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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Fenomenología: Experiencia y saber absoluto en la fenomenología de Hegel

De Enciclopedia Católica

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Introducción

Decía Enrique de Ofterdingen - personaje literario de la novela de Novalis que lleva su nombre- que existen dos caminos para acceder a un verdadero conocimiento: "uno penoso, interminable y lleno de rodeos, el camino de la experiencia; y otro que es casi un salto, el camino de la contemplación interior. El que recorre el primero tiene que ir encontrando las cosas unas dentro de otras en un cálculo lento y aburrido; el que recorre el segundo, en cambio, tiene una visión directa de la naturaleza de todos los acontecimientos y de todas las realidades, es capaz de observarlas con los demás objetos como si fueran figuras pintadas en un cuadro" .[1] La obra, que data de 1801, declara en este pasaje el estado de la Filosofía alemana de la época, haciendo clara le presencia de la confrontación entre la metafísica kantiana y post-kantiana; señala la primacía de la contemplación inmediata de la verdad sobre cualquier tipo de reflexividad que se funde en la experiencia. La filosofía de Hegel surge como un programa filosófico que constituye una respuesta a esa perspectiva . [2] La Fenomenología del espíritu (1807) es la primera expresión de esta reacción, que asume la figura de un proyecto metafísico. El libro pretende demostrar que todo discurso que aspira a llamarse verdadero ha de ser mediato, es decir, ha de volverse sobre sí mismo para intentar autojustificarse, abandonando así su carácter interior. Al convertirse en un saber dispuesto sobre la crítica, esta posición deja de ser válida sólo para su emisor, en tanto ha de afrontar el trabajo de lo negativo: esto es la experiencia. Hegel estaba convencido de que detrás de estas formas de inmediatez suele esconderse la arbitrariedad: eso es algo que hay que tomar en cuenta, puesto que en nuestra época no faltan personajes novalianos. Más aun vivimos en un tiempo que, estando marcado por la crisis de los grandes proyectos fundacionales, es terreno fecundo para la aparición de los partidarios de la inmediatez. Por contraste, el proyecto hegeliano hoy más que nunca es visto con sospecha. Nada está más alejado de nuestra conciencia filosófica que la pretensión omniabarcante de un sistema que asegura dar cuenta de "el pensamiento de Dios antes de la creación del universo", como reza la introducción de la Ciencia de la lógica. Hegel es, a nuestros ojos contemporáneos, uno de los más grandes exponentes de lo que significa incurrir en una hybris filosófica. Lamentablemente, muchos estudiantes de filosofía llegan a esta conclusión - que pretende ser a la vez socrática y postmoderna- prestando una atención exagerada a lo que aseveran los manuales, sin apelar al fructífero debate que la filosofía de nuestro siglo ha entablado con Hegel, y, obviamente, sin recurrir a los escritos hegelianos. Sin embargo, ello no puede hacernos perder de vista las deudas que el propio pensar contemporáneo ha contraído con Hegel, explícitamente o no. Nos ocuparemos de una de ellas, aquélla que señala la compenetración de la experiencia y la teoría filosófica. El presente es un ensayo de historia de la filosofía. Pretende contextualizar y reconstruir los argumentos que vinculan a la experiencia de la conciencia con el movimiento del concepto a la luz de una lectura de la obra hegeliana, con énfasis en la introducción a la Fenomenología del espíritu. No es una defensa cerrada del sistema hegeliano como proyecto metafísico. No intentamos suscribir en ningún momento las tesis más "duras" de Hegel, como aquéllas relativas a la primacía del discurso filosófico sobre el Arte o la Religión, o la posibilidad de agotar las formas de concebir la realidad, tesis cuya implausibilidad es ya un tópico en nuestra cultura, por razones que ya Heidegger y Husserl (o Wittgestein) señalaron en su momento. Pero hay dos puntos en los que creemos que la filosofía hegeliana posee plena vigencia y que por ahora sólo mencionaremos: ambos son tópicos conceptuales que se reclaman de la recepción hegeliana del romanticismo. El primero alude a la concepción de la experiencia en tanto que ésta supone la presencia de la negatividad, tema que desarrollaremos aquí en detalle: en la Fenomenología del espíritu, Hegel describe con exhaustividad cómo la experiencia de la conciencia posee la forma de la autocorrección. El segundo punto señala que, más allá de la desmesura de la filosofía hegeliana hay una motivación fundamental que anima el proyecto común, presente en la obra de Hegel, Schelling y Hörderlin -los tres compañeros de Tübingen- que acaso deba ser continuado por otras vías: el intento de rearticular en un discurso, a la vez unitario y complejo, las oposiciones con las que la razón ilustrada ha diseñado el mapa de nuestro mundo espiritual y que ha contribuido a fragmentar nuestra autocomprensión como agentes humanos. Si bien vivimos como ha sugerido Palmier, sobre los escombros del sistema hegeliano, no podemos afirmar que ese proyecto reunificatorio ha llegado a su fin. Nuestra investigación posee tres partes. En la primera -"el problema del acceso al saber"- intentaremos retratar el contexto intelectual en el que vio la luz la Fenomenología del espíritu, así como los argumentos que llevaron a Hegel a la necesidad de la elaboración de una obra de esas características, que nosotros asociamos con el tema de la "buena infinitud". En la segunda parte -"el movimiento de la conciencia"- abordaremos la estructura de la experiencia desarrollada por Hegel en la introducción a la Fenomenología del espíritu; en la tercera -"historia concebida y reino de las sombras"- desarrollaremos el núcleo de nuestro tema, la relación especulativa de experiencia y concepto, teniendo como eje la metáfora hegeliana que identifica el sistema de la lógica con el "reino de las sombras".

El problema del acceso al saber

La época de la historia de la filosofía en la que vive Hegel está marcada por el influjo de los resultados está marcada por el influjo de los resultados de la filosofía crítica de Kant. En efecto, los límites que Kant impuso al conocimiento en la “crítica de la razón pura” –restringiéndolo al ámbito de la fenomenalidad-, así como su tratamiento de los problemas propios de la ética y de la religión, amenazaban con condenar a la filosofía a resignarse a la contemplación de un reino de oposiciones insalvables: teoría y praxis, ciencia y fe, razón y experiencia, etc. Pese a que la oposición presume una unidad originaria que le otorga sentido, tal unidad sistemática permanecía renuente a un discurso positivo que diera cuenta de su naturaleza; el ideal trascendental se evidenciaba como una progresión infinita, como una promesa que en el seno de la vida no podía hallar su cumplimiento: ningún intento real por realizar el ideal podía –por definición- llegar a reflejarlo en su pureza. La totalidad –Dios, para los teólogos de la época-, en virtud de la distinción kantiana fenómeno-noúmeno, resulta inaccesible a la razón, permaneciendo como “objeto” de recogimiento, más que de investigación conceptual. Así, el camino inaugurado por Kant amenazaba inmovilizar la reflexión e instaurar múltiples formas de dogmatismo: en una carta dirigida al joven Hegel, fechada en la noche de reyes de 1795, Schelling se lamentaba por las consecuencias teológicas de la observancia ortodoxa de la filosofía crítica: “todos los dogmas posibles han recibido el sello del postulado de la razón práctica, y allí donde no hay forma de conseguir pruebas histórico-teóricas, la razón práctica (tubinguesa) corta simplemente el nudo” [3]. Como consecuencia de tal estado de cosas, no tardaron en aparecer en escena numerosos “filósofos populares” que, tomando en cuenta la finitud del saber y la infinitud de la fe, prometían transformar en accesible el fondo originario de la objetividad a partir de la intuición religiosa y el éxtasis místico: la filosofía se convertía en una actividad irracional, era un asunto de edificación. Contra ellos dirige Hegel comentarios llenos de ironía y desprecio puesto que, para nuestro autor –y no sólo para él- no merece llevar el nombre de filosofía un discurso que no da cuenta de sí mismo, evidenciando su estéril superficialidad: “al confiarse a las emanaciones desenfrenadas de la sustancia, creen que, ahogando la conciencia de sí mismos y renunciando al entendimiento, son los elegidos, a quienes Dios infunde en sus sueños la sabiduría: pero lo que en realidad dan a luz en su sueño no son, por tanto, más que sueños” . [4] Hegel, desde sus años de juventud, intentó combatir estas posiciones (y al mismo dualismo kantiano que los motivó) analizando detenidamente el conjunto de presuposiciones que les subyacen en aquella posición que él denominó mala infinitud. Sólo puedo sindicar al conocimiento humano como limitado y exterior a la Verdad Real si es que entiendo lo finito como contrapuesto a lo finito. Así, sólo puedo recibir noticias de aquella región inaccesible a mi subjetividad real –lo finito- si es que ella de alguna forma se me revela, vale decir, si recibo la verdad desde un “afuera” y, ciertamente, la copa n la que se vierten estas emanaciones de la infinitud tiene que ser el sentimiento, no la razón, puesto que el hombre debe resignarse a la recepción pasiva de la verdad, al modo de un regalo inmerecido. La idea de “mala infinitud” no tiene su origen en los filósofos edificantes, ni siquiera en Kant. Aparece en la filosofía moderna con Descartes, en la Tercera meditación, en donde se pregunta cómo el sujeto, siendo finito, contingente, etc., tiene, sin embargo, la idea de infinitud: esto sólo es posible si ese ser perfecto –que tiene que existir- pone (desde fuera) en nosotros, la idea de infinitud. Esta idea de la finitud humana frente a la inescrutable infinitud divina también puede ser encontrada en Pascal, cuando nos habla de la grandeza y miseria del hombre, o incluso en algunas posiciones empiristas (con sus matices y conclusiones propias) en las que desaparece la esfera de la infinitud al no remitirnos a sensaciones o a recuerdos de impresiones sensibles. La posición de la mala infinitud, puesta desde la perspectiva de la reflexión, consiste en ubicar lo finito en oposición a lo infinito: yo soy lo finito, el absoluto es lo in-finito, lo no-finito. Pero si vemos mucho más de cerca esta afirmación que establece el límite entre ambos polos, surge la contradicción. Si establezco una barrera absoluta entre lo finito e infinito no obtengo lo que pretendía, a saber, determinar lo infinito, sino más bien tener dos polos finitos, puesto que lo infinito tendría su límite allí donde empieza la finitud y es evidente que lo infinito no puede poseer tal naturaleza. La razón debe saber trasponer estas falsas barreras, vale decir, descubrir la unidad negativa entre finito e infinito, “la determinación de lo finito implica su final y este final él lo tiene en otro. En el confín tenemos un límite, y éste consiste en que nosotros estamos por encima de él; él no es más lo afirmativo: quedamos suspendidos y, no bien nos acercamos a él, ya no estamos más en él” [5]. La mala infinitud, pues, se autodestruye. Esta perspectiva no sólo adolece, como vemos, de incongruencias teóricas, sino de contrasentidos respecto a la actitud vital de quien la sostiene. En efecto, al asumir como suya la posición de la mala infinitud, el creyente “agnóstico” (o el filósofo kantiano) pretende afirmar su humildad: no puedo conocer nada acerca de Dios –el absoluto- pues soy finito y el absoluto está fuera de mí. Sin embargo, la humildad rápidamente se transforma en soberbia, en radical afirmación de la propia subjetividad: yo soy quien determina qué puede ser conocido con verdad, yo soy lo esencial al saber y lo absoluto o Dios lo inesencial; lo infinito en este caso se desplazaría al sujeto, a uno de los polos de la posición. Comprender que finito e infinito forman unidad equivale a reconocerse en lo absoluto –en el todo- como lo verdadero del que yo como finito participo, pero en cuyo seno me sumerjo, “en donde soy negado como este yo, pero en donde, a la vez, estoy contenido como libre y en donde, a la vez, mi libertad queda mantenida por este objetivo” [6]. La finitud se muestra de este modo como la vida del absoluto en todas sus determinaciones, y en este sentido, en todos sus momentos finitos, pues es “todas sus diferencias así como su ser superado” [7]. Esto puede ser comprendido sólo por aquél que ha elevado su pensamiento. Si la conciencia sólo es conciencia observadora (certeza sensible e incluso percepción) lo verdadero es sólo lo externo, lo finito, desde esa perspectiva, el sentimiento sería más rico, puesto que también es relativo a lo interno y a tal interioridad se le revela de alguna forma el sentido de la vida, por ejemplo en el arte o la religión. Pero es en el pensamiento donde la finitud se supera efectivamente y se descubre lo interior del todo, donde se supera toda diferencia abstracta. Es el pensar el que interioriza toda realidad y, por tanto, suprime la oposición; en la religión y en el arte el absoluto se manifiesta como un afuera: la naturaleza que intuyo y recrea a Dios a quien me figuro como un ser supremo que escucha mis oraciones . Tanto el arte como la religión, desde el punto de vista del contenido, constituyen legítimas expresiones de la totalidad de lo Real reflejado en sí mismo. Es desde la perspectiva de la Forma que ambos lenguajes muestran su uniteralidad, en tanto que la intuición y la representación conservan la diferencia abstracta entre conciencia e infinitud. [8]El pensamiento especulativo explica mejor lo que arte y la religión quieren decir por medio de imágenes, puesto que “las representaciones en general pueden ser consideradas como metáforas de los pensamientos y conceptos” .[9] Permanecer en el discurso de la representación, y por tanto en la mala infinitud, supone –para Hegel- que la conciencia creyente se resigne a la impotencia frente a la oposición. Tal es el resultado de la figura hegeliana de la conciencia infeliz [10], expresión conceptual del cristianismo medieval: allí la conciencia sufre porque sabe que la esencia absoluta está presente, pero al mismo tiempo le es inaccesible en la vida: sólo es posible la unificación con lo absoluto a través de la muerte, es decir, partir de la inmediatez natural que se cancela. Esto, como bien lo señaló después Marx, siguiendo a Hegel, es una forma patente de alineación, a la que no se sustrae el ideal trascendental de Kant. Al caer en cuenta que lo finito forma parte de lo infinito en su incesante devenir, la conciencia se percata de que es posible elevarse al conocimiento de la infinitud, que todo límite es tan sólo parte de un conjunto de las diferencias internas de la totalidad; es en ese sentido que no es posible que existan noúmenes. En efecto, Hegel sostiene que Kant se contradice al establecer un límite entre lo aprehensible por la conciencia y el en sí, porque al trazar el límite la conciencia tiene noticias de aquel territorio que le era inaccesible por definición: en una palabra, que trazar el límite es superarlo; es por ello que en la Fenomenología del espíritu Hegel sostendrá que las diferencias que establece la conciencia entre ella y el objeto son diferencias internas de la conciencia y que el “en sí” es siempre “en sí para nosotros”. De esto nos ocuparemos en nuestro segundo punto. El superar estos dualismos nos aleja del fantasma de la conciencia infeliz y nos acerca más a la consumación de la filosofía como saber efectivo acerca de lo absoluto “aquí no se trata de otra naturaleza, de la unidad sin presencia, de une reconciliación que está más allá y en el futuro, sino de aquí: aquí conoce el yo, el absoluto, conoce, comprende, no es otro sino inmediato, es este mismo” . No hay una esencia separada de su aparición fenoménica, es a través de los fenómenos que se manifiesta su esencia inmanente, no hay ser sin apariencia, la verdad se manifiesta en lo manifestado. Hegel sostiene que en esto consiste la ciencia de la verdad, aquélla que ha unido las oposiciones del entendimiento: la unidad de la esencia y la existencia, “esta identidad consciente de lo finito y lo infinito, la unificación de ambos mundos, del mundo sensible y el inteligible, del necesario y del libre en la conciencia es saber” [12] El saber, para que seas saber efectivo, debe ser producto del trabajo del hombre, de su propio pensamiento activo y no la simple consecuencia de la recepción pasiva de una verdad solamente revelada; debe ser objeto de un discurso explicativo en el que el hombre puede reconocer la verdad a partir de la argumentación racional, en virtud de la cual encuentre el contenido de la verdad “en concordancia con la certeza de sí mismo” [13]. Siguiendo la tradición ilustrada, debe ser un discurso cuyo mensaje sea para todos los hombres y no para beneficio de una élite de iniciados. La doctrina del verdadero infinito enseña que la verdad no puede ser ajen a ningún aspecto de la realidad, sino por el contrario, tiene que ser susceptible de ser descubierta en toda manifestación de la vida: en la naturaleza, en la historia y en toda forma de cultura. En este sentido la exposición de la verdad, de lo absoluto, no puede prescindir de ningún intento por reflejar la realidad; es por eso que en Hegel toda forma de religión, arte y filosofía se ha pronunciado de una manera peculiar, y desde su tiempo, sobre el absoluto, de tal manera que todos y cada uno han tocado en algún punto un aspecto de la verdad; así, “la concreta exposición de la verdad debe ser aquélla que contenga dentro de sí todos los esfuerzos que le precedieron” [14]. Hasta aquí hemos visto que el verdadero saber debe tomar en cuenta el argumento de la verdadera infinitud y ser expresado en un sistema de fundamentación universal que articule un lenguaje auto-reflexivo que evite las ingenuidades del discurso de la representación.No obstante, este discurso especulativo-fundacional debe comenzar desde algún lugar, debe tener un punto de partida y, a la vez, dado que su característica ha de ser la de tener la forma de la autorreflexividad, no puede postular nada, es decir, no puede presuponer nada como verdadero, no debe dejar nada sin fundamento y, sin embargo, el comienzo no puede tener fundamento puesto que de lo contrario no sería un comienzo: “El comienzo tiene que ser absoluto, o lo que significa lo mismo, un comienzo abstracto; no debe presuponer nada, no debe ser mediado por nada, ni tener un fundamento, siendo el fundamento de toda la ciencia” [15]. Aquí Hegel enfrenta un serio problema: el principio de la ciencia no debe tener fundamento –siendo él mismo fundamento- y no puede ser postulado sin más, a la manera de Fichte y Schelling, como si fuera un pistoletazo; tampoco puede declarar los principios de la realidad a partir de la enumeración de axiomas como Spinoza [16]. Peor aún, si el sistema de la ciencia ha de ser accesible a todos, no es posible que éste contenga afirmaciones que –como la unidad entre finito e infinito- resulten sorprendentes para el hombre común, instruido en los derroteros de la experiencia cotidiana, para quien la ciencia es el mundo cabeza abajo: “sea en sí misma lo que quiera, la ciencia se presenta en sus relaciones con la conciencia inmediata como lo inverso a ésta, o bien teniendo la autoconciencia en la certeza de sí misma el principio de su realidad, la ciencia, cuando dicho principio se halla fuera de ella, es la forma de la irrealidad” [17].Para la ciencia libre, el resignarse a ser considerada irreal por el sentido común es inadmisible, sobre todo si ella encuentra en éste una posición que –aunque ingenua- debe tener un lugar en el sistema de su exposición conceptual. Tampoco la filosofía puede empezar con una teoría del conocimiento, previa y eo ipso fuera de la ciencia misma, que investiga qué clase de método es verdadero o científico en desmedro de otras formas subjetivas o tradicionales de saber. Ello equivaldría a afirmar la necesidad de conocer con solidez última la anatomía y fisiología del aparato digestivo antes de comer y digerir los alimentos. Peor aún, el expreso divorcio entre la ciencia y la subjetividad se evidencia como una forma de alienación, en la que el producto humano se vuelve en contra del hombre que lo produjo sin reconocerse en él, afirmándose en sólo uno de los polos de la relación e ignorando el otro. Sobre la crítica hegeliana de la teoría del conocimiento nos ocuparemos luego, sólo añadiremos que –a los ojos de Hegel- los múltiples desgarramientos que han sido realizados por los modernos, desde Descartes hasta Kant, tiene el mérito de haber profundizado en la escisión, lo cual da lugar al estado de necesidad de la filosofía, que ha de lechar por reunificar los contrarios. Todas estas alternativas sobre cómo empezar la actividad filosófica –la postulación inmediata del principio, la afirmación de axiomas, la elaboración de una teoría del conocimiento- han sido evitadas por Hegel (y criticadas oportunamente) y, sin embargo, la confrontación con el sentido común hace necesario el encontrar una salida al problema de cómo ha de comenzar la ciencia. Y la salida no consiste en otra cosa que enfrentar a la conciencia, subsumiéndola, puesto que la ciencia ha de ser también una forma de conciencia. El saber es, fundamentalmente, resultado: resultado de la crítica de un conjunto de opiniones y de presuposiciones como en el caso de la mala infinitud. La ciencia es resultado de la crítica inmanente de la conciencia vulgar y la tradición filosófica, de tal forma que dichas posiciones encuentran un lugar sistemático en la unidad del saber. Por lo tanto el concepto concreto de ciencia debe suponer el examen sistemático de todas las concepciones acerca del saber y la verdad, en las que el absoluto de alguna manera ya se habría posado. La conciencia filosófica, depositaria del principio de la ciencia, habría de ser la forma de conciencia más vasta y verdadera, precisamente porque contiene –según su evolución y unidad negativa- todas y cada una de ellas. Así, la filosofía en y con la conciencia natural tendría que “demostrar, o más bien revelar, la necesidad de su modo peculiar de conocimiento” .[18] Estas relaciones son llevadas a cabo en la Fenomenología del espíritu en la que toda forma de conciencia acerca de lo absoluto encuentra su ubicación sistemática en virtud de la necesidad de la ciencia de encontrar su propio principio y fundamento: es por eso que, como señala Hegel “este camino a la ciencia sea ya él mismo ciencia y sea por ello, en cuanto a su contenido, la ciencia de la experiencia de la conciencia” [19]. Es de acuerdo a este examen radical de toda representación de lo absoluto que la ciencia encuentra en sí su principio: un principio que sea a su vez absoluto, que no sea inmediato, ni arbitrario, ni unilateral. Esto nos lleva e nuestro punto, en donde hemos de tematizar la estructura de la experiencia de la conciencia siguiendo el hilo de la introducción de la Fenomenología.

El movimiento de la conciencia

Hegel inicia el texto de la introducción planteando el problema de si resulta pertinente problematizar la posibilidad y naturaleza del conocimiento antes de intentar articular un discurso afirmativo acerca del absoluto, esto es, de la verdad. En efecto, parece ser una actitud sensata aquella –tan frecuente entre los filósofos de la modernidad- que proclama la necesidad de una reforma de la mente, que haga posible la consecución de un método seguro que garantice la validez absoluta del conocimiento: una vez depurada la mente de perjuicios y de los ídolos puede ésta emprender la tarea de ocuparse de la cosa misma. Así, la ciencia debe desembarazarse de toda presuposición para constituirse en un conocimiento cierto; pero he aquí que el conocimiento se manifiesta como un intermediario entre la mente y lo real que (aun entendido como un medium pasivo) altera la realidad. Alguien podría pensar que este inconveniente podría ser salvado si se logra separar del resultado aquello que el instrumento –el conocimiento- ha incorporado en nuestro acceso a la cosa, mas esta depuración equivaldría a regresar a la situación de ignorancia que nos aquejaba al principio. Y es que concebir el carácter anterior del método respecto de la verdad supone un contrasentido que muestra la forma del vicio lógico de la circularidad, a saber, que concibamos el método como anterior a –y eo ipso fuera de- la verdad y al mismo tiempo como verdadero. No hay conocimiento fuera de lo absoluto, sencillamente un absoluto con esas características no sería absoluto, sino un polo limitado, limitado allí donde ocupa su lugar el conocimiento (sería una expresión de la mala infinitud). El método para Hegel es consubstancial al absoluto, es la forma de su devenir, que surge una vez que atendemos al movimiento propio de la cosa misma; la actitud del epistemólogo, que Hegel llama temor al error, es víctima de su propio juego: defiende la dignidad de la ciencia en contra de toda presuposición sin tomar conciencia que ella misma encubre una presuposición que no tematiza, a saber, que la ciencia se halla separada de la opinión, lo cual supone un desgarramiento en la realidad que se pretendía reflejar. Es preciso pues, que la ciencia no prescinda de la opinión si es que ella quiere ser absoluta, sino que aquélla deba surgir del dinamismo propio de “esta consecuencia se desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero y solamente lo verdadero es absoluto” [20]. Estamos, siendo conscientes o no de ello, en el seno de lo absoluto. En esta perspectiva, el temor a error se ha convertido en temor a la verdad, siendo claro que la ciencia ha de resultar del sistema mismo de las opiniones; no basta pues que, en nombre de la ciencia, se desestime toda presuposición, dado que cada una de ellas, aun la más ingenua, forma ya parte del absoluto. El examen de toda presuposición acerca de la realidad “del saber tal y como se manifiesta” debe efectuarse sin tomar criterios externos a dichas opiniones, por ejemplo su origen, sólo su consistencia inmanente encierra su valor de verdad: cada posición debe ser examinada como un momento necesario en el acceso de la verdad o, mejor aún, en el autodevelamiento progresivo de la verdad en el que manifestación y resultado son inseparables. En este sentido, toda posición acerca de la realidad tiene un lugar en el seno de la ciencia en devenir que la Fenomenología quiere sacar a la luz: a lo largo de dicho examen, del examen de las sucesivas formas en las que se va configurando el saber, y en cada uno de sus estados de tránsito va constituyéndose un lenguaje especulativo, que corresponde a la necesidad del proceso, y que se enriquece al surgir de aquél los problemas. En este sentido el punto de vista de la lógica, del saber absoluto que es la meta de la Fenomenología, va secretamente acompañando el trayecto fenomenológico, en conformidad con la tesis griega que lo semejante sólo se conoce por lo semejante. Este es un punto de vista que sólo conoce el filósofo, el para nosotros que ha elaborado la Fenomenología y que ya conoce el resultado. Pero vayamos más despacio. Decíamos que el saber real surgía del movimiento de las opiniones como producto del examen de toda presuposición, examen que, dicho sea de paso, lograba que perdiese su carácter previo. La ciencia sólo aparece cuando el saber ha ensayado todas sus formas, evidenciándose como el devenir del proceso en el que la conciencia va experimentando sucesivas formas de desgarramiento, hasta conseguir erigir la unidad viviente entre sujeto y objeto. La Fenomenología del espíritu no consiste en otra cosa que en la exposición del drama de la conciencia en pos de la supresión de toda diferencia entre subjetividad y objetividad. Este camino largo y sinuoso no es ajeno a la experiencia de la muerte; antes bien, el motor del devenir es la experiencia de la limitación, y en este sentido, de la necesidad de superar el límite hacia un nuevo momento del saber, porque “saber su límite quiere decir saber sacrificarse” [21]. La conciencia natural debe, pues, afrontar su propia finitud si quiere elevarse a la infinitud del saber. Cada conciencia, portadora de una manera de ver la Realidad, debe, en su propio autoexamen, afrontar la pérdida de la verdad y, con ello, enfrentar su muerte, en la que su último acto es el reconocimiento de su no-verdad. Cada conciencia inicialmente identifica su posición como la única verdadera, pero, al ser llevada a sus últimas consecuencias, y siendo confrontada con el objeto, toma conciencia de su unilateralidad, prueba de que la meta, el saber absoluto, aún se halla lejos; pero he aquí que la experiencia de su propia finitud la empuja más allá de ella misma, hacia una nueva figura que toma en cuenta la experiencia llevada a cabo la anterior. Este es el camino de la desesperación, el duro camino de lo negativo que toda conciencia que pretenda poseer la verdad debe asumir, en tanto que es “la penetración consciente en la no-verdad del saber que se manifiesta para el cual lo más real de todo es en verdad el concepto no realizado” [22]. Es el escepticismo que la conciencia límite proyecta sobre su propio concepto y que reaparece al surgir una nueva figura, la desconfianza ante una opinión que, de forma inmediata, quiere identificarse con el absoluto. Es importante subrayar que la actitud escéptica que Hegel atribuye a la conciencia natural no puede ser identificada sin más con el escepticismo absoluto, aquél que reduce a la pura nada cualquier argumentación. Por el contrario, el escepticismo hegeliano se extiende también al escepticismo de la tradición filosófica, que constituye una figura más de la conciencia; la conciencia fenomenológica desespera de esta posición, postula un escepticismo que en su impulso negativo no puede sino engendrar el sistema. El escepticismo aplicado de esta manera no puede reducir a nada las representaciones de la conciencia, condenando al saber a convertirse una y otra vez en silencio. Antes bien, aquí la nada en la que desemboca la conciencia al experimentar su no-verdad es entendida como un resultado, resultado que está presenta en aquello de lo cual resulta: es una negación determinada que contiene una verdad y no una negación abstracta que sólo deja su lugar al silencio. Como dice Hegel, el producto de este movimiento negativo “es un nuevo concepto, pero un concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con la negación de dicho precedente, o sea con su contrario; pero contiene algo más que él y es la unidad de sí mismo y su contrario” [23]. Cada conciencia, al afrontar el trabajo de la negatividad, reconoce que ello constituía una perspectiva unilateral, incompleta, lo cual tenía por consecuencia el surgimiento de una nueva figura de la conciencia ahí donde había sucumbido la que le precedía, pero que a su vez recordaba la experiencia de la anterior y su muerte. De tal manera que la experiencia del no-saber contiene ya el saber. La experiencia de la conciencia no verdadera la evidencia como un ensayo fallido necesario en la cadena del concepto que se autodetermina en pos de acceder a un desarrollo omnilateral y completo, sin el concurso de ningún tipo de exterioridad. Uno podría preguntarse entonces si ese proceso es un cambio interminable, y, si tiene una meta, cuál sería ésta. El impulso que desata el dinamismo de la conciencia natural consiste en la conciencia de la diferencia entre el concepto que la conciencia tiene del objeto y el objeto mismo, inadecuación entre sujeto y objeto; diferencia cuya refutación es la actividad filosófica propiamente dicha. Así, la conciencia desgarrada no encontrará la quietud hasta que el desgarro deje su lugar a la unidad entre concepto y objeto. Es ahí donde el saber obtiene plena satisfacción, “la progresión hasta esta meta es por tanto incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior” [24]. El final del camino tiene lugar cuando la conciencia descubre el movimiento regular del concepto que ha descrito ella misma una y otra vez al encontrarse a sí misma en la alteridad: ello implica descubrir que las oposiciones y diferencias son diferencias internas que el concepto puede dilucidar en su devenir intrínseco: “este resultado –escribe Hegel- es la libertad autoconsciente (...) que, en vez de dejar a un lado y abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella” [25]. Es una reconciliación lograda por el pensamiento, por el trabajo de la razón ajeno a cualquier síntoma de inmediatez, a cualquier forma de entusiasmo místico que la conciencia desestima por su indeterminación y exterioridad. Sin embargo, aún quedando claro el movimiento que la Fenomenología inaugura, con el fin de liberar a la conciencia de sus falsas oposiciones y reflejar en la unidad de la vida la totalidad de las determinaciones del concepto, no queda tan claro dónde ha de comenzar el proceso y por lo mismo, el sistema de la ciencia; cabe recordar que no hemos llegado todavía al umbral de la lógica, al círculo de círculos en donde principio y fin coinciden y en donde, al investigar, podríamos decir con Parménides “no importa dónde empiece, que allí volveré de nuevo”. Aquí en la Fenomenología, si hablamos del método que sigue la conciencia, parece sensato pensar que es necesario partir de algún lado, asumiendo dicho punto de partida como una pauta. Esta pauta nos aseguraría la consecución de la verdad al confrontarla con el objeto. Pero hacer depender el examen de la pauta equivaldría a banalizar la ciencia misma, que justamente no puede asumirse como pauta sin convertirse en una pre-suposición non examinada, incurriendo en una petición de principio. Hegel confía en que este percance puede ser salvado si contemplamos más de cerca la forma como la conciencia se relaciona con la verdad. Así, si nos interesa la verdad del saber, nos preocupa lo que es el saber en sí, pero al mismo tiempo hacemos del saber nuestro objeto, éste consistiría en lo que es para nosotros. Caemos así en la cuenta de que la distinción y la relación entre saber y verdad recae en el seno de la conciencia, de modo que el en sí es siempre un en sí para nosotros, de tal forma que la comparación entre concepto y objeto resulta ser una comparación que la conciencia hace consigo misma: la verdad como adecuación se convierte en verdad como coherencia. En este sentido, es necesario abandonar la idea de encontrar una pauta y penetrar totalmente en el terreno del saber, esto es, de la conciencia, a fin de realizar el examen de toda concepción posible del absoluto. Y, ¿por dónde empezar? Por la más abstracta, esto es, la más indeterminada, la que inmediatamente defiende la conciencia vulgar; aquélla que sindica la certeza sensible como el criterio más claro de la verdad: allí empieza el proceso de autodespliegue de la especulación. De esta manera la fenomenología se manifiesta como la sucesión sistemática de las distintas formas en las que la conciencia ha considerado –en el tiempo- que se constituye el verdadero saber; si concepto y objeto no se corresponden, la conciencia se ve obligada a cambiar su saber a fin de ensayar otro paradigma, y, cuando el paradigma sucumbe, el objeto tampoco puede sostenerse en virtud de la interacción entre el saber y la cosa, de tal manera que cuando asistimos a la inversión de la conciencia, asistimos al mismo tiempo a la inversión de un mundo, como veremos. Este surgimiento y muerte progresivas, que la conciencia experimenta entre el concepto y el objeto, evidenciando como el movimiento de negación determinada, es lo que entiende Hegel por experiencia; esto es, la anulación del en sí, en el en sí para la conciencia. La experiencia consiste en que la conciencia reconozca que las determinaciones del en sí son determinaciones que ella misma establece al confrontarse con el objeto, lo que por otro lado no constituye otra cosa que la esencia del objeto y su propio devenir; devenir que es también el de la conciencia, dado que el nuevo objeto, producto de la experiencia, surge como producto de la investigación de la misma. No obstante, esta última consideración introduce en la exposición la noción del para nosotros al que nos referíamos al inicio. La conciencia que está inmersa en la experiencia y que toma conciencia de la no-verdad de su saber, debe sacrificarse y morir encontrando su verdad en la siguiente; esta conciencia muere realmente –y su objeto con ella- sin conocer el resultado final que se despliega, como señala Hegel, “a sus espaldas” desconociendo la legalidad del proceso. Pero existe también el para nosotros, el aprendiz de filósofo que acompaña el movimiento de la conciencia en sus sucesivas muertes, descubriendo paulatinamente el hilo del concepto mismo que guía el dinamismo de las figuras de la conciencia; es este para nosotros el testigo de la aparición del nuevo objeto, y, al mismo tiempo, de una nueva figura; podemos además afirmar la existencia de un segundo para nosotros, la conciencia filosófica que tiene en mente la “lógica”, que ya conoce el desenlace de la fenomenología y que discretamente nos adelanta, con relativa frecuencia, algunos resultados del recorrido, lo que evidencia que fenomenología y lógica se implican mutuamente en el seno de la ciencia misma. Una vez llegado al final se comprenderá que no hay otro verdadero saber que aquél que la conciencia puede hacer suyo en la vida y que reclama vida propia en el mundo. “Debe decirse (...) que nada es sabido que no esté en la experiencia (...) pues la experiencia consiste precisamente en que el contenido –que es el espíritu- sea en sí sustancia y, por tanto, objeto de la conciencia” [26].En este sentido, la experiencia del logos hegeliano es, strictu sensu, experiencia histórica. Esta evidencia se manifiesta al enfrentarnos al concepto de espíritu, que es entendido por Hegel como totalidad concreta que se hace mundo, como producto del obrar intersubjetivo de un sujeto colectivo: un yo es un nosotros y un nosotros es un yo. Las figuras de la conciencia no son sólo figuras categoriales, puramente epistemológicas, sino también figuras de un mundo, épocas de la vida del espíritu: “el movimiento consciente en hacer brotar la forma de su saber de sí es el trabajo que el espíritu lleva a cabo como historia real” [27]. El duro trabajo de la conciencia, un camino largo y penoso, es un camino que ha asistido al inicio y desmantelamiento de mundos enteros, en los que una forma de saber ha ensayado no sólo representaciones intelectuales sino también, y a partir de las mismas, instituciones políticas, desarrollando dentro de sí una filosofía de la historia inmanente: la experiencia de la conciencia se halla atravesada de motivos culturales tales como la tragedia griega o el arte egipcio, que deben ser entendidos como la expresión de la presencia de una racionalidad más alta, que supera todo desgarramiento y reincorpora en el concepto de sistema la noción de ciencia como cultura total, involucrada en la idea griega de episteme. Una idea que necesita atravesar todas las formas en las que se relaciona la conciencia con el objeto para lograr exponer la vida del concepto; exposición que, según Hegel, sólo llega en su momento, dado que historia sensible e historia inteligible responden a una única sucesión que es la expresión concreta de una necesidad absoluta. Como lo hemos afirmado varias veces, una vez que la conciencia ha logrado para el pensamiento la unidad entre apariencia y ser, entre sujeto y objeto, la fenomenología termina y se inicia la lógica, la ciencia libre que se entrega a la sola relación entre conceptos, en la vida transparente del pensamiento; como afirma Hegel “el sistema de la lógica es el reino de las sombras, el mundo de las simples esencias liberadas de todas sus concreciones sensibles (...) es la educación y la disciplina absolutas de la conciencia” [28]. Ciertamente, el sentido de esta liberación parece no quedar claro por lo que queremos dedicar nuestro tercer y último punto a profundizar en la relación entre experiencia y concepto a partir de figura de la fenomenología correspondiente al saber absoluto.

Historia concebida y reino de las sombras

Hasta aquí hemos puesto énfasis en la necesidad manifestada por Hegel de que la experiencia y ciencia absoluta no se opongan, y hemos expuesto la estructura del proceso de autocorrección de la conciencia. Es necesario para la conciencia el transitar por el camino de la desesperación, pagando el precio de las sucesivas muertes e inversiones tanto del sujeto como del objeto, a fin de que ella se percate de que la ciencia filosófica brota de las tensiones al interior de ella misma, mostrándose en su devenir necesario. Este camino de inversiones y de colisiones sucesivas es lo que ha de entenderse como experiencia –aquel movimiento en que el objeto, una vez que ha sido entendido como contrario a la conciencia- se le reconoce como uno con ella: “este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que llamará experiencia” [29]. Hemos visto también que este devenir es comprendido como necesario e inmanente a la razón desde su final, desde el “para nosotros”, es decir, desde la conciencia que ha llegado al saber absoluto y que afrontado satisfactoriamente el trabajo de lo negativo, de tal forma que considere la posibilidad efectiva de la autoconciencia de elevarse a la infinitud y eo ipso al inicio de la ciencia y su devenir total, en la que goza para ella de inteligibilidad absoluta. El camino de la conciencia –lo hemos señalado ya- es un camino concreto, histórico. Es en la sección “espíritu donde la conciencia se ha dado cuenta de que el camino que ha recorrido siempre ha tomado de historicidad; allí toma conciencia reflexiva de su pertenencia a una comunidad concreta y que el mundo –su mundo- es producto de su obrar: el mundo ya no se le opone, pues reconoce que ha sido construido intersubjetivamente como realidad ética. El espíritu es la razón que “se pone en paz con el mundo y con su propia realidad en la certeza de que toda realidad no es otra cosa que ella” [30]. Aquí no hay separación entre razón y mundo porque la razón es razón histórico-social. Así, el espíritu universal se manifiesta de una manera peculiar a cada comunidad ética; el mundo creado por ella es construido en conformidad con la representación del todo elaborada por la colectividad: “la particularidad del espíritu del pueblo consiste en el modo y manera de la conciencia que tiene el pueblo del espíritu” . Dicha representación (y dicho mundo) debe asumir el camino de la desesperación. Este movimiento se halla expuesto con más precisión, desde el punto de vista de la historia, en las Lecciones sobre filosofía de la historia universal. Las formas de articulación de discursos omniabarcantes (arte, religión, filosofía) pertenecen a la historia de los modos de expresión del espíritu absoluto. En la filosofía, el pensamiento del espíritu tiene su forma definitiva: como afirma Hegel, la filosofía es “el culto perpetuo de la divinidad bajo la forma de la verdad” [32]. Una vez expuestas las figuras del espíritu religioso (religión de la naturaleza, religión del arte y religión cristiana), la fenomenología llega a su culminación, al final de su camino: es el saber absoluto, en donde la conciencia se ha relacionado con el objeto de todos los modos posibles de su manifestación, manifestación que se ha unificado (negativamente) con la conciencia. Así, la relación de la conciencia con el objeto se ha evidenciado a la vez como inmediata y mediata, mediación posibilitada por el movimiento de la reflexión que hacía brotar un nuevo objeto y obligaba a la conciencia a modificar su saber. De acuerdo con Hegel, el saber absoluto expresa la unidad de esencia y existencia, así como el contenido especulativo de la trinidad cristiana a través del concepto, en donde la totalidad de la actividad reunificadora del espíritu aparece manifestada con arreglo al pensamiento: allí la universalidad se conserva en la particularidad y la singularidad: es la realidad que se eleva al pensamiento y retornando a sí a través del pensar, “el espíritu que se manifiesta en este elemento a la conciencia, o lo que es lo mismo, que es aquí producido en ella, es la ciencia” [33]. El sujeto que ha descubierto el logos presente en todo camino de la experiencia no es un sujeto lógico- trascendental, abstracto, es un sujeto concreto individual y también un sujeto colectivo: “él mes yo, es este y ningún otro yo y es así mismo, el yo inmediatamente mediado, o el yo universal superado” [34]. Es una conciencia y contiene dentro de sí la escisión del contenido, pero se entiende como superándose a sí mismo en el saber, vale decir, al interior del espíritu. El espíritu en cuanto tal (el sujeto-objeto) se refleja a sí mismo, se autoconoce como mandaba la inscripción del templo de Apolo en Delfos: para conocerse ha tenido que hacerse objeto, duplicarse, hacerse tiempo –el tiempo es la intuición de la sucesión necesaria del espíritu en todos sus momentos y en su hacerse mundo. El exteriorizarse del espíritu convirtiéndose en mundanidad concreta, es paso necesario para que éste pueda percatarse de que lo que creía separado de él es tan sólo una emanación de sí mismo; “el tiempo es el concepto que es allí y se presenta a la conciencia como intuición vacía; de ahí que el espíritu se manifiesta necesariamente en el tiempo y se manifiesta en el tiempo mientras no capta su concepoto más puro, es decir, mientras no ha acabado con el tiempo” [35]. Así, en la historia, el movimiento del espíritu ha sido concebido como destino (moira) o como providencia, concepciones que permanecen en su ingenuidad hasta que la autoconciencia descubra que ella misma y la historia son formas de revelación de la interioridad del espíritu, y por tanto, vida concreta. Una vez que razón y mundo se conciben como uno en el espíritu en su diferenciarse y recuperarse, el espíritu se completa. Hegel sostiene que sin mundo, Dios no es Dios; y, sin exteriorización, el concepto no es vida, puesto que su vida consiste en su permanente inquietud. Y, sin historia, no hay consumación de la autoreflexión y, por lo mismo, autoconocimiento del espíritu; sólo porque el logos se manifiesta como historia es posible saber que existe un logos absoluto y unitario que dirige la vida de la realidad y, por esto mismo, que el curso de los hechos en general no es algo caótico ni casual, sino un devenir pleno de racionalidad efectiva; este descubrimiento señala que ya ha llegado el momento de que el espíritu retorne a su unidad originaria. Unidad entre sustancia y sujeto, unidad entre pensamiento y tiempo, que ya no teme a su enajenación. Esta es la verdad con la que Hegel cree proclamar el “pentecostés especulativo” que declara la asunción de una nueva comunidad hermanada en la verdad y por tanto en la libertad. Es el momento del concepto y de la filosofía pura, que presupone la cancelación de todas las oposiciones en el saber absoluto “si en la Fenomenología del espíritu cada momento es la diferencia entre el saber y la verdad, y el movimiento en que esa diferencia se supera, la ciencia, por el contrario no entraña esta diferencia y su superación, sino que –por cuanto el momento tiene forma del concepto- conjuga en unidad inmediata la forma objetiva de la verdad y la del sí mismo que sabe” [37]. El espíritu llegado aquí se desencarna, abandona su ser desde la experiencia, desde la vida concreta y se entrega al movimiento puro de las esencialidades del concepto y del espíritu que es llamado "dialéctico"; el espíritu –cuando aún permanece en el plano de la historicidad- completa este devenir inmanente del concepto visto por el lado de su realidad, a diferencia de la lógica: “el espíritu que es allí no es más rico que ella, pero no es tampoco, en su contenido, más pobre” [37]. El devenir puro a la conciencia –a la historia- es el movimiento que manifiesta la necesidad de su revelación exterior y de reconciliarse consigo. Es este un proceso lento y dramático; el recorrido de toda la historia de las figuras del espíritu en las que el espíritu total y eterno está presente, “el reino de los espíritus que de este modo se forma en el ser, allí constituye una sucesión en el que uno ocupa el lugar del otro y cada uno de ellos asume del que le precede el reino del mundo” [38]. En este camino de reconciliación se da a conocer a la conciencia filosófica los fondos de inteligibilidad que tejen celosamente la organización de la realidad y que, en su determinación categorial, es el concepto absoluto que deja de lado la perspectiva de su corporeidad al acceder a la ciencia. Sin embargo, ¿qué sentido tiene esta liberación de la experiencia –momento esencial del acceso al saber? En la Ciencia de la lógica encontramos múltiples evidencias de la pretensión de Hegel de penetrar en el reino de los conceptos puros, prescindiendo de las determinaciones propias de la conciencia concreta. La lógica en este sentido es “el pensamiento de Dios antes de la creación del universo”, la ciencia libre, meta de la fenomenología sin la cual ésta no tendría sentido alguno: pues es la lógica la que guía el itinerario de la experiencia de la conciencia, como ya hemos señalado. En este sentido el final coincide con el comienzo, siendo éste el punto de vista de la idealidad pura, el concepto científico y el principio de la ciencia. El movimiento de la conciencia supone, en tanto tal, una forma de exterioridad, la del objeto, exterioridad que ella misma debe superar; la ciencia pura, en cambio, sabe que el terreno de su actuar es siempre la propia inmanencia radical del pensamiento, “la liberación de la conciencia con respecto a la oposición, liberación que la ciencia debe poder presuponer elevar las determinaciones del pensamiento por encima de estos puntos de vista temerosos e incompletos y exige su examen tal y como son en sí y por sí, sin semejante limitación y miramientos, esto es, como lógico y racional puro” [39]. ¿Cómo debe entenderse entonces la metáfora hegeliana de la lógica como el “reino de las sombras”? Si examinamos con detenimiento lo que es una sombra, una sombra es tan sólo real si existe aquello que la proyecta, es decir un cuerpo real. Esto podría llevarnos a pensar que la lógica sólo tiene sentido a partir del movimiento real de la conciencia, esto es, de la fenomenología; esta afirmación tiene una relevancia parcial, puesto que el movimiento dialéctico que describe la realidad efectiva nos remite a una racionalidad que no se agota en lo real sino que lo guía y lo precede. Sin lógica no habría fenomenología, así como sin fenomenología no podría descubrirse la lógica inmanente de su proceso. Pero la expresión “reino de las sombras” puede encontrar un segundo sentido que complementa y enriquece al primero: podemos identificar el reino de las sombras con el reino del Hades griego, en donde los espíritus de los muertos, sombras sin vida que, estando presentes como imágenes oscuras, pero determinadas, recuerdan la riqueza de su vida pasada y extrañan su interioridad concreta. Ellos son –como los conceptos puros de la lógica hegeliana- esencialidades sin vida de lo que alguna vez fue real (y, en caso del concepto, lo que alguna vez lo será). Esta idea puede extenderse a la caracterización de la filosofía en general efectuada por Hegel: la filosofía sólo llega para conocer efectivamente la realidad cuando una figura de la vida ha llegado a su fin, es decir, cuando ha ensayado todas sus determinaciones internas. La filosofía es, en cierta manera, una actividad póstuma, como lo expresa la metáfora del búho de Minerva: “lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige en ese mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino intelectual” [40]. Según esta perspectiva, el concepto puro describiría el movimiento de la idealidad absoluta previa y posterior a su exteriorización y que, sin embargo, se acompaña a sí misma en su exterioridad y en su autoconstitución. Es por esto que la fenomenología, en su momento culminante es entendía ya en el estadío final de su ascenso hacia el umbral de la ciencia como el calvario del espíritu absoluto, vale decir, como atravesando los últimos momentos de la vida del espíritu previos a su muerte y su resurrección (y al día de pentecostés). Y, ciertamente, su muerte es una muerte dialéctica y por lo tanto relativa, como relativa es la finitud. La vida es siempre imperecedera; la contemplación de la lógica deja de lado la perspectiva de la conciencia, pero este dejar de lado es una suerte de relativo “poner entre paréntesis” el movimiento de la vida completa, a fin de acceder al fundamento inmanente del espíritu, en tanto que fundamento anterior a la exterioridad temporal, pero que es, a la vez, en el tiempo. De acuerdo con Hegel, una es la idea en tanto unidad entre ser y existencia; la vida de la infinitud es, a la vez, esencial y real, racional y empírica. Sin el aspecto de la historia concebida (la unión del saber fenomenológico y la historia) el espíritu absoluto sería, dice Hegel “la soledad sin vida, solamente del cáliz de este reino de los espíritus rebosa para él infinitud” [41], como rezan las últimas palabras de la Fenomenología. La introducción deliberada con ciertas modificaciones del poema “La amistad” de Schiller evidencia la necesidad de que esta verdad tuviera su correlato político en una nueva comunidad de seres pensantes libres. De esta manera, siguiendo a Hegel, en el final del recorrido de la fenomenología hemos accedido al principio de la filosofía, principio que –en virtud de la prueba de la experiencia de conciencia y la fuerza de su camino- ha sobrepasado la apariencia de arbitrariedad, unilateralidad y mera inmediatez; es el principio de la unidad del espíritu en su contraposición, de la unidad de finito y de infinito, del saber humano y de saber divino; en tanto se habría tomado conciencia de que este principio de unificación dialéctica se halla presente en toda manifestación espiritual “así, el comienzo de la filosofía es el fundamento presente y perdurable en todos los desarrollos sucesivos: lo que permanece inmanente de modo absoluto en sus determinaciones ulteriores”[ ]. De este modo ha sido demostrado –según Hegel- que el concepto de ciencia ha brotado desde las mismas contradicciones del mundo de la conciencia estando presente, de forma todavía incompleta, en todas las figuras de la conciencia, haciéndose explícita en la última figura, el saber absoluto. Este es el sentido del dinamismo de la historia que “nos revela (...) el devenir de cosas extrañas a nosotros, sino nuestro propio devenir, el devenir de nuestra propia ciencia” .[43] La conciencia, según nuestro autor, ha penetrado por fin en el fondo mismo de la idea absoluta, al lugar del sentido y la génesis de toda verdad; el principio de la filosofía, el fundamento de toda vida que ha revelado a sí mismo la riqueza de su interior y de toda su sustancia. Aquí la verdad ya no “ama ocultarse” sino por el contrario ama develarse a la conciencia en cuanto ella ha decidido abandonarse al curso de la cosa misma: abandono en el que radica el secreto hegeliano del progreso dialéctico (así como la desmesura de sus pretensiones). En virtud de este movimiento conceptual, la conciencia penetra y avanza en el círculo de círculos que es el espíritu absoluto: como afirma Hegel, llegado este punto “el avanzar es un retroceder al fundamento, a lo originario y verdadero del cual depende el principio con el que se comenzó y por el que en realidad es producido” [44].

Profesor Gonzalo Gamio Gehri

Pontificia Universidad Católica del Perú

Universidad Antonio Ruiz de Montoya



[1] Novalis, Himnos a la noche -Enrique de Ofterdingen. Bogotá: Oveja negra, 1984; pp.38-39.

[2] De ahora en adelante, nos referiremos a las obras de Hegel citadas a través de las siguientes siglas:

FE Fenomenología del espíritu. México: FCE, 1986.

D Diferencia entre el sistema filosófico de Fichte y del de Schelling. Madrid: Alianza Universidad, 1989.

CL Ciencia de la lógica. Buenos Aires: Hachette, 1958. Dos tomos.

EJ Escritos de juventud. México: FCE, 1986.

LFR Lecciones sobre filosofía de la religión. Madrid: Alianza Universidad, 1984.

LHF Lecciones sobre la historia de la filosofía. México: FCE, 1985 (3 tomos):

LE Estética. Madrid: Alta Fulla, 1988.

ECF Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid: Alianza Universidad 1995.

PFD Principios de la filosofía del derecho. Madrid: EDHASA, 1986. FRJ Filosofía real. México: FCE, 1984.

LFH Lecciones sobre filosofía de la historia universal. Madrid: Alianza Universidad, 1989.

[5]LFR, t. I, p. 186.

[6]Ibid., p. 194.

[7] FE, p. 100.

[8] Cf. LFR, pp. 213-215.

[9]ECF, par. 3, p.13.

[10] Cf. FE, la última parte de la sección “autoconciencia”

[11] FRJ, p. 233.

[12] D, pp. 18-19.

[13] ECF, §7, pp. 16-17.

[14] FE, p.461.

[15] CL,

[16] D, p. 26.

[17] FE, p. 20.

[18] ECF, p. 14.

[19] FE, p. 60.

[20] FE, p. 52.

[21] Ibid., p. 472.

[22] Ibid., p. 54.

[23] CL, t. I, p. 71.

[24] FE, p. 55.

[25] Ibid., p. 17.

[26] Ibid., p. 468.

[27] Ibid., p. 469.

[28] CL, t. I; p. 76.

[29] FE. p. 58.

[30] FE, p. 143.

[31] LFH, p. 66.

[32] LE, t. I; p. 67.

[33] FE, p. 467.

[34] FE, p. 472.

[35] FE, p. 468.

[36] Ibid., p. 471.

[37] FE, p. 472.

[38]FE, p. 473.

[39]CF, t. I; p. 67.

[40] PFD, p. 54.

[41 ]FE, p. 473.

[42] CL, t. I; p. 93.

[43] LHF, t. I; p. 10.