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Martes, 5 de noviembre de 2024

Fray Bernardino de Laredo

De Enciclopedia Católica

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Introducción

Fray Bernardino de Laredo nació en Sevilla en 1482. Estudió la carrera de medicina y fue médico de Juan III de Portugal. A los veintiocho años ingresó en la Orden franciscana. Murió en 1540 en el convento de San Francisco del Monte, no lejos de Sevilla.

Su nombre ha pasado a la historia de la mística por su celebrada obra Subida del Monte Sión, llena de luz, de gracia y de dulzura. La obra está dividida en tres partes. La primera trata de la purificación de los sentidos, del propio conocimiento, de la meditación, etc. La segunda, de los misterios de la vida de Cristo y de María. La tercera, finalmente, está dedicada por entero a la contemplación.

Cinco grados tiene la escala de la contemplación: lección, oración, meditación, contemplación y espiritualidad. «Con la lección -escribe- busca el ánima lo que quiere; con la oración lo demanda; la meditación lo recibe, y en la contemplación lo posee y goza de toda quietud y paz; y en la espiritualidad pura, y simple, y verdadera, conoce a su Hacedor, que demanda ser buscado en espíritu y verdad».

El título y la materia de esta obra recuerdan a la Subida del Monte Carmelo de san Juan de la Cruz, que leyó sin duda la obra de Laredo. También la leyó santa Teresa, que se aprovechó de ella para explicar a sus confesores el modo de su oración en momentos difíciles para la Santa. Las metáforas del castillo, de la mariposica, de la abeja, etc., empleadas por santa Teresa, están también sacadas de esta obra de Laredo.

Bernardino de Laredo no quiso ordenarse nunca de sacerdote, permaneciendo lego franciscano toda su vida. Pero indudablemente era hombre culto y excelente médico. Su ardiente fantasía llena de luz y colorido su obra, en la que «las descripciones de la naturaleza son páginas admirables, no superadas quizá por ningún prosista anterior» (Sainz Rodríguez).

Antonio Royo Marín, OP, Los grandes maestros de la vida espiritual. Madrid, BAC, 1990, pp. 303-304.

Bernardo de Laredo por Pedro de Alcántara Martínez, O.F.M.

Místico franciscano de gran renombre en el s. XVI y precursor de la escuela carmelitana. Nace en Sevilla el 1482, ingresa en la Provincia franciscana de los Ángeles (1510) en calidad de hermano lego y dedica su vida entera al cuidado de los enfermos. Su ciencia de curar y su bondad de vida le granjearon fama y la amistad de obispos y grandes personajes. No se puede afirmar que poseyera el título de Medicina o de Farmacia, pero consiguió un perfecto dominio teórico-práctico de las mismas; no habiendo cursado estudios regulares de Teología demuestra asimismo conocer bien sus fundamentos. Murió en Villaverde del Río (Sevilla) en 1540 y en olor de santidad.

Escribió dos obras de Medicina en castellano, con los títulos en latín: Metaphora medicinae (Sevilla 1522 y 1524) y Modus faciendi cum ordine medicandi (Sevilla 1527, 1534, 1542, 1627). Su obra principal es la Subida al Monte Sión (Sevilla 1535), refundida y, con la tercera parte, que trata de la contemplación, completamente cambiada en la edición de 1538 (reimpresa en Sevilla 1542, Valencia 1590, Alcalá 1617). Junto a ella se editó siempre el tratadito Josephina, sobre las glorias y patrocinio de san José, que tanto influyó en santa Teresa, más dos opúsculos eucarísticos, uno en la edición de 1535 y otro en la de 1538. Encontramos en Bernardino todas las características de la piedad franciscana: amor a la naturaleza (lleno de poesía, de un lirismo hondo y penetrante, apenas superable, especialmente en el libro III de la 2ª ed.), devoción a la humanidad de Cristo, sobre todo en su Pasión, Dios contemplado cual sumo bien, primado de la voluntad, teología afectiva, etc. Dotado de espíritu metódico, su estilo es más bien didáctico; su cualidad de médico le comunica dotes de observación, de curiosidad científica, que le convierten en uno de los precursores de la mística descriptiva.

La Subida fue escrita primero como compilación de respuestas a consultas espirituales y dividida en tres libros según las tres fases de la vida espiritual: la purgativa, que se logra mediante el conocimiento y desprecio de sí (socratismo pesimista); la iluminativa, por la imitación de Jesucristo, y la unitiva en la contemplación. La teoría acerca de ésta en la 1ª ed. depende sobre todo de la mística intelectualista de Ricardo de San Víctor, con fuerte influjo de Francisco de Osuna: la oración de quietud (culmen de la contemplación) equivale al recogimiento de éste y se realiza en un acto de amor mezclado de conocimiento oscuro e inefable. La 2ª ed. se halla, en cambio, grandemente influida por el Pseudo-Dionisio, Harpio y Hugo de Balma, debiendo a la mística de los Países Bajos su tonalidad general. Fray Bernardino admite en ella una escala para llegar a la contemplación perfecta: la meditación, que se realiza con la razón discursiva; la contemplación viva, que es obra de la pura inteligencia (mirada quieta del entendimiento); y la contemplación perfecta, que encierra varios grados; el más alto requiere una gracia especial de Dios por ser de carácter infuso, tiene por objeto la pura divinidad y consiste en una unión de la voluntad con Dios en amor, sin mezcla de conocimiento intelectual precedente o concomitante. En este punto se distingue de Osuna, aun cuando en ambas ediciones coincida sustancialmente con él por lo que respecta al papel de la humanidad de Cristo en la contemplación y al juicio sobre los gustos espirituales, hacia los cuales Bernardino se muestra en la segunda algo más reservado. El método para llegar a esta contemplación es el de las aspiraciones afectivas, si bien presupone haber pasado las vías purgativa e iluminativa, más una perfecta pureza de conciencia. Es neta la distinción entre vía unitiva y contemplativa.

Bernardino de Laredo fue guía de santa Teresa en la oración de unión; en él se halla gran parte de la doctrina de la Noche oscura de S. Juan de la Cruz; influyó mucho en Juan de los Ángeles, Baltasar Álvarez, etc.

Bibliografía: Fidel de Ros, Un inspirateur de S. Thérèse: Le Fr. Bernardin de Laredo, París 1948; Caballero Villadea, Fr. Bernardino de Laredo. Su vida, su época, sus obras, Madrid 1948; Sesión necrológica en honor de Fr. Bernardino de Laredo, «Bol. de la Sociedad Española de Historia de la Farmacia», 7, 1956, 1-40.

Pedro de Alcántara Martínez, OFM, s.v. Bernardino de Laredo, en Gran Enciclopedia Rialp. Tomo IV. Madrid, Ed. Rialp, 1971, pp. 96-97.

Bernardino de Laredo por Manuel de Castro, O.F.M.

Nació en Sevilla el año 1482 y murió en Villaverde del Río (Sevilla) el año 1540. Franciscano OFM. Médico y escritor ascético. De noble familia, estudió en Sevilla las primeras letras. Muy joven todavía, pasó al servicio de D. Álvaro de Portugal, señor de Gelves, a quien abandonó hacia 1495, para consagrarse más libremente a los estudios otra vez en Sevilla, seguramente en el colegio-universidad fundado por el arcediano D. Rodrigo Fernández de Santaella, llamado vulgarmente, maese Rodrigo, en el que podían cursarse Artes liberales, Teología y Derecho Canónico.

Laredo, continuando todavía sus estudios, comienza hacia 1507 a ejercer la profesión de la medicina. Pero en 1510, a la edad de veintiocho años, un acontecimiento imprevisto cambia el curso de su existencia: uno de sus amigos más íntimos, doctor en ambos derechos, in utroque, muy estimado en Sevilla, a quien el padre Guadalupe identifica con Juan de Argumanes, que llegó a ser vicario provincial de los Observantes de la provincia de Santiago (1507-1510), ingresó en la Orden franciscana. Bernardino, profundamente impresionado, decide imitarle solicitando un puesto entre los hermanos legos de la custodia franciscana de los Angeles, en el convento de San Francisco del Monte, de Villaverde, a 29 kilómetros al noroeste de Sevilla, en el que vivió habitualmente los treinta años de su vida religiosa.

Los superiores le nombraron enfermero de la custodia, lo que le obligó a recorrer los conventos de la misma atendiendo a los religiosos enfermos, y ordenar las boticas de los mismos, proveyéndolas de las hierbas necesarias. Para facilitar su trabajo compuso la Metaphora medicinae, manual de medicina y farmacopea, aparecida en Sevilla el 13-XII-1522, y el Modus faciendi cum ordine medicandi, dedicado al cardenal Alonso Manrique, aparecido también en Sevilla el 7-IX-1527, las dos obras escritas en castellano.

Su fama de santidad y ciencia médica, se extendió rápidamente entre el pueblo y la aristocracia, de manera que fueron éstos sus mejores pacientes, llegando a ser médico de los reyes de Portugal, D. Juan III (1521-1557) y su mujer, Dña. Catalina, hermana de Carlos V. Juan III lo llamó a la corte muchas veces, e incluso en un caso particular le salvó la vida; en otra ocasión, hizo un viaje desde Sevilla a Estremoz, en Portugal, para visitar a Dña. Catalina, y tal vez haya sido en esta ocasión cuando, por mediación de su camarera mayor, Dña. María de Velasco, le dio a conocer la devoción por él establecida llamada "corona de Jesucristo o de las 33 misas" [en correspondencia con los 33 años de la vida de Cristo]. Los soberanos portugueses deseaban ardientemente a finales de 1530 tener un descendiente varón y el hecho es que, celebradas las 33 misas, el 1-XI-1531, la reina dio a luz en Alvito al infante D. Manuel que solamente sobrevivió tres años. Doña Leonor Manrique, mujer de Luis de Guzmán, señores de la villa de Algaba, tuvo también un hijo varón practicando, por consejo de fray Bernardino, la devoción de las 33 misas.

Continuó recluido en su convento de San Francisco del Monte, entregado a la oración y al estudio; allí compuso unas notas sobre la Regla franciscana, que no han llegado hasta nosotros, y la célebre obra Subida del monte Sión, que publicó en Sevilla el 1-III-1535; de esta obra preparó una segunda redacción definitiva que apareció en Sevilla el 22-II-1538, dedicadas las dos ediciones al cardenal Alonso Manrique, gran inquisidor de España, arzobispo de Sevilla y protector de fray Bernardino. Favorecido por Dios con los dones de éxtasis, visiones y milagros, falleció santamente en el convento de San Francisco del Monte.

Bibliografía: Andrés de Guadalupe, Historia de la santa provincia de los Angeles, Madrid 1662, pp. 320-43; Bienvenido Foronda, Fr. Bernardino de Laredo, su vida, sus escritos y su doctrina teológico-ascético-mística, en Archivo Ibero-Americano 33 (1930) 213-50, 497-526. Fidel de Ros, Un inspirateur de Ste. Thérèse, le Fr. Bernardin de Laredo, París 1948, 368 pp.

[Manuel de Castro, OFM, s.v. Laredo, Bernardino de, en Q. Aldea (dir), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, II, Madrid 1972, 1269].

Bernardino de Laredo(1482-1540) por Teodoro H. Martín

Vocación verdadera

«Señor Mayordomo, quiero consagrarme al servicio de Dios en la Orden religiosa de san Francisco». Así de claro y resuelto, Bernardino de Laredo, muchacho de doce años, habló al mayordomo del conde de Gelves, don Jorge Alberto de Portugal, a quien servía Laredo en calidad de doncel.

«No -respondió el mayordomo-. No has cumplido aún doce años; los franciscanos de estas tierras llevan vida muy austera; debes educarte ahora para la nobleza, pues para eso tus padres te mandaron aquí».

Transcurrido algún tiempo, Bernardino dejó la casa del conde, señor a quien profesaría amor reverente por toda la vida. Volvió el mozalbete a la casa paterna en Sevilla, donde había nacido el año 1482, de padres «hijosdalgo», celosos por hacer de su hijo un perfecto cristiano y noble ciudadano.

Según el cronista [Fray Andrés de Guadalupe, Historia de la provincia de los Ángeles, Madrid 1662], empezó entonces los estudios de Latinidad y luego los de Artes. En la misma Universidad de Sevilla, fundada por maese Rodrigo, arcediano de la catedral, Bernardino emprendió los estudios que culminarían con el doctorado en Medicina; luego con la Teología, en que también se doctoró con la especialidad de Sagrada Escritura. Teólogo consumado y doctor en Medicina, rozaba los veintiocho años de edad. Además, sabía con perfección el latín, griego y hebreo.

Nadie podría decirle ya que no tenía madurez para hacerse franciscano. Pero Bernardino no había vuelto a pensar en ello desde que su confidente, el mayordomo del señor conde, le disuadiera de hacerse fraile. Ahora, en el año 1510, cuando el mundo podía ofrecerle mayor atractivo, su íntimo amigo Juan Bautista Viñones, doctorado en ambos Derechos, sin que nadie lo hubiera sospechado, ingresaba en el convento franciscano como hermano lego. Despertó entonces la vocación dormida de Laredo y sin más dilación se fue al convento de San Francisco del Monte, en el pueblo de Villaverde, por las estribaciones de Sierra Morena.

Conociendo las muchas letras del postulante, los frailes le ofrecieron reiteradamente el hábito de coro, es decir, le pedían que entrase para ser ordenado sacerdote. Pero no hubo manera de cambiar su resolución de servir como hermano lego. A petición propia, los superiores le concedieron la gracia de no trasladarle a ningún otro convento. Efectivamente, aquel de San Francisco del Monte fue su residencia hasta que voló al cielo el año de 1540, cumplidos treinta de profesión religiosa.

Siendo fraile ejerció la profesión de médico entre familias nobles de Sevilla y en particular a requerimiento del rey don Juan III de Portugal, en favor de doña Catalina, su esposa, hermana del emperador Carlos V. Los superiores le designaron enfermero para todos los frailes de la provincia franciscana de los Angeles por Andalucía. De hecho, era un verdadero director espiritual. Auténtica vocación de santidad en aquel discípulo de san Francisco.

El escritor

El ejercicio de su profesión indujo a Laredo a publicar dos tratados de medicina: Metaphora Medicinae uno, en Sevilla año de 1522, y el otro Modus faciendi cum ordine medicinandi. Del primero se hicieron dos ediciones, del segundo tres. Tiene éste la manera de preparar casi todas las medicinas que se usaban en su tiempo, indicando las propiedades terapéuticas de cada una de ellas y el modo de administrarlas en cualquier caso. Nos dice también el cronista Andrés de Guadalupe que «escribió copiosos cuadernos de muchas dudas y cuestiones sobre toda la Regla y sus declaraciones».

Prescindiendo de temas no religiosos, «aquel humildísimo hermano escribió otros muchos libritos», dice el cronista Gonzaga. Refiriéndose a las gracias espirituales de Laredo, o fenómenos de vida mística, Andrés de Guadalupe dejó escrito: «Hiciéronle maestro en Teología mística las experiencias; dejó escritos muchos cartapacios tocantes a éxtasis y arrobamientos; discurre con elegancia y estilo delicado en la materia, y sobre la distinción y conocimiento de las revelaciones verdaderas y falsas». Casi todos estos cuadernos fueron incorporados a la obra capital: Subida.

Reconociendo las excelentes cualidades de Laredo, los superiores le mandaron que escribiera sobre la propia experiencia de la vida en Dios. Comenzó entonces a recopilar las respuestas que había venido dando a muchas personas, como hiciera el hermano Bernabé de Palma, su paisano, algunos años antes. Así, tras varios años de examen inquisitorial, se publicó, anónimo como todos los otros, el libro de la Subida del Monte Sión en Sevilla el año 1535. Dentro de su anonimato, escribió Laredo: «Lo ordenó y compuso un fraile lego de pequeño entendimiento, todo tosco, todo idiota e ignorante, sin fundamento de letras». En el prólogo declara haberlo hecho «por obediencia».

Difícil empresa para tiempos agitados. En el año 1521 había estallado la revolución luterana; en 1523 tuvo lugar la escisión entre recogidos y dejados; en 1524 los franciscanos en Toledo condenaban a los alumbrados; en 1525, por decreto inquisitorial, se hacía lo mismo; en Valladolid el año 1527 se discutía acaloradamente sobre Erasmo; en Toledo, reunidos en asamblea general, los franciscanos definitivamente se desentienden de los alumbrados y reprueban su actitud. ¡Peligrosa aventura escribir de oración mental y vida interior cuando esto daba lugar a tanta controversia! Pero Laredo responde: «Puede bien en nosotros la obediencia lo que en ninguna manera podríamos poder sin ella».

De Sión en la cumbre

Para algunos resulta «muy difícil formar un cuerpo doctrinal de la Subida del Monte Sión», dice Robert Ricard. Cierto que Laredo, como los místicos en general, procede sin el rigor cerebral de los teólogos; nos habla de la propia vida, que se manifiesta de diferentes maneras conforme a la psicología personal y moción del Espíritu. Pero Laredo, hombre intelectualmente muy bien preparado, sabe armonizar la vivencia de la gracia con los cauces lógicos de la razón como puede entenderlo cualquier lector avisado.

Ante todo, el autor nos presenta como espina dorsal la obra en forma de camino que lleva a la cumbre del monte Sión, a la santidad. Siguiendo la tradición medieval propone las tres etapas clásicas, en conformidad con la sentencia del evangelio: «Qui vult venire post me / abneget semetipsum, / tollat crucem suam / et sequatur me» (Mt 16,24). Que significa: «Si alguno quiere venir en pos de mí, / niéguese a sí mismo, / tome su cruz / y me siga». Lo relaciona, como se había hecho a lo largo de toda la Edad Media, con la triple vía: purgativa, iluminativa y unitiva. Pero Laredo lo modifica subdividiendo la tercera o vida contemplativa en cuasi perfecta y perfecta. Lo ha tomado del otro maestro de espirituales, el hermano Bernabé de Palma. En la primera parte el sujeto ha de lograr conocerse a sí mismo, criatura frágil, y ejercitarse en el consiguiente anonadamiento. Son los cimientos de la vida espiritual. En la segunda, mediante el crecimiento de virtudes y desarraigo de vicios, se configura el alma con Cristo considerando los misterios de la Humanidad del Señor. Finalmente, la vida contemplativa centrada en la Divinidad.

Laredo pone muy en claro que no son compartimientos estancos, etapas rigurosamente separadas, lo cual está bien para tratados teóricos de vida espiritual. Nos alecciona por la propia experiencia vital, corriente que desborda los cauces rigurosos de razonamientos. Son tres vías paralelas por las que de una a otra el alma pasa en ciertos intervalos; cuando cesa la quietud será provechoso retornar a los fundamentos. Habrá entonces que tornar a la meditación y oraciones vocales, como las abejas salen de la colmena para libar por valles y montes. Tanto que Laredo propone tres tiempos en una misma jornada: de maitines a prima para la vía purgativa, de prima a nona para la iluminativa, luego los ejercicios de contemplación hasta el día siguiente.

Sobre estas paredes maestras, como nervaduras ornamentales, Laredo ofrece en la tercera parte varios senderos en la segunda edición, la del 1538, que refunde con mucha ventaja la primera de tres años antes.

Vivía el autor en tiempos de plena gestación del Siglo de Oro español y fervor de la provincia franciscana de los Ángeles, recién fundada para Andalucía. Fray Francisco de Osuna residía en Sevilla, en calidad de comisario general de la Orden para las provincias franciscanas de América, años 1527 al 1532, tiempo y lugar en que publicó sus cuatro primeros Abecedarios. Por Sevilla entraba en España Enrique Herp, franciscano de Flandes, con su Espejo de perfección traducido al latín en Venecia el año 1524. Diez años antes la Theologia Mystica del cartujo Hugo de Balma había sido puesta en castellano por orden de Cisneros. En el año 1538 se publicaba completa la Theologia Mystica de Enrique Herp, cuya segunda parte, el Espejo de perfección, aparece con el título de Directorio áureo de contemplativos, uno de los libros más leídos por aquellos años.

Ebullición por la cual Laredo se sintió obligado a transformar la tercera parte de la Subida, como si se tratara de un libro nuevo sobre la contemplación. Lo dice el mismo autor: «Va mudado casi aqueste libro tercero de la sustancia que tuvo en la primera impresión». Inspirado principalmente en los «místicos del Norte»: en Herp más que en ningún otro.

Laredo comienza la tercera parte avisándonos preciosa y precisamente en el primer capítulo sobre el contenido, meta y modo de llegar a la unión con Dios, haciéndonos saber al mismo tiempo por qué ha cambiado radicalmente su primera redacción: «Pareció ser cosa muy convenible mudar aqueste libro en más amorosos enseñamientos; porque como las dos partes pasadas tienen consonancia al título, Subida del Monte Sión, por ir, como dicho está, subiendo, purgando el ánima e iluminando el espíritu, así esta parte tercera no significa subir, mas haber subido y estar ya en lo alto de quieta contemplación, mediante el juntamiento de amor, que se llama vía unitiva. Por esto podría aquesta parte tercera intitularse por sí la cumbre del Monte Sión, así como la primera y segunda, Subida. Y es de notar que por exceder las fuerzas y disposición del autor va tomado y copilado de los sentimientos y sentencias de los Doctores contemplativos, y vinculado a figuras de la Escritura Sagrada».

Ésta es la razón que nos ha inducido a publicar en un solo volumen el Via Spiritus de Bernabé de Palma y la tercera parte de la Subida del Monte Sión, que tienen el mismo objetivo, proceden del mismo ambiente, parten de los mismos supuestos, son de hermanos legos de la misma Orden y lugar. Notables diferencias, sin embargo, en el lenguaje: elegante decir y temas bien proporcionados en Laredo, mientras que Palma no ha podido dar los últimos toques a su obra. No en vano el uno procedía de altos y muy cumplidos estudios universitarios, mientras que el otro había pasado su juventud como ermitaño en Sierra Morena. Pero la mayor diferencia consiste en que Laredo sigue a Palma en la primera redacción en orden a llegar a la unión con Dios por vía intelectual, mientras que en la segunda lo alcanza per viam receptionis, que consiste en aceptar y dejarse llevar por amor hasta Dios.

En la cumbre del monte está situado Laredo, el «humildísimo» lego «con mansedumbre y quietud contemplando en cuadrado», que significa tener horizontes abiertos por todas partes, es decir, estamos inmersos en Dios. Situación sobrenatural, como dice el «autor, de venerable memoria, del libro que se llama Vía o camino del espíritu» (III cap. 3).

«Acrecienta el amor -nos dice el maestro Laredo-, pasa de la perfecta verdad, que tienes en los misterios de la Humanidad sagrada, a la bondad perfecta de la Divinidad increada, pues el amar con perfección consiste en la quieta y perfeccionada contemplación de la inaccesible Divinidad» (III cap. 4). Desde la altura se ven las tres clases de personas que, subidas ya a la altiplanicie, es decir, ya entradas en la contemplación, avanzan por sendas de amor:

Principiantes, que se elevan contemplando la naturaleza, arte, acontecimientos, cosas materiales y sensibles.

Proficientes, por la consideración de la propia vida interior, en especial las tres facultades del alma y a Dios en el centro de la misma.

Cuasi perfectos, con la mirada fija en los atributos y misterios de Dios y símbolos espirituales de todo lo que sea, centrarse en una verdad espiritualizada, nada material, nada concreto (III, cap. 4, 14, 24, 25, 27).

Perfectos, de puro amor, por encima de todo conocer, donde el entendimiento se transforma en inteligencia o sapiencia fluyendo por la voluntad del alma enamorada, oración infusa, perfecta quietud y recogimiento.

Al escuchar a Laredo nos damos cuenta de que oración de quietud en su lenguaje, y asimismo en el hermano Palma, no equivale a la cuarta morada de santa Teresa, inicio de la contemplación a la que siguen tres moradas más. Para estos dos hermanos legos, oración quieta comprende toda la vida contemplativa.

Laredo reduce a dos la cuádruple clase de contemplación: meditación, que es oración especulativa, activa, intelectual, cuyo objeto directo en que se apoya son criaturas, visibles o invisibles; y contemplación perfecta, pasiva, afectiva, mística, cuyo objeto es la esencia divina, pensando en todo sin pensar en nada (III, cap. 27). Puro amor de Dios. Hay que estar como pergamino bien raspado, dice Laredo, para que el Espíritu de Dios escriba limpiamente. San Juan de la Cruz hablará de lienzo quieto y limpio ante el pintor (Noche 1,10,5).

Con preciosa claridad habla luego Laredo de unos y otros, analizando con ejemplos la contemplación más activa o de principiantes, que se mueven en torno a su objetivo como el jugador de pelota, como el viajante de comercio, como el encargado de cobrar rentas. Actividad de que habrá de servirse el alma a intervalos, cuando se interrumpe la concentrada quietud. En la primera edición (1535) Laredo presta mayor atención a la actividad de la contemplación imperfecta, que podríamos llamar adquirida o incipiente. Diríamos con Fidèle de Ros que «la edición 1535 está muy influenciada por Ricardo de San Víctor, quien pone en primer plano la actividad discursiva y ofrece en su conjunto una fisonomía intelectualista».

Hasta aquí Laredo apenas ha enseñado abiertamente cómo transformar el entendimiento en inteligencia, que quiere decir la actividad inquisitiva del discurso en la pasividad receptiva de la inteligencia o sabiduría de la Mística. Pero en la edición definitiva del 1538 se plantea el problema que resuelve con decisión. ¿Cómo? «Por puro amor, por vía de sola afectiva, sin que antevenga medio alguno del pensamiento» (III, cap. 9). Por aspiraciones y deseos, gracia infusa, como se habían expresado Hugo de Balma y Enrique Herp.

Añade luego lo que yo llamo nervaduras ornamentales que llevan a la cima de la perfecta contemplación.

A) Introversión. Sobre lo dicho por Ricardo de San Víctor, Enrique Herp y Hugo de Balma, Laredo muestra su originalidad con este itinerario de pasar por el corazón en cuatro momentos: cerca de sí, dentro de sí, sobre sí, salida de sí o excessus mentis que son los arrobamientos y éxtasis (III, cap. 41; 40 en esta edición), concluyendo con sabio consejo: «Lo que al alma le conviene entonces saber es sólo saber ser boba y no saberse entender ni querer poder saber más, antes reciba cuanto viniere sin echar el ojo a nada, mas por vía de recepción».

B) Como ornamento adicional recoge de la tradición medieval la llamada «escala mística», de cuatro escalones, para disponerse a la contemplación adquirida: lectura, que busca; oración, que pide; meditación, que obtiene; espiritualidad pura, que conoce al Creador en el espejo de la creación.

C) Otro sendero, además, que toma de Enrique Herp y lo hace suyo: amor activo, así llamado por su diligencia en arrancar vicios y cultivar virtudes; amor desinteresado, característico de los más avanzados que actúan con pureza de intención por amor a Dios; amor esencial de los cuasi perfectos, que se adentran hasta el fondo del alma, sin andarse por las ramas de sus potencias; amor unitivo, «de contemplación quieta, hecha el alma un espíritu con Dios». Herp lo llama «unión supraesencial».

Laredo llega a las últimas consecuencias, al excessus mentis, que tan sabrosamente y con cautela describe en los dos últimos capítulos: el vuelo por arrobamiento del alma enamorada y la discreción de espíritus. Dice así: «Sé que pasando el alma más adelante de sí no hay en donde pueda estar sino fuera de sí misma y muy dentro en el amor que la tiene enamorada. Sé que puedo decir que cuando por estos términos rectísimos y derechos se arroban algunas almas en aquel otro arrobamiento, les infunde Dios más gracia y les hace saber más en pequeñitos espacios que sin él en largos tiempos» (III, cap. 41; 40 de esta edición). Bellísimo colofón de Laredo, hermano lego, médico de cuerpos y de almas.

Escudo-defensa de santa Teresa

Laredo daría por bien cumplidos sus trabajos aunque no hubiese logrado más que reafirmar a la santa de Ávila en su camino de oración. Nos revela ella su problema y angustias siendo monja en el monasterio de la Encarnación: «Comenzó su Majestad a darme muy ordinario oración de quietud y muchas veces de unión, que duraba mucho rato»... «Yo, como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres, y engaños que las había hecho el demonio, comencé a temer». Fundamento tenía la Santa, pues en aquellos tiempos eran frecuentes los casos de histerismo y «engaños entre personas tenidas por espirituales». Especialmente entre los alumbrados, que son excrecencias de la verdadera piedad. Había ocurrido en la primera mitad del siglo XVI en Córdoba con sor Magdalena de la Cruz, abadesa de monjas clarisas; más tarde ocurriría algo parecido con sor María de la Visitación en Lisboa: con sus embustes embaucaron a mucha gente, incluso a gobernantes y al venerable fray Luis de Granada, por mencionar alguno más conocido.

«Como yo vi -sigue diciendo santa Teresa- iba tan adelante mi temor, porque crecía la oración, parecióme que en esto había algún gran bien o grandísimo mal». Por medio de Francisco de Salcedo, «un caballero santo», dice la Santa, que tenía «deudos suyos casados con parientes míos, procuré viniese a hablarme un clérigo letrado», el canónigo Gaspar Daza, a quien por sus muchas letras la gente le llamaba "maestro Daza"»... «Yo no sabía -sigue Teresa- poco ni mucho decir lo que era mi oración».

En esta coyuntura se sirvió Dios de Laredo para que la angustiada carmelita tuviese palabras con qué darse a entender ante el caballero santo y el maestro Daza. Lo refiere ella así: «Mirando libros para ver si sabría decir la oración que tenía, hallé en uno que se llama Subida del Monte, en lo que toca a la unión del alma con Dios, todas las señales que yo tenía en aquel no pensar nada, que esto era lo que yo más decía: que no podía pensar nada cuando tenía aquella oración; y señalé con unas rayas las partes que eran y dile el libro para que él y el otro clérigo que he dicho, santo y siervo de Dios, lo mirasen y me dijesen lo que había de hacer» (Subida, III, 27; Autobiografía, 23).

Este capítulo de Laredo sirvió de escudo defensor a santa Teresa contra los ataques de la ignorancia. Así pues, la santa entrególes el libro junto con la «relación de vida», verdadera confesión no sacramental. Quizás por respeto a la confidencia, aquellos santos varones lo destruyeron mortificando nuestra curiosidad de ver «cuán ruin» era la Santa, quien añade: «Los dos siervos de Dios miraron con gran caridad y amor» aquellas páginas de Laredo, considerando las mercedes y gracias de oración que crecían en ella. Llegó la respuesta que Teresa esperaba con harto temor: «A todo su parecer de entrambos era demonio». ¡Qué desolación!

Aquí terminó la ayuda de Laredo. Mejor sería decir que empezó aquí la solución del problema teresiano, porque el lego franciscano, maestro de espirituales, con su libro le había dado fortaleza de verdad a la Santa para seguir contra viento y marea hasta ver con claridad. La respuesta correcta, no entendida por los más venerables, le llegó a la apenada carmelita por el jovencito jesuita Diego de Cetina, de unos veinticuatro años de edad, recién ordenado sacerdote, siendo aún estudiante de Teología. Nos le imaginamos en el locutorio alto del monasterio de la Encarnación en Ávila hablando con aplomo y grata sonrisa, «como quien bien sabía este lenguaje», observa la Santa. «Me declaró -dice ella- lo que era y me animó mucho. Dijo ser espíritu de Dios muy conocidamente». Cabría aquí decir con palabras del evangelio: «Te bendigo, Padre..., porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

Gracias a aquel capítulo de Laredo a que se refiere la santa Madre Teresa en el libro de su Vida (el 27 de Laredo), por medio de eruditos teresianistas del siglo XX ha empezado a salir del olvido el «humildísimo» lego franciscano y venerable maestro de espirituales. La Santa fue siempre muy agradecida. Ella nunca pudo llamarle por su nombre, pues todos los libros del lego franciscano se publicaron bajo riguroso anonimato de su autor. Sólo después de setenta y siete años de su muerte, teniendo en cuenta los datos de los cronistas de la Orden, empezó a figurar su nombre.

Podemos concluir diciendo que la santa reformadora del Carmelo se benefició también del venerable franciscano por el libro de devoción escrito por él en honor del glorioso patriarca san José, el santo a quien Dios «ha dado facultad para socorrer en toda necesidad». «En especial -añade la Santa-, personas de oración siempre le habían de ser aficionadas» (Vida, 6,8). A modo de apéndice a la Subida del Monte Sión, Laredo había publicado Josefina, opúsculo edificante en alabanza de san José. Laredo hace recordar que es el santo más grande, después de la Santísima Virgen, y el más poderoso intercesor».

Teodoro H. Martín, Introducción, en "Via Spiritus" de Bernabé de Palma / "Subida del Monte Sión" de Bernardino de Laredo. Madrid, BAC (Clásicos de Espiritualidad), 1998, pp. XXX-XLIII].

Bernardino de Laredo (1482-1540) Apuntes sobre su teología mística por Melquíades Andrés Martín

Fray Bernardino de Laredo es universitario, autor de dos obras de medicina: Metaphora medicinae y Modus faciendi cum ordine medicandi (Sevilla 1522 y 1534). Se autodescribe como «un fraile lego, de pequeño entendimiento, todo idiota e ignorante, sin fundamento de letras...». Es autor de Subida del monte Sión (Sevilla 1535 y 1538), con grandes correcciones [en la 2ª edición], que hacen de ella una obra nueva en su tercera parte. Laredo ingresó a los veintiocho años en la Orden franciscana, después de cursar la carrera de medicina.

Subida del monte Sión es la obra más famosa de los primeros codificadores del recogimiento después de Tercer abecedario [de fray Francisco de Osuna], bastante ignorada y presentada de modo desconcertante hasta que el benemérito padre Ros la situó biográfica, cultural e históricamente. Osuna, Laredo y Palma constituyen una introducción necesaria a muchos planteamientos teresianos, sanjuanistas y de otros místicos posteriores a 1550.

La obra de Laredo es un tratado metódico sobre la oración de recogimiento: aniquilación (p. 1.ª), seguimiento de Cristo (p. 2.ª), quieta contemplación de lo puro intelectual (p. 3.ª). Laredo y Palma representan la vivencia de la mística del recogimiento en Andalucía. Laredo es estilista menos cuidadoso que Osuna, pero más comprometido ideológicamente en la defensa de la espiritualidad afectiva estricta, o contemplación quieta, sin acto anteveniente o concomitante del entendimiento. ¡Cuánto ayudaría a penetrar en la hondura de estos autores una monografía sobre el amor puro y sobre el callar del entendimiento y de los discursos intelectuales, sobre la contemplación quieta, la reflexión de las potencias, el conocimiento por amor... en los grandes reformadores místicos de la edad de oro!

Diferencia entre las dos redacciones de la "Subida".- En la edición de 1538, la tercera parte es reelaborada totalmente. Basta comparar los títulos de los capítulos. En ello influyó sin duda la actitud de los censores de la primera redacción y sus observaciones, tal como se deduce de las 14 cartas del Extravagante y del desconcertante capítulo 36 de la tercera parte de la primera edición. A ello hay que añadir otros hechos importantes: la presencia de Francisco de Osuna en Sevilla durante los años de 1530 y 1531 y la entrada definitiva de Herp en nuestra espiritualidad. ¿Lo conoció Laredo a través de la traducción portuguesa de Spieghel (Coimbra 1533)? Acaso lo más característico de la primera redacción sea el valor atribuido a la experiencia y la doctrina del engrandecimiento del alma, que se encuentra en Santa Teresa y aún no ha merecido estudio alguno de consideración ni casi alusiones.

Engrandecimiento, ensanchamiento, dilatación del alma, son modos de hablar de Ricardo de San Víctor, recogidos por Carro de dos vidas (p. 1.ª c. 17) y expuestos con detalle por Laredo. El alma se ensancha en el conocer, desear y amar, «se engrandece en mayor conocimiento, y en mayor satisfacción ensancha la voluntad del amante, porque tenga la medida de sus deseos muy sin medida en su amor, hasta que sin medida ame a aquel que, sin medida amando, nos da el amor con que puede ser amado, muy junto con el deseo insaciable para amar». «Cuanto más alto subiere el alma más alto hallará a Dios, engrandeciéndose con Él», en Dios uno y trino.

En la segunda redacción desaparece la doctrina sobre el engrandecimiento, con todos los retoques que ello comporta, y algunas fórmulas como puro espíritu, alúmbrenos Dios, que resultaban sospechosas de erasmismo y, sobre todo, de alumbradismo.

A continuación expongo algunos puntos doctrinales céntricos de la segunda redacción. Aunque publicada en 1538 y redactada después de 1535, la analizo aquí para no separarla de la primera y para que quede en este capítulo junta la exposición de la vía del recogimiento y oración quieta.

La terminología.- No es unánime el modo de hablar de los místicos del recogimiento. Laredo distingue entendimiento e inteligencia, espíritu y mente, sindéresis, afición y afectiva, o talante de lo más alto y principal del ánima. Esta es, para él, la parte superior de la voluntad. He aquí como describe el ojo de la voluntad y su relación con el entendimiento:

«Pienso que la misma distinción que hay entre la voluntad y el entendimiento es la que divide estos dos términos. Creo que la contemplación sea oficio tácito y quietísimo de sola la voluntad, ocupada en solo Dios, reconociendo su amor sin conocer nada de él, con tan estrecha quietud que no se sabe menear, mas que sin saber desea, a manera de niño que, antes que tenga conocimiento de su madre, pide holgar en su pecho, siendo aquesta petición en muy tácito silencio, pues ni sabe en qué hablar ni tiene lengua que hable».

«Los ojos de nuestra ánima son la voluntad y el entendimiento. Con el entendimiento mira el ánima como por espejo y ve en las criaturas al Criador de todas ellas. Este ojo ha de estar cerrado en aquesta especulación... El segundo ojo con el cual el ánima mira a Dios, sin ver cosa alguna criada, es la fuerza noble del ánima, conviene a saber, la voluntad. Y este ojo nunca mira atentamente a su amado sin penetrar el corazón con el rayo del amor que sale del resplandor interior..., que es la afectiva o talante de lo más alto y principal del ánima...

»Hase también de notar que, entre los que somos flacos y poco ejercitados, muchas veces nos es necesario abrir el ojo del entendimiento y mirar con él las cosas criadas y levantar la vista al cielo..., y esto no es más veces que aquellas que la afectiva se hallare rebotada... Cuando (el alma) no se halla dispuesta para poder súbitamente levantarse en solo amor, debe enviar a su entendimiento para que, tasada y discretamente, tome las criaturas como flores de potencia y sabiduría y bondad de su Criador, y, en hallando algún poquito de gusto, vuélvase a entrar en la sustancia de su ánima por vía de entera quietud; y en claridad de cera y dulcedumbre de miel convertirá la maestra de abejas, a saber, la voluntad, lo que le presentaron... la memoria y entendimiento, y por vía de puro amor será precioso panal aquello que sus abejas trataron...».

Proceso hacia la contemplación quieta.- Laredo matiza más que Osuna algunos aspectos del ejercicio de la oración quieta, tales como la relación de los perfectos con los misterios de Cristo; con los cuatro grados del amor: operativo, desnudo de todo interés, esencial y unitivo; con la oración vocal y obras del entendimiento; con las industrias para incitar nuestra afectiva; con la lectura de la Sagrada Escritura y los libros de piedad; con el entrarse al alma en sí misma y subir sobre sí; con el arrobamiento...

Describe el proceso hacia la contemplación quieta desde cuatro puntos de vista: las cuatro edades de la vida espiritual, los grados de interiorización, los cuatro grados de amor y los cuatro modos de meditación que distingue.

Las cuatro edades de la vida espiritual son infancia, puericia, juventud y perfección plena. Esta consiste en un hábito de levantarse libremente a Dios por vía de aspiración con muy pronta afectiva. Se trata de un estado infuso que tiene por objeto el misterio de Dios en sí, sin relación con las creaturas, ya que se «toca» por negación de todas ellas en una mansedumbre de sosegada quietud, en quieta contemplación de la inaccesible divinidad.

Los cuatro grados del proceso de interiorización son llegarse el alma a sí, entrarse en sí, subir sobre sí, salir fuera de sí misma y muy dentro en el amor. Este proceso constituye una de las aportaciones históricas más importantes de la mística del recogimiento a la historia de nuestra espiritualidad. Fue el salto de una oración prevalentemente vocal a otra preferentemente mental o de toda la persona en su integridad.

A las cuatro edades de la vida espiritual corresponden cuatro grados de amor, que encontramos en Herp: operativo, desnudo de todo interés, esencial y unitivo.

Los cuatro modos de meditación laredianos son: por las criaturas conocer al que las crió (pequeña perfección); por el Creador conocer a sus creaturas (muy mayor perfección, pero no contemplación pura); levantarse por medio del entendimiento convertido en inteligencia pura (esto es ya contemplación en sola la voluntad, alzada por mediación del entendimiento); alzarse súbitamente la voluntad en quieta contemplación por sola afectiva, sin medio de entendimiento ni pensamiento; por vía de abrasante amor, juntarse con su Dios para tomar amor de la fuente y propio venero de donde manó el amor, por el cual se levantó (contemplación quieta y perfecta, si en ella coinciden las demás señales requeridas).

Como disposición, Laredo exige la reflexión, que es un arte o técnica para conseguir la recolección de las potencias, y el silencio y sueño de las mismas, que no es silencio de palabras, sino callar de entendimiento, serenidad de memoria y quietud de voluntad, sin admitir otra operación que la de la afectiva, empleada en amor. Esta desnudez de potencias parece abarcar también a la voluntad. Queda sólo la afectiva, que se resuelve en el fondo esencial del alma, que otras veces llama voluntad superior o parte más alta de la misma.

Una vez apartada el alma de lo que no es Dios, sobreviene el sueño espiritual de las potencias, que no es otra cosa que su suspensión y tácito callamiento.

La contemplación quieta en sí misma es designada por el médico místico sevillano con diversos nombres: ciencia infusa, sabiduría escondida o secreta, mística teología, ejercicio de aspiración. Ella constituye el recogimiento perfecto, el puro, desnudo y unitivo amor, que es renunciamiento al mundo de los sentidos internos y externos, de las potencias superiores hasta reducirse a su pura mismidad y ordenarse a Dios en sí, en su pura esencia. El recogimiento es una vía hacia lo esencial, hacia lo absoluto en puro amor, «como si no hubiese cosa criada más que sola aquella ánima que contempla en solo Dios». En el ámbito de la contemplación quieta se realiza la unión.

Esa contemplación quieta se produce sin que antevenga medio de algún pensamiento, ni de obra intelectual ni de razón natural. Laredo es más ideólogo en esta parte que Osuna; sigue a Balma y a Herp, y emplea la frase: «sin antevenir medio de algún pensamiento. El alma durante esos momentos no ha de saber pensar nada..., porque el amor de mi Dios... no es cogitable ni inteligible». Es un conocimiento sapiencial que se adquiere «tocando», no «entendiendo», porque Dios es incomprehensible, incogitable e inaccesible. Es un conocimiento propio de dioses, no de hombres. La quieta contemplación comprehende tocando y no penetra entendiendo.

La teoría de Laredo sobre los tocamientos divinos está inspirada en la Mística teología, del Pseudo-Dionisio. El alma es tocada por el amor increado. El amor divino levanta al alma y la junta con el amor increado de tal modo que pueda entender que el amor que le tocó, el que la ilumina y el que en sí tiene, sea un solo amor increado. Este amor es infuso, súbito, momentáneo, y tiende a convertirse en hábito. La afectiva se une al amor que fue causa y es remedio de sus llagas. Produce unión por infusión y transformación.

Añado tres consideraciones sobre la aspiración como amor puro por vía de sola afectiva, sobre la fórmula no pensar nada y sobre la oración del alma en su pura sustancia esencial. Estos tres párrafos encuadran el recogimiento en sus líneas fundamentales y relacionan a sus codificadores entre sí con Gómez García, Hugo de Balma, Herp y la tradición medieval, y con otros literatos de la época anterior, como Hernando de Pulgar, cuando en Los claros varones de España dice de Garcilaso de la Vega que era un caballero esencial.

1.º Cuantas veces en este tercer libro se dijese ciencia infusa, o sabiduría escondida, o secreta, o mística teología, o ejercicio de aspiración, hase de entender que significa un súbito y momentáneo levantamiento mental, en el cual el ánima, por divino enseñamiento, es alzada súbitamente a se ayuntar con Dios por puro amor, por vía de sola afectiva..., sin que antevenga medio de algún pensamiento, ni de obra intelectual o del entendimiento, ni de la natural razón. Notando, como otra vez se apuntó, que esta obra sobrepuja a la razón y al entendimiento humano... como los misterios...

2.º El objeto de la contemplación quieta lo expresa Laredo con muchos nombres: quietísimo sosiego, sosegado silencio, sosegada quietud, sueño o dormir de las potencias, quietísimo movimiento, sosegada pacificación del secreto entendimiento, ocuparse en solo amor, no pensar nada. «Siempre sea el principio de vuestra contemplación levantar de todo cuanto no es Dios el talante de vuestra ánima, en manera que algún pensamiento no tenga cabida en vos, cuanto quiera que sea bueno... Vuestra contemplación, si ha de ser quieta y perfecta, no ha de saber ocuparse en más que en un solo amor; el cual, si es amarse quieto en contemplación perfecta, no ha de saber pensar en nada durante aquella quietud, porque el amor de mi Dios, en el cual está el ánima ocupada, no es cogitable, ni inteligible, que lo pueda comprender nuestro entendimiento, sino deseable y amable; en nada tiene lugar en el entendimiento aprensión, sino sólo la afectiva, los deseos y la voluntad. Así que, si la perfección de todo contemplativo consiste en el amor de nuestro Cristo Jesús, en el cual los pensamientos impiden, necesario es que sintamos que entendió lo que decía el que dijo que es mejor en quieta contemplación no pensar nada... La noche, es a saber, el escondimiento de la contemplación quieta, alumbra la ánima contemplativa, así como lo muy más claro del día, es a saber, de cualquier comprehensión intelectiva. Porque las tinieblas, es a saber, el silencio secretísimo de la contemplación quieta, así dan satisfacción al ánima en cualquier quietamiento de entrañable devoción como en la luz que más regala el espíritu; porque en lo uno y en lo otro tienen conformidad con el querer de Dios». No pensar nada tiene, para Laredo, cuanto hay que pensar: «Pues el ánima que por amor unitivo en la contemplación quieta está ocupada en su Dios, bien se dirá con verdad que no debe pensar nada, pues que en este pensar nada tiene cuanto hay que pensar». Laredo recoge la herencia agustiniana medieval sobre la naturaleza del afecto, que nos hace uno con la persona amada y es, a la vez, fuente de conocimiento. Hugo de Balma lo hizo tesis escolástica. La actual psicología y teología revalorizan esta concepción.

3.º La oración quieta es, para Laredo, la de toda el alma, recogidas las potencias a su parte más alta y profunda, donde la imagen de Dios está impresa, ha dicho Osuna, en un proceso admirable de integración y esencialización.

«El mismo espíritu que ha velado cuando reposa en quieta contemplación llámase mente. Y de aquí viene que la contemplación quietísima y reposada, y muy pura, llámase oración mental, que quiere decir oración de sola el ánima en su pura sustancia esencial, ajena a sus potencias inferiores. Donde es de saber que la oración mental, absoluta y puramente, muy solamente es aquella en que el ánima, encerrada en su quietud, no entiende en lo que contempla. Y porque contempla en Dios solo, y Dios es bondad incomprensible; y así, cuando el ánima, puesta en su estrecha quietud, está empleada en solo amor, no sabe entender, en aquel su esencial encerramiento, otra cosa sino amar. Y es menester que sepamos que en aqueste recogimiento del ánima que contempla consiste la mayor satisfacción y mayor contentamiento, y más gran felicidad que cualquier contemplativo puede tener en esta vida».

Melquíades Andrés, La Teología española en el siglo XVI. T. II. Madrid, BAC (maior 14), 1977, pp. 214-218

Selección José Gálvez Krüger