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Jueves, 14 de noviembre de 2024

Gregorio VII, Papa, San

De Enciclopedia Católica

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(HILDEBRANDO).

Uno de los más grandes pontífices romanos y uno de los hombres más notables de todos los tiempos, nació entre los años 1020 y 1025, en Soana o Ravacum, en Toscana; murió el 25 de mayo de 1085 en Salerno.

Los primeros años de su vida están envueltos en considerable oscuridad. Su nombre, Hildebrando (Hellebrand) — significó para los contemporáneos que le amaron “una brillante llama” y para los que le odiaron, una señal del infierno – parece indicar que su familia tenía conexiones lombardas, aunque más tarde también se relacionó con su ascendencia, fabulosa más bien, de la noble familia Aldobrandini. No parece que haya razones para dudar de una carta de un abad contemporáneo que le llama "vir de plebe" indicando su origen humilde. En algunas crónicas se dice que su padre, Bonizo, era carpintero, en otras que campesino, aunque no hay evidencias. No se conoce el nombre de su madre. Llegó a Roma de muy tierna edad para ser educado en el monasterio de Santa María en el Aventino, del que era abad Lorenzo, su tío materno. El austero espíritu de Cluny dominaba en este claustro romano y no es improbable que el joven Hildebrando respirara aquí los principios de reforma eclesiástica de los que fue el más valiente exponente. Profesó como monje benedictino en Roma (no en Cluny) en una temprana fecha de su vida, aunque no se sepa ni en qué casa ni en qué fecha entró en la orden.

Como clérigo con órdenes menores entró al servicio de Juan Gratian, Arcipreste de S. Juan de la Puerta Latina, y al ser Gratian elevado al pontificado como Gregorio VI, fue su capellán. En 1046 siguió a su patrón a través de los Alpes, al exilio, permaneciendo con Gregorio en Colonia hasta la muerte del depuesto pontífice, en 1047, fecha en la que se retiró a Cluny, residiendo allí durante más de un año.

En enero de 1049, en Besançon, conoció a Bruno, obispo de Toul, recién elegido pontífice en Worms bajo el nombre de León IX, y volvió con él a Roma pero no antes de que Bruno, que había sido nombrado solamente por el emperador, hubiera expresado su intención de someterse a la elección formal de los clérigos y pueblo de Roma. Poco después del acceso de León a la Sede fue nombrado cardenal-diácono y administrador del Patrimonio de S. Pedro.

Enseguida dio Hildebrando muestras de esa extraordinaria capacidad de administración que más tarde caracterizó su gobierno de la Iglesia Universal. Bajo su enérgica y capaz dirección, la propiedad de la Iglesia, que últimamente había sido desviada a manos de la nobleza romana y de los normando, se recuperó y las rentas de la Santa Sede, cuyo tesoro había sido agotado, aumentó rápidamente. León IX también le nombró propositus o promisor (no abad) de monasterio de S. Pablo Extramuros. La violencia de las bandas sin ley que pululaban por la campiña había traído una gran miseria a tan venerable establecimiento. La disciplina monástica se había relajado tanto que los monjes, en el refectorio, eran servidos por mujeres y los edificios sagrados estaban tan abandonados que las ovejas y el ganando campaban a su antojo por el interior de las puertas rotas. Hildebrando logró restaurar la regla antigua de la abadía y las antiguas observancias con rigurosas reformas y sabia administración; y a lo largo de su vida siempre manifestó su profunda ligazón con esa famosa casa a la que con su energía había salvado de la ruina y de la decadencia.

En 1054 fue enviado a Francia como delegado papal para examinar la causa de Berengario. Mientras estaba en Tours ocurrió la muerte de León IX y volviendo rápidamente a Roma, supo que el clero y la plebe querían elegirle a él, que había sido el mejor amigo y consejero de León, como su sucesor. Hildebrando se resistió a la propuesta de los romanos y salió para Alemania a la cabeza de una embajada para implorar al emperador un nombramiento. Las negociaciones, que duraron once meses, resultaron en la selección del candidato de Hildebrando, Gebhard, obispo de Eichstadt, que fue consagrado en Roma el 13 de abril de 1055 con el nombre de Víctor II. Durante su pontificado, el cardenal–subdiácono mantuvo e incrementó la ascendencia que había adquirido gracias a su extraordinaria capacidad de mando, adquirida durante el pontificado de León IX. A finales del año 1057 volvió una vez más a Alemania a reconciliar a la Emperatriz–regente Inés y su corte por la canónica elección del papa Esteban X (1057-1058).

Aún no había completado su misión cuando Estaban murió en Florencia y aunque el moribundo papa había prohibido que eligieran a nadie antes de la vuelta de Hildebrando, la facción tusculana aprovechó la oportunidad para colocar a un miembro de la familia de Crescencio, Juan Mincius, obispo de Valletri, bajo el título de Benedicto X. Pero con habilidosa maestría, Hisdebrando logró derrotar al partido hostil y aseguró la elección de Gerardo, obispo de Florencia, burgundio de nacimiento, que asumió el nombre de Nicolás II (1059-1061).

Las dos transacciones más importantes de este pontificado - el celebrado decreto de elección que asignaba el poder de elección de los papas al colegio de cardenales y la alianza con los normandos, asegurada por el tratado de Meifi, 1059, fueron en gran medida mérito de Hildebrando, cuyo poder e influencia era ahora supremo en Roma. Quizás fue inevitable que el nuevo decreto sobre la elección papal encontrara dificultades y al morir Nicolás II en 1061, el conflicto se declaró. Pero cuando terminó, tras varios años de cisma, el partido imperial con su antipapa Cadalous había quedado desconcertado y el candidato de Hildebrando y del partido reformista, Anselmo de Baggio, fue entronizado en el Palacio luterano como Alejandro II. En 1059 Hildebrando había sido elevado a la dignidad y oficio de Archidiácono de la Santa Iglesia Romana, y Alejandro II le hizo ahora Canciller de la Sede Apostólica. Alejandro II murió el 21 de abril de 1073. Había llega el tiempo para Hildebrando, que durante más de 20 años había sido la figura más prominente de la Iglesia y el instrumento de la elección de dirigentes, que había inspirado y dado un propósito a su política y que había estado desarrollando y llevando a cabo su soberanía y pureza, de que asumiera en su persona la majestad y reponsabilidad de ese poder exaltado que su genio había dirigido durante tanto tiempo.

Al día siguiente de la muerte de Alejandro II, mientras se celebraban en la Basílica Laterana las exequias por el pontífice difunto, surgió de repente un enorme griterío de la multitud del pueblo y clero de Roma ¡Qué Hildebrando sea papa! ¡S. Pedro ha elegido al archidiácono Hildebrando! Toda oposición del archidiácono resultó inútil, su protestas en vano. Más tarde, aquel mismo día, Hildebrando fue llevado a la iglesia de S. Pedro in Vinculi y elegido allí, de forma legal, por los cardenales reunidos, con el debido consentimiento del clero romano y entre repetidas aclamaciones de la gente. No parece probable que este arranque del clero y del pueblo a favor de Hildebrando fuera el resultado de acuerdos previos, como a veces se afirma. Hildebrando era el hombre de aquella hora. Su austera virtud imponía respeto y su genio, admiración. La prontitud y unanimidad en su elección indicaría, más bien, un reconocimiento general de su preparación para el puesto. En el decreto de elección los que le habían elegido como pontífice le proclamaban “un hombre devoto, un hombre poderoso en conocimiento humano y divino, un distinguido amante de la equidad y la justicia, un hombre firme en la adversidad y templado en la prosperidad, un hombre, según el dicho del Apóstol, de buen comportamiento, sin culpa, modesto, sobrio, casto, dado a la hospitalidad y uno que gobierna bien su propia casa; un hombre educado desde su tierna infancia en el regazo de la Madre Iglesia y por el mérito de su vida ya elevado a la dignidad archidiaconal”. “Elegimos entonces, dice a la gente, “a nuestro Archidiácono Hildebrando para papa y sucesor del Apóstol, y para que lleve desde ahora en adelante el nombre de Gregorio” (22 de abril, 1703), Mansi, "Conciliorum Collectio", XX, 60.

Puesto que el decreto de Nicolás II reconocía expresa, si bien vagamente, el derecho del emperador a tener voz en la elección papal, Hildebrando pospuso la ceremonia de su consagración hasta haber recibido la sanción real. Al enviar a Enrique IV de Alemania el anuncio formal de su elevación, aprovechó la ocasión para indicar francamente la actitud que estaba dispuesto a asumir como soberano pontífice en el trato con los príncipes cristianos y con una nota grave de aviso personal suplicó al rey que se abstuviera. Los obispos alemanes temerosos de la severidad con la que un hombre como Hildebrando llevaría a cabo los decretos de reforma intentaron prevenir al rey para que no asintiera a la elección. Pero con el informe favorable del Conde Eberhard de Nettenburg que había sido enviado a Roma para hacer valer los derechos de la corona, Enrique dio su aprobación (resultó ser la última vez en la historia de la elección papal que era ratificada por un emperador) y el nuevo papa entretanto fue ordenado de sacerdote y consagrado solemnemente en la fiesta de los santos Pedro y Pablo , el 29 de junio de 1703. Al asumir el nombre de Gregorio VII no solamente honraba a su protector Gregorio VI sino que también proclamaba ante el mundo la legitimidad de su titulo pontificio.

De las cartas que Gregorio envió a sus amigos poco después de ser elegido implorando sus oraciones y pidiendo su simpatía y apoyo, se deduce con claridad que asumió la carga del pontificado, que le había sido impuesto, solamente con la mayor reticencia y no sin una gran lucha interior. A Desiderio abad de Monte Casino le habla con terror por su elevación, utilizando las palabras del salmista” He llegado a aguas profundas y la corriente me arrastra”. “intrepidez y temblores han venido sobre mi y la oscuridad me cubre”. Y en vista de la espantosa naturaleza de la tarea que tenía ante sí (nadie tenía una más clara percepción de las dificultades que él mismo) no puede parecer extraño que hasta su intrépido espíritu estuviera abrumado en ese momento. Porque en el momento de la elevación de Gregorio, el mundo cristiano estaba en una condición deplorable.

Durante la desoladora era de la transición -- ese terrible período de guerras y rapiña, violencia y corrupción en los altos lugares-- que siguió inmediatamente a la disolución del imperio carolingio, período en el que la sociedad en Europa y todas las instituciones existentes parecían condenadas a ruina y destrucción – la Iglesia no había sido capaz de escapar de la degradación general. El siglo décimo, quizás el más triste en los anales cristianos, se caracteriza, según la vívida descripción de Baronio de que Cristo dormía mientras el barco de la Iglesia naufragaba. En la elección de León IX, en 1049, según el testimonio de S. Bruno, obispo de Sengi, todo el mundo yacía en la maldad, la santidad había desaparecido, la justicia había perecido y la verdad había sido enterrada; Simón el mago dominaba la iglesia, cuyos obispos y sacerdotes estaban entregados a la lujuria y la fornicación” (Vita S. Leonis PP. IX in Watterich, Pont. Roman, Vitae, I, 96). S. Pedro Damían, el censor más severo de su tiempo hace una descripción de la decadencia de la moral clerical en su "Liber Gomorrhianus" (Libro de Gomorra). Aunque concedamos alguna licencia al estilo exagerado y retórico -- un estilo común a todos los censores de la moralidad – la evidencia derivada de otras fuentes justifica la creencia de que la corrupción estaba extendida.

Al escribir a su venerado amigo el abad Hugo de Cluny (enero 1075) el mismo Gregorio lamenta el infeliz estado de la iglesia en los siguientes términos:” La iglesia oriental ha perdido la fe y está ahora siendo asaltada por todas partes por infieles. A cualquier parte que vuelvo mis ojos – al oeste, el norte o al sur – encuentro obispos que han conseguido su oficio de una forma irregular, cuyas vidas y conversación están extrañamente en desacuerdo con su sagrada llamada y cumplen sus obligaciones no por el amor de Cristo sino por motivos de ganancias mundanas. Ya no hay príncipes que pongan por delante el honor de Dios antes que sus fines egoístas o que permitan que la justicia se oponga a su ambición…Y aquellos entre los que vivo – romanos , lombardos y normandos – son, como con frecuencia les he dicho, peores que los judíos o los paganos". (Greg. VII, Registr., 1.II, ep. xlix).

Pero fueran los que fueran los sentimientos y ansiedades que Gregorio pudiera haber tenido al aceptar el peso del papado, en un tiempo en que los escándalos y abusos aparecían por todas partes, el pontífice, no sintió miedo ni vacilación alguna cumpliendo con su deber en la realización de la reforma ya empezada por sus predecesores. Una vez asegurado en el trono apostólico, Gregorio hizo todos los esfuerzos para desterrar de la iglesia los dos males que la consumían en esa época, la simonía y la incontinencia clerical, y, con la energía y vigor que le caracterizaba, trabajó incesantemente para asegurar los principios que el creía que estaban ligados inseparablemente del bienestar de la iglesia de Cristo y de la regeneración de la misma sociedad. Su primera preocupación, naturalmente, fue asegurarse su posición en Roma. Para ello viajó al sur de Italia, unos meses tras su elección, y cerró tratados con Landolfo de Benevento, Ricardo de Capun y Gisolfo de Salerno, por los que esos príncipes se comprometían a defender a la persona del papa y la propiedad de la Santa Sede y nunca investir a nadie con un beneficio eclesiástico sin la sanción papal.

El líder normando Robert Guiscard, sin embargo, mantuvo una actitud de desconfianza hacia el papa y en el Sínodo de Cuaresma (1075) Gregorio lo excomulgó solemnemente por su sacrílega invasión del territorio de la Santa Sede (Capun y Benevento). Durante el año 1704 la mente del papa estuvo muy ocupada por el proyecto de una expedición a oriente para librar a los cristianos orientales de la opresión de los turcos selyúcidas. Para promover la causa de la cruzada y realizar, si era posible, una reunión entre las iglesias orientales y occidentales – el emperador Miguel VIII en su carta a Gregorio VII de 1703, había dado esperanzas en este sentido – el pontífice envió al patriarca de Venecia a Constantinopla como su legado. Escribió a los príncipes cristianos para que reunieran las fuerzas de la cristiandad occidental para la defensa del este cristiano y en marzo de 1704 envió una carta circular a todos los fieles exhortándoles a ir en ayuda de sus hermanos orientales. Pero el proyecto halló mucha indiferencia y hasta oposición y como el mismo Gregorio se vio enseguida envuelto en complicaciones por todas partes que reclamaban todas sus energías, no pudo realizar sus intenciones y la expedición quedó en nada.

Las relaciones de Gregorio con el joven monarca alemán al principio de su pontificado eran pacíficas. Enrique, que entonces estaba amenazado por los sajones, había escrito al papa en septiembre de 1073 en un tono de humilde deferencia, reconociendo su pasada mala conducta y expresando pesar por sus numerosas fechorías – invasión de propiedades de la iglesia, promoción simoníaca de personas indignas, negligencia en castigar a los malhechores – prometió corregirse en el futuro, profesó sumisión a la Santa Sede en un lenguaje más amable que el que habían empleado sus predecesores con el Pontífice de Roma, y expresó la esperanza de que los poderes real y sacerdotal, unidos por la necesidad de mutua ayuda, permanecieran indisolublemente unidos en adelante. Pero el apasionado y voluntarioso rey no mantuvo mucho tiempo estos sentimientos.

Gregorio comenzó con admirable discernimiento su gran tarea de purificar la Iglesia con una reforma del clero. En su primer sínodo cuaresmal (marzo, 1704), emitió los siguientes decretos:

• Que los clérigos que habían obtenido con dinero cualquier grado, oficio u órdenes sagradas cesen inmediatamente como ministros de la iglesia.

• Que nadie que hubiera comprado una iglesia la retuviera y que a nadie se le permitiera en el futuro comprar o vender derechos eclesiásticos.

• Que todos los culpables de incontinencia dejasen de ejercer su sagrado ministerio.

• Que la gente rechazara el ministerio de los clérigos que no obedeciesen estos mandatos.

Decretos similares habían sido emitidos por papas y concilios anteriores. Clemente II, León IX, Nicolás II y Alejandro II habían renovado las leyes disciplinarias antiguas y hecho esfuerzos para que se cumplieran. Pero encontraron vigorosa resistencia y sólo tuvieron éxitos parciales. Sin embargo la promulgación de las medidas de Gregorio en este momento provocaron una violenta tormenta de oposición por toda Italia, Alemania y Francia. Y las razones de esta oposición por parte de una gran cantidad de clérigos inmorales y simoníacos no son difíciles de encontrar. Mucho de lo conseguido por la reforma hasta ahora se había conseguido principalmente por los esfuerzos de Gregorio. Todas la naciones habían conocido la fuerza de su voluntad y el poder de su dominante personalidad. Su carácter, por consiguiente, era suficiente garantía de que su legislación no acabaría en letra muerta.

En Alemania en particular se levantó un sentimiento de intensa indignación por los decretos de Gregorio. El conjunto de los clérigos casados ofrecieron la más firme resistencia y declararon que el canon que imponía el celibato no encontraba aval en la Escritura. En apoyo de su postura apelaban a las palabras del Apóstol Pablo en I Cor.,vii, 2 y 9: “ es mejor casarse que abrasarse”; y I Tim., iii,2: Conviene que el obispo sea irreprensible, varón de una sola mujer” Citaban también la palabras de Cristo en Mat. xix,11: “ No todos los hombres entienden éstas palabras, sino aquellos a quienes les es dado” y recurrían al discurso del obispo egipcio Paphnutius en el Concilio de Nicea. En Nüremberg le dijeron al legado papal que preferían renunciar a su sacerdocio que a sus esposas y que aquel que creía que los hombres no eran suficientemente buenos para presidir las iglesias que buscara ángeles para que lo hicieran.

Sigfrido, Arzobispo de Maguncia y Primado de Alemania, trató de contemporizar cuando fue obligado a promulgar los decretos, y dio seis meses a sus clérigos para que lo pensaran. La orden permaneció sin efecto, naturalmente, tras ese período y tampoco pudo conseguir nada en un sínodo celebrado en Erfurt en octubre de 1704. Altmann, el enérgico obispo de Nassau, casi pierde la vida por publicar esas medidas, pero se adhirió firmemente a las instrucciones del pontífice. La gran mayoría de obispos recibieron las instrucciones con manifiesta indeferencia y algunos desafiaron abiertamente al papa. Otto de Constanza que había tolerado antes el matrimonio de sus clérigos, ahora lo sancionó formalmente. En Francia la excitación no era menor que en Alemania. Un concilio en Paris en 1074 condenó los decretos romanos, porque implicaba que la validez de los sacramentos dependía de la santidad del ministro y los declaró intolerables e irracionales. Juan, Arzobispo de Ruán, fue apedreado y tuvo que salir huyendo para salvar la vida, cuando trataba de hacer cumplir el canon del celibato en un sínodo provincial.

Walter, abad de Pontoise, que trató de defender los decretos papales, encarcelado y amenazado de muerte. En un concilio en Burgos, España, el legado papal fue insultado y ultrajado en su dignidad. Pero el celo de Gregorio no cedió. Hizo seguimiento de sus decretos enviando legados a todas partes con atribuciones para deponer a los eclesiásticos inmorales y simoníacos. Estaba claro que las causas de la simonía y de la incontinencia entre el clero estaban muy unidas y que la propagación de la última solo podía ser reprimida con la erradicación de la primera. Enrique IV había fallado en hacer efectivas las promesas hechas en su carta penitente al nuevo pontífice. Cuando logró subyugar a Sajones y Turingios, depuso a los obispos sajones y los remplazó por partidarios suyos.

En 1p75 un sínodo en Roma excomulgaba a “cualquier persona, aunque fuera emperador o rey, que confiriera una investidura de un oficio eclesiástico”, y Gregorio, reconociendo la futilidad de medidas más suaves, depuso a los prelados simoníacos nombrados por Enrique, anatematizó a varios consejeros imperiales y citó al mismo emperador para que se presentase en Roma en 1076 para responder de su conducta ante un concilio. A esto contestó Enrique reuniendo con sus seguidores una Dieta en Worms en enero de 1706, que defendió a Enrique contra los cargos papales, acusó al pontífice de los más horribles crímenes y lo declaró depuesto. Estas decisiones fueron aprobadas unas pocas semanas después por dos sínodos de los obispos lombardos en Piacenza y Pavía respectivamente y se envió un mensajero con la respuesta que portaba una carta personal de Enrique, muy ofensiva para el papa. Gregorio ya no dudó: reconociendo que la fe cristiana debía ser preservada y la marea de inmoralidad cortada de raíz a toda costa y viendo que no podía evitar el por el cisma del emperador y por la violación de sus promesas solemnes, excomulgó a Enrique y a todos los eclesiásticos que le apoyaban y libró a sus súbditos del juramento de fidelidad de acuerdo con los procedimientos políticos usuales de la época. La posición de Enrique era ahora precaria. Al principio, sus seguidores le animaron a resistir, pero sus amigos, incluso sus cómplices en el episcopado, comenzaron a abandonarle, mientras los Sajones se rebelaban una vez más exigiendo un nuevo rey.

En una reunión de los Señores alemanes, tanto espirituales como temporales, que tuvo lugar en Tibur, en octubre de 1076, se especuló con la elección de un nuevo emperador. Al saber por el legado papal el deseo de Gregorio de que, si era posible, se mantuviese a Enrique en el trono, la asamblea se contentó de momento con hacer saber al emperador que se abstuviese de la administración de los asuntos públicos y que evitase la compañía de los que habían sido excomulgados y declararon su corona retenida como prenda durante un año para que en ese tiempo se reconciliara con el papa.

Se acordó además invitar a Gregorio a un concilio en Ausgburgo en febrero siguiente, al que se citaba a Enrique para que se presentase. Abandonado por los suyos y temiendo por su trono, Enrique huyó en secreto con su mujer, su hijo y un criado para mostrar su sumisión a Gregorio. Cruzó los Alpes en medio de uno de los peores inviernos que recuerdan. Al llegar a Italia, los italianos se acercaban a él prometiéndole ayuda contra el papa, pero Enrique despreció sus ofrecimientos. Gregorio iba ya de camino a Ausgburgo y temiendo una traición, se retiró al castillo de Canossa. Hasta allí le siguió Enrique, pero el pontífice, recordando sus traiciones anteriores, lo trató con extrema severidad. Quitándose sus vestiduras reales, vestido como un penitente y pisando hielo y nieve con los pies desnudos, rogaba ser admitido a la presencia del papa. Permaneció todo el día a las puertas de la ciudadela, ayunando y expuesto a la inclemencia del frío invernal, sin lograr ser admitido. Un segundo y un tercer día permaneció disciplinándose, hasta que finalmente, el 28 de enero de 1087, fue recibido por el pontífice y absuelto de toda censura, con la condición de que se presentara y se sometiera a las decisiones del concilio que se iba a celebrar.

Enrique volvió a Alemania, aunque la severa lección no logró mejora radical alguna en su conducta. Disgustados por su inconsistencia y deshonestidad, los príncipes alemanes eligieron a Rodolfo de Swabia el 15 de marzo de 1077, para que le sucediera. Gregorio intentó permanecer neutral hasta que se llegara a un compromiso entre las partes. Pero ambas partes estaban insatisfechas e impidieron que se celebrara el concilio. Mientras tanto, la conducta de Enrique para con el papa se caracterizaba por una gran duplicidad y llegó hasta amenazar con crear un antipapa. Gregorio renovó en 1080 la sentencia de excomunión contra él. En Junio de 1080, en Brixen, el rey y sus obispos feudales, ayudados por los lombardos, llevaron a cabo la amenaza y pusieron un antipapa, Gilberto, arzobispo de Ravena, simoniaco y excomulgado, con el nombre de Clemente III.

En la batalla de Mersburg en 1080, cayó herido mortalmente Rodolfo de Swabia y Enrique pudo concentrar todas sus fuerzas contra Gregorio. En 1081 marchó hacia Roma, pero no pudo tomarla hasta 1084. Gregorio entonces se retiró al exilio de Sant ´Angelo, rehusando hacer caso a los intentos de Enrique, aunque éste prometió entregarle a Gilberto como prisionero, si el papa consentía en coronarle como emperador. Gregorio insistió en que antes Enrique debía aparecer ante un concilio y hacer penitencia. El emperador, fingiendo someterse a sus términos, intentaba evitar al mismo tiempo que se reunieran los obispos. Sin embargo un pequeño número logró juntarse y de acuerdo con sus deseos, Gregorio excomulgó de nuevo a Enrique, quien al saberlo entró de nuevo en Roma el 21 de marzo de 1084. Gilberto fue consagrado papa y a su vez coronó a Enrique como emperador.

Sin embargo Roberto Guiscard, duque de Normandía, que había formado alianza con Gregorio, estaba ya marchando sobre la ciudad. Enrique, al saberlo, huyó a Citta Castellana. El pontífice fue liberado pero la gente estaba cansada de los excesos de sus aliados normandos y fue obligado a abandonar Roma. Desilusionado y doliente se retiró a Monte Cassino y después al castillo de Salerno, junto al mar, donde murió al año siguiente. Tres días antes de su muerte levantó todas las censuras de excomunión que había pronunciado, excepto las de los principales culpables, Enrique y Gilberto. Sus últimas palabras fueron: “Amé la justicia y odié la iniquidad, por ello muero en el exilio”. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de S. Mateo de Salerno. Fue beatificado por Gregorio XIII en 1584, y canonizado en 1725 por Benedicto XIII. Sus escritos tratan principalmente de los principios y práctica del gobierno de la iglesia. Se pueden encontrar bajo el título "Gregorii VII registri sive epistolarum libri" en Mansi, "Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio" (Florencia, 1759) y "S. Gregorii VII epistolae et diplomata" por Horoy (Paris, 1877).


Fuentes

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THOMAS OESTREICH.


Transcrito por Janet van Heyst.


Traducido por Pedro Royo