Divorcio y violencia conyugal en el Arzobispado de Lima (1800-1805)
De Enciclopedia Católica
Contenido
- 1 El pesado yugo del santo matrimonio
- 2 Notas sobre la violencia entre cónyuges. El primer lustro del XIX
- 3 Algunas consideraciones sobre las fuentes
- 4 “Ya el se resolvio á ponerme las manos”. Sevicia femenina y divorcio eclesiástico.
- 5 “Y yo como qe. soy un hombre debo sujetarla”. La reacción masculina
El pesado yugo del santo matrimonio
Es un tópico común hoy en día el afirmar que la familia está en crisis. Desde diversos ángulos, la opinión pública y, en específico, la intelectualidad cargan sus baterías y arremeten contra la llamada “célula básica de la sociedad” cuestionando su naturaleza así como sus roles y funciones tanto corporativos como individuales. Reconocida como institución encargada de socializar a los nuevos componentes de la sociedad y como agente transmisor de valores, normas y pautas comportamiento, la familia está en la picota, en el ojo de la tormenta. Un conjunto de temas que son hoy objeto de debate y preocupación: el aborto, la anticoncepción, la privacidad y su relación con lo público y ciertamente la violencia paterno-filial y conyugal y su influencia en el medio social, entre otros, no son problemas que únicamente se desprenden de una estructura global que aunque lentamente se “mueve”. La sociedad reconoce que la familia tiene una gran cuota de responsabilidad en el deterioro de diversos hábitos que antes hacían posible -esa era la impresión o apariencia- una vida más armónica y, por ende, menos conflictiva.
En efecto, es probable que en la actualidad, como lo manifiestan Cavieres y Salinas, la familia, como consecuencia del impacto del desarrollo tecnológico y científico que acompaña a la modernidad -post-modernidad dirán algunos- y de la pérdida gradual de la privacidad que, entre otros factores, permitía ocultar situaciones conflictivas al interior de la institución, haya evidenciado “una mayor proclividad al padecimiento de disfunciones de distinta naturaleza” [1], ocasionando con ello el cuestionamiento y la crítica.
Una apreciación de esta naturaleza obliga, sin embargo, a preguntarse por otras coyunturas, no sólo la presente, pues si la familia debe ser considerada como un producto histórico sujeta a cambios de índole y temporalidad diversas, entonces ésta debe mostrar, más allá de las regularidades que la sostienen, características adecuadas al tipo de sociedad en la que se inserta. Con ello no queremos afirmar, incurriendo en un fácil determinismo, que la familia sea únicamente un producto derivado de una particular estructura social. Creemos que ella influye igualmente en los múltiples componentes de la sociedad en la que se desarrolla. Es más, pensamos que la familia, pese a los influjos que recibe de su entorno, es capaz de trascender, como de hecho ha ocurrido, a los diferentes niveles estructurales (económicos, sociales, etc.) que acompañan su devenir, sin que por ello tengamos que verla como una entidad inmutable. Diríamos, más bien, que estamos ante una institución poco permeable, resistente a los cambios pero que, como producto histórico, al fin y al cabo, se “mueve”, expresando el desenvolvimiento de la sociedad en la que se reproduce.
Un tema más o menos recurrente en la reflexión historiográfica contemporánea es el referente a la relación entre pasado y presente. Como parte de dicha reflexión tiende a afirmarse que el historiador se acerca al pasado a través del cristal del presente, le “pregunta” al pretérito desde las preocupaciones del presente. En tal sentido, si en la actualidad se asume que la familia está en crisis, imputándosele parcial o totalmente responsabilidad en un conjunto de problemas como los arriba mencionados, no debe de extrañar que las ciencias sociales en general, incluyendo las vertientes dedicadas a los estudios de género, y la investigación historiográfica en particular, hayan prestado su atención a la temática de la familia y áreas conexas.
Me propongo en las páginas que siguen aproximarme a una de las líneas de análisis y reflexión que en los últimos años ha desarrollado la denominada Historia de la Familia para Latinoamérica: la violencia conyugal2. [2]Partiendo del convencimiento de que la violencia es un ingrediente más o menos recurrente en algunas de las relaciones matrimoniales contemporáneas, pretendo demostrar que ella no es un producto exclusivamente característico de la época en que vivimos, sino que, más bien, tiene una trayectoria histórica cuyo eje conductor ha sido, y en cierta medida lo sigue siendo, lo que algunos autores han llamado ideología del Patriarcado3 [3] la cual, por cierto, trasciende y ha trascendido los límites de los hogares legalmente constituidos. En otras palabras, la violencia en la pareja ha estado y está presente tanto en las uniones legales (matrimonio) como en las consensuales no legalizadas entre las que no es posible soslayar el concubinato4.[4]
Con el propósito de alcanzar estos objetivos me concentraré en el examen de la naturaleza y el carácter de la violencia en las parejas que forman hogares legalmente constituidos y que inician, generalmente por demanda de la esposa, juicios de separación de cuerpos mediante lo que algunos autores, parafraseando el lenguaje jurídico y teológico post-tridentino colonial, han denominado el “divorcio eclesiástico”5.[5] El espacio temporal objeto de análisis es el período comprendido entre los años de 1800 a 1805. El marco espacial es la jurisdicción del Arzobispado de Lima que abarcaba la ciudad, valles aledaños y gran parte de la costa y sierra centrales, cuyos repositorios, en la sección “divorcios”, dan cuenta de múltiples casos de violencia interconyugal, particularmente en la capital, que pretenden ser materia de nuestro estudio6.[6]
En una primera instancia buscaré inquirir en el carácter de algunas de las relaciones conyugales limeñas -las que expresan sus pesares pero también sus anhelos a través de los juicios de divorcio- partiendo de la premisa que éstas se desarrollan en el marco de una sociedad de carácter patriarcal que estipula roles definidos para cada uno de los cónyuges. Con ello no pretendo afirmar que los vínculos maritales hayan mantenido, como es obvio, una condición inmutable a lo largo de la época colonial pues, como lo recuerda Sonya Lipsett-Rivera para el caso de México, la comprensión del significado de patria potestad en un lugar y tiempo determinados es fundamental antes de abordar cualquier acercamiento histórico a la violencia entre hombres y mujeres7 [7]; [7]o que, más allá de la regularidades y persistencias que presentan dichos vínculos, éstos estén signados necesariamente por la violencia. En tal sentido, es necesario recordar una vez más que el análisis sobre el que se desenvolverá el presente trabajo estará basado en expedientes de divorcio, los que por su naturaleza sólo indagan, a partir de la “normalidad”, sobre lo que es anómalo. Sin embargo, a contrapelo de lo afirmado, tampoco puede soslayarse que la noción de Patriarcado se extendía más allá de las ceremonias legales del matrimonio, que las relaciones de concubinato eran una realidad frecuente en Latinoamérica8 [8]y que los conflictos de pareja tanto en los matrimonios como en las uniones informales no siempre eran denunciados o en su defecto, si eran objeto de demanda, ésta no tenía como fin necesariamente la separación.
Asumido el hecho que la ideología patriarcal moldeaba los vínculos conyugales, explicando en buena medida la violencia al interior de la relación de pareja, intentaré mostrar adicionalmente como ésta se inserta dentro de un contexto de crecimiento de la conflictividad marital que obedece en gran parte tanto a la crisis del orden colonial como al influjo de las propuestas ilustradas que la monarquía española pretendió implantar en América.
Utilizando documentación judicial eclesiástica relativa a divorcios, me propongo en un segundo momento examinar la violencia conyugal, intentando mostrar como ésta se constituye en factor principal de separación temporal o definitiva, pero también en consecuencia o efecto de motivos más profundos como pudieran ser la ebriedad o el adulterio, observándose igualmente cómo en otras causales de divorcio, la violencia subyace o acompaña a la causal presentada.
En la medida que la mayor parte de expedientes de divorcio son promovidos por mujeres, se intentará mostrar, finalmente, las reacciones de defensa masculinas ante las demandas interpuestas por las esposas, reacciones que entendemos se nutren de la ideología del patriarcado que supone, entre otras cosas, que el marido tiene el derecho de “corregir” a la esposa, incluso utilizando la violencia. Asimismo, se evaluarán un par de expedientes en donde la parte demandante es el marido con el fin de conocer los motivos que obligaron a éste a denunciar a su esposa, apreciándose que la violencia entre esposos podía también tener como víctima al varón.
Notas sobre la violencia entre cónyuges. El primer lustro del XIX
Es un tópico conocido en la historiografía peruana y peruanista sobre la sociedad colonial el calificar a ésta, tanto por sus criterios de ordenamiento racial como por sus condicionamientos legales y socio-económicos, de conflictiva y llena de tensiones. En los últimos años del siglo XVIII y en los iniciales del XIX estas características terminarán ahondándose como consecuencia de un conjunto de factores que, entre otros, expresaron concomitantemente la crisis del orden colonial: crecimiento y diversificación demográfica, impacto de las reformas borbónicas, reanudación de los movimientos sociales tanto rurales como urbanos, incremento del bandolerismo en el campo y de la violencia delincuencial citadina. El área del Arzobispado de Lima no será inmune a esta situación y al compás de la agricultura de exportación y el poder del Consulado se recompone la aristocracia limeña en oposición a una plebe disgregada, fraccionada y mayoritaria compuesta principalmente de gente de castas que empezaba a sentir también los efectos de la crisis del sistema colonial9. [9] En efecto, la Ciudad de los Reyes que por entonces bordeaba los 50,000 habitantes, de los cuales por lo menos el 25% eran esclavos, mostraba -al menos si nos atenemos a lo sostenido por Carlos Aguirre- dificultades para incorporar al reducido mercado laboral a la creciente masa plebeya incrementada tanto por las migraciones rurales como por la ola de manumisiones y el cimarronaje. Si a ella sumamos la significativa presencia de los esclavos en el servicio doméstico (aunque su número estaba disminuyendo por el crecimiento progresivo de la servidumbre doméstica de origen serrano), el artesanado en crisis y el trabajo a jornal en aumento, comprenderemos los grandes obstáculos, y consecuentemente las tensiones, que tuvo esta enorme “multitud” tanto para acceder a un empleo formal como para competir en el ámbito de los oficios “informales” que por entonces tendían ya ha hacerse masivos10. [10]En el marco de una sociedad cambiante signada por una mayor aunque siempre limitada movilidad social, una cierta comunicación interracial, pero también, y más evidentemente, por la desigualdad, el racismo y las tensiones, la violencia “terminó siendo un componente de la vida cotidiana y de la “normalidad”11 [11]que afectó indudablemente la privacidad, la intimidad. En otras palabras, la violencia social que podía palparse casi diariamente en la vida limeña, en las calles, las pulperías, las chinganas, las plazuelas y mercados, en fin, en los diferentes espacios públicos que eran asimismo lugares de comunicación, ingresaba también al hogar, especialmente a aquellos que contaban con escasos recursos, para reproducirse, expresarse conciente y/o inconscientemente, y retornar luego a los ámbitos públicos. La violencia de un lado alimentando a la del otro lado y viceversa12. [12]
Un factor adicional, escasamente considerado en el estudio de las relaciones de pareja tanto formales como informales, y que puede dar nuevas luces acerca de la conflictividad marital y sus expresiones de violencia en la época que aborda nuestro estudio, especialmente para los casos de divorcio, ha sido el de la promulgación de la Pragmática Sanción de Carlos III. Concebida y puesta en práctica para España en 1776, se extendió para las colonias americanas en 1778 como parte del programa de reforma imperial. Partiendo de la presunción de que era posible cambiar las prácticas sexuales a través de mecanismos legales, la Pragmática intentó reglamentar el matrimonio, estableciendo la necesidad del consejo y consentimiento paterno en cuanto a los desposorios y el matrimonio a los hijos menores de 25 años13. [13] La ley establecía además que los individuos mayores de 25 años no requerían obtener el consentimiento aunque debían solicitarlo, previéndose penas -básicamente sanciones económicas- para los transgresores de la norma. Paloma Fernández ha recordado al respecto que la Iglesia Católica en España sólo empezó a cambiar su discurso protector de la doctrina del libre consentimiento hacia otro que enfatizaba la necesidad del consentimiento paterno, en la segunda mitad del siglo XVIII, y que ninguna disposición civil de la Edad Moderna recordó el control paterno sobre el matrimonio hasta la dación de la Real Pragmática de 177614. [14]De esta manera, los ministros de Carlos III, y posteriormente los de Carlos IV, terminaron introduciendo “las semillas legales que progresivamente destruirían no sólo la tradicional jurisdicción eclesiástica en temas matrimoniales sino también los derechos de defensa de los individuos (especialmente, las mujeres) contra el despotismo del cabeza de familia. Los últimos Borbones, y los gobiernos del siglo XIX, entronizarían lentamente al cabeza de familia varón como jefe indisputado de las células de la sociedad”15 . [15]
Si bien la Iglesia, de acuerdo a la legislación tridentina y conciliar fue capaz de apoyar el libre albedrío durante el XVII, para el siglo siguiente dicho poder, al menos para el caso de México, empezó a menguar significativamente hasta verse limitado con la ejecución de la Pragmática Real. Por otro lado, el hecho que la Iglesia apoyara el libre albedrío no significaba que se negara el derecho de los padres y la familia a opinar en el matrimonio de sus miembros, mucho más cuando la encíclica papal de 1741 inclinábase a una mayor intervención paterna en el matrimonio de los hijos. Así lo reconocía también la sociedad que a través de la literatura sobre consejos y educación, sugería la conservación de las clases sociales y el orden social vía el matrimonio entre iguales16. La Pragmática Real, como lo señala Lavrín, “fue la expresión del patriarcado sociopolítico de la corona española. Su objetivo era reafirmar el deseo de igualdad, o por lo menos de proporción, en la elección de cónyuge y en el proceso de integración familiar”17. [17]
Puesta en acción la Pragmática bien pudo ésta dotar de argumentos más sólidos y convincentes a los querellantes que buscaban exponer sus puntos de vista. Por otra parte, como lo sugiere Ward Stavig, es posible que en el otro lado, el de los tribunales eclesiásticos, encontremos una mayor receptividad y atención a los dramas planteados en el juzgado18. [18] Esto es, al menos, lo que se desprende del caso neogranadino estudiado por Pablo Rodríguez quien, en base a la compulsa de los procesos criminales de Antioquia, sostiene que la agresión a las esposas era un hecho antiguo que vino a ser transformado por “la persuasión y la prédica emprendida por los abogados “ilustrados” con los esposos enjuiciados”. Según Rodríguez, la noción de autoridad comenzó a cambiar cuando un conjunto de juristas y autoridades borbónicas se empeñaron en suavizar las relaciones interpersonales y en mostrar a la esposa como compañera. Concluían que el castigo desmedido a las esposas era “uno de los factores que mayor quebranto producían en el orden familiar”, acotando que “los golpes y los maltratos eran una ofensa a la dignidad del sacramento y un escándalo para la sociedad”19.[19] Asimismo, es de suponer que los aludidos cambios finiseculares que sufría la sociedad peruana, y particularmente la limeña, hayan hecho mella en la mentalidad femenina de modo tal que las mujeres sentiríanse más predispuestas a interponer demandas de divorcio si es que querían alterar su relación matrimonial, ya sea para separarse o para reconstituir el vínculo.
Sea como fuere, es indudable que si los vínculos conyugales presentaban una naturaleza conflictiva, ello no obedecía únicamente al carácter de una sociedad especialmente violenta y afectada por una particular coyuntura, sino también al hecho de que las relaciones matrimoniales, como expresión de un acendrado patriarcado, otorgaban al esposo un rol dominante que le permitía como varón ejercer poder y autoridad para reafirmar su hombría20[20. [20]En efecto, en el matrimonio la relación entre esposos no era de iguales sino jerárquica. Los maridos tenían autoridad para controlar a sus cónyuges e hijos, y si bien era normalmente aceptado que en la pareja debía haber un trato afectuoso y pacífico, aunque no en un plano de igualdad, el rol subordinado de la mujer era aceptado por ambas partes21. [21] En México, la patria potestad, de acuerdo a los tratados legales y a la propia codificación novohispana, otorgaba ciertos derechos de autoridad a los varones en la relación con sus esposas: negaba a éstas, por ejemplo, el derecho a administrar sus propiedades, escoger su lugar de residencia o poder adoptar alguna responsabilidad propia dentro de su vida. La mujer empezaba su subordinación desde niña. La sujeción al padre continuaba y era transferida al marido a la llegada del matrimonio, debiendo éste esperar una obediencia absoluta por parte de su mujer mientras brindaba su apoyo y protección22. [22] Bajo estas circunstancias no resultaba extraño que el marido agrediera física y/o verbalmente a la esposa pues, pese a que la ley no autorizaba explícitamente a los hombres el aporrear a sus mujeres, la sociedad consideraba aceptable que ello ocurriera siempre que lo hiciese con “suavidad” y eventualmente. El maltrato reiterado y excesivo era mal visto y se consideraba un abuso23. Eso explica, entre otras razones, porque el maltrato aparece como la causal más frecuentemente mencionada en las demandas de divorcio y también por que las mujeres son las que más denuncian apelando a este motivo.
La ideología patriarcal, sin embargo, no otorgaba autoridad absoluta al marido dentro del matrimonio. Visto éste como un contrato y por otros como un nexo moral, suponía derechos y obligaciones para ambos cónyuges en una relación de equilibrio y reciprocidad que al romperse por desavenencias de cualquier índole alteraba el “orden natural” de las cosas. Dentro de este orden el marido, usual transgresor de este equilibrio, tenía una serie de responsabilidades que de manera resumida podrían sintetizarse así: 1. Obligación de sostener materialmente a la familia; el descuido o abandono de ello era moral y legalmente inaceptable; 2. Respeto a la mujer, tanto en su condición de persona como de esposa; en este contexto, el marido tenía el derecho de “corregir” a su mujer aunque la utilización de la violencia física, mucho más si era continua y reiterada, lo convertía en dirigente injusto; 3. Observar una adecuada conducta sexual en las relaciones maritales; lo contrario constituía una falta a la justicia y a la confianza; 4. Fidelidad a la esposa, hecho que no siempre en la práctica era respetado; la infidelidad continua y pública, sin embargo, era inaceptable 24. [24]
Vistas las cosas así, las desavenencias conyugales de proporciones significativas y que directa o indirectamente se relacionaban con el incumplimiento o ruptura de cualquiera de las responsabilidades antedichas, eran objeto de reprobación pues destruían el equilibrio, la relación asimétrica pero recíproca, que debía haber siempre entre marido y mujer25.[25] En estas condiciones cualquiera de los cónyuges podía recurrir al tribunal eclesiástico con el objeto de buscar la separación física temporal o definitiva, o la recomposición del vínculo. Para la mujer, víctima usual del conflicto como ya está dicho, el recurrir al juzgado significaba cuestionar, poner en tela de juicio el poder masculino, objetar para equilibrar. Empero, como la ideología patriarcal teñía el contenido de las relaciones matrimoniales, las demandas de divorcio interpuestas por las mujeres, sólo tenían lugar cuando el abuso en el comportamiento del padre de familia llegaba a extremos intolerables que hacían insostenible la vida bajo un mismo techo26. [26] Ello no implica reconocer, por cierto, la existencia de otras causales. En efecto, violencia estructural y patriarcado son los extremos de una ecuación que debe considerar también el deterioro de las condiciones de vida en la Lima de entre siglos afectando especialmente la cotidianeidad de los hogares de menores recursos (la mayor parte de los litigantes provienen de los sectores populares)27,[27] los prejuicios étnicos y sociales, la desigualdad de género, el alcoholismo, el juego, y, en general, todo aquello que se opuso al cumplimiento de las normas del “bien amar” que, entendidas tomísticamente, hacen referencia al conjunto de actos que lesionan el proceso de crecimiento del amor y obstaculizan el fin último del amor conyugal que es la comunión, fase postrera y más perfecta del amor en el discurso oficial que sobre el mismo difundió la Iglesia28.[28]
Dado, sin embargo, que el vínculo matrimonial era sagrado e indisoluble la separación de una pareja constituía una acción a la que normalmente la Iglesia se oponía. Aquella era aprobada únicamente en circunstancias extremas y luego de un juicio relativamente largo en el que, testigos de por medio, se intentaba demostrar si las causales presentadas eran suficientemente sólidas y convincentes como para aprobar la separación de cuerpos29. Ello tal vez contribuya a explicar el porqué de tanto juicio aparentemente inacabado o el porqué, a pesar de haberse probado con argumentos sólidos y testimonios las causales objeto de demanda, el tribunal no optaba por la separación de los cónyuges. Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano piensan que ello obedecía a la persistente ideología patriarcal y al hecho de que los jueces del tribunal eclesiástico eran varones30.[30] Sin negar el valor e importancia de estos factores, o la posibilidad de que las familias comprometidas induzcan a las partes a desistir del litigio para evitar los comentarios insidiosos, creemos que el comportamiento del juzgado era acorde con los principios teológicos que sobre el vínculo matrimonial tenía la Iglesia. Por otro lado, si los jueces eran varones y aparentemente la mujer tenía pocas oportunidades de ganar el juicio, ¿cómo poder explicar el incremento en el número de demandas de divorcio promovidas por las mujeres entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, tal como ellos mismos lo demuestran?31. [31] Si bien es cierto que no tenían muchas alternativas si es que querían modificar su situación, ¿habrían obrado así tantas mujeres pobres -como lo manifiesta Ward Stavig- si es que hubiesen percibido una cierta predisposición al respecto por parte de los jueces del tribunal eclesiástico?32.[32]
Algunas consideraciones sobre las fuentes
A riesgo de considerar los expedientes de divorcio como radiografías exactas y adecuadas de la conflictiva sociedad limeña de entre siglos, no cabe duda que tales expedientes, sin embargo, ilustran la naturaleza de las relaciones humanas, en particular las conyugales, mostrándonos a éstas como enrevesados tejidos compuestos de agresión y conflictividad.
Cuestión previa, es importante señalar que dicha documentación, tanto para el período que estudiamos como para los años inmediatamente posteriores o anteriores al mismo, está agrupada sin más clasificación que la cronológica. La mayor parte de dichos expedientes están incompletos en el sentido de que, o estamos frente a documentos que carecen de sentencia porque han sido abandonados por sus promotores, o sencillamente algunos de éstos se han extraviado. Ello no es una excepción para los años objeto de nuestro estudio.
Siendo incompletos, una gran parte de ellos sólo presentan la demanda. En otros tenemos la fortuna de encontrar las declaraciones de testigos, casi siempre de la parte demandante. Pese a estos inconvenientes, los expedientes en cuestión nos permiten acercarnos a la cotidianeidad e intimidad de los sectores implicados y observar costumbres, dilemas y frustraciones, pero también aspiraciones y resistencias. Tomando en consideración los oficios y grupo étnico de los querellantes y en cierta medida de los testigos, datos de filiación que desgraciadamente no siempre aparecen, y también en cierto modo el lugar de residencia, es posible observar que la mayor parte de los involucrados pertenecen a los sectores populares de la ciudad33.[33]
Los expedientes que motivan nuestro análisis abarcan el período comprendido entre los años de 1800 a 1805 inclusive y se encuentran agrupados en cuatro legajos. Se ubican en una época caracterizada por el incremento de los conflictos matrimoniales (litigios, nulidades, divorcios) notándose, en ese sentido, si nos atenemos a los cuadros preparados por Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano, que de 1796 en adelante más del 50% del total de expedientes relativos a conflictos maritales son de divorcio34. [34] Cuantitativamente, los años objeto de nuestro estudio presentan un total de 112 expedientes de divorcio, la mayor parte de ellos por maltrato físico e injurias. De ese universo nosotros hemos examinado un conjunto de 31.
Aunque los criterios de clasificación de causales de divorcio efectuados por Flores Galindo y Chocano no sean los más adecuados por el afán excesivamente taxonómico de ordenar excluyendo posibilidades de demandas mixtas, es indudable que si consideráramos otros motivos como despilfarro, falta de manutención de la esposa, juego, etc., encontraríamos que en ellas también está presente la sevicia35. [35] Ello haría que el 47.2% de demandas por maltrato físico e injurias, sumadas a aquellas que consideraban amenazas contra la vida, que los autores consideran para el periodo 1760-1810, aumentase de manera significativa36. [36]
La realidad pintada por ambos autores no es aparentemente exclusiva del Arzobispado de Lima. Stavig sugiere que sería interesante conocer el porcentaje de los casos en donde se superponen violencia y adulterio pues en Cusco dicho porcentaje es bastante alto37. [37]Para el caso de Arequipa, Bernard Lavallé examina más de 150 expedientes de las series nulidad, causas penales y otras vicarías correspondientes a la segunda mitad del siglo XVIII, observando que el maltrato es casi una causal endémica y precisando que dos elementos coadyuvaban a la violencia contra la mujer: el alcoholismo y el adulterio38.[38]
En otras áreas de Iberoamérica la realidad no parece haber sido muy diferente. En Chile, por ejemplo, para el período 1700-1900, de 307 expedientes de pleitos matrimoniales y 28 judiciales examinados más del 80% de las demandas de divorcio, la mayor parte de ellos presentados por mujeres de estratos populares, son por sevicia39.[39] En Sao Paulo, María Beatriz Nizza da Silva estudia 88 de 225 casos del archivo de la Arquidiócesis para el periodo 1700-1822, encontrando que el maltrato y, en segundo lugar el adulterio, eran las causales más mencionadas por las mujeres demandantes40.[40] En la región neogranadina de Antioquia, de 40 procedimientos judiciales sobre relaciones familiares que existen en el archivo de la provincia pertenecientes al siglo XVIII, 25 se refieren a acusaciones de dar “mala vida” a las esposas41.[41] En el caso del área del Arzobispado de México, de 300 demandas de divorcio para el espacio 1785-1812, la gran mayoría habían sido promovidas por mujeres 42, [42] situación análoga a la observada por Sonya Lipsett-Rivera para la misma región entre los años de 1750 a 1856 43.[43]
Los 31 expedientes examinados para el periodo escogido han sido elegidos por presentar, la mayor parte de ellos, demandas explícitas de sevicia como causal primera y fundamental de divorcio44.[44] Al señalar esto queremos decir que generalmente el maltrato aparece acompañado de otras causales (adulterio, robo, embriaguez, etc.) que pueden ayudar a entender el porqué de la violencia implicada. En otras oportunidades, las menos, la sevicia se muestra como causal única, pero las declaraciones consideradas accesorias, tanto de la parte demandante como de los testigos, nos inducen a pensar que tras el maltrato físico y verbal habían motivos más profundos para explicar la sevicia y consecuentemente la demanda de divorcio.
En sólo 2 de los 31 casos presentados es el marido el que interpone la demanda45, [45] explicitándose que sólo en uno la demanda interpuesta es por sevicia. Aunque la edad de los querellantes no es posible de precisar podemos, en cambio, aproximarnos a los años de matrimonio al momento de presentarse la parte demandante en el juicio. Pese a que no contamos con una información completa para todos los expedientes ha sido posible determinar el tiempo de matrimonio de 22 parejas. El espectro abarca desde los 4 meses hasta los 40 años y de este espectro, por lo menos 10 matrimonios, pretenden resolver sus problemas dentro de los 16 primeros años de casamiento. Incluso podríamos añadir un caso más, el de Valentina Olivares, esposa del alcalde del gremio de mantequeros, Jacinto Sánchez, a quien demanda por sevicia y sin precisar tiempo de vínculo conyugal, poco después de contraer nupcias46. [46] En el otro extremo tenemos el caso de Feliciana Sanginés quien a los 40 años de matrimonio presenta demanda de divorcio contra sus esposo, Pedro Zabala, consiguiendo que el Tribunal impida a éste acercársele por tiempo indefinido47.[47] El caso es interesante e invita a una mayor reflexión que abordaremos más adelante.
El oficio o profesión de los querellantes así como su raza y clase no ha podido ser identificado en todos los casos. Se han podido registrar, empero, algunas identidades, principalmente de los maridos, las que a continuación pasamos a detallar. Entre los varones: 4 indios (uno de ellos zapatero, otro, natural del pueblo de Chilca y de quien su esposa manifiesta que es vago “sin ocupación alguna”, un tercero, vecino de San Pedro de Lancon, probablemente pescador, y un cuarto sin oficio identificado); 2 negros, uno libre y el otro esclavo (bozal); 4 militares, uno de ellos capitán de naturales de quien su esposa dice que lo colocó como “maestro de tienda Barbería”, los demás soldados; un maestro sombrerero, un pulpero, un herrero, un tornero, el dueño de una bodega, un panadero, un latonero, un alcalde del gremio de mantequeros, un comerciante vecino de Jauja y un cirujano. Entre las mujeres: 3 indias, una de las cuales, natural de Cañete, manifiesta sostenerse trayendo leña del monte y vendiendo papas y fruta; una proveedora y vendedora de especies, una zamba libre de oficio lavandera, una “pobre forastera” y una negra bozal libre. Se observará a partir de la casuística que la mayor parte de los involucrados en los expedientes analizados pertenecen a los sectores populares urbanos, muchos de ellos probablemente mestizos o gente de castas.
“Ya el se resolvio á ponerme las manos”. Sevicia femenina y divorcio eclesiástico.
En las líneas que siguen se intentará examinar el problema de la violencia como causal de divorcio, mostrando como aquella se constituye en el principal factor encausador de las demandas de divorcio. Se observará, asimismo, cómo tras las causales de sevicia presentadas subyacen motivos más profundos que pueden acompañar explícitamente a la demanda, o mostrarse tan solo de soslayo, a través de declaraciones accesorias. De acuerdo al derecho canónico el divorcio quoad thorum et mensam o separación de cuerpos podía sólo ser otorgado bajo determinadas causales entre las que se consideraba la herejía, el mutuo consentimiento para tomar hábitos, el adulterio y la sevicia o maltrato. El juez eclesiástico, sólo si había demanda de uno de los cónyuges, previa instrucción de la causa, debía decidir al respecto. Aunque la infelicidad en sí misma no era tomada en cuenta como causal de separación -la legislación no preveía, en ese sentido, el divorcio por incompatibilidad de caracteres48 -, [48] no cabe duda que el divorcio fue una importante alternativa legal para terminar con un matrimonio mal avenido. No se piense, sin embargo, que fue una medida popular pues, como se señaló en otro momento, aquel sólo se concedía en casos extremos que, por lo demás, debían ser plenamente justificados. Además, la demanda implicaba gastos (aunque se previeron mecanismos exoneratorios para los pobres), los procedimientos podían ser dilatados y, finalmente, ganar una causa no implicaba la disolución del vínculo matrimonial. Pese a estos obstáculos, como afirman Cavieres y Salinas, “no fue un medio despreciado por la sociedad para poner fin a una unión desdichada” y muchas mujeres lo utilizaron sino para terminar con su vínculo matrimonial, para obtener algo de justicia en su relación49. [49]
En efecto, como señala Silvia Arrom para el caso de México, el divorcio fue un recurso primordialmente femenino50 [50] y dentro de éste el fenómeno más extendido y documentado fue el de la violencia conyugal. Golpes, insultos y vejaciones se exhiben con minuciosa obsesividad. Josefa Gallegos detalla las situaciones más saltantes en las que su esposo, el bodeguero Lorenzo Neira, la agredió: en una ocasión le jaló el pelo y pretendió ahogarla cuando ella lo amenazó con una navaja “pr. serme licito repeler la fuerza, con la fuerza”; en otra, la hincó con un asador; varias veces le cortó el cabello y otras tantas la botó de la casa diciéndole que viviría “torpemente” y que consideraría el tiempo que llevaban de casados como de amancebamiento51. [51]Juana Espinosa y Savina Cortés, aludiendo a los maltratos e insultos recibidos de sus maridos, no dudan en precisar que fueron atacadas por ellos con un arma blanca52. [52] María Luisa Nieto, negra bozal libre, cuenta que el esclavo bozal Juan de Dios Bethelem, su esposo, en razón de haberle ella llamado la atención “me dio tan crueles golpes que me dejo casi muerta que de resultas de ellas me administraron el sto. oleo y luego me pasaron al Hospital Sn. Bartholome un mes y dias medisinandome”, acotando que Juan, al enterarse que ella había recurrido al juez por la sevicia continuada, intentó acabar con su vida53. [53]Manuela Romo señala que su esposo pretendió ahogarla y la india de Ancón, María de los Santos Pujada, que el suyo la apedreó54. En fin, un desfile de agresiones de distinta índole que, entre otras, muestran los extremos de violencia a los que se podía llegar.
A través de la compulsa de la documentación examinada no resulta fácil conocer cual o cuáles fueron los motivos reales o de fondo que obligaron a las mujeres a iniciar un juicio de divorcio. Si nos atenemos a lo que explícitamente plantean algunas demandas, corremos el riesgo de aceptar como exclusivamente válido lo que éstas señalan. No niego que la causal o causales expuestas sean ciertas y correctas pero, como lo anota María Teresa Pita Moreda, las denuncias presentadas buscaban captar la simpatía del juez y las autoridades mediadoras en el conflicto, de modo tal que “las circunstancias expresadas en la denuncia quedaban realzadas o mitigadas según favoreciera o no su coincidencia con el sistema de valores de los grupos sociales que componían los tribunales”55.[55] No puede olvidarse, por otro lado, que el Tribunal sólo aceptaba causales oficialmente reconocidas y que si la sevicia se presentaba como la causal más insistentemente repetida era porque resultaba más fácil probarla. En este sentido, si algunas de las demandas examinadas presentan como causal única de divorcio la sevicia, independientemente de que el contenido de ella sea cierto, se hace necesario auscultar la denuncia e intentar una lectura que desentrañe lo que subyace tras la causal presentada. En el caso del juicio interpuesto por Melchora Gonzales Collantes contra su esposo Pedro Rodríguez la demanda es por injurias y malos tratos. Ella menciona que los problemas entre ambos se presentaron desde el inicio del matrimonio y que en el tiempo que llevan de casados “sufro de un martirio aspero, e intolerable, reducida mi vida a servir no solo de sierva sino en todos los oficios”. Acota que él la mantenía encerrada y que la hostilizaba con amenazas hasta que decidida a poner fin a tal situación huyó a casa de sus abuelos. Persuadida, sin embargo, por su Director espiritual a retornar a su hogar, así lo hizo, encontrando como respuesta nuevamente el encierro pero también “demasiados golpes, puñadas, y patadas”; incluso “tiro a quitarme la vida” por lo que, socorrida por sus vecinos, terminó huyendo de nuevo56. [56]
Uno estaría tentado a pensar que tanta agresión obedecería únicamente a una introyectada ideología patriarcal. Evidentemente ésta existe y explica el fondo del maltrato pero de soslayo, al final del escrito de demanda, ella nos dice que reconoce que la causa de tantos excesos es la ebriedad de él y que
“se suelen pasar hasta tres días enteros y continuos, sin que el referido me socorra, ni asista á sus tiernos hijos con el necesario alimento... obligada yo á vender las ridiculas preseas, y muebles que me han quitado pa. socorrernos de algun modo, y no quedar hechas victimas de tan grave monstruo. Tampoco dexaré de ponderar el estado miserable a que me tiene reducida, por haver vendido mi Marido quantos trastes havia de algun valor y decencia con el titulo de fomentar un pleito sin exclarecer mi derecho á los bienes y hacdas. Que me dexo mi lexmo. Padre dn. Julian Collantes”57. [57]
En el fondo entonces, y sin dejar de reconocer -insisto- la matriz patriarcal del problema, la sevicia como causal resulta insuficiente para explicar el origen de la demanda. El alcoholismo, la falta de alimentos y, sobre todo, la dilapidación de bienes se esconden como motivos tal vez más importantes y que sirven para reforzar el contenido del escrito. Esto es claro, sobre todo, en lo que se refiere a la dilapidación pues ésta en sí misma no es causal de divorcio, por lo que al no poder presentarse como tal se camufla en el escrito de demanda fortaleciendo la causal esgrimida. Es probable, por el tenor del escrito, que este elemento sea más importante de lo que parece si consideramos que el padre de Melchora, un “don”, no sólo la proveía materialmente en herencia, dilapidada por Rodríguez, sino también de una posición que el derroche de éste menoscababa.
El 2 de mayo de 1801 Rosa Barrios inició juicio de divorcio contra su esposo Fernando Marucho por maltrato continuo y reiterado, recordando que seis años antes interpuso otra demanda por sevicia, “total carencia de alimentos y otras muchas persecuciones”. Como la causa no prosperó en su momento, según ella por su insolvencia, y porque Fernando dejó por un tiempo “sus hostilidades”, los maltratos y la falta de auxilios continuaron: él la golpeaba, le infirió heridas y la injuriaba “sindicandome de prostitucion”, lo que la obligó a dar inicio a un nuevo juicio. Sevicia y honor mancillado, la paciencia se colmó. Empero, el último párrafo de la demanda contiene un elemento que no puede desdeñarse: la embriaguez de su marido, “como VS. mismo lo notó en el comparendo del día de ayer”. Ella atribuye el proceder de su marido, como si no estuviese demasiado segura, a su “perverso genio” y al alcoholismo58. [58]
El 29 de marzo de 1800 Valentina Olivares interpuso demanda de divorcio contra su esposo Jacinto Sánchez, alcalde del gremio de mantequeros, por “sevicia espiritual, y temporal que infiere, y malos tratamientos que me da”, señalando que al poco tiempo de contraer nupcias “me tomó tal tedio” que la trataba con palabras injuriosas y la golpeaba “hta. el extremo de postrarme en cama y solicitar los auxilios de la medicina”. En los días previos a que se atreviese a solicitar divorcio, Jacinto volvió una vez más a la carga insultándola y golpeándola nuevamente, hecho que la obligó a acudir al juzgado. En la demanda, además de los cargos expuestos, Valentina hace saber, casi de soslayo, que su marido se embriagaba y que se hallaba amancebado, haciéndose el asunto insoportable pues en su misma casa “lo había encontrado adulterando”59. Indudablemente el maltrato recibido por Valentina hizo mella en su persona y, aunque el expediente no explicita el tiempo que llevaba de casada, fue cargándola. Empero, la gota que rebalsó el vaso, el detonante de la demanda, en fin, lo que tornó insostenible la relación con Jacinto fue el adulterio cometido por éste.
La mayor parte de denuncias, sin embargo, encajan en lo que podríamos denominar como demandas mixtas, es decir, escritos en donde junto a la sevicia se explicitan otras causales debidamente reconocidas como pudieran ser el adulterio o el alcoholismo. Ello no implica necesariamente que, como en los ejemplos anteriormente citados, tengamos que aceptar como exclusivamente válido lo que literalmente se plantea. En otras palabras, es posible que el sustento de la demanda sea cierto pero sino se escudriña el texto, sino se efectúa una lectura “entre líneas” del mismo, difícilmente podremos saber que otras motivaciones se encontraban subyaciendo.
Es significativo, por ejemplo, el número de casos en donde la sevicia aparece asociada explícita o implícitamente a la embriaguez. Del total de casos analizados, 10 expedientes muestran esta asociación. No resulta fácil, sin embargo, identificar cuando el alcoholismo es realmente un agravante cierto y probado y cuando aparece como elemento adicional, no necesariamente real, destinado a fortalecer la(s) causal(es) presentada(s). Es el caso de la ya mencionada Feliciana Sanginés, quien se autocalifica de “pobre miserable” casada durante 40 años con el piurano Pedro Zabala. La demandante señala que al cabo de cierto tiempo de matrimonio el marido la abandonó. Esta situación duró varios años y durante este tiempo Zabala mantuvo una relación adúltera a partir de la cual procreó un hijo. Posteriormente, abandonando a la amasia, regresó a vivir al pueblo de Huaura junto a su esposa, acompañado del vástago ilegítimo: “le reciví rresignada á Dios y como qe. acojía a mi casa aun peregrino... como al dho. su hijo qe. trajo en su compañia”60. [60] En el pueblo las cosas, si consideramos que el abandono de por sí debió haber sido difícil, no fueron mejores para Feliciana pues Zabala era un tipo violento y alcohólico que, según las propias expresiones de ella, le daba “mala vida”. Lo que aparentemente agravaba la situación y, probablemente haya sido el motivo principal de la demanda, era que , en una noche de desenfreno, Zabala hirió malamente con arma blanca a su propio hijo legítimo:
“...sus dos hijos lijitimos y mios tubieron su encuentro el uno con el adultero. Y sobre averse dado mi marido por agraviado saco la cara por aquel advenediso en tanta manera qe. sacando el sable con el qe. vino le dio un atrosisimo golpe a su lejitimo hijo; qe. este levantando la mano pa. defenderse no le diera en la cara le caio el golpe en el brazo el qe. le irio en bastante forma... deste hecho se mudo de mi compañia en frente de mi misma casa, y desde aquella quando lo tenia por conveniente golpeando las puertas de mi bibienda pr. qe. no le abria por el techo se me entraba y bajandose bajo se llevava los moebles de servidunbre pa. venderlos... añadiendo qe. en lo mas pesado de la noche y mas quando biene fuera de su juisio por el bisio qe. ha tomado de vever como hes publico y notorio, no trata de otra cosa qe. maltratar mi persona de palabras y obras yntentando dividir mi persona con un machete...”61. [61]
¿Problemas de celos ocasionados por la preferencia de Zabala hacía el hijo espúreo? Todo parecería indicar que sí y que este factor, junto al maltrato y también a la embriaguez, fue el motivo principal de la demanda. Indudablemente habría que tomar en consideración también el hecho que Feliciana no había vivido con su marido durante años (10 aproximadamente, “por ynquietud carnal qe. tenia con cierta mujer”), tiempo durante el cual, pese al obvio desasosiego ocasionado por el abandono, había reestructurado su vida. La posibilidad de reiniciar la relación marital, no obstante el hijo adulterino de Zabala, y encontrar el apoyo y compañía necesarios en él, constituirían una ilusión prontamente esfumada. Mejor vivir sola que mal acompañada.
La relación explícita o tácita entre sevicia y adulterio es otra de las constantes que muestran los expedientes en donde la mujer es la que demanda. Del material documental examinado 13 presentan este tipo de asociación, evidenciándose de este modo que este tipo de nexo presentado en otros lugares estaba presente también en Lima62.[62] La problemática planteada para los casos anteriormente expuestos se repite una vez más en este caso. ¿Es la sevicia una consecuencia del adulterio?, ¿éste es capaz de intensificar el maltrato?, ¿es posible que el adulterio efectivamente exista en una relación y que, pese a que se presenta como causal, no sea un motivo tan importante como otro(s)?.
Me permito retomar una vez más el caso de Josefa Gallegos. Detallando los adulterios que su esposo el bodeguero Lorenzo Neira cometió, Josefa concluye que el maltrato que recibe se debe a las inquietudes adulterinas de Lorenzo y por ello éste “me lebanta quimera, y falsos testimonios” con quienes acudían a su casa a visitar a su hermano, un religioso, al extremo que a un niño estudiante casi lo mata de un sablazo al considerarlo Lorenzo amante de ella. Calificando a su esposo como un individuo carcomido por los celos y con actitudes persecutorias, recuerda que en ocasión de haber ido ambos “haber el Volatin” casi la mata con el pretexto de que un hombre la seguía, “procedimiento solo de loco, como que ahora tiempos, estubo fuera de juicio”; mientras en otro momento, “delante de la Alquilada”, le puso un cuchillo en el pecho para que le dijera si andaba en “malos pasos”; hasta pagó a unos negros para que la celen, imputándole que tenía amantes a quienes ella daba dinero, “quando no le meresco mas que que un peso cada semana, que es otra sebicia”. Al final de su escrito de demanda Josefa manifiesta estar pronta a pasar a depósito, sobre todo
“...en la ocacion presente en que he visto una accion con mis mismos ojos tan indecorosa, estraña, e innatural que por guardar el respeto debido á este tan serio tribunal, omito referirla en los mismos terminos que fue producida, y solo diré que a presencia mia, y de varias personas qe. a la sason se hallaban en nuestra casa se enserró escandalosamte. con un Maricon en uno de los cuartos de ella, pr. cuyo echo tomé el arbitrio de poner una escala, y asomarme cigilosamte. pr. una bentana, y fui testigo ocular del delito más atros, mas feo y mas desordenado qe. pueda concurrir en la humanidad pr. el qual deve ser punido con las penas qe. el derecho tiene determinadas, y solo pr. haberle hecho cargo de este delito me estropeó con tan crueles golpes qe. me ha puesto todo el cuerpo lleno de contusiones”63. [63]
Si nos atenemos a otras declaraciones de Josefa -al dar inicio a su demanda ella precisa que la “intolerable sevicia” comenzó el primer día en que se casó y sin que le haya dado motivo alguno a su marido-, concluiremos que el maltrato recibido por ella antecede a las relaciones adulterinas de Lorenzo. Estas, más bien, parecen reforzar la sevicia, hacerla más insoportable. Lo que hace, sin embargo, insostenible la relación -que al momento de iniciarse el juicio tenía 9 años- son los celos patológicos de Lorenzo y, sobre todo, los extravíos homosexuales de éste.
En el caso de Francisca Ynostrosa, en cambio, las relaciones adulterinas de su esposo, el latonero Ysidro Godoi, preceden aparentemente a la violencia desatada por éste. En el mes de mayo de 1804, Francisca interpone ante el Tribunal Eclesiástico demanda de divorcio contra su marido “por la sevicia, adulterios y otras diferentes causas qe. me obligan a ella”. Cuenta la denunciante que sólo durante el primer año de los 6 que tenía el matrimonio al momento de iniciarse el juicio fueron de “perfecto cumplimto.”, pues casi inmediatamente Ysidro contrajo “ilícita correspondencia” con una joven “qe. caritatibamte. me confiaba un tio suyo pa. qe. la llebara pr. las noches a la casa de exercicios de la cordoba”. Enterado el tío de los devaneos de Ysidro con la muchacha consiguió ponerlo preso. Puesto en libertad y perdonado por su esposa: “hube de acceder a la union considerando qe. su enmienda seria verdadera” -precisaba ella-, Ysidro volvió a la carga y pretendiendo reiniciar su relación con la amasia fue a buscarla a su depósito pero fracasa en su intento, según Francisca, “pr. la incondescendencia de ella”. Entonces fue que Godoi, por razones no explicitadas en el escrito, inició relaciones con otra mujer, casada ella aunque separada de facto de su esposo, con la que vive “con notable escandalo” pues la relación era la comidilla del vecindario, al extremo que convivían “al mismo varrio nuestro, con sobrado despecho, y animosidad”. En este contexto, y a raíz de haber sido encontrados los amantes por Francisca en circunstancias comprometedoras, es que Ysidro golpea a su esposa llegando a quebrarle un diente para, luego, mantenerla encerrada en la casa. Ello, sin embargo, no motivaría aún la demanda de divorcio y Godoi continuaría con la relación adulterina por largo tiempo. Al marcharse luego la amasia a su tierra natal, ésta mantendría una activa correspondencia amorosa con Ysidro que, descubierta por su esposa, daría pie a iniciar el juicio respectivo de separación64. [64]
Algunos aspectos, empero, no están claros. Uno de ellos es el referido al momento en que Francisca interpone la demanda: ¿por qué esperar a descubrir la correspondencia entre su marido y la adúltera para denunciar a Ysidro si podría haberlo hecho antes?. Es posible que la respuesta se encuentre en otro escrito presentado al Juzgado 4 días después de la demanda:
“Habiendo tenido noticia dho. mi marido de qe. pr. expreza ordn. de V. S. me hallo depositada en el Beato. de Ntra. Sra. de Copacabana, pr. efecto de benganza, y no prestarme los presisos alimentos pa. mi subsistencia, y la de dos hijos de tierna edad qe. tengo a mi cargo, trata ausentarse de esta ciudad, y dejarnos en la mas grave necesidad, y exponernos a la mendisidad: Para ello, está bendiendo todas sus erramientas...”65.[65]
Es decir, el temor al abandono físico y material, tomando en consideración que Francisca era una mujer que no trabajaba, puede haberla hecho resistir más tiempo de lo que debía. En otras palabras, la sevicia y el adulterio podían ser soportados sólo en tanto se encontrase Ysidro. La sola posibilidad de que éste se marchase tras la adúltera significaba una pérdida que Francisca no estaba dispuesta a aceptar. Ya en su escrito de demanda dejaba entrever, al final de la misma, esta situación:
“y solo diré, qe. a mas de tenerme a mi, y a dos hijos qe. en este Matrimonio hemos habido, desnudos, y muertos de ambre, ha tomado pr. efecto de malignidad el satisfacer a mi presencia todos aquellos gastos causados por la mantencion de su concubina”66.[66]
Otro argumento que incesantemente aparece asociado al cargo de sevicia es el de la falta de manutención, cargo, además, generalmente relacionado al despilfarro. De los expedientes examinados 6 de ellos, junto a otras causales casi siempre, muestran este cargo asociado a la sevicia.
Analizaremos, a este respecto, el fascinante caso de Petrona Dávila quien a los 5 años de matrimonio interpuso demanda de divorcio contra su esposo, el indio Juan Velásquez, oficial de zapatero, por “maltratamtos., abusos, falta de alimentos, y vicio de embriaguez”. Manifiesta ella que a los dos años de contraer matrimonio Juan empezó a evidenciar un “genio díscolo y vicios”, maltratándola de obra y palabra, “lexos de subministrarme los presisos alimentos”. Llegó, incluso, a amarrarla desnuda y darle azotes. Sintiendo que las presiones de la familia de él hacia su persona eran excesivas y contribuían a la “mala vida”, ella decidió, acompañada de su esposo, marcharse al pueblo de Lurigancho: “la pasaríamos mejor y lo qe. es mas libre de las persecusiones qe. me hacian su familia”. Sin embargo, a los 3 meses de estadía en el lugar, Juan la abandona (“no le acomodo aquella sujecion”, señala Petrona). La explicación, argumentaba ella, radicaba en la continua embriaguez de su marido. La historia no termina aquí. A pesar que Petrona le había conseguido un trabajo como sacristán en el pueblo, Juan se marcha a la capital y tras él su esposa persiguiéndolo infructuosamente pues finalmente él terminó echándola “y qe. me fuese donde Dios me ayudase, qe. no tenia proporciones pa. mantenerme”. Posteriormente ella consiguió reunir algún dinero e insólitamente fue a buscarlo para dárselo, invitándolo a reunirse nuevamente. La tan anhelada reunión llegó a producirse pero con tan mala suerte para Petrona que al cabo de un tiempo el capital reunido es dilapidado por Juan quien, además, termina endeudándola67. [67] A manera de epílogo habría que acotar que los sucesos reseñados culminaron 3 años antes que Petrona presentara la demanda y que desde ese tiempo, estando ella en situación de abandono, él, en estado de embriaguez perenne, la perseguía y amenazaba con matarla sobre todo “ahora que me vee bestida, y con un humilde modo de pasar a costa de mi trabajo personal” .
El caso presentado muestra que Petrona tenía motivos más que suficientes para demandar a su marido. Ella misma los señala, y así lo hemos hecho constar al iniciar el examen del caso, en el tenor inicial de su demanda: maltrato, abuso, carencia de alimentos, ebriedad. Una vez más, sin embargo, y sin negar lo explicado por la propia Petrona, se hace necesario auscultar lo que hay detrás de sus palabras. En primer lugar, ella recurre a la vía judicial cuando luego de varios intentos de recomposición del vínculo, y después de soportar golpizas y abandonos, obtiene, sin buscarla, una libertad de facto que, aunque no era lo inicialmente deseado, al menos la libraba del infierno en el que se encontraba sumida. Acostumbrada a valerse económicamente por sí misma, Petrona no está dispuesta finalmente a reiniciar la convivencia, mucho más si su marido, como ella misma lo manifiesta, quiere vivir a sus costas, atemorizándola con golpes y amenazas de muerte.
Un elemento adicional ingresa a tallar. Además de lo mencionado, Petrona acota que:
“el Crimen qe. resulta contra él, fuera de los ejecutados en mi persona y es estar sindicado que ha sido el autor que estupro a su misma hija de quien he hablado y con la qe. viven juntos en una havitacion y por eso me atrebo a estamparlo en esta demanda qe. sirba de mejor apoyo pa. conocer el poco o ningun cristiano manejo con qe. se conduce este mal hombre”68. [68]
Si la posibilidad de reestructurar el matrimonio no estaba en los planes de Petrona por lo mencionado, indudablemente la violación de que fue objeto la propia hija de Velásquez, a lo que se sumaba la posterior convivencia de ambos, echaba por la borda cualquier intento de volver a unir a la pareja de esposos. Es más, el suceso en cuestión agravaba los motivos de separación.
Un motivo eventualmente asociado a la sevicia y casi siempre vinculado a la dilapidación y a la falta de manutención de la esposa es el juego. Aunque los casos registrados sean sólo 5, no deja de llamar la atención su presencia como factor agravante en las demandas por maltrato. Probablemente el caso más patético sea el de Manuela Romo quien en 1802, al cabo de un año de matrimonio, presentó demanda de divorcio contra su marido José Gamero “por sus tratamtos. peligrosos y sensibles” que habían llegado al extremo de pretender ahogarla. Gamero, además, dormía con un cuchillo debajo de la almohada hecho que, según ella, le inspiraba temor y vigilia. El motivo, como la misma Manuela lo hace notar, era que él no la mantenía (sólo lo proporcionó 3 reales en 3 semanas), razón por la cual ella se había visto obligada a ir donde su madre para alimentarse pues él era un “hombre qe. se ha entregado al juego en el qe. ha consumido mucha parte de mis bienes”, incluyendo las joyas que le dejó su primer marido. Además, Gamero mantenía “torpes e ilícitas correspondencias” de las que alardeaba69. [69]
Los expedientes seleccionados revelan de que manera las situaciones extremas de violencia y crueldad daban normalmente la pauta para interponer demandas de divorcio por sevicia ante el Tribunal Eclesiástico. Pero esa es una impresión no necesariamente correcta. Valentina Olivares y Manuela Romo no esperaron mucho tiempo para denunciar a sus respectivos maridos y Gertrudis Torres sólo pudo tolerar 4 meses de unión conyugal con Juan Alfaro a raíz de un matrimonio que nació mal avenido. Así, al menos, lo interpreta ella al aludir a la “iniqua conducta” de Alfaro “probada en los autos criminales qe. siguió mi Padre contra el referido de qe. satisfaciese la injuria qe. habia irrogado a mi honor con el estupro y rapto qe. perpetró en mi persona bajo de palabra de Matrimonio qe. despues fue necesario haserle cumplir”, ya que negaba la deuda70 [70]
Algunos de los casos examinados, sin embargo, muestran una realidad diferente. Josefa Gallegos, por ejemplo, esperó 9 años para denunciar a su esposo pese a la “intolerable sevicia con qe. se versa conmigo desde el primer día en qe. nos casamos sin merito alguno ni el mas lebe motibo qe. pr. mi parte le haya dado”, mientras que Melchora Gonzales, aludiendo al tiempo de duración de su casamiento, precisaba que:
“Ocho años van corridos á la contracción de mi matrimo. con el expresado mi Marido, y sin la menor ponderacion puedo asegurar, que otro tanto tiempo sufro de un martirio aspero e intolerable”71. [71]
Estos 2 últimos casos, y ciertamente otros más, nos revelan, por un lado, la enorme capacidad de tolerancia y sufrimiento de muchas mujeres limeñas ante las evidentes situaciones de violencia y desencanto que enfrentaban en sus matrimonios pero, por otro lado, nos indican que la sevicia sufrida podía haber persistido más tiempo si es que determinadas circunstancias surgidas en el devenir de sus vidas no hubiesen aparecido. En el caso de Josefa todo parece indicar que la demanda se produce por las actitudes recientes de su marido, cuyos celos desbocados iban en aumento y, sobre todo, por la sorprendente exhibición de homosexualidad de la que ella fue testigo. En el de Melchora, el elemento desencadenante del juicio es la dilapidación de bienes efectuada por su esposo, dilapidación que incluía lo que el padre de ella le había dejado en herencia. A ello se sumaba la perenne embriaguez de él y la ausencia de manutención.
De otra parte, y sin negar lo antedicho, es necesario recordar que no bastaban por sí mismas las manifestaciones de violencia aisladas o excepcionales, menos si éstas eran sólo de índole psicológica. En una sociedad que asumía como parte de los estatutos del varón el “corregir” a la esposa se hacía necesario mostrar, si es que se deseaba tener éxito al iniciar un juicio de divorcio, la reiteración, el maltrato continuo y excesivo, especialmente aquel que ponía en evidente riesgo la estabilidad de la familia y la vida de la mujer. Sólo en estos casos, la demanda interpuesta podía tener éxito. No olvidemos, además, que si bien había una mayor predisposición del tribunal por acoger estos pedidos y darles solución, la tendencia del mismo era la de conservar la integridad del matrimonio y la familia.
Analizando la totalidad de los casos registrados, uno está tentado a preguntarse si realmente lo que buscaban algunas mujeres demandantes era la separación de cuerpos, o lo que perseguían era la recomposición del vínculo matrimonial pues, más allá del hecho de que algunas hayan soportado por años los maltratos de sus maridos en razón de diferentes circunstancias, finalmente demandaban el divorcio. María Bernarda Rodríguez, por ejemplo, señala que desde que se casó con el soldado Pedro Pablo Miranda, éste se entregó a “la vida escandalosa y adulterina”, maltratándola tanto de palabra como de obra y amenazándola con quitarle la vida “motibo pr. el qual he ocurrido á este recto Tribunal, instruyendo mi justicia en repetidas ocaciones, y no he continuado en esta solicitud pr. jusgar qe. estos recursos lo harían mudar de costumbres, según me lo prometía”. Precisa, incluso, que interpuso juicio de divorcio contra su marido en 1799, 4 años después de casarse y 4 antes de la actual demanda, pero que tuvo que suspender la causa ante las promesas formales de enmienda que ofreció Miranda72. [72] Un caso, tal vez, más significativo es el de Sabina Cortés quien interpuso por primera vez demanda de divorcio por sevicia contra su esposo Ignacio Leyba en 1794. Como tiempo después de la misma volvió a hacer vida marital con su esposo (“por las persuaciones, pues, qe. se me hicieron condescendí por entonces” ), desistió de la causa. En 1802 volvía a la carga con el argumento de que el maltrato persistía y porque Leyba, llevado por la embriaguez, la atacó con una espada. Al cabo de algunos meses de estar depositada en el Beaterio del Patrocinio, en febrero de 1803, Sabina manifestó su deseo de desistir en su demanda “por no encontrarse merito suficiente”, así como por estar llevando vida maridable con su esposo y, lo interesante, por estar reparándose y curándose de la enfermedad que padece (no menciona cual), “lo que no puedo hacer en este Beaterio con las comodidades que en mi casa”. El último escrito que presenta Sabina, el que solicita se suspenda el depósito, no sólo lo firma ella sino también su marido73.
Sea como fuere, e independientemente de las consideraciones anotadas, los expedientes promovidos por las mujeres demuestran básicamente dos cosas. De un lado, que la ideología patriarcal se encontraba, pese a los cambios por los que atravesaba la sociedad limeña de entre siglos, introyectada en la lógica y mentalidad femeninas. De otro modo no se explica cómo, a pesar de los exagerados e increíbles niveles de violencia soportados por ellas a lo largo de sus respectivos matrimonios, una gran cantidad de las mismas continuaban tolerándolos hasta que, como se afirmó, un suceso o circunstancias excepcionales colmaban la paciencia y actuaban como detonantes para promover las causas de divorcio. Asimismo, que el discurso religioso sobre el matrimonio promovido por la Iglesia pesaba aún significativamente en ciertos ámbitos de la sociedad de Lima, especialmente en los sectores femeninos. En efecto, a excepción de ciertos casos ya reseñados, las mujeres batallan por conservar la integridad de sus matrimonios y luchan por ellos de diferentes formas: recurren a la justicia ordinaria, acusan a sus maridos ante sus jefes para que éstos los corrijan y/o sancionen, los perdonan, o simplemente los soportan. Ello no nos debe llamar, sin embargo, a engaño. Las mujeres que desfilan y exponen sus dramas ante el Tribunal Eclesiástico no son necesariamente sumisas. Conscientes del rol que se les adjudicaba en la sociedad y, específicamente, en el matrimonio, luchan por una relación que, si bien reconocen como jerárquica, no está exenta de obligaciones y derechos para ambas partes, una relación asimétrica pero recíproca. En este contexto, el incumplimiento de una o más responsabilidades maritales por parte del esposo, daba pie a la protesta, al cuestionamiento y a la resistencia. Conscientes, asimismo, del divorcio como instrumento de resistencia y rebeldía apelaron a él cuando lo consideraron necesario o terminaron ellas mismas infringiendo, ante el hastío, las normas de convivencia que el matrimonio supone, es decir, recurrieron al abandono del marido, al goce de la vida independiente, al adulterio.
“Y yo como qe. soy un hombre debo sujetarla”. La reacción masculina
Si los expedientes de divorcio analizados constituyen un espacio de descarga y, eventualmente, de reflexión para las mujeres demandantes, un recurso primordialmente femenino en donde ellas son las que principalmente se manifiestan, los mismos pueden servir también, con las limitaciones del caso, como lugar de observación del comportamiento masculino en el matrimonio.
No es éste el lugar, por cierto, para ahondar en la problemática de la conducta masculina, tarea compleja que requeriría, entre otras cosas, del cruzamiento de información documental de distinta índole, al margen de consideraciones metodológicas que incluyesen los obvios distingos de clase, raza, lugar de residencia, educación, etc.
Me limitaré en las líneas que siguen a presentar ciertos rasgos básicos expresados en las reacciones de defensa masculinas ante las demandas promovidas por sus esposas, reacciones que entendemos, como se afirmó al principio del trabajo, se nutren básicamente de la ideología patriarcal.
No son pocos los hombres que reaccionan ante las denuncias de sus esposas y aunque sus mecanismos defensivos muestran escasa variabilidad, son sistemáticamente consistentes. Visible es, por ejemplo, el contraataque asociado a la calumnia y a la difamación. Juan Alfaro, a quien su esposa Gertrudis Torres había demandado por adulterio y sevicia a fines de diciembre de 1799, acotando que entre sus “bisios dominantes” estaba el juego, pretendió contrarrestar los escritos de ella efectuando una contrademanda casi 3 años después de haberse iniciado el juicio. En ésta, Alfaro acusaba a Gertrudis de haberse “inquietado” con un sujeto que frecuentaba la casa de su suegra, manifestando haberse enterado que ella “vive a su libertad y en consorcio, familiaridad, y satisfaccion, de un hombre, de oficio cigarrero con quien publicamte. se le avisto en las calles y plazas”, y que, incluso, la encontró “como una Bandida en Alta Noche” con personas poco competentes. La respuesta de Gertrudis no se hizo esperar. Manifestando que lo que su esposo decía era una calumnia, se preguntaba, con razón, porqué esperó éste tantos años para demandar y concluía que lo que Alfaro deseaba era hostilizarla y menoscabar su honor y nombre. Sería menester añadir que el matrimonio tenía sólo 4 meses de existencia al momento de iniciarse el juicio de divorcio y que Alfaro había sido denunciado penalmente antes del casamiento por pretender incumplir con su palabra de matrimonio pese al “estupro y rapto que perpetró en mi persona”, anotaba Gertrudis74.[74]
Pedro Pablo Miranda replica las imputaciones de su esposa María Bernarda Rodríguez acusándola de presentar testigos comprados, entre ellos dos sacerdotes, con el fin de gozar de libertad a costa suya y con protección del Tribunal. Considerando injusta la sentencia de alimentos que le impuso el Juzgado, acotaba que los 16 pesos mensuales que debía entregar a María Bernarda eran para diversiones, pues ella “ha promovido la que se ha glosado por interpretar el deasogo con qe. hoy se halla”. En un afán, asimismo, de mostrar una trayectoria marcada por la buena voluntad hacia su esposa, precisaba que cuando ella cayó postrada en cama por un accidente, aproximadamente en 1799, él permitió que María Bernarda fuese donde su madre a “medicinarse” por “no poder como hombre solo auxiliarla”, contribuyendo él con su mantenimiento. Es posible que esta última aseveración sea cierta, pero no hay que olvidar que por esa misma fecha, a decir de María Bernarda, ésta demandó en causa de divorcio por primera vez a Miranda, y si la denuncia no llegó a término alguno fue porque él prometió enmendarse. Por otra parte, no debe soslayarse, y así lo confirman también los testigos, que la sevicia provocada por Miranda se inició casi con la constitución del matrimonio75. [75]
En 1805, luego de 4 años de matrimonio, Josefa Marticorena demandó ante el Tribunal Eclesiástico a su marido, el soldado Miguel Gonzáles, solicitando divorcio “pr. la intolerable sevicia y malos tratamtos. qe. de palabra y obra” le infería. Alegando que los problemas con él comenzaron casi inmediatamente después de la consagración del vínculo, lo acusaba de no mantenerla por estar él unido a una amasia, razón por la cual se había visto obligada a realizar los “trabajos ms. recios y agenos de mi condición”, a lo cual se añadía la crianza de la hija adulterina de Gonzáles que colocó éste al cuidado de Josefa “al falso pretesto de ser dha. parbula una miserable esposita”. Pese a que la última aseveración de Josefa pudiera ser cuestionable: no resulta creíble que ella haya aceptado a la hija de su esposo creyendo, en principio, que era una expósita76; [76] lo cierto es que este hecho debe haber sido un importante motivo de malestar que sembraba la duda y alimentaba la desconfianza, lo que sumado a los acontecimientos reseñados, la obligaron a denunciarlo ante sus oficiales superiores. Poco tiempo duró la tranquilidad y como él continuaba hostilizándola, Josefa decidió apartarse de su lado trasladándose al “Pueblo Nuevo” donde fue acogida por un tío, a la sazón cura de la localidad. En estas condiciones y con un marido que, según ella, la perseguía, es que se interpone la demanda77. [77]
Gonzáles, sin embargo, se defiende y replica, y en su contestación al escrito de su esposa precisa tener pendiente ante el Coronel de su regimiento un juicio contra ella por adulterio y “mala versacn.”, acotando que la evidente infidelidad de Josefa había obligado al Coronel en cuestión ha proveer se le envíe a ella al Beaterio de las Amparadas. Posteriormente, las súplicas y promesas de enmienda unirían nuevamente a los cónyuges, pero ella volvería “a aquella vida licenciosa, adulterina y escandalosa separandose de mi compañía y vibiendo con el amacio”, motivo por el cual, a petición de sus jefes, el capitán del regimiento la capturaría y depositaría en el Beaterio mencionado. En este contexto, y con el fin de sorprender al Juzgado Eclesiástico, Josefa efectuaba la demanda de divorcio78. [78]
Dos versiones antagónicas se contraponen sin que entre una y otra encontremos aparente solución de continuidad. El discurrir posterior del juicio va aclarando, sin embargo, el panorama. La primera contestación de Josefa al escrito de Gonzales es sorprendente. A decir de ella los argumentos y providencias insinuadas por su esposo son tan falsos como los excesos que le atribuye, pues lo éste desea es obstruir el proceso enviándola al Beaterio señalado “como a las Delinquentes demandadas ó acusadas pr. sus maridos pa. qe. no diligencie”, suponiendo que con la pensión de alimentos que él prometía entregar y la condición de “forastera” de ella, “no habría qn. diese un paso a mi favor”. Un nuevo escrito de Josefa ratificando lo antes expuesto (“todo es una ficcion y patraña mal tramada” ), insiste en la necesidad de que Gonzáles exhiba los documentos que acreditan su denuncia y que éste no había podido probar, solicitando, además, al Tribunal se le franquee una certificación del juicio para resolver ante la Real Justicia lo concerniente a la pensión alimenticia79. [79]
Si a las réplicas de Josefa que, por lo demás, parecieran probar sus aseveraciones, añadimos las informaciones de los testigo presentados por la demandante, concluiremos que la respuesta de Gonzales estaba destinada a obstruir y entrampar el curso del juicio. Para conseguir su objetivo, el demandado no tuvo reparos en apelar a la falacia y al descrédito de su esposa.
Pero no todos los hombres actúan como los anteriormente citados. El panadero Juan de Dios Landaeta a quien su esposa, María Gonzáles de Troya, había demandado “pr. los continuos maltratos de palabra y obra, insultos y tropelías” que le infería, entre otros excesos, pretendió fugarse y evadir sus responsabilidades judiciales, motivo por el cual el Tribunal se vio obligado a notificarlo para evitar que salga de la capital. Landaeta, reconociendo su insolvencia económica, responde al Provisorato expresando que él no pretendió huir sino, más bien, viajar a la sierra para comerciar y cumplir con sus obligaciones maritales. Aunque lo expresado por el demandado pudiera ser cuestionable: al fracasar en su giro de panadero, según su esposa, “pr. la decidia y inaptitud en qe. se descubrio en tanto grado”, se dedicó al comercio de efectos de Castilla y de la tierra, dilapidando el capital puesto por ella; resultan tanto o más importantes para el análisis de su accionar las impresiones que deja sobre su matrimonio. Afirmaba Landaeta a este respecto haber cumplido con las “rremesas correspondientes” producto de su actividad mercantil, y que de esa forma habían vivido “sin la mas leve disencion conformes, y muy abenidos”, acotando que por una “leve discordia” ella se había retirado de su compañía. En resumidas cuentas Landaeta, no sólo tergiversaba las razones de su pretendido viaje a la sierra, sino que, para justificarlo y de paso mostrar una imagen diferente al panorama que pintaba María, recurría al mecanismo defensivo de la negación: el matrimonio había discurrido por las sendas de la “normalidad” y sin mayores conflictos y sólo porque surgió una “leve discordia”, ella había decidido separase de él y denunciarlo80. [80]
Análogo al caso antedicho es el de Pedro Zabala, quien contestaba a la demanda de su esposa concluyendo:
“No se a la verdad cuales puedan ser los causales que tenga para querer separarse de mi como de la union de este Sacramento; y quedar al abandono...”81. [81]
Como en el caso anterior, la negación del conflicto sirve a la parte demandada para desvirtuar y rechazar las imputaciones y argumentaciones respectivas de la demanda, presentando a la esposa como un ser neurótico o desquiciado que al reaccionar impulsiva y atolondradamente decide optar por el divorcio. Por otro lado, sin embargo, la reacción masculina obedece también al deseo de mostrar al esposo como persona adecuada, equilibrada y responsable, como la parte afectada que, en esa relación de equilibrio y reciprocidad que constituía el matrimonio, cumplía con sus obligaciones. En tales circunstancias, los maridos no tendrían más que sentirse sorprendidos pues ellos, cumplidores de sus responsabilidades, no eran los que habían transgredido el orden matrimonial.
Otros maridos muestran una actitud conciliadora que, según se desprende de sus réplicas, parece más aparente que real. El Capitán de Naturales José Manuel Roxas, demandado por su esposa Juana Robles, “proveedora y vendedora de algunas especias”, en razón de los “malos tratamtos. qe. asi de palabras como de obras” le infería, expresó al Provisor y Vicario General del Juzgado casi año y medio después de haberse iniciado el juicio que si la causa sufrió cierto retraso era porque él tenía “la esperanza deque la referida Juana entrase en rason, y variase de manejo”82. [82] Una posición semejante es la que manifiesta el ya conocido Jacinto Sánchez en relación al curso seguido por la demanda de divorcio que presentó su esposa Valentina Olivares83.[83]
En ambos casos, sin embargo, la buena voluntad y espíritu de tolerancia mostrados tanto por Roxas como por Sánchez resultaban engañosos. Roxas, entrampado en un largo y complicado juicio con una mujer que como Juana Robles demostraba ser una persona sumamente activa, independiente y voluntariosa, no había entorpecido el desarrollo de la causa por esperar que su esposa “entrase en razon” para posteriormente unirse nuevamente. Lo que esperaba era un certificado del Juzgado que acreditara que la causa estaba pendiente para que ella “no andubiese molestando otros Tribunales... [y] repeler con el la cavilosidad de esta Muger, y ebitar que todos los días me moleste con nuevas maquinaciones consiguientes á la poca veracidad y mala fé con que procede”84. No muy diferente era el caso de Sánchez cuyas afirmaciones, más que expresar anhelos de auténtica reconciliación, perseguían que su esposa retorne al hogar. En efecto, aproximadamente 2 meses antes que Sánchez se dirigiese por escrito al Tribunal, Valentina había huido de la casa -en opinión de él, “sin motibo ni causa”- llevando consigo 3 carretas y 8 negros, “dejandome con lo qe. tenía en mi cuerpo” por lo que se había visto obligado a dirigirse al alcalde ordinario para que la buscase y, como vemos, también al Juzgado Eclesiástico. Aludiendo al “orgullo y altivez” de ella, acotaba Sánchez: “ella quiere andar como si fuera libre del vínculo matrimonial... y yo como qe. soy un hombre debo sujetarla a qe. me cuide la casa y mis intereses”85. [85]
Sólo el caso del indio José Segarra, vecino del pueblo de Ancón (“Lancon”), pareciera acercarnos a la posibilidad de encontrar algún marido que muestre genuino arrepentimiento y propósito de enmienda. Casado durante 20 años con la también india María de los Santos Pujada, había sido demandado por ésta por un conjunto de excesos entre los que, obviamente, se encontraba el maltrato. Dichos excesos habían sido tolerados durante años por ella hasta que las amenazas de muerte convertidas en flagrantes atentados la obligaron a pedir el divorcio. En estas condiciones, y habiendo de por medio una misiva del alcalde de Lancon acreditando que Segarra era un tipo “muy peligroso con su bebida que luego saca cuchillo para la muger”, y que lo había encarcelado en varias oportunidades, es que el demandado, afirmando no tener como sostener el juicio por su “orfandad”, solicita al juez se le perdone sus excesos “haciendome poner en paz con ella qe. es toda mi solicitud” y prometiendo enmendarse86. [86]Sin negar el hecho de que Segarra, por sus antecedentes, pudiese regresar a sus andanzas, es posible creer en lo auténtico de sus palabras. Al fin y al cabo no era la primera vez que, promesas de por medio, se reconciliaba con su esposa.
En otro momento se afirmó que del total de 31 expedientes de divorcio examinados, sólo 2 de ellos tenían como demandante al marido. En efecto, no son muchos los hombres que demandan y menos si éstos presentan como motivos explícitos o implícitos de sus demandas el maltrato. Nizza da Silva afirma, con razón, al respecto, que los preceptos morales y sociales relativos al comportamiento de los sexos respaldaban la presentación de demandas por parte de las esposas, pero inhibían a los hombres que conviviendo con mujeres dominantes presentaban acciones similares. Para ellos resultaba inconcebible exhibir esta situación en el Tribunal. Por otro lado, “ningún hombre acusaría a su mujer de maltrato, por temor a quedar mal ante la comunidad”, pues si bien el varón tenía derecho a “corregir” a su cónyuge, ésta nunca debía agredirlo físicamente; no era bien visto por la sociedad87. [87]Por esta razón muchos prefirieron callar antes que denunciar88 [88]o, en su defecto, abandonaban el hogar ante la imposibilidad de controlar el comportamiento de ellas89.[89] Lo anterior nos lleva a concluir que, en algunos casos, eran las mujeres las que controlaban la política del matrimonio y las que otorgaban “mala vida” a sus maridos, lo que revela que aquella tiene más que ver con el poder que con el sexo. Ciertamente los hombres eran los que normalmente, por su fuerza física mayor y por el rol que la sociedad les otorgaba, ejercían dicho poder90.[90]
A diferencia de las mujeres, los hombres denuncian fundamentalmente por adulterio. Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano han probado para el caso de Lima, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, que la mayor parte de causas promovidas por varones relativas a conflictos matrimoniales (litigios, nulidades, divorcios), presentaban como factor primordial de las mismas al adulterio (32.1%), seguido éste por el abandono y fuga (21.4%) y la intervención de allegados (8.8%). La sevicia o maltrato en forma de golpes, injurias y amenazas contra la vida representa sólo el 7.7%. Aunque la forma como estos autores han ordenado o clasificado los motivos que los impelían a denunciar sea cuestionable, por razones ya explicitadas en otro momento, es indudable que sus conclusiones al respecto no dejan de ser importantes91. [91]
Pero el adulterio femenino, como el masculino, no estuvo exento de violencia. Considerado como un ultraje al honor, un maltrato moral, también estuvo vinculado a la agresión física y verbal pues, en general, era peor visto que el masculino92. Ello explica, sin negar las escasas pero evidentes muestras de violencia practicadas por las mujeres, porque “los maridos con amantes tendieron a pegar más, acción bien común, a sus mujeres, y/o se volvieron violentos cuando sospecharon el mismo crimen en sus mujeres”93.
El caso de Fernando Martínez, auto calificado como “pobre con exercicio en Pulpería”, invita a la reflexión. Relata Martínez en su escrito de demanda por sevicia y adulterio que, pese a haber recibido del Beaterio de las Amparadas a su esposa, María Eusebia Mendiola, “en clase de niña onesta”, resultó falsa “esta condición pues la halle corrupta”. En efecto, María Eusebia había estado hurtando sistemáticamente los bienes de su esposo y lo que era más grave, había atentado contra la vida de él proporcionándole periódicas dosis de veneno, en lugar de las medicinas que, por una dispepsia, le había recetado su médico. Ello había ocasionado que Martínez, averiguando por el origen de su intenso y creciente malestar, recurriese una vez más a su facultativo, el reputado Dr. José Gavino Chacaltana, quien confirmó que, lo que parecía un error del boticario, era un envenenamiento intencional: lo poco que ingirió “fue bastante para exitarle un incendio muy grande en todas sus viceras” y generarle pujos de sangre. En resumen, María Eusebia había intentado acabar con la vida de su esposo, lo que no sólo era confirmado por el Dr. Chacaltana, sino también por la persona que la había criado en el Beaterio quien, a pedido del Tribunal, manifestó saber de los padecimientos de Martínez y conocer que su esposa le había dado a éste una sustancia que lo indispuso94. [94] Aunque el asunto del adulterio no queda claro pues el demandante sólo se refiere a él como causa de su demanda, sin especificar como pudo haberse producido y, lo que es más importante, sin presentar testigos95, no parece haber duda alguna sobre el intento de homicidio -que es una forma extrema de sevicia-, motivado, fundamentalmente por el afán de María Eusebia de acceder prontamente a los bienes que en herencia le dejaba su marido96. [96]En otras palabras, la codicia, la búsqueda de una vida libre de las exigencias maritales, considerando que, desde su infancia vivió en un Beaterio y que debió haber sido bastante joven e inexperta al momento de casarse, amén de una posible relación adulterina, estaban en la base de una explicación sobre el fallido atentado.
El segundo expediente en el que un marido demanda a su esposa es el que promovió el herrero José Barrera contra su esposa Evarista Castilla97. [97] Ha sido escogido tanto por el hecho de encajar en la típica categoría de demanda masculina por adulterio, que incluye también en este caso el abandono y la fuga, como, fundamentalmente, por presentar parte de la respuesta femenina a los argumentos sostenidos por el demandante. En efecto, el documento carece, desgraciadamente, de un escrito que exponga los alegatos de Evarista -suponemos que se extravió- intentando contrarrestar las imputaciones de Barrera. A cambio, sin embargo, tenemos las declaraciones de los testigos presentados por ella que nos permiten, indirectamente, conocer que pudo motivar, como evidentemente parece, el abandono del hogar y el presunto adulterio.
Expresa Barrera que pocos días antes que se diese inicio a la causa, Evarista “extrajo excepto la cama, quanto conocio le podía ser util; y se ausentó con grave escándalo, principalmente de los vecinos”. Afectado en su reputación y honor, José entendía que el abandono de que había sido objeto obedecía a la presencia de un mozo que meses atrás acogió en su casa “obligado de caridad” pues éste “puntualmte. mendigaba hospedaje”:
“... franqueele mi mesa, é innosentemte. lo hice dueño de mis interiores, sin escasearle los comedimtos. que hubiera tenido con un deudo, ó con mi Padre. Con este pues, mi mujer se excedia de modo, que habria muchisimo marjen á mis sospechas. Notaba un manejo, en ambos, que casi me convencía de sus malicias. A las vezes solo me faltaba sorprenderlos in fraganti adulterio; pero la precipitación de ellos no llegó hasta tal descuido”98. [98]
Pero la suerte le seguiría siendo adversa a José. Un día después de la fuga de su esposa, el mozo al que había hospedado desaparecía también de su hogar. Sus testigos, en su mayoría herreros y mulatos, lo que indica que posiblemente él era también de esa casta, corroborarían la fuga de los presuntos amantes aunque afirmando no haber observado en ambos alguna acción que denotase la “mas leve sospecha de ofensa”.
Las explicaciones de Barrera sobre la conducta de sus esposa y sobre su relación marital son, sin embargo, contradictoria pues, por un lado, llega a afirmar no haber habido entre ambos disensión en los meses previos al incidente referido, “ni cosa que haya dado merito á tal exceso” y que “solo una prostitucion desesperada es la que puede influir á tanto atentado”; pero, por otro, a manera de introducción a los argumentos y sucesos centrales de la demanda, refería haber sido “el freno de una mujer licenciosa, acostumbrada a mal manejo, y que nada ha querido menos que distinguir los tiempos de soltera, y de casada”; acotando que por ella
“He tenido mi vida en riesgos, he sido desafiado, perseguido, y he pasado en fin ratos muy amargos: ella individualmte. ha exigido para su enmienda una enteresa supr. a la que puede cualquiera hombre racional”99.
Los testimonios presentados por los testigos de Evarista tal vez ayuden a entender las razones que motivaron a ésta a huir de su hogar. Sin negar la desaparición de la demandante, 2 de ellos refieren que José tenía un “genio iracundo” y un tercero que éste era “medio alocado”, coincidiendo con los anteriores en el sentido que José, continuamente, maltrataba de palabra y obra a su esposa y relatando sucesos diversos sobre su conducta violenta.
A tenor de lo afirmado por los 3 testigos de Evarista, es posible sugerir que ésta hizo abandono de hogar fugando con el mozo en cuestión, a raíz de la sevicia continua y reiterada que le proporcionaba su marido. No hay evidencia para penetrar o ahondar en móviles más profundos y conocer, por ejemplo, si José maltrataba a Evarista desde que el matrimonio se formalizó, o si ésta, lo había engañado anteriormente con otros hombres. En todo caso, las apreciaciones sobre lo que parecía, en principio, un ejemplo más de un expediente promovido por abandono y fuga, motivado por una posible relación adulterina, se matizan al observar que tras los sucesos en cuestión había una situación de maltrato que, lógicamente, era obviada por la parte demandante pero que explican, en parte, el comportamiento de Evarista. Un conjunto de aspectos reflejados también por los documentos quedan, provisionalmente, en el aire: la presencia manifiesta del racismo, la participación muchas veces activa de la familia y el entorno vecinal, la escasísima mención a los hijos, etc. Una investigación de mayor aliento deberá dejar constancia de éstos y otros elementos en el futuro.
Luis Humberto Bustamante Otero