace poco y está sucediendo también en estos días, se presentaba ya a nuestros ojos como una visión anticipada cuando, no habiendo desaparecido todavía la última esperanza de conciliación, hicimos todo lo posible, en la medida que nos sugerían nuestro ministerio apostólico y los medios de que disponíamos, para impedir el recurso a las armas y mantener abierto el camino de una solución honrosa para las dos partes. Convencidos como estábamos de que al uso de la fuerza por una parte se respondería con el recurso a las armas por la otra, consideramos entonces obligación de nuestro apostólico ministerio y del amor cristiano hacer todas las gestiones posibles para evitar a la humanidad entera y a la cristiandad los horrores que se seguirían de una conflagración mundial, aun temiendo que la manifestación de nuestras intenciones y nuestros fines fuese mal interpretada. Pero nuestras amonestaciones, si bien fueron escuchadas con respetuosa atención no fueron, sin embargo, obedecidas. Y mientras nuestro corazón de pastor mira dolorido y preocupado la gravedad de la situación, se presenta ante nuestra vista la imagen del Buen Pastor, y, tomando sus propias palabras, nos juzgamos obligados a repetir en su nombre a la humanidad entera aquel lamento: ¡Si hubieses conocido... lo que te conducía a la paz, pero ahora está oculto a tus ojos! (Lc 19,42).

75. En medio de un mundo que actualmente es tan contrario a la paz de Cristo en el reino de Cristo, la Iglesia y sus fieles experimentan unas dificultades que rara vez conocieron en su larga historia de luchas y contradicciones. Pero los que precisamente en tiempos tan difíciles permanecen firmes en su fe y tienen un corazón inquebrantable, saben que Cristo Rey está en la hora de la prueba, que es la hora de la fidelidad, más cerca que nunca de nosotros. Consumida por la tristeza de tantos hijos suyos que sufren males innumerables, pero sostenida por la firme fortaleza que proviene de las promesas divinas, la Esposa de Cristo, en medio de sus sufrimientos, avanza al encuentro de amenazadoras tempestades. Sabe la Iglesia que la verdad que ella anuncia y el amor que ella enseña y pone en práctica serán los mejores estímulos y los mejores medios que tendrán a su alcance los hombres de buena voluntad en la reconstrucción de un nuevo orden nacional e internacional establecido según la justicia y el amor, una vez que la humanidad, cansada del camino del error, haya saboreado hasta la saciedad los amargos frutos del odio y de la violencia.

76. Entretanto, venerables hermanos, hay que esforzarse por que todos, y principalmente los que sufren la calamidad de la guerra, experimenten que el deber de la caridad cristiana, quicio fundamental del reino de Cristo, no es palabra vacía, sino práctica realidad viviente. Un vasto campo de ocasiones se abre hoy día a la caridad cristiana en todas sus formas. Confiamos plenamente en que todos nuestros hijos, especialmente aquellos que se ven libres del azote de la guerra, imitando al divino Samaritano, aliviarán en la medida de sus fuerzas a todos los que, por ser víctimas de la guerra, tienen derecho especial no sólo a la compasión, sino también al socorro.

77. La Iglesia católica, civitas Dei, «cuyo rey es la verdad, cuya ley la caridad, cuya medida la eternidad» (S. Agustín, Ep CXXXVIII ad Marcellinum, c.3 n.17), predicando la verdad cristiana, exenta de errores y de contemporizaciones, y consagrándose con amor de madre a las obras de la caridad cristiana destaca sobre el oleaje de los errores y de las pasiones como una bienaventurada visión de paz y espera el día en que la omnipotente mano de Cristo, su Rey, calme el tumulto de las tempestades y destierre el espíritu de la discordia que las ha provocado. Todo cuanto esta a nuestro alcance para acelerar el día en que la paloma de la paz halle dónde reposar su pie sobre esta tierra sumergida en el diluvio de la discordia, todo ello lo utilizaremos, confiando tanto en los hombres de Estado que antes de desencadenarse la guerra trabajaron noblemente por alejar de los pueblos tan terrible azote como también en los millones de hombres de todos los países y de todas las clases sociales que piden a gritos no sólo la justicia, sino también la caridad y la misericordia, y confiando, finalmente y sobre todo, en Dios omnipotente, a quien diariamente dirigimos esta plegaria: A la sombra de tus alas esperaré hasta que pase la iniquidad (Sal 56,2) .

78. Dios tiene un poder infinito; tiene en sus manos lo mismo la felicidad y el destino de los pueblos que las intenciones de cada hombre, y dulcemente inclina a unos y otros en la dirección que El quiere; y hasta tal punto es esto verdad, que incluso los mismos obstáculos que se le ponen quedan convertidos por su omnipotencia en medios idóneos para modelar el curso de los acontecimientos y para enderezar las mentes y las voluntades de los hombres a sus altísimos fines.

79. Orad, pues, a Dios, venerables hermanos; orad sin interrupción, orad sobre todo cuando ofrecéis la Hostia divina del amor. Orad a Dios vosotros, a quienes la valiente profesión de vuestra fe impone duros, penosos y, no raras voces, sobrehumanos sacrificios; orad a Jesucristo vosotros, miembros pacientes y dolientes de la Iglesia, cuando Jesús viene a consolar y aliviar vuestras penas.

80. Y con un recto espíritu de mortificación y con el ejercicio de dignas obras de penitencia, no dejéis de hacer vuestras plegarias más agradables a Aquel que levanta a los que caen y anima a los deprimidos (Sal 144,14), para que el Redentor misericordioso abrevie los días de la prueba y se cumplan así las palabras del Salmo: Clamaron al Señor en sus tribulaciones y los libró de sus necesidades (Sal 106,13) .

81. Y vosotros, cándidas legiones de niños, en quienes Jesús tiene puestas sus delicias, cuando os alimentáis con el Pan de los ángeles, alzad vuestras ingenuas y puras plegarias unidas a las de toda la Iglesia. El Corazón Sacratísimo de Jesús, que tanto os ama, no puede en modo alguno rechazar la oración de vuestras almas inocentes. Orad todos, orad sin interrupción: sine intermissione orate (1Tes 5,17) .

82. Así practicaréis el precepto del divino Maestro, el testamento sagrado de su corazón, ut omnes unum sint (Jn 17,21): que todos vivan en aquella unidad de fe y de amor, a través de la cual el mundo pueda reconocer la potencia y la eficacia de la redención de Cristo y de la obra de la Iglesia, por Él establecida.

83. La Iglesia primitiva, que comprendió y practicó este divino precepto, lo resumió en una significativa oración; unidos con ella, expresad también vosotros en vuestra oración aquellos sentimientos que tan bien responden a las necesidades de nuestra época: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para que la libres de todo mal y la perfecciones en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela santificada en tu reino, que preparaste para ella; pues tuya es la virtud y la gloria por los siglos de los siglos» (Doctrina de los Doce Apóstoles, c.10) .

Finalmente, deseando con ardor que Dios, autor y amante de la paz, escuche benigno las súplicas de su Iglesia, como prenda de las gracias divinas y testimonio de nuestra benévola voluntad os damos a todos paternalmente la bendición apostólica.

Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de octubre de 1939, año primero de nuestro pontificado.

PIUS PP. XII