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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Corazón de María, Corazón de la Iglesia

De Enciclopedia Católica

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PROLOGO

Tuve la felicidad de publicar en 1967 mi primer libro aparecido en lengua francesa referido a la Virgen María, Madre de la divina Providencia, quien obtuvo para mí la gracia de escribir y publicar, para la mayor gloria de su Hijo, el primero de una larga serie de volúmenes.

Desde entonces, los temas mariológicos han conocido diversos cambios, debidos especialmente a las enseñanzas del Sumo Pontífice Juan Pablo II. Al momento de reeditar el escrito de 1967, he creído oportuno simplificarlo y completarlo.

El primer anexo, concerniente al uso litúrgico del 1º de enero, que anticipaba, en concreto, un aspecto de la reforma litúrgica querida por el concilio Vaticano II: la vuelta (en el rito latino) a la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, con la conmemoración de la imposición del Nombre de Jesús, ha perdido su razón de ser.

Si bien es cierto que el segundo anexo, que proponía la transformación de la vigilia de la Asunción en festividad de la Dormición de María, como imitación latina de los ritos orientales no fue recogido por la actual reforma litúrgica, nada impide que en un futuro pueda ser aceptado. Nadie está en capacidad de asegurar que la reforma dispuesta por el último Concilio sea la última en la historia de la liturgia. Por lo tanto, el segundo anexo conserva su vigencia.

La presente edición agrega nueve complementos.

La mayor parte de ellos tienen en cuenta la profundización que Juan Pablo II ha querido aportar a las enseñanzas del Magisterio, concernientes al Misterio de María y el culto que le es debido para la gloria de Cristo (1).

Casi todos remiten a extractos del nuevo Misal Mariano, es decir de las cuarenta y seis misas votivas en honor de la Virgen, resultantes de una revisión dispuesta por el Concilio Vaticano II de las misas marianas de los propios diocesanos o religiosos.

La Santa Sede ha querido, en tanto sea posible, al conjunto del rito latino. El Papa Juan Pablo II aprobó este Misal con su autoridad apostólica y ordenó su publicación. (Sigla M.M.)

Además de estos documentos oficiales, he querido insertar, también, en esta última edición algunos extractos de los resultados de mis investigaciones (posteriores a la primera edición) sobre la persona y sobre la misión de María.

En efecto, participé desde 1974 en los trabajos de la Sociedad francesa de Estudios Marianos; he publicado varios estudios en la revista Marianum y otras; he compuesto una decena de artículos (2) para el reciente Diccionario Mariano (Dictionnaire marial) (De CLD, 1991) algunos de los cuales he empleado aquí.(Sigla:DM).

Especialmente, he retomado las ideas fundamentales del artículo sobre el Antiguo Testamento: María a la luz de la literatura sapiencial, para mostrar algunos aspectos de una mariología cósmica y “sophiánica” en el mundo latino, en el contexto del Misterio de la predestinación de la Inmaculada.

Bertrand de Margerie, jesuita Paris, 15 de setiembre de 1991, Festividad de Nuestra Señora de los Siete Dolores.

(1) He aprovechado la utilísima recopilación de los textos pontificios publicada por el P. J. Collantes, s.j.:El Corazón de Jesús en la enseñanza de Juan Pablo II (1978-1988), Instituto internacional del Corazón de Jesús, Madrid, 1990. (2) R. Pannet, G. Bavaud, B. De Margerie, Diccionnaire marial, CLD, 42 avenue des Platanes, 37170 Chambray.


INTRODUCCIÓN: María, signo de la caridad cristiana

La constitución dogmática Lumen Gentium nos enseña que la Iglesia católica nunca se ha cansado - y sin duda no lo hará jamás - de reclinarse filialmente sobre el Rostro glorioso de su Madre, para escrutar amorosamente el misterio insondable. Si María, como lo canta la liturgia del rito bizantino, es un “abismo insondable para los ojos de los Ángeles y una cumbre inaccesible para los razonamientos humanos”1 , se comprende que siempre forme parte de la contemplación de la Iglesia y que suscite la reflexión incansablemente renovada de sus teólogos.

En el misterio de María se expresa, de manera maravillosamente privilegiada y única, el amor eterno de las Personas divinas por las personas angélicas y humanas; el amor de Cristo por su Iglesia.

Todos los misterios, todas las situaciones, todos los actos, todas las palabras, todas las decisiones libres, todos los privilegios* de María, en la economía de la salvación, expresan la ardiente caridad de su Corazón traspasado y glorioso por las sociedades humanas, angélica y divina y por la Iglesia, de la que es miembro y madre. Esta misma caridad es el más perfecto reflejo puramente creado del Amor increado.

Desearíamos, pues, enfocar la totalidad del misterio mariano desde la perspectiva del Corazón de María y de su difusión eclesial. Esperamos, de esta manera, hacer fructificar - al menos en parte - las admirables intuiciones que tuvo Scheeben en el siglo XIX:

“En María, el corazón es el centro vital de la persona: la representa como tal en su carácter personal de Madre; corazón que es órgano de la maternidad corporal como de la maternidad espiritual. Toda la posición y la actividad de María se resumen en la noción del Corazón místico del Cuerpo místico de Cristo”2 .

Scheeben fue replicado, indudablemente de manera inconsciente en nuestro siglo, por el teólogo ortodoxo ruso V. Iljin quien expresaba así el alcance eclesial de su fe personal en la Inmaculada Concepción:

“María es el Corazón de la Iglesia. En la confesión de su pureza radical y original, es decir de su indivisibilidad, de su “tsélomoudriia” (castidad y también todo sabiduría) está contenida el testimonio de la unidad ya realizada de la Iglesia, y la prenda de su realización exterior y empírica; es decir, de la entrada en la Iglesia de la cantidad prefijada de elegidos”3 .

Consideraremos, entonces, al Corazón de María como corazón maternal de la Iglesia; primero en el dogma y en el culto mariano, apoyándonos sobres las inacabables enseñanzas de la Biblia y de los Padres, bajo la guarda vigilante del Magisterio, cuya expresión privilegiada es la liturgia. Luego, en una segunda parte, examinaremos de manera especial los problemas teológicos y las ventajas ecuménicas y pastorales vinculadas a la afirmación: el Corazón Inmaculado de María es miembro eminente y Corazón del Cuerpo Místico de Cristo.


I. EL CORAZÓN DE MARÍA Y LA COMPRENSIÓN DEL DOGMA MARIANO

Noción del Corazón de María

Entendemos la expresión “Corazón de María” el corazón de carne de la Santísima Virgen, como símbolo, expresión y asiento del doble amor, espiritual y sensible, por Dios y por los hombres, y, también, como el asiento de todas las virtudes - adquiridas e infusas -, de todos los carismas y de todos los dones de la Madre de Dios (cf. nuestro § 10).

El Corazón de María expresa y simboliza, pues, un amor que es, a la vez creado, redimido y corredentor, humano y sobrenatural, inmaculado, virginal, nupcial 4 , maternal y glorificado frente a las Personas divinas, angélicas y humanas. Diremos siguiendo a Scheeben - que se inspira en Santo Tomás de Aquino5 , que el Corazón de María es el centro vital de su persona, el resumen sintético de la personalidad de la Madre de Dios 5bis. Es decir, que esta expresión incluye, además, una referencia a todos los actos de libertad de María, y a la historia de su existencia terrestre. Su significado es inseparablemente esencial y “existencial”6 , pero de una irreductible originalidad: ¿cuál amor humano, totalmente y exclusivamente humano, ha sido a la vez inmaculado y rescatado, virginal y nupcial, virginal y maternal? ¿Cuál otro amor puramente humano ha sido elevado a los confines de la unión hipostática?

El Corazón inmaculado de María

La gracia de la Inmaculada Concepción significa “plenitud de Redención en aquella que debía acoger al Redendor”7 , o en otros términos, plenitud inicial de amor infuso y habitual (no necesariamente actual) creado en aquella que debía acoger al Amor increado. Desde el primer instante de su existencia terrestre, el Corazón de María, preservado de todos los gérmenes de odio demoníaco o de rebelión, fue invadido por el don infuso del amor sobrenatural, de una caridad tal que su imaginación y su sensibilidad le fueron perfectamente sumisas, y que su primer acto de libertad, opción decisiva respecto del fin último8 fue un acto de puro amor y de perfecto consentimiento a la gracia que obraba en ella. En este amor creado vivían las Tres personas divinas por la gracia santificante poseída a un punto tal que, considerando el dinamismo de toda la primera gracia recibida por María, Pío XII dijo con razón:

“La santidad del Hijo excedía y sobrepasaba inconcebiblemente la santidad de la Madre; pero el aumento de su santidad (la de María) sobrepasa tan de lejos toda otra santidad creada, que se esconde en inaccesibles cumbres de esplendor delante de las miradas deslumbradas de los santos y de los ángeles”9


Inmaculada para la Iglesia

¿No es precisamente para que la Iglesia de los santos y de los ángeles fuese inmaculada en el amor10 que el Corazón de María fue concebido sin la mancha del pecado original por Joaquín y Ana? ¿No esto lo mismo que se concluye del magisterio pontificio de san Pío X?:

“Si la Virgen fue liberada del pecado original fue porque ella debía ser la Madre de Cristo: ahora bien; ella fue Madre de Cristo con el fin de que nuestras almas pudiesen revivir a la esperanza de los bienes eternos” 11.

Dicho de otra manera, para que la Iglesia celeste fuese final y perfectamente inmaculada en el amor, María su miembro principal, su Corazón y su Madre, fue concebida inicialmente inmaculada y llena de una caridad sin tacha, sin ninguna vuelta de amor a sí mismo. El texto de san Pío X dice, con toda la claridad deseada, que el privilegio de la Inmaculada Concepción está ordenado a la misión de María en la economía de la Redención; y podría haberse dicho esto mismo respecto de todos sus otros privilegios. Desde su primer instante, el Corazón de María es, en el plan divino, Corazón de la Iglesia. María es Madre de Dios e Inmaculada para poder ser Madre de la Iglesia.

Por eso, cuando la Iglesia rinde un culto hiperdúlico al Corazón de su Madre, venera el amor infuso y habitual, tal vez inconsciente, pero muy real del que es objeto por parte de María, desde el primer latido de su Corazón Inmaculado; no menos que el primer acto consciente de libertad de este Corazón respecto de su Creador y de todo el pueblo de Dios. Este primer acto de libertad fue - privilegio de María - un acto de puro amor que abarcó con una sola mirada amante el Amor increado y todas las criaturas queridas por él. Un acto de oblación incondicional a los designios de Dios. Honrando este acto suscitado y obtenido por la gracia divina, formado por la caridad infusa y creada, que el Espíritu Santo derrama en los corazones, la Iglesia honra el acto que siendo su lejano origen creado, es al mismo tiempo el perfecto modelo de su ofrenda a Jesucristo.

Por lo tanto, no es solamente el amor actual y presente del Corazón resucitado de la Virgen, asumida en la gloria de su Hijo, el que venera la Iglesia; venera también el amor pasado, desde su primera entrega que se volvería intangible; un amor que tendía, desde entonces, a la Iglesia que hoy la honra; un amor integralmente humano, a la vez que puramente espiritual de una parte y sensible y corporal de otra. El amor de la más pura de las almas inmortales, unida a un cuerpo mortal. Un amor redimido, radicalmente preservado de todo egoísmo y de toda posibilidad de transformarse en odio, por el triple amor (divino, espiritual y sensible) de su Creador y Redentor, Jesús.

No solamente el Corazón de María, también su ardiente caridad estuvo, inclusive desde entonces, orientado hacia el futuro Corazón de Jesús, “manantial de vida eterna” (Jn 4,14); es un fruto anticipado de la Pasión y de la muerte del Corazón de Jesús. El culto de la Iglesia respecto del Corazón de su Madre tiene por último fin el Corazón de su Esposo y Predestinador.

En el amor predestinado de María, la Iglesia encuentra el signo personal más elocuente del amor del Verbo predestinador para consigo. ¡Cómo no decir con San Juan Damasceno!:

“En la presciencia de tu dignidad, el Dios del universo te amaba; como te amaba te predestinó, y en los últimos tiempos te llamó a la existencia y te estableció madre, para engendrar un Dios y nutrir su propio Hijo y su Verbo (...) Divino y viviente obra maestra, en el cual Dios se complació, cuyo espíritu es gobernado por Dios y se encuentra atento solamente a Dios; en él todo deseo se encamina a lo único deseable y amable; que sólo tiene cólera contra el pecado y contra su progenitor. Tendrás una vida superior a la naturaleza. Porque tú no la tendrás sólo por ti; ya que no fue por ti solamente por quien naciste. Lo harás, también, por Dios: por Él viniste a la vida; por El servirás a la salvación universal, para que el antiguo designio de Dios - la Encarnación del Verbo y nuestra divinización - por ti se cumpla ...Corazón puro y sin mancha, que contempla y desea al Dios sin mancha”12.

No se podría subrayar suficientemente la profundidad de la formulación del Damasceno. En el progreso de su santidad, el Corazón de María refleja al Dios inmaculado que ve: “Bienaventurados los corazones puros, porque verán a Dios”. A esta pureza del Corazón de María pertenece la cólera, formada por la caridad divina, contra el pecado y contra el demonio que lo genera. Cuando la Iglesia venera al Corazón Inmaculado de María, venera, también este caritativo odio, amado e imitado por ella.

El Corazón virginal de María

El corazón de María pudo haber sido, también, inmaculado sin ser virginal. Precisamente porque María fue preservada del pecado actual, ella hubiera podido, sin el menor inconveniente para su propia santidad, conocer los placeres de la carne. La doctrina de la virginidad de María no podría ser identificada con el desprecio de la obra de la carne del matrimonio; sólo es plenamente comprensible e inteligible, en su sentido y en su finalidad por aquel que reconoce su necesidad, no intrínseca sino económica, es decir, en el plan concreto que la Providencia adoptó para la salvación de la humanidad: una economía de redención por la muerte de la Cruz. Las luces de la teología especulativa y aquellas de la exégesis se refuerzan, aquí, mutuamente. De una parte el Padre Guy de Broglie nos dice con precisión: “María se preparó para convertirse en Madre del Salvador por su elección deliberada de una virginidad voluntaria, es decir, de un estado de vida que, desde el punto de vista de la naturaleza femenina, equivalía a una intención de renuncia y de muerte. Porque, ¿ no es acaso, en un sentido verdadero, optar deliberadamente por la muerte el esterilizar en sí todas las fuerzas y todas las inclinaciones dadas al ser humano para perpetuar en su descendencia la vida de que es depositario? El sentido y la finalidad de esta doble virginidad voluntaria (de Cristo y de su Madre) se nos muestran con una luminosidad indiscutible en tanto que tal renunciamiento jamás pudo ser dictado sea a Jesús, sea a su Santa Madre por esta humilde y precavida desconfianza de sí mismo que deben experimentar los otros seres humanos delante de su propia enfermedad espiritual. Porque, al escapar ambos a la herencia del pecado de Adán, Jesús y María reencontraron en ellos, por el contrario, toda la rectitud de la inocencia original. Tal renunciamiento no podía, entonces, tener para ellos otro sentido ni otra razón de ser que la expiación de las faltas de los otros seres humanos, o inclusive el iluminar y alentar a los otros hombres a seguir el ejemplo de sus conductas”.13 El exegeta más reciente de “la virginidad en la Biblia”, L. Legrand, reúne con sus métodos de análisis literario, las orientaciones del padre Broglie. Concluye de esta manera su examen de la “espiritualidad lucana de la cruz cotidiana”: El celibato es una de las formas más crucificantes de renuncia, una de las maneras más radicales de llevar sobre sí la “nekrôsis”, la muerte de Jesús... Abrazando el celibato, se va hasta la renuncia del deseo que es, tal vez, el más profundo del hombre, de tener hijos y, mediante ellos, burlar de cierta manera a la muerte y ver prolongarse su destino en sus descendientes. Nada hay de pecaminoso en este deseo. Constituye, sin embargo, todavía, una forma de confianza en la carne. El discípulo que comprendió el verbum crucis no tenía otro espíritu que el que resplandecía allende la cruz. Carga la cruz, y también aquella del celibato. La virginidad se vuelve para él una manera radical de llevar al máximo la mortificación que exige su comunión con el Maestro crucificado”. Legrand concluye: “Las observaciones de Lucas respecto de la virginidad representan un desarrollo teológico. El celibato cristiano anuncia la cruz”14. Luego, nuestro autor publica esta interpretación a la presentación lucana del misterio de María: “Si es exacto que el Evangelio de la Infancia está sobreentendido por una tipología pascual y si, para Lucas, la virginidad es una participación anticipada de la Pasión, en tanto que la intervención del Espíritu luego de la concepción de Jesús anticipa la resurrección, resulta altamente probable que Lucas haya visto perfilarse la cruz detrás del misterio de la fecundidad de María. La virginidad fecunda de María anuncia la muerte vivificante de Jesús. La Virgen, como la cruz, representa la transformación de la debilidad de la carne en fortaleza por la acción del Espíritu de vida. En la teología del Evangelio de la Infancia, la virginidad de María significa pobreza y debilidad; juega el rol de la cruz en la teología paulina. La “tapeinôsis” (no humildad sino humillación, como el término hebreo oni : abandono, miseria) de la Virgen cobra todo su sentido en la similitud a la “etapeinôsen” del Calvario (Fil 2, 8)15. Tal es para Lucas el sentido de la virginidad de María. ¿Lo era también para ella? Aunque Legrand no quiere tomar partido respecto de este punto16, creemos que se puede sostener perfectamente, a la luz de los datos que nos brinda, que la joven Israelita inmaculada, conocedora de las Escrituras y no menos de los cánticos del Servidor que del cántico de Ana, había optado voluntariamente por la virginidad de una manera sacrificial, frente al pecado del mundo y al orgullo que acompaña a menudo la generación carnal17. Es de una manera plenamente deliberada que la “esclava del Señor” quiso una virginidad humillante, hecho no remarcado suficientemente por Legrand al término de su análisis exegético luego de que afirma con precisión: “María se compara con Ana. Su “humillación de virgen es análoga a aquella de Ana la estéril. En auténtica mentalidad judía, ella no consideraba a la virginidad como un título de gloria, sino como un anonadamiento, una forma de indigencia, una condición humillada. Es lo que María expresa en el Magnificat. Fue humillada siendo Virgen, pero fue elevada sin oprobio. Fue despreciada, pero ahora es proclamada bienaventurada (1, 48). Siendo pobre, fue exaltada (1, 53); estando desvalida, fue colmada (1, 53) (...) Desde la óptica de Lucas 1-2, la virginidad de María es, por tanto, pobreza total; privación no sólo de los bienes mundanos sino inclusive de aquel que concedía a las mujeres, en Israel, el derecho al respeto18. El Corazón humildísimo de la Inmaculada veía en esta condición humillada de la virginidad, carente de “título de gloria” delante los hombres, una virtud real (hecho que me parece que no ha sido resaltado suficientemente por Legrand)19, un don de Dios que le permitía glorificar a su Creador ofendido por el orgullo sensual de tantos hombres. De esta manera se explica, como lo remarcan con precisión Donelly20 y Holzmeister21, siguiendo a San Bernardo y yendo en contra de algunos Padres, la pregunta hecha al Ángel por María: “¿Y esto cómo podrá ser si no conozco varón? (Lc 1, 34). Ello significa, a la vez, resolución de mantener la virginidad - como lo reconocen inclusive ciertos exegetas protestantes - y disponibilidad delante de un plan divino eventualmente diferente que exigiría que María “conociese varón”. Por ese motivo, precisa Lagrange con la misma sutileza, que María habla en presente y no en futuro23. María estaba dispuesta a someterse completamente a la voluntad de Dios, inclusive aceptando el matrimonio. Sólo quería estar segura de que la renuncia eventual a la decisión que había tomado inicialmente bajo la inspiración de la gracia, fuese conforme a la voluntad de Dios. Consta, entonces, que la virginidad de María, perpetua y física, es una decisión libre de su Corazón inmaculado obrada por el Espíritu, una renuncia corredentora a la gloria mundana de una maternidad según la carne, una opción reparadora en favor del pueblo de Dios. Un acto de amor, no sólo por Dios, sino también por los hombres orgullosos y sensuales. Recíprocamente y por contrapartida, la opción virginal de María viene a matizar y a colorear con un tinte especial, no solamente el amor que tiene a su Creador, sino también aquel que tiene a todo hombre. María ama cada persona humana con dilección virginal, completamente polarizada por la presencia de Dios en ella. Esta dilección virginal por la humanidad amada en Dios y la decisión voluntaria y libre emanada de ella es lo que la Iglesia honra cuando rinde culto al Corazón de María, que es su propio Corazón virginal. No es en otro lugar, sino en el Corazón de María, donde se ha realizado de la manera más perfecta lo que decía San Agustín respecto de la Iglesia:

“Omnis Ecclesia virgo (...) omnia (membra) in mente servant virginitatem. Quae est virgitas mentis? Integra fides, solida spes, sincera caritas? 24

La virginidad psíquica de María aparece desde este ángulo como un signo sacramental de la integridad inmaculada de su Corazón y de la integridad virginal de la Iglesia. Nos interesa en la actualidad, en la Iglesia, considerar la virginidad de María como una fuente de inspiración para nuestra práctica de la castidad. Cada ser humano es una persona compuesta de un alma inmortal y de un cuerpo mortal, destinado, a través de la muerte, a una resurrección gloriosa. Es decir, a una completa transfiguración por el alma glorificada. El alma es el principio inmaterial de la vida material al mismo tiempo que goza del maravilloso poder de entrar en contacto inmediato con su Creador por medio de actos de amor voluntarios. En otros términos, el alma humana se sitúa a medio camino entre el mundo temporal y la eternidad de Dios. Es capaz de dominar el mundo en la medida en que esté sometida a su Creador inmanente. El cuerpo de María no conoció jamás el placer sexual porque su alma lo excluía por amor a Dios y a la humanidad. Desde que tuvo uso de razón, María practicó siempre la virtud de la castidad; es decir un control racional y voluntario sobre toda su sexualidad psicosomática. Podemos, tal vez, sorprendernos al escuchar hablar de la sexualidad humana de la Virgen María. Recordemos que Dios no ha creado nunca un ser humano no sexuado. La distinción de sexos en la humanidad no es el resultado de una ciega evolución animal inacabada, sino de una sabia disposición de la divina Providencia; de una voluntad eterna del Hijo de Dios preocupado por conservar con vida a la humanidad, por medio de su propia colaboración, justamente a través de una diferenciación sexual. En cada ser humano, la sexualidad humana - como todos los otros bienes materiales o psicológicos- es objeto de una elección de la divina Sabiduría, Poder y Misericordia. El Concilio Vaticano II nos habla a la vez del carácter sexual y del misterio de la persona humana. Cada persona humana es un misterio, en el sentido que el alma humana está llamada a la visión beatífica del Creador y que el cuerpo humano está destinado a una vida inmortal. Podemos decir, entonces, que la sexualidad psíquica y psicológica de María pertenecen al misterio de su persona. María conoció y reconoció el supremo dominio del eterno Ser divino sobre su cuerpo y sobre sus pensamientos, y sobre los recuerdos y los deseos de su alma. Su consagración total a Dios, renovada a menudo, brotaba de su amor apasionado por el Padre celeste y por todos los hombres, sus hermanos. En ella, la virtud moral de la castidad estaba totalmente penetrada por la virtud teológica de la caridad respecto de Dios, de cada uno de nosotros y de ella misma. Se amaba a sí misma y amaba a cada uno de nosotros por puro amor a Dios solo. Todo eso está implicado en su declaración al Ángel: “No quiero conocer varón”, es decir: “no quiero conocer carnalmente ningún hombre porque aspiro a un conocimiento mejor, espiritual y eterno de todos los hombres y de todas las mujeres. Especialmente, no deseo conocer carnalmente a mi esposo José, porque con él quiero servir a Dios en virginidad”. La misteriosa y virginal castidad de María nos obliga, a nosotros que somos sus hijos espirituales, a reconsiderar bajo su inspiración nuestra propia práctica de la virtud de castidad en pensamientos, deseos, miradas, palabras y actos. Bajo la luz destellante de la castidad inmaculada de María, comprendemos mejor estas verdades: la lujuria, idolatría del cuerpo, desprecia simultáneamente los derechos del Creador y la ardiente aspiración del cuerpo mismo, destinado a la resurrección gloriosa por el Hijo de Dios, como lo explicara en 1971 en mi libro Le Christ pour le monde (Cristo para el mundo) (cap. XII). La lujuria en pensamientos y en actos es, sin duda, la forma más común del ateísmo práctico de muchos cristianos nominales que hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan por sus actos íntimos y por sus actos exteriores (Tt 1, 16). Muchos se dicen hijos e hijas de María, su Señora, y sin embargo reniegan de ella por la voluntaria impureza de su imaginación y de su comportamiento. Pero María intercede para preservarnos de la desesperación ética y contemplamos, con el prefacio de la Hija de Sión, del Misal Mariano, su obra reparadora.

“Hija de Adán por naturaleza María reparó por su pureza el pecado de la primera mujer; descendiente de Abrahám por su fe, fue confiando que ella concibió al Hijo de Dios”.

El Corazón nupcial de María

Podría pensarse que, subjetivamente, la Virgen María eligió25 a José, el hombre justo predestinado26 para esta misión; justamente como esposo para poder conservar la virginidad consagrada, en el seno de una sociedad judía donde el celibato consagrado no era practicado sino por los grupos marginales Esenios. Pero objetivamente este matrimonio virginal tenía además, como lo enseña Roberto Belarmino27, otros fines: preservar a la Virgen de la sospecha de adulterio y ayudarla en la educación del Dios - Niño. Este matrimonio virginal produjo, en el Corazón de la Virgen, un amor creciente y único por San José, guardián de su virginidad; virgen él mismo para ella28 y por ella; con ella educador del Hombre - Dios, Mesías y Salvador. El nombre de Jesús, que María y José conjuntamente confirieron al Hijo de Dios, de Adán y de David, en obediencia a la voluntad divina, fue el nudo supremo de este amor indisolublemente virginal y nupcial. En el cielo como en la tierra, el Corazón de María ama a José con este amor que ella no tiene ni podrá tener por ninguna otra criatura. ¿Cuál otra habría podido tener el derecho a un amor tan íntimo? San José es el amigo aparte; el amigo único de María, que ella ama más que a los ángeles y a los santos más perfectos, y que quería más santo que toda criatura. María supo ser deudora a José del honor, de la vida (sin él, recalca San Jerónimo, ella pudo ser lapidada), del pan cotidiano y supo deberle a Jesús mismo, que no hubiera podido ser concebido virginalmente en ella sino gracias a la virginidad de San José30. Honrando al Corazón de María, no sabríamos hacer abstracción de este objeto privilegiado de su amor que fue San José. Salvo algunas excepciones y algunos tratamientos parciales y locales, este amor y este matrimonio no han encontrado en las síntesis mariológicas, el lugar que merecen.31 ¿No será, acaso, que no se ha remarcado suficientemente la significación eclesial, a pesar de ser percibida por Sauvé? 32 “Dios - nos dice - decidió desde la eternidad entregar su Hijo al mundo, pero sólo gracias a este matrimonio virginal. Este matrimonio era tanto más cierto cuanto era el signo y la prenda más perfecta, después de la Encarnación, de la unión de Jesús con su Iglesia. Esta unión, que el matrimonio de José y María anuncia, se inaugura en la perfección. Aunque la unión de Jesús con su Iglesia no será más que la prolongación - necesariamente menos perfecta - de este matrimonio vivificado por la presencia de Jesús. Porque en el futuro ¿a qué alma podría estar unido Jesús tan íntimamente y tan profundamente que a las de María y de José, unidas entre ellas por Él? 33 La Iglesia, Esposa virginal de Cristo, su Salvador, cuyas nupcias son sacramentalmente representadas y actualizadas por todos los matrimonios cristianos, ama en el Corazón de María la irrevocable decisión de un matrimonio virginal, y el amor nupcial único por San José, condiciones y fuentes de su propia existencia. En el corazón nupcial de la Inmaculada, la Iglesia ama, también, con un amor fiel e indisoluble a San José, causa ejemplar y meritoria de su propio amor invencible por Jesús. Un amor casto, fuente de castidad conyugal para los esposos cristianos; un amor cuya contemplación le hace seguir más fácilmente la sugerencia del Apóstol Pablo: “privarse el uno del otro de común acuerdo, por un tiempo, para dedicarse a la oración” (1 Co 7,5). La Iglesia sabe, por lo demás, que reflexionando sobre este matrimonio virginal, su prototipo, está llamada a descubrir más exactamente que “la esencia del matrimonio consiste en la unión indivisible de los espíritus, en virtud de la cual los esposos están mutuamente obligados a la fidelidad”, como lo subrayaba Santo Tomás de Aquino34. La contemplación del matrimonio virginal de María y de José ha hecho comprender a la Iglesia que el matrimonio ya es verdadero antes de ser consumado carnalmente. ¿No es, también, una consideración orante de este matrimonio único - al menos en parte - el origen del audaz contrato mediante el cual San Juan Eudes tomó a María por Esposa mística? 35. Se comprende, entonces, que el culto de la Iglesia para con el Corazón de María lleva a glorificarlo como el corazón virginal y nupcial de la Esposa de José. Y es como tal que María es el Corazón de una Iglesia Esposa y Virgen. En su exhortación apostólica sobre La figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia (15 de agosto de 1989), Juan Pablo II nos ayuda a contemplar el matrimonio de María con José: “Las palabras dirigidas (por el Ángel del Señor) a José son muy significativas: “No temas recibir contigo a María, tu mujer, pues su concepción es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). Explican el misterio de la Esposa de José: María es virgen en su maternidad... Lo que se cumplió en ella por obra del Espíritu Santo expresa, al mismo tiempo, una particular confirmación del vínculo esponsal que ya existía entre María y José. De esta manera su matrimonio con María su realizó por voluntad de Dios, debiendo ser conservado. En su maternidad divina, María debe continuar viviendo como “una virgen, desposada con un varón” (cf. Lc 1,27) . En las palabras de la anunciación nocturna, prosigue el Papa, José vuelve a oír la verdad sobre su propia vocación. Justo, ligado a la Virgen con un amor esponsal, José es llamado nuevamente por Dios a este amor. Si aquello que es engendrado en María viene del Espíritu Santo, ¿no es necesario concluir que su amor de hombre es, también, regenerado por el Espíritu Santo? ¿no es necesario pensar que el amor de Dios derramado en el corazón del hombre por el Espíritu Santo (Rm 5, 5), da forma de la manera más perfecta a todo amor humano? Forma también - y de una manera muy singular – “el amor esponsal de los esposos”. La profundidad de esta intimidad, la intensidad espiritual de la unión y del contacto interpersonal del hombre y de la mujer provienen, en definitiva, del Espíritu que vivifica. José, obedeciendo al Espíritu Santo, encontró en él la fuente de su amor esponsal de hombre (Redemptoris custos, 18 - 19). Se ve: para Juan Pablo II, el Corazón de María Esposa favorece la eclosión de un auténtico amor conyugal. Es en el Corazón inmaculado de aquella que los Padres y Doctores llaman algunas veces la Esposa del Padre, la Esposa del Hijo (Cirilo de Alejandría, Roberto Belarmino), la Esposa del Espíritu (León XIII) y que es también la esposa no desposada, (ver la expresión de la liturgia bizantina) según el Espíritu y no según la carne, de José que los justos pueden sacar el tesoro de un casto amor conyugal, ligado por la gracia sacramental del matrimonio. El prefacio de la misa de Nuestra Señora de Nazaret nos presenta la magnífica conclusión resultante con forma de alabanza:

“En Nazaret la Virgen inmaculada unida a José el Justo por un amor profundo y purísimo, te entona cánticos y te adora en silencio, te celebra mediante su vida y te glorifica con su trabajo”

El Corazón de María, Madre del Dios Redentor

Para la Iglesia el Corazón de María es, ante todo, el Corazón de la Madre de su Salvador; el origen y el co-principio, en dependencia del Espíritu Santo, del Corazón de Jesús. Hay teólogos - que además son místicos - que rivalizan a porfía para afirmarlo. Escuchemos a San Francisco de Borja: “María concibió al Hijo de Dios en su espíritu por la fe; en su corazón por el amor; y en su carne y en sus entrañas revistiéndole de esta carne para nuestra Redención”36. Recogiendo con mayor claridad el sentido físico y corporal, y no solamente el sentido simbólico de la palabra “corazón”, San Juan Eudes escribiría un siglo más tarde: “... Este Corazón que no solamente es el principio de la vida del Niño Jesús, sino que además es el origen de la sangre virginal de la que su humanidad sagrada fue formada en las entrañas de su Madre; (...) este Corazón que es la parte más noble y la más venerable de este cuerpo virginal, que dotó de un cuerpo al Verbo eterno; este Corazón principio de la vida de nuestra Cabeza es, por consecuencia, principio de la vida de sus miembros”37. Estas expresiones tan claras, hacen explícito lo que estaba implícito desde hacía largo tiempo en el pensamiento de la Iglesia sobre la maternidad divina. Aunque San Agustín había dicho ya con toda claridad que aquella era, inseparablemente, una unión física y moral38 las declaraciones del concilio de Éfeso parecen resaltar sólo el aspecto físico del misterio: “ María es Madre de Dios porque ella “engendró según la carne al Verbo de Dios hecho carne”39. Es cierto que el Occidente estuvo poco representado, numéricamente hablando, en este Concilio. La importancia decisiva de Vaticano II, desde ese punto de vista ¿no ha sido la de integrar en una Constitución Dogmática de la Iglesia lo que los teólogos modernos, inspirados por Scheeben, llamaron el “concepto integral de la maternidad divina”, percibida como una relación ontológica del hecho de la maternidad física, sino además como una relación moral de amor y de entrega al Verbo?40 ¿No es lo que resulta de este texto, elegido entre muchos otros: “Maria quæ, Angelo nuntiante, Verbum Dei corde et corpore suscepit ”? Éfeso se limitó a anatematizar a los negadores de la maternidad divina y a afirmar aquella según la carne, sin profundizar su naturaleza o su condición, ni el rol de la libertad de María en la realización del Misterio de la Encarnación; pero, por designios de Dios, correspondió a Vaticano II el presentarnos una visión de la maternidad divina más completa, más equilibrada y más en armonía con el interés moderno por la subjetividad y por la libertad. Hay ahí un indiscutible progreso doctrinal poco advertido, que explicaría, al menos parcialmente la herejía protestante, negadora de todo rol activo de María en el Misterio de la Encarnación 41. Entre Éfeso y Vaticano II hay un Lutero, un Calvino y un Barth42-43. Si el mundo protestante regresara hoy día a San Agustín, del que se proclamaban discípulos Calvino y Lutero, ¿no descubrirían con el Doctor de la Gracia que “Maria Christi carnem fide concipit”44 y que, por consecuencia, el Corazón de María tuvo un rol decisivo en la salvación de la humanidad? Escuchemos a René Laurentin comentarnos, bastante bien, ese texto: “La maternidad divina es preparada por la fe de María; propuesta a su fe, se realiza en virtud de un consentimiento que es un acto de fe. Este acto de fe perfecta, consumado por la caridad, es meritorio”45. Aunque el Oriente cristiano no haya ignorado completamente este rol de la libertad amante y el de la fe de María - pensamos, por ejemplo, en San Juan Damasceno46 - en el momento de la Encarnación, hay que reconocer que la teología occidental, desarrollando el pensamiento de San Agustín, la profundizó de una manera singular. ¿No alcanzó la cumbre con la interpretación de la respuesta de María al Ángel Gabriel que nos legara San Roberto Belarmino: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”? El doctor jesuita vio, en efecto, como lo he explicado largamente en otra parte47, a la vez un consentimiento obediente a la gracia, una opción y una decisión libre, un deseo y una oración : “opto et peto ut fiat mihi secundum verbum tuum”; “ipsa elegit fieri Mater Dei”. Se podría decir, también, que es mediante esta respuesta y en ese preciso instante que el Corazón de María se convirtió en el Corazón de la Madre de Dios y de la Iglesia; corazón de la Iglesia que ella lleva en sí. “Teniendo a Jesús en su seno, María llevaba también a todos los que estaban contenidos en la vida del Salvador. Todos nosotros, que estamos unidos a Cristo debemos decirnos originarios del seno de la Virgen”, escribía san Pío X48. En un estilo más riguroso, y no sin abrir otras perspectivas netamente corredentoras, Vaticano II comentaría así el “Ecce ancilla Domini”: María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón (pleno corde) y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente”49. La obra del Hijo es, evidentemente, la Iglesia. María servidora y madre “doulè kai métèr”, como bien decía San Juan Damasceno50 no lo es sólo respecto de Cristo sino también respecto de la Iglesia. La Iglesia que por voz de Pablo VI proclamó que María es su Madre, proclama también, en el texto que comentamos de Lumen Gentium, que la Reina del mundo se hizo servidora para el triunfo de la obra redentora de Jesús. Ninguna contradicción: ¿no es la maternidad servicio y esclavitud de amor? ¿Una madre no se pone voluntariamente al servicio de sus hijos? ¿no se hace esclava de su salud?. Servidora del Redentor, María se puso necesariamente al servicio de sus hijos, redimidos por Él, como una esclava de amor.51 Vaticano II asocia estrechamente la maternidad divina y la consideración de la obra redentora de Cristo. Los textos que antes citamos, como los que citaremos luego, nos alientan a decir junto al padre de Broglie: el primer principio de la mariología católica es que “María, lejos de ser solamente Madre de un Dios Redentor, y lo que es más, de un Dios redentor venido entre nosotros para asociarnos a todos (comenzando por su misma Madre) a sus renunciamientos salvadores”52. Esta fómula -nos parece a nosotros- resume mejor que otras la idea fundamental del capítulo VIII de Lumen Gentium. María no es solamente la Madre de Cristo según la carne, sino además la Madre del Redentor como tal. Si a primera vista, pareciera que Vaticano II no dice mucho del Corazón de María, nuestro examen textual nos ha mostrado ya que se trata de una mera apariencia: la Constitución conciliar subraya en realidad que es el Corazón de María (en todos los sentidos que engloba el término corazón) que acoge y da al mundo al Verbo redentor: “Maria Mater Dei et Redemptoris, corde et corpore Verbum Dei suscepit et vitam mundo protulit”53. Y precisa además que se trata del Corazón de María inmaculado: “pleno corde et nullo retardata peccato”54. Fue justamente porque María aceptó libremente ser la Madre de Dios Salvador, en un acto de puro amor por Dios y por la humanidad -que ratifica y prolonga su primer acto de libertad- que su Corazón virginal se convierte, en el momento de la Encarnación, el Corazón de la Iglesia redimida (cf Ef 5, 23), concebida en este Corazón virginal por aquel (acto) bajo la acción del Espíritu, esposo invisible de María. Desde la Anunciación, aceptada y consentida, el Corazón de María es el Corazón inmaculado de la Iglesia inmaculada compuesta de miembros maculados55; es el Corazón de la Madre, de la Reina y de la Servidora de la Iglesia. Antes inclusive que la misma Iglesia, concebida por el Corazón de María, naciera de ella y de sus lágrimas al mismo tiempo que del Corazón herido del Redentor (de ambos) clavado en la cruz. Scheeben expresó con una incomparable profundidad el misterio redentor y eclesial de la Anunciación al escribir: “El lugar de María encuentra una analogía perfecta en el corazón humano. La cabeza, en efecto, es nutrida por el corazón mediante la sangre; le debe, entonces, su existencia material. Recíprocamente, la cabeza comunica el espíritu vital al corazón a través de los nervios haciendo posible que realice su labor”56. Cristo como Dios creador de María y (como) cabeza suya, le debe sin embargo su existencia humana, y le da más abundantemente que cualquier otra persona creada, la abundante efusión de su espíritu, alma de la Iglesia. El Verbo de la bondad divina57 asume un corazón gracias a la generosidad que él mismo deposita en el corazón amante de María. En el Cuerpo místico de Jesús, María - Madre de la Cabeza - es el Corazón. En su encíclica Redemptoris Mater, Juan Pablo II exalta (§ 7) el lugar único de María en “el eterno plan divino de salvación, eternamente ligado a Cristo”. Incluyendo a toda la humanidad “reserva un lugar único a la mujer que es Madre de Aquél a quien el Padre confió la obra de la salvación”. Más adelante el Papa precisa a la luz de la teología de los dos Adanes: “en el designio salvífico de la Trinidad, el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento supremo de la promesa hecha por Dios a los hombres después del pecado original, cuyos efectos pesan sobre la historia del hombre (cf Gn 3, 15). La victoria del hijo de la Mujer no se realizará sin un duro combate (“el linaje de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente”) que debe colmar la historia humana. María, Madre del Verbo encarnado, se encuentra situada en el centro mismo de esta hostilidad; de la lucha que marca la historia de la humanidad sobre la tierra y de la misma historia de la salvación. Ella lleva en sí, como persona distinta entre los humanos, la “gloria de la gracia”, y esta gracia determina la grandeza de la bondad extraordinaria de todo su ser. De esta manera María permanece, delante de toda la humanidad como signo inmutable e intangible de la elección divina (Ef. 1, 4-5). Hay en esta elección más poder que en toda la experiencia del mal y del pecado; que en toda esta hostilidad de que está marcada la historia del hombre”( § 10). Para María, ser Madre del Salvador es, pues, una lucha contra el pecado por amor a la humanidad. El Corazón de María no es de ninguna manera un corazón dulzón, sino el corazón de una Mujer victoriosa que participa por amor del odio de su Hijo por el pecado; contra nuestros pecados; contra mi pecado. Para ella aceptar el plan divino es ofrecerse para la lucha, para las pruebas, para el sufrimiento; a la alegría de poder cooperar de esta manera con la salvación eterna de sus hermanos y hermanas. El Misal Mariano, en el prefacio de la misa votiva de Santa María, Madre de Dios, transforma estas convicciones en alabanzas:

“Por un misterio admirable e inefable, María, la Virgen Santa, concibió a tu Hijo único, llevó en su seno al Señor del universo, permaneciendo Virgen después del parto. Ella está doblemente colmada de alegría, porque se maravilla de concebir en su virginidad, y se regocija de dar al mundo al Redentor”

El Corazón de María saca de la contemplación de su propia maternidad divina, de su virginidad inviolada y del Señorío de su hijo, una alegría que se acrecienta sin cesar, al punto de devenir “la causa de nuestra alegría”, incesantemente incrementada.


El Corazón compasivo y co-redentor de María pre-redimida

“El Corazón de la Virgen, escribía San Lorenzo Justiniano, fue conformado como espejo clarísimo de la Pasión de Cristo y una imagen perfecta de su muerte”58. Digamos más todavía: participó inclusive de manera única en el sacrificio de nuestra Redención. Se podría resumir y sintetizar la doctrina de Vaticano II a este respecto con la afirmación siguiente: María fue pre-redimida para ser salvada siendo nuestra única Corredentora debajo de y con “su” y “nuestro” único Redentor, Jesús. Lumen Gentium afirma explícitamente que el rol de María en nuestra salvación fue merecido por Cristo; privilegiado y único; físico y espiritual, doloroso y maternal59. Nos presenta la esencia y la naturaleza íntima de esta cooperación maternal como un consentimiento doloroso y co-oblativo a la muerte de Jesús, consentimiento que ratifica y prolonga el consentimiento de la Anunciación, no sin incluir el ejercicio simultáneo de la virtud moral de la obediencia y de las tres virtudes teologales. En resumen, nos presenta la cooperación de María con la obra redentora como emanada de su Corazón. ¿No es así como debe ser comprendido este texto conciliar: “vehementer cum Unigenito suo condoluit et sacrificio Ejus se materno animo sociavit, victimæ de se genitæ immolationi amanter consentiens”60 y sobre todo del parágrafo doctrinal más importante:“Filioque in cruce morienti compatiens, operi Salvatoris ptorsus modo cooperata est, obœdientia, fide, spe et flagrante caritate ad vitam animarum supernaturalem restaurandam. Quam ob causam mater nobis in ordine gratiæ existit”61 ? La afirmación doctrinal del concilio de 1964, sobre la cooperación singular de Maria con la obra del Redentor evoca, casi irresistiblemente, el espíritu de la definición dogmática de 1854, sobre el modo más sublime de la redención de María: “sublimiori modo redempta... singulari modo cooperata est operi Salvatoris”. Tal como el bienaventurado Duns Scot había afirmado que la Inmaculada Concepción y la misión redentora universal de Jesús no se oponen, así Vaticano II insinúa que la redención (pasiva) de María por Jesús y su cooperación privilegiada y única con la redención activa de todos los otros hijos de Adán, no solamente no se oponen sino son unidos por íntimo nexo de causalidad final, como resulta del texto conciliar citado con anterioridad: “nulla retardata semetipsam operi Filii sui totaliter devovit, sub Ipso et cum Ipso mysterio redemptionis inserviens”62. ¿Cómo no concluir, una vez más, a partir de estos textos que María fue redimida por Cristo crucificado de manera única y excepcional, precisamente para ser la única “sub-redentora”, la única “corredentora “ de la Iglesia y de la humanidad en dependencia de su único Redentor? ¿Cómo no concluir que fue redimida por su Hijo y Señor al punto de recibir la gracia de ser Corredentora? El amor sufriente del Corazón de María, atravesado con una espada63 de dolores por los hombres que amaron más las tinieblas que la luz (cf. Lc 2, 35 y Jn 3, 19), ha jugado, por tanto, un rol decisivo en su paso de las tinieblas del odio a la luz del amor; de la muerte a la vida (Cf. 1 Jn 2, 9 y 3, 14). Scheeben había ya traducido en imágenes, en un estilo bíblico y patrístico, lo que Vaticano II debía enseñar en términos más abstractos. “En el lenguaje alegórico de la Escritura y de los Padres, la Redención del mundo fue efectuada por la sangre del Cordero: el rescate; y por el suspiro de la Paloma: la oración santificada por el Espíritu Santo y ofrecida en nombre de los redimidos con el fin de que el rescate sea aceptado. O también: esta Redención fue realizada por el acto de la Cabeza y de su poder sacerdotal y de otro lado por el amor del Corazón y los gemidos de la Esposa. Este corazón fue un sacrificio perfecto merced a su participación amante en los sufrimientos del Cordero (...). La colaboración de María en el sacrificio de Cristo recibe su expresión perfecta cuando se mira su Corazón como el altar vivo preparado en la humanidad. Sobre este altar, la ofrenda venida de su seno es ofrecida por el Cristo (...). De esta manera, el Cristo sacrificio no es tomado solamente de la humanidad y ofrecido por ella, sino que además es ofrecido en la humanidad. María, “Théotokos”, es también aquella que lleva el sacrificio”: tipo inverso del Arca de la Alianza cuando lleva a Cristo bajo su corazón y cuando lo nutre con su sangre; tipo inverso del trono de propiciación cuando ella lo lleva en su corazón mientras derrama y asperje su sangre”64. Jesús muere con el consentimiento plenamente cordial de su Madre; pero este consentimiento nuevo y supremo, ratificación última del Ecce ancilla Domini , del Fiat de la Anunciación65 ; es su muerte misma que lo merece y lo opera66 . Es Jesucristo mismo que sobre el altar inmaculado y herido de María a través del holocausto de su libertad maternal, se ofrece al Padre por todos sus hermanos. El sacrificio visible de Jesús es el sacramento, signo sagrado y eficaz del sacrificio invisible de María y de la humanidad. ¿No podemos decir al Corazón compasivo de María, parada al pie de la Cruz (Jn 19,25) lo que San Juan Damasceno decía a la Virgen de la Anunciación: “Alégrate cordera que engendraste al Cordero de Dios, instrumento de nuestra salvación”67? En el ejercicio dolorosamente amante de su actividad de Corredentora, María despliega todas las potencialidades incluidas en su maternidad divina, estado y dignidad de servicio perfecto del Redentor para el triunfo de su obra redentora. Asociándose libremente (por la fe en la sangre redentora, y por la fe en la divinidad y en la resurrección de su Hijo agonizante) a su sacrificio y a la inmolación del cuerpo que había engendrado según la carne, ella mereció engendrar espiritualmente en lágrimas, dolores y en amor a los miembros espirituales del único Hijo de su corazón virginal. Cuando llegó la hora de Jesús llegó también la de María (cf. Jn 16, 21 y 2, 4). Su Corazón, que había concebido a la Iglesia universal luego de la Anunciación, la hace nacer ahora y la entrega al mundo. Jesús crucificado la proclama Madre de la Iglesia, simbolizada por Juan68: “He ahí a tu Madre” (Jn 19, 27). Proclamación declarativa y no constitutiva, manifestada, en 1964, por la de Pablo VI. Consintiendo nuevamente, María acepta ser y hacerse la esclava de esta Iglesia universal que ella concibió en fe gozosa antes de engendrarla en lágrimas, nueva Eva unida al nuevo Adán. Pero María al pie de la Cruz no es solamente la madre de la Iglesia, sino además su miembro principal y supereminente. En ese momento, de una manera especialísima, el Corazón de María es el Corazón de la Iglesia. Cuando casi todos los otros miembros son infieles a la Cabeza, el Corazón que permanece está, más que nunca, vitalmente unido a ella en nombre del Cuerpo entero. Si San Juan simboliza a la Iglesia, hija de María, siguiendo la enseñanza de San Lorenzo Justiniano, María misma simboliza a la Iglesia69 como comunión en la caridad, sociedad de amor. Constituye el tipo trascendente, ella es la Iglesia, el corazón que vela en la fe mientras muchos duermen el sueño de la incredulidad; el corazón que difunde por todas partes la sangre, es decir la caridad. El Corazón de María al pie de la Cruz es el corazón amante de la iglesia amante. Sola, al pie de la Cruz, María mantiene perfectamente e íntegramente la fe en el Amor redentor.70 Ella personifica a la iglesia que coadyuva a su propia salvación, a la vez que hace posible esta comunión. “Dios quiso que el acto redentor que Cristo-Cabeza presentó ante a su Padre en representación nuestra fuese acompañado del acto de adhesión de María en representante de la Iglesia.”71 La Iglesia es comunión jerárquica en la fe, la esperanza y el amor que encuentra su fuente en la caridad creyente y paciente de María, su Madre y su Corazón. María, “tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la esperanza y de la unión perfecta unión de Cristo”, siguiendo la enseñanza de Vaticano II72, no es solamente tipo de la Iglesia como modelo ideal sino mucho más, porque, especialmente en el Calvario, ella se comprometió personalmente a realizar en los otros miembros de la comunidad eclesial lo que Cristo crucificado realizó típicamente en su compasión por ella73: el triunfo del amor sacrificial y oblativo. Después de haber revestido al Verbo de la vida, en el tabernáculo de su seno virginal, del hábito sacerdotal de su carne mortal, para que pudiese oficiar como nuestro soberano Pontífice sobre el altar de la cruz74, María se convierte en el Gólgota -aquí encontramos a Scheeben-75 en la diaconisa del sacrificio sacerdotal de Cristo a la vez que se convierte en representante del pueblo de Dios y ayuda consagrada (por la maternidad divina) del Sumo Sacerdote, Corazón y Madre de la Iglesia. “De esta manera viene a ser en María una verdadera colaboración al sacrificio de Cristo, colaboración” que no menoscaba “de ninguna manera la independencia y la hegemonía de la acción de Cristo”, escribía también Scheeben (ibid). Cooperación que debe ser calificada de inmediata. Sin querer entrar en un examen técnico de la doctrina de la corredención mariana76, podemos decir que la Iglesia, venerando y amando el Corazón herido y Glorificado de María, ama y venera con gratitud filial el amor meritorio y satisfactorio con el cual la Corredentora ofreció al Padre el sacrificio del único Redentor por todos los hijos de Adán. La Iglesia ama, de esta manera, el amor creado, rescatado y corredentor del que nació y que la mantiene siempre viva. Ama su propio Corazón, el Corazón que le suministra la Sangre, precio de su propio rescate, y su bebida inmortal. “Porque nadie odia jamás su propia carne, sino, por el contrario, la alimenta y la cuida” (Ef. 5, 29). La Iglesia alcanza la cumbre del amor que se debe a sí misma cuando ama su propio Corazón, a María, su Madre, Corazón maternal de la Iglesia Universal. ¿Cómo podría olvidar alguna vez lo que sufrió su madre por darle la vida” (cf. Ecci., 7,21) ? “Per te salutem hauriamus, Virgo Maria ex vulneribus Christi”77. En su Epístola Salvifici doloris sobre el “dolor salvífico”, luego del intento de asesinato de que fue víctima, Juan Pablo II nos propone la imagen de la Pietà, símbolo del Evangelio del sufrimiento ( § 25): “A través de toda su vida, María rinde un testimonio ejemplar de este Evangelio particular del sufrimiento. En ella los incontables e intensos dolores se acumularon con tal cohesión y trabazón que, a la vez que mostraba su fe inquebrantable, contribuyeron a la Redención de todos... Desde su conversación secreta con el Ángel, presintió que su misión de Madre la “destinaba” a compartir de una manera absolutamente singular la misma misión de su Hijo... Sobre el Calvario, el sufrimiento de María unido al sufrimiento de su Hijo alcanzó una cumbre difícilmente imaginable desde el punto de vista humano, pero, ciertamente, misterioso y sobrenaturalmente fecundo en el plan de la salvación universal... Las palabras que pudo recoger de sus labios fueron como una entrega solemne de este Evangelio particular, destinado a ser anunciado a toda la comunidad de creyentes. Siendo testigo presencial de la Pasión de su Hijo, participó en ella por compasión; María Santísima aportó una contribución singular al Evangelio del sufrimiento; ella realizó antes de tiempo lo que afirmaba San Pablo: entre otros títulos muy especiales, ella puede decir que “completó en su carne -como lo había hecho ya en su Corazón- lo que falta a las tribulaciones de Cristo”(Col 1, 24). En este texto del 11 de febrero de 1983, el Papa nos dice que, gracias al de María, el sufrimiento penetrado de amor se vuelve buena y alegre nueva para cada uno de nosotros. La Virgen parada al pie de la Cruz la abrazó en acción de gracias en nombre nuestro. Tres años después, Juan Pablo II nos ayuda a ver en el Evangelio del sufrimiento del Corazón de María un aspecto capital de misterio pascual de su Hijo: “Si la maternidad de María frente a los hombres había sido anteriormente anunciada, es ahora claramente precisada y establecida: resulta del cumplimiento pleno del misterio pascual del Redención. La Madre de Cristo encontrándose justo en el medio de la irradiación de este misterio en donde están implicados los hombres - todos y cada uno- es ofrecida a los hombres; a todos y a cada uno, como Madre” (La Madre del Redentor, § 25). De ahí resulta este corolario: el misterio pascual no es plenamente conocido, reconocido y anunciado si es desconocida y silenciada la compasión del Corazón de María al pie de la Cruz. La naturaleza exacta de esta compasión es profundizada por el Vicario de Cristo en una alocución pronunciada en Innsbrück (Austria), el 27 de junio de 1988: “Con María miramos al que fue Traspasado (Jn 19,37). ¿Por qué con María? Porque ella unió su vida a la obra salvífica de Jesús, como ningún otro ser humano lo hizo nunca. Con toda la fuerza de su Corazón de Madre, participa en los sufrimientos de su Hijo en la batalla contra la muerte y acepta que se entregue al Padre para que el mundo encuentre en Él su salvación. Stabat Mater dolorosa ... Esta experiencia excepcional concede a María una visión sobre el mensaje salvífico que viene de la cruz de Jesucristo. Jesús aparece como herido por el furor y la cólera de Dios (Os 11,9) cuando toma sobre él todos los pecados del mundo. Pero María supo ver con mayor profundidad: no era el furor de la cólera lo que amenazaba aniquilar a su Hijo, sino el ardor del amor de Dios que consumía al Cordero del sacrificio y mostraba así que aceptaba la ofrenda de su propia vida. Tal disposición absoluta a la oblación por nosotros no procedía, ciertamente, de la estrechez y de la debilidad de un simple corazón de hombre, sino procedía del Santo, del Hijo de Dios en persona, del cual María había devenido Madre según las palabras del Ángel”. Viendo en su Hijo, bajo la acción del Espíritu, una víctima amante y voluntaria, María podía participar en su oblación, enseñándonos a seguirla. De ahí los bellos prefacios del Misal mariano en las misas votivas que exaltan a María junto a Jesús crucificado.

“Por un misterioso designio de la Providencia, Tu quisiste que, junto a la cruz de tu Hijo, se mantuviese su Madre, sostenida por la fe... Junto a la Cruz, la madre de Jesús brilla como la Nueva Eva: la primera mujer contribuyó a dar la muerte; otra mujer contribuyó a dar la vida. Junto a la Cruz, recibe con corazón maternal a tus hijos dispersos, que la muerte de Cristo reunió. Junto a la Cruz, la Iglesia contempla la fe sin desfallecimiento de María para guardar intacta la fe que entregó a su Esposo sin dejarse asustar por la amenazas ni quebrar por las persecuciones. Ella, que había parido sin dolor conoció las más vivos sufrimientos para nuestro nuevo nacimiento. En sus hijos, está el Hijo que ama. Tú diste a la Virgen María, pura de todo pecado un corazón lleno de piedad por los pecadores; pensando en su amor maternal, acuden a ella para implorar tu perdón; contemplando su pureza, se apartan de la fealdad del pecado”. El corazón de María nos facilita, inefablemente, la conversión.

El Corazón de María, corazón de la vida eucarística de la Iglesia

“Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con (...) María, Madre de Jesús”, dice el autor de los Hechos de los Apóstoles cuando describe sus vidas después de la Resurrección y la Ascensión, y antes de Pentecostés (1, 14). María, tan llena de fe en la Resurrección de su Hijo no tuvo necesidad de correr a la tumba ni tampoco de una visión para estar segura de ella, se convirtió en el centro espiritual no-jerárquico; el polo afectivo visible de la comunión eclesial. Huésped de San Juan, “no llamaba cosa propia alguna de cuantas poseía, todo era común” entre ella y sus hijos vueltos a nacer, y se las daba “según sus necesidades” (Ac 4, 32-5). Si “la multitud de creyentes no tenía más que un corazón y una sola alma”, ¿no fue precisamente porque, inclusive antes de Pentecostés, “perseveraba con María en la oración? (Ac 4, 32; 1, 14). ¿No es precisamente a causa de la presencia visible y orante de María que la Iglesia primitiva no tenía más que un corazón y un alma; es decir, en un sentido muy profundo, el corazón y el alma de María? Bossuet lo explicó en términos magníficos: “Ella (María) veía a su Hijo en todos sus miembros. Su compasión era una oración por todos aquellos que sufrían; su corazón (estaba) en el corazón de aquellos que gemían, para ayudarles a clamar misericordia; en las llagas de todos los heridos para ayudarlos a pedir alivio; en todos los corazones caritativos para apresurarlos a consolar a los necesitados y afligidos; en todos los apóstoles, para anunciar el Evangelio; en todos los mártires para sellarlos con su sangre; y finalmente, en todos los fieles, observando los preceptos, escuchando los consejos, imitando los ejemplos”78. María no es solamente la evangelizadora de la Encarnación, de su propia maternidad virginal y de la infancia del Salvador cerca de Juan, de otros testigos de la vida pública de Jesús y de toda la comunidad de fieles, sino sobre todo es la Orante que participa de una manera única en el sacrificio de la Cruz. Para entender a plenitud el rol de María en el misterio de la Eucaristía, es necesario releer el relato joánico de las bodas de Caná y la escena (que le es correspondiente) de la despedida de Jesús a su Madre, a la luz del “tiempo de la Iglesia”79 en que fueron compuestos y difundidos. Nos proponemos hacer un rápido esbozo de esto. Muchos comentadores de San Juan subrayan la significación eucarística y eclesial del milagro de las bodas de Caná (Bouyer, Charlier entre otros). Al relatar el milagro de Caná, para hacer más fácilmente creíble y comprensible el misterio eucarístico, pre-significado en Caná, ¿no quiso Juan hacer comprender a sus lectores que la intercesión de la Madre de Jesús jugaba un rol de mediación no jerárquica en la celebración eucarística en que tomaban parte? Tal como María, por su consentimiento a la Encarnación, suministró la carne del sacrificio, ¿no es ella la que obtiene, por su intercesión, la transformación del pan y del vino en cuerpo y sangre de Jesús, un poco como en Caná ella obtuvo la transformación de agua en vino? En el tiempo de la Iglesia, ¿no repite María incansablemente al Padre celestial: “no tienen (suficiente) vino”, es decir el vino de la caridad con el que se embriagan los que beben la Sangre del Cordero? ¿Y no dice ella a todos los cristianos: “Hagan lo que les diga”; es decir, beban la sangre de mi Hijo, como se los manda para poder guardar el mandamiento de la caridad cuyo signo Sacramental es la Eucaristía? De igual manera, luego de subrayar Juan (2, 11) que en Caná Jesús “manifestó su gloria” y que “sus discípulos creyeron en Él”, ¿cómo no pensar que prepara a sus lectores para comprender el profundo sentido de lo que refiere en su capítulo 19, v. 26: “He aquí a tu Hijo, he aquí a tu madre”? En efecto, la madre es la que transmite la vida; y María ¿no obtuvo mediante su oración el primer signo gracias al cual Juan, indudablemente presente en Caná, creyó en Jesús enviado del Padre y así “pasó de la muerte a la vida”? En el lenguaje joánico, creer es tener la vida eterna: “Aquel que escucha mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna”(Jn 5, 24). Cuando Jesús decía a Juan: “He aquí a tu madre”, ¿no le decía “he aquí aquella por cuya oración obtuviste la vida eterna por la fe en mí? Juan sabía bien que “lo que es nacido de la carne, carne es y lo que es nacido del espíritu, espíritu es” (Jn 3, 6): ¿no volvió, en Caná, a nacer del Espíritu de María? La madre de los vivientes, la Nueva Eva, por su intercesión, obtiene y entrega a los hijos de su fe inmaculada, la verdadera vida: creer en Jesús, escuchar su palabra, ver la manifestación de su gloria divina, nutrirse de su carne y beber de su sangre, conocer a Dios a través de Él. Está permitido pensar, de manera particular, en la presencia moral y mística de María durante el sacrificio eucarístico, al leer este pasaje de la encíclica Redemptoris Mater ( § 22) de Juan Pablo II. “En esos textos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35), Jesús quiere oponer, sobre todo, a la maternidad que deriva del sólo hecho del nacimiento con lo que esta maternidad (como la fraternidad) debe ser en el cuadro del Reino de Dios, bajo el resplandor salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, a través de la descripción del suceso de Caná, se esboza lo que se manifestó concretamente como la maternidad nueva según el espíritu y no según la carne; es decir, la solicitud de María por los hombres; el ir por delante de toda la gama de sus carencia y necesidades. En Caná de Galilea, sólo se muestra un aspecto concreto de la pobreza humana, aparentemente mínima y de poca importancia: “no tienen vino”. Pero aquello tiene un valor simbólico: ir por delante de las necesidades del hombre quiere decir, al mismo tiempo, introducirlos en el resplandor de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Hay, entonces, una mediación: María se sitúa entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, de su pobreza y de sus sufrimientos. Se coloca al medio, es decir, que actúa como Mediadora no exteriormente, sino en su condición de Madre, consciente de poder (o tal vez de tener el derecho de) mostrar al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación tiene, por tanto un carácter de intercesión: María intercede por los hombres. Como madre no sólo desea que se manifieste el poder mesiánico de su Hijo, es decir su poder salvífico destinado a socorrer la desdicha de los hombres; a liberar al hombre del mal que pesa sobre su vida bajo diferentes formas y en diferentes medidas... (cf. Lc 4, 18). Otro elemento esencial de este rol de María se encuentra en aquello que dice a los sirvientes; “Hagan todo lo que Él les diga”. La Madre de Cristo se presenta delante de los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo; aquella que muestra qué exigencias deben ser satisfechas con el fin de que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los sirvientes, Jesús indica el inicio de su hora. El suceso de Caná, en Galilea, se nos presenta como un primer anuncio de la mediación de María, orientada hacia el Cristo y tendiente hacia la revelación de su poder salvífico”. Es claro que esta misión mesiánica y este poder salvífico de Jesús estallan sobre todo en el misterio eucarístico. Es sobre todo hacia él que la intercesión de la Virgen orienta nuestros corazones. Es ahí, sobre todo, que la hora de Jesús se prolonga sin término. El horizonte eucarístico del milagro consumado por Jesús a ruego de María es totalmente percibido y afirmado por el nuevo Misal mariano en su misa de “la Virgen María en Caná”: citemos el prefacio: Interviniendo por los esposos de Caná, María implora a su Hijo y pide a los sirvientes hacer lo que Él les mandara; entonces las urnas se vuelven rojas de vino, para la alegría de los convidados; primer anuncio de la comida de bodas que Cristo prepara cada día por su Iglesia. Ese signo maravilloso (...) deja entrever la hora misteriosa donde Cristo, en la púrpura de su Pasión, entregará su vida en la cruz por su Esposa la Iglesia. “

Así se ve que en Caná Cristo - de diferentes maneras, en palabras y en acto - anuncia la Eucaristía futura, como sacrificio y como alimento; el antiguo prefacio insistía en ello:

“¡Dichosa eres Virgen María! Gracias a ti, tu Hijo realizó el primero de sus milagros; gracias a ti, Cristo Esposo preparó el vino nuevo para su Esposa la Iglesia; gracias a ti, los discípulos creyeron en su Maestro”

En esta lectura litúrgica del Evangelio joánico, la Iglesia propone con audacia y fe el reconocimiento de la mediación del Corazón de María en la preparación y en la celebración del sacrificio eucarístico. Al pie de la Cruz, María podría volver a decir: “No tienen vino”. Habiendo llegado la hora de Jesús, ¿No vuelve a pensar María, viendo la fuga de los Apóstoles y la fe vacilante de Juan en la Resurrección inminente (cf. Jn 20, 9), en esta oración que les valió la fe inicial y sin la cual, entre tanto, permanecían ciegos delante la manifestación suprema de la gloria divina de Jesús: su muerte en la cruz (cf Jn 12, 28-32) aunque ya hubiesen tomado la Sangre del Cordero que ella ofrece ahora por ellos? “He aquí a tu Hijo” significaría: engéndrame de nuevo en este pequeño, a mí tu Unigénito, ayudándolo a reencontrar la fe en mi Resurrección. Pero las palabras de Jesús: “He ahí a tu Madre, he ahí a tu hijo” podrían tener, también, en el tipo de la Iglesia primitiva, un sentido eucarístico más inmediato. Al momento de escuchar las palabras de Jesús, Juan venía de ser ordenado, la víspera, sacerdote de la Nueva Alianza y de recoger el testamento de Jesús: “Hagan esto como rito conmemorativo mío” (Lc 22, 19)80 ¿No fue por obedecer este mandamiento, esta orden sagrada por excelencia, que cumpliría el voto de María en Caná: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn 2,5), que se volvió, en la Cena, servidor y ministro sacramental de las bodas mesiánicas? ¿Después de escuchar Juan las palabras que le dirigió Jesús, a él que venía de recibir el poder de nutrir a la Esposa del Cordero, la Iglesia- ”he ahí a tu Madre”, no comprendería, en el tiempo que siguió a la Resurrección, bajo la acción del Espíritu (cf Jn 2, 21; 16, 12), si no inmediatamente, que debía en adelante, como mediador jerárquico entre el Hijo y la Madre, cumplir perfectamente la orden recibida en Caná, y ofrecer a su Madre -que es la de Jesús- el vino nuevo de la sangre del Unigénito? En la vida pública de Jesús no hubo persona que creyese, como creía María, en el anuncio del Pan de vida. Ninguno que, como ella, testigo del milagro de la Encarnación en su seno virginal, deseara tanto la Eucaristía para poder vivir en Jesús y tener la vida (cf Jn 6, 56-8). No hubo nadie, después de la Resurrección, que comiese con tanta fe y con tanto amor el cuerpo y la sangre de Aquel que ella había dado al mundo con el fin de que diera su carne por la vida del mundo (cf. Jn 6, 51). (Mas adelante, todavía en tiempos de la Iglesia, después de la muerte y gloriosa Asunción de María, insinuada por el Apocalipsis (11, 19;1-6-14), podemos pensar que sus comuniones supremamente meritorias de Inmaculada le merecieron la resurrección “ex condigno” y el privilegio de una resurrección anticipada “de congruo”, aunque su Asunción sea sobre todo un don gratuito de Jesús resucitado)81. “Desde ese momento el discípulo la llevó a vivir a su casa” (Jn 19, 27). El Padre Braun subrayó bien el sentido simbólico de este texto82. ¿En tiempos de la Iglesia, no es cada cristiano “el discípulo amado por Jesús” y que tiene que - siguiendo la explicación de León XIII83 - dar a María la hospitalidad de su Corazón y acoger al Corazón de María, traspasado por la espada de sus propios pecados, y regocijarse con la dicha de la Corredentora? ¿Y el “en su casa”, la casa de Juan que acoge a María, no es el símbolo de la Iglesia Universal que recibe en la fe el Corazón de su Madre? Juan no fue el único en recibir y acoger a María; toda la Iglesia primitiva hizo lo propio, hablando en sentido moral, con un respeto y un amor marcados de una gratitud inmensa. Como sus otros miembros, María se mostraba “asidua a las enseñanzas de los Apóstoles, fiel a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones día tras día, con un solo corazón” con sus hermanos y sus hijos (cf Ac 4, 32-36). Así, hasta hoy inclusive, en cada Misa el Corazón de María ofrece al Padre, en unión con la sangre de su Hijo, las lágrimas pasadas, sus sufrimientos y su amor al pie de la Cruz, en el Espíritu, para la salvación del mundo entero. ¿No es por ese motivo que la Iglesia acoge tan intensamente a su Madre virginal durante la celebración de los santos misterios de sus bodas con el Cordero, acto central de la vida eclesial? ¿No manifiesta esta acogida privilegiada la invocación, tan frecuentemente renovada durante la Misa, de la intercesión de la Madre del Cordero? Diremos, entonces, que amando y venerando -particularmente después de su sacrificio- el Corazón de su Madre, la Iglesia ama su propio Corazón eclesial, absolutamente polarizado por el amor de la Eucaristía, glorifica e imita el indecible amor, terrestre y celeste, de la Théotokos por la Eucaristía y por el pueblo de Dios, del cual la Eucaristía es el signo unificador. La hora de la momentánea impotencia taumatúrgica84 del crucificado ya ha pasado, mientras que permanece la todopoderosa oración mediadora de María ante el Cordero y en unión con Él .

El Corazón agonizante y resucitado de María

El corazón de María consoladora, Paráclito85 y nutricio de la Iglesia vivió siempre en un crecimiento constante en la caridad, que fue más rápido después de la Pascua de su Hijo. Teniendo siempre delante de los ojos “la figura de Jesucristo crucificado” (cf. Gál 3, 1) y viendo sin cesar, en la Iglesia, los poderosos efectos de su Resurrección (cf. Ef 3,20), llevó una vida de “dolor y de muerte (...) El amor hace nacer su dolor, y este dolor debía darle la muerte; y el amor venía en su auxilio para hacerla vivir con el fin de hacer vivir también al dolor (...) Siempre veía a Jesucristo en las agonías de la Cruz; siempre tenía no tanto los oídos sino el fondo del alma atravesado por ese último grito de su Bien amado espirante; grito verdaderamente terrible y capaz de desgarrar el corazón”, dice magníficamente Bossuet87. Su Corazón inmaculado, que no había merecido la muerte, moría, a diario (1 Cor 15, 31), de amor por Cristo Crucificado; mucho más que San Pablo, María podía decir: “estoy crucificada con Cristo”(Gál 2, 19). El mismo amor que hacía palpitar su Corazón virginal en unión con la Pasión de Cristo, detuvo sus latidos en una muerte física en el preciso instante en que llegaba, en su último acto de libertad, a su punto culminante: en el momento de la muerte María era “más llena de gracia, más santa, más bella, más divinizada, incomparablemente más que los más grandes santos o los ángeles más sublimes, separados o reunidos”88, y también más llena de amor. Que el corazón de María murió, es una verdad cierta enseñada por el Magisterio ordinario de la Iglesia89. Una verdad llena de enseñanzas salvíficas para la vida del pueblo de Dios, y que la Iglesia podría inclusive definir solemnemente si lo juzga oportuno. Para el fin que nos proponemos aquí, ilustrémosla, ayudados de la liturgia bizantina y de San Juan Damasceno. El Corazón de María no murió como los otros, porque su muerte fue privilegiada en su causa, en su naturaleza y en sus efectos. Su causa: “no es de asombrarse que la Virgen salvadora del mundo haya muerto, si el mismo Creador del mundo murió en la carne”90; no convenía que María, criatura de Cristo y redimida por Él, fuese preservada de la muerte. María no es Dios, sino la Madre de Dios “que no saca de ella el nacimiento intemporal de su divinidad”, “no la llamamos diosa – muy lejos de nosotros esas fábulas de la impostura griega - puesto que anunciamos su muerte”, y es precisamente por ello que “la reconocemos como Madre del Dios encarnado”91; la muerte de María viene a confirmar el carácter histórico del dogma mariano, muy lejano de cualquier docetismo. ¡“Murió, pues, la fuente de la vida, la Madre de mi Señor! Sí, hacía falta que el ser formado de la tierra retornase a la tierra y por esta vía subiese al cielo (...)”92. Su naturaleza: “¡Oh incomparable tránsito que te valió la gracia de emigrar hacia Dios! Porque si esta gracia es concedida por Dios a todos los servidores que tienen su espíritu, sin embargo la diferencia es infinita entre los esclavos de Dios y su Madre. Entonces, ¿cómo llamaremos a este misterio que se verifica en ella? ¿Una muerte? Pero si tu alma toda santa y bienaventurada es separada de un cuerpo bendito e inmaculado, y ese cuerpo es depositado en la tumba; no permanece en la muerte y no es destruido por la corrupción. Por aquella, cuya virginidad permaneció intacta después del parto, al partir de esta vida, el cuerpo fue conservado sin descomposición y colocado en una morada mejor y más divina, lejos de los alcances de la muerte, capaz de durar por toda la infinidad de los siglos. Tu cuerpo desaparece en la muerte, sin embargo tú haces brotar para nosotros los raudales inagotables de la vida inmortal”93. En una palabra, el Corazón de María, Corazón virginal, murió, pero no conoció la corrupción del cadáver. ¿Cómo imaginarnos los últimos momentos de María? El doctor de Damasco lo hizo con no menos esplendor poético que profundidad teológica; he aquí la oración que pone en labios de María agonizante: “En tus manos, Hijo mío, entrego mi alma. Recibe mi alma que te es querida y que preservaste de toda falta. A ti, y no a la tierra, entrego mi cuerpo (...) Llévame cerca de ti, para compartir tu morada. Me apresuro en regresar a ti, que descendiste hacía mí suprimiendo toda distancia. En cuanto a mis hijos 94 bien amados que tú quisiste llamar tus hermanos, consuélalos tú mismo por mi partida. Agrega a la que ya tienen, una nueva bendición, por la imposición de mis manos”. Pero la Iglesia peregrinante, piensa el Damasceno, desea conservar a María : “Quédate con nosotros, tú que eres nuestro consuelo, nuestra única confortación sobre la tierra. No nos dejes huérfanos, oh Madre; a nosotros que enfrentamos el peligro por tu Hijo compasivo. ¡Que podamos guardarte como descanso en nuestros trabajos, como refresco en nuestros sudores! Si te vas tú, morada de Dios, déjanos partir contigo a nosotros los llamados tu pueblo a causa de tu Hijo. En ti tenemos la única consolación que nos ha sido dejada sobre la tierra. ¡Dichosos de vivir contigo si vives; de seguirte en la muerte si mueres! ¿Pero qué decimos si mueres? Para ti hasta la muerte es una vida, y una vida mejor, preferible, sin punto de comparación con la vida presente. Pero para nosotros ¿la vida seguirá siendo vida si estamos privados de tu compañía? Tales eran las palabras, concluye S. Juan Damasceno, que los Apóstoles, “con todo el conjunto de la Iglesia”, dirigían a la Bienaventurada Virgen95”. Se capta el pensamiento subyacente a este magnífico lirismo; la Iglesia de todos los tiempos, hija y pueblo de María, porque es el pueblo de Dios en Jesucristo, debe reunirse místicamente alrededor del lecho mortuorio de su Madre, para luego hacerlo en su tumba96 , para morir con ella en el mundo y pasar a Dios. El diálogo con el corazón agonizante de María forma parte de la estructura de la vida eclesial. ¿Cómo no van a estar presentes los hijos de María en la muerte de su Madre? Por esto, como lo exponemos más adelante97 desearíamos la transformación, en el rito latino, de la vigilia de la Asunción en fiesta de la Dormición de María (fiesta que existe en el rito copto). Hay también en el símbolo de la bendición de María, la conciencia vivida de que muriendo, María no abandona el mundo, como lo dice claramente la liturgia bizantina: “En tu maternidad conservaste la virginidad; después de tu Dormición, no abandonaste el mundo, Madre de Dios; fuiste trasladada a la Vida, tú que eres la Madre de la Vida, para que por tu intercesión liberes nuestras almas de la muerte”98. No obstante, lo que está ausente del grandioso pensamiento del Oriente cristiano, sobre la muerte de María, es la idea de una ofrenda hecha por María, a través de su Corazón, en unión con la Pasión de su Hijo para la salvación del mundo: la idea de una muerte co-sacrificial. Sin embargo, el Damasceno habla, rápidamente por cierto, de los efectos de la muerte de María: “No fue solamente la muerte quien te volvió dichosa, sino fuiste tú misma que hiciste resplandecer la muerte; disipaste su tristeza y mostraste que es alegría”99. La muerte de María, como un sol, hace resplandecer la nuestra, a la que comunica su alegría. Para aquella que rompió “los lazos de la muerte”, la muerte será un puente que conduzca a la vida, un paso a la inmortalidad”100. San Juan Damasceno, como la liturgia bizantina, afirma la resurrección de María, lo que subraya nuevamente su muerte previa. “Hacía falta que, una vez arrojado el peso terrestre y opaco de la mortalidad, la carne convertida en crisol de la muerte incorruptible, resucitara de la tumba revestida del brillo de la incorruptibilidad”101, “Tu muerte te transporta a una vida verdaderamente divina y permanente, oh Inmaculada, para contemplar en la dicha a tu Hijo y Señor”, comenta la liturgia bizantina”102. El corazón de María, cuyos latidos se detuvieron por amor a los hombres mortales, palpita de nuevo, gloriosamente resucitado, con indefectible amor por la humanidad entera. Se le puede aplicar lo que dice San Juan Damasceno del cuerpo de María: es este Corazón maternal y virginal “la fuente de toda resurrección” (to tês pantôn anastaseôs aition) 103. En el pensamiento del Damasceno, la Asunción se presenta como una glorificación espiritual y corporal de los méritos del Corazón inmaculado de María. Espiritual ante todo, coloca sobre los labios de la Iglesia esta oración elevada a Jesús en favor de su Madre, antes de su muerte: “¡Desciende, desciende, Oh Soberano, ven a dar a tu Madre la recompensa que merece por haberte nutrido! Abre tus manos divinas; recibe el alma maternal, tú que sobre la cruz encomiendas tu espíritu en las manos del Padre. Dirígele un dulce llamado: me hiciste tomar parte de tus bienes, ven a disfrutar de lo que me pertenece”104. Glorificación inclusive corporal de los méritos de la Virgen compasiva: “(María) debía ser arrancada de la tumba y asociada a su Hijo (...) Hacía falta que aquella que había contemplado a su Hijo en la cruz y recibido entonces en el Corazón (egkardion) la espada de dolor que le había ahorrado en su nacimiento, lo contemplara sentado al lado de su Padre.105 Vemos entonces que el Corazón de María mereció -mérito de conveniencia- su propia glorificación privilegiada en el misterio de la Asunción. El Doctor de Damasco, que es tal vez más el poeta y el cantor de la muerte amante de María que de su gloriosa resurrección, y que parece experimentar, frente a la partida de la Madre de Dios, algo de la compasión de los medievales frente a los dolores de María al pie de la Cruz, no concibe que la Iglesia no se reúna en un duelo a la vez triste y alegre para celebrar el último latido del Corazón mortal de la Inmaculada y el primer latido de su Corazón inmortal y resucitado. Para él -las citas que hemos hecho lo muestran suficientemente-, es indudablemente como Corazón de la Iglesia que el Corazón de María muere y resucita: muerto por y para los pecados de los hombres; resucitado por el despliegue pleno de su justificación, con el fin de que María pudiese interceder físicamente por ellos. (Cf. Rm 14, 7-9). Y “ella murió por todos, con el fin de que los vivos no vivan más para ellos mismos, sino por aquella que murió y resucitó por ellos” (cf. 2 Co 5, 15). María puede decir a todos “Hágannos un lugar en sus corazones (...) están en mi corazón para vida y para muerte (cf 2 Co 7, 2-3). La resurrección gloriosa del Corazón de María, como lo ha dicho muy bien el padre Schillebeeckx a propósito de la Asunción, es “la cumbre de la eminente redención de María; marca nuevamente el carácter único de su sublime redención”, al mismo tiempo que es la condición de su parte privilegiada en la distribución de los frutos de la Redención. “María, dice además el teólogo dominico, participa por su Asunción en el poder de Jesús como Señor. Su resurrección es en ella la “puesta en potencia” de su maternidad hacia los hombres (cf. Rm 1,4). La realeza de la Virgen es el fruto por excelencia de su redención y de su colaboración en la redención; es participación en la glorificación de su Hijo sentado a la derecha del Padre, como Redentor de María y del Mundo”106. Para nosotros, seres corporales, que no vemos nuestras almas inmortales, el aspecto más sensible del misterio de la Asunción concierne al cuerpo de María; pero para María el punto decisivo es relativo a su alma. La glorificación de María es ante todo, la entrada inmediata, en el momento de la muerte, de su alma inmortal en el acto único, permanente y definitivo de la visión cara a cara de su Hijo y Creador. Aquí, abajo, el alma de María no veía - al menos no habitualmente - la divinidad de su Hijo, en la que creía como nosotros, pero más que nosotros. Para ella, el instante de la muerte física es también el de la inefable sorpresa espiritual concerniente a la misteriosa Persona divina de su Hijo, oculta hasta ese momento. El Corazón de María descubre la persona de su Hijo que es Luz y Amor. Pero el instante de la muerte es también, para la Virgen Santa, aquello que marca, con el término de su único trayecto terrestre (He 9, 27; LG 48, 59) la imposibilidad de hacer en el futuro nuevos actos meritorios de libertad. Bendita imposibilidad, más importante que la ausencia de toda corrupción en su cuerpo muerto, separado de su alma. Tal como cada uno de nosotros debe aceptar los límites inherentes a su condición de criatura, María comulga, en alegría y en acción de gracias, con la voluntad de las tres Personas divinas, eliminando de manera irrevocable su posibilidad de crecer en la caridad y de merecer nuevos incrementos de gloria celeste. Límite interno de su libertad, coincidente con el alcance bienaventurado del punto culminante del poder de esta libertad; a saber, su grado definitivo e insuperable de caridad por su Creador y Redentor. Para María, la hora de la muerte implica el descubrimiento de la Trinidad bienaventurada, presente en las más íntimas profundidades de su alma desde su Concepción inmaculada; visión de la eterna generación de su Hijo por el Padre y de la eterna espiración del Espíritu de amor por el Padre y el Hijo, que une el ósculo de este Espíritu. Descubrimiento pleno: ha caído el velo del cuerpo. La vida entera de María fue un peregrinaje de fe, de esperanza y de caridad en medios de las angustias y de los sufrimientos; una carrera velozmente e intensamente amante (cf. 1 Co 9, 24-27). Su alma, ontológicamente inmortal, no conoció nunca la muerte del pecado: sobrenaturalmente inmortal, mereció para su cuerpo una resurrección anticipada. Este mérito conoció dos momentos claves: - por un lado, María mortal, consintiendo en la Encarnación confiere al Verbo eterno una carne mortal para la salvación de todos aquellos que han muerto en Adán, como consecuencia de su pecado; Agustín lo comprendió: para él, Cristo debe a María la posibilidad misma de morir por nuestra salvación, puesto que recibió y asumió de ella una naturaleza mortal; - por otro lado, para San Francisco de Sales (sermón 61), María murió de la herida mortal del amor recibido al pie de la Cruz; su muerte, intencionalmente presente, aceptada y ofrecida al pie de la Cruz, forma parte de su cooperación única con el único Redentor. En dependencia de Él y gracias a Él, mereció nuestra salvación y de esta forma, muriendo con Él, nos engendró - nueva Raquel - (cf Gn 35, 16-19) en la vida eterna. Concebido de esta manera, el misterio de la muerte de María está en cierta manera integrado en el misterio de su Asunción gloriosa y abarca casi todo el tiempo de la Iglesia terrestre por sus implicaciones y consecuencias. El corazón, la inteligencia y la voluntad de la Inmaculada Madre de Dios ven y aman al Cristo total, que incluye su cuerpo social y místico, la Iglesia, pero no totalmente, en el sentido que la infinitud divina del Salvador permanece incomprensible para María glorificada; es decir no puede ser comprendida y amada por su Madre tanto como es cognoscible y amable. Jesús trasciende a María eternamente. Nuestra hermana no puede penetrar, dice Suárez, ni todos los pensamientos ni todos los actos interiores de su humanidad, que también la sobrepasa. Sin embargo, durante su exilio terrestre, aceptando desconocer todo lo irrelevante para el ejercicio de su misión, María mereció conocer ahora - en el Verbo, su Hijo, visto cara a cara - nuestras miserias y considerarlas en su misericordiosa y poderosa intercesión, más poderosa que aquí abajo. Conoce en nosotros nuestras oraciones y ora con nosotros y por nosotros, supliendo su indignidad y su enfermedad de tal manera que todo recae en su gloria, en la de su Hijo y en la nuestra. En otros términos, en el Corazón resucitado de María, como en los otros elegidos, pero más, el acto de la visión beatífica apunta también sobre objetos secundarios, vistos en el objeto primario, el Dios uno y trino. Por consecuencia, María no conoce sólo de manera global los peligros a los que estamos expuestos sino, además, de manera particular las necesidades espirituales de cada uno de nosotros. Orando por la salvación de sus hijos terrestres, María ora en ese mismo acto por el cumplimiento pleno de su propia beatitud accidental (aquella que deviene de las otras criaturas racionales); conoce además, en el seno de su gloria, su carencia actual y su plenitud futura. El Corazón de María permanece en una especie de carencia en tanto el número de los elegidos no sea completado (cf. Ap 6,11). María, necesitada de nosotros para la plenitud de su propia alegría, nos atrae sin cesar hacia ella, por su piedad por nosotros. Los que recitan los misterios del Rosario han tenido esta dichosa experiencia. Es lo que el Misal mariano expresa en el prefacio de la fiesta de María Reina del Universo:

“La Virgen María, tu humilde servidora soportó el dolor y la afrenta de la cruz de su Hijo, tú la elevaste por encima de los Ángeles, ella reina en la gloria con Cristo, intercediendo por todos los hombres, Abogada de gracia y Reina del universo”

Muriendo por amor a nosotros y resucitando por nuestra justificación, el Corazón de María no deja de querer encaminarnos hacia la visión de su Hijo, hacia una camaradería corporal con Él.



===II. EL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA MIEMBRO EMINENTE Y CORAZÓN DE LA IGLESIA===


Después de haber considerado. Muy largamente y muy rápidamente a la vez, la luz proyectada por el Corazón de María sobre todo el dogma mariano, con miras a su mejor inteligencia en el seno del misterio de Cristo y de la Iglesia, conviene examinar con mayor precisión, en el plano teológico, la relación existente entre el culto rendido por la Iglesia al Corazón de María y la exaltación de María como corazón de la Iglesia, subrayando sus ventajas ecuménicas y pastorales. De esta manera comprenderemos mejor toda la importancia eclesial de la consagración al Corazón inmaculado de María.

Sentido de la expresión “Corazón de María” a los ojos del Magisterio

Hasta donde tengo conocimiento, no hay más que un documento del Magisterio que precisa el sentido de la expresión “Corazón de María”. Se trata de un decreto de la Congregación de Ritos del 4 de mayo de 1944 sobre el culto litúrgico debido al Corazón inmaculado de María, “símbolo de la santidad sublime y excepcional del alma de la Madre de Dios, y sobre todo de su amor ardentísimo hacia Dios y su Hijo Jesucristo, lo mismo que de su piedad maternal hacia los hombres redimidos por la sangre divina”107. Aunque el texto precisa que el Papa Pío XII había aprobado el esquema del oficio del Corazón de inmaculado de María, no dice que haya aprobado las consideraciones desarrolladas en el parágrafo titulado “Urbis et Orbis”108, uno se puede preguntar si esto se trata de una toma de posición del Magisterio como tal. Sea como fuese, inclusive si se tratase de una respuesta afirmativa, esta definición no agota el tema y no impide que el Magisterio, si lo juzga oportuno, defina con mayor precisión el objeto del culto profesado por la Iglesia al Corazón Inmaculado de su Madre. El ejemplo de las precisiones aportadas por la encíclica Haurietis Aquas a la definición del objeto exacto del culto ofrecido al Corazón de Jesús está ahí para recordárnoslo. Se observará claramente que la definición de 1944 no hace ninguna alusión explícita al las Personas divinas, en particular al Espíritu Santo, ni a las personas angélicas. Se notará, también, que considera al amor de María por los hombres bajo el ángulo del amor redentor del cuál éstos son objeto; dicho de otra manera, subraya el amor maternal y misericordioso de María para con los hombres amados con amor redentor por su Hijo y hermano. Se apreciará, finalmente, que esta definición no hace ninguna alusión explícita al amor de María por la Iglesia, o por el amor creador y remunerador de Dios. El 22 de septiembre de 1986, Juan Pablo II, hablando en un Symposium internacional sobre la Alianza de los Corazones de Jesús y de María, retoma y completa la enseñanza de Pío XII: “En el Corazón de María, vemos el símbolo de su amor maternal, de su santidad única y de su rol central en la misión redentora realizada por su Hijo (...) La devoción al Corazón de María tiene una importancia capital, porque amando su Hijo a toda la humanidad, María interviene singularmente como un instrumento que nos conduce hacia Él. “La devoción al Corazón Inmaculado de María expresa nuestro respeto por su compasión maternal, para con su Hijo y para con nosotros, sus hijos espirituales, cuando estaba al pie de la cruz. “Presenté la misma idea en mi primera encíclica Redemptor hominis (nº 22): Bajo la acción especial del Espíritu Santo, el Corazón de María, Corazón de Virgen y Madre, acompañó siempre la obra de su Hijo y va hacia todos los que Cristo abrazó y abraza continuamente con su amor inacabable”. La interioridad amante de María, objeto de la devoción a su Corazón inmaculado, es subrayada por la bella síntesis que ofrece el prefacio especial de su fiesta: “Diste a la Virgen María un corazón sabio y dócil para que cumpliera perfectamente tu voluntad; un corazón nuevo y dulce, donde pudieras grabar la ley de la nueva Alianza; un corazón simple y puro para que pudiese concebir a tu Hijo en su virginidad y verte por siempre; un corazón firme y vigilante para soportar sin flaqueza la espada de dolor y esperar con fe la Resurrección de tu Hijo” (MM, 196)

Este texto reúne con éxito Ez 36, Jr 31 y Mt 5, y asocia la contemplación de las virtudes íntimas de María a la contemplación de los privilegios de los que se beneficia su carne para la salvación de la humanidad.

Los teólogos frente a la expresión “María Corazón de la Iglesia”

La más antigua expresión de este concepto-imagen parece ser (en el estado actual de nuestros conocimientos, si no me equivoco) aquella que nos legara el franciscano Serva-sanctus de Faenza, muerto en 1300, más conocido como Ernesto de Praga. Es, en efecto, con este nombre que firma el “Mariale”. Califica a Maria, por su fe inquebrantable durante la Pasión, de Corazón de la Iglesia (cor Sponsæ vel Ecclesiæ) que vela por todo el cuerpo el Sábado Santo - cuando el Cristo dormía en el sepulcro, y mientras los otros miembros de la Iglesia desfallecían- en ella sola como el corazón donde permanece la vida del cuerpo (in ea sola tamquam in corde remansit vita corporis)”109. Ernesto de Praga se refiere, evidentemente, al Cantar de los Cantares (5,2): “duermo pero mi corazón vela”, dice la esposa. Es probable que una investigación más profunda sobre los comentarios medievales de los Cantares nos llevaría a descubrir otras expresiones de la noción de María, Corazón de la Iglesia (cf. Cant. 3, 1). Se ha explorado bastante el sentido mariano de los comentarios medievales de los Cantares, pero ¿se ha hecho desde este ángulo? Encontramos, así, la observación del decreto, ya mencionado, del 4 de mayo de 1944: nos señala que “se puede encontrar vestigios lejanos del culto litúrgico hacia el Corazón Inmaculado de María en los Comentarios de los Padres sobre la esposa del Cantar de los Cantares”110. Luego, en el Siglo XIX, la expresión “María Corazón de la Iglesia” reaparece bajo la pluma de los teólogos católicos alemanes y, en el Siglo XX, en la mariología sophiánica rusa. Scheeben, si bien no considera todos los aspectos, es incontestablemente el teólogo y el vulgarizador más vigoroso. Como se aprecia a partir de nuestras citas, ha desarrollado largamente las significaciones, no sin insinuar su relación con el culto hacia el Corazón Inmaculado de María. En el texto que citamos al inicio de nuestro trabajo111, yuxtapone más que coordinar o sintetizar estas dos nociones. Pero, sin embargo, a él debemos la intuición fundamental de este trabajo: si el Corazón de María es el “centro vital de su persona” y “la “representación como tal”, y si de otra parte María es “el corazón místico del cuerpo místico de Cristo”, es fácil concluir que el Corazón Inmaculado de María es el Corazón de la Iglesia. Sin embargo, más allá de estas conexiones lógicas, las razones profundas de esta identificación se deducen de la exposición más sintética y más sistemática de los fundamentos de la denominación de María como Corazón de la Iglesia, que nos ofreciera, con una autoridad muy especial, el R.P.S. Tromp, s.j. Su punto de partida parece haber sido una reacción contra los inconvenientes de la denominación “Espíritu Santo, Corazón de la Iglesia”, empleada dos veces por Santo Tomás de Aquino112. Resumámosle y citémosle: “La influencia de María en la vida de la Iglesia como institución de salvación es afectiva. La gran fuerza de María es su amor maternal, cuyo símbolo es el tierno corazón de una persona humana”. Después subraya que Cristo es la Cabeza del Cuerpo, consubstancial a ese Cuerpo por la materialidad de su naturaleza humana, y que el Espíritu Santo es el alma puramente espiritual e inmaterial, razón por la cual la imagen del corazón tendría, de preferencia, que ser evitada a este respecto; Tromp prosigue: “El corazón, por un lado, es un órgano material, y por otro propulsa de manera latente e indivisible los jugos vitales a través de todo el cuerpo, haciéndolo más intensamente si es que está alentado por el amor. Por consecuencia, siendo María una persona humana como nosotros y como colabora de manera oculta con nuestra vida sobrenatural de gracia, de manera preeminente, porque nos abraza con su amor maternal, María puede y debe ser llamada Corazón del Cuerpo Místico, porque bajo el impulso del amor, ella distribuye por todo el cuerpo natural y sobrenatural de Cristo, tal como en otro tiempo la ternura de su corazón maternal propulsó la sangre a través de todos los miembros, ternísimos, del Verbo recientemente encarnado en su seno virginal”113. Luego, no sin antes subrayar que, a diferencia del alma, el corazón no está presente en todo el cuerpo, ni le confiere su unidad y ni lo vivifica como principio último114 - por todas esas razones la imagen del corazón es inferior a la del alma- Tromp concluye: “Sopesando bien las cosas, la imagen del Corazón debe ser aplicado antes a la Madre de Dios que al Paráclito. Por su humanidad, la Virgen es consubstancial a nosotros y al Cristo-Cabeza; ocupa un lugar central en la Iglesia y sin embargo invisible; por su intercesión y por su mediación, causa la distribución de la gracia y de los dones en todo el Cuerpo místico; finalmente, como lo recalca bastante Juan Crisóstomo115, el corazón no puede actuar si no recibe el movimiento de la cabeza y de los sentidos; igualmente la Virgen no puede hacer todo que hace si no es virtud del Cristo-Cabeza. Para concluir, el corazón es el símbolo del amor, fundamento último de la intercesión de la Madre de Dios”116. Estas consideraciones del eminente teólogo del Cuerpo místico de Cristo nos parecen perfectamente y sólidamente fundadas. Todo lo que afirma de María como corazón de la Iglesia, lo diremos nosotros más precisamente del Corazón de María, lo que no hará más que explicitar el pensamiento de Tromp como el de Scheeben, volviendo más vigorosas y más esclarecedoras todavía las imágenes, por la vía de la repetición. Se obtendrá de esta manera la aplicación adecuada de esta “teología en imágenes” tan bíblica y patrística al caso de María; cuya brillante aplicación vio - no hace mucho117 - D. Clément en la encíclica Mystici Corporis.

María, corazón de la Iglesia en la Mariología rusa

De esta Teología en imágenes exaltada por el monje benedictino ruso, la marialogía sophiánica rusa, a pesar de ciertas conjeturas y ciertas conclusiones que la Iglesia católica no puede adoptar, constituye un brillante y estimulante ejemplo. Ahora bien, el tema de María Corazón de la Iglesia, es central en ella. Soloviev, fundador de esta escuela inspirada en el platonismo y en idealismo alemán, escribía: “El cuerpo no debe morir sino después que sean destruidas sus dos partes esenciales, la cabeza y el corazón. Pero la cabeza y el corazón de la Iglesia -Cristo y María- viven en la eternidad de Dios y son invulnerables”118. En el siglo XX, Paul Florenskij (nacido en 1881) escribía: “Si el Señor es la cabeza de la Iglesia, la dulce María dispensadora de la bondad divina es verdaderamente el corazón mediante el cual la Iglesia comunica a sus miembros la vida, la eternidad y los dones del Espíritu, porque es la verdadera fuente de vida (...) centro exclusivo de la vida de la Iglesia119. Pero, es sobre todo Bulgakov el que ha insistido sobre nuestro tema. El padre Schultze s.j., resume de esta manera el pensamiento del teólogo ruso: “María es el corazón de la Iglesia, es de alguna manera su personificación; en tanto personificación de la Iglesia, la Madre de Dios fue elevada por encima de todo pecado. Es el corazón vivo de la Iglesia y su autoridad personal; el corazón del mundo y el centro espiritual de toda la humanidad. Mientras vivió en este mundo, no fue ninguno de los Apóstoles -ni Pedro, ni Juan- sino María, el corazón vivo de la Iglesia, su única autoridad personal, suprema e irrecusable que devino más evidente después de su muerte120. Bulgakov piensa inclusive que el Apóstol Juan, por ser llamado hijo (de María) recibió la primacía entre los Apóstoles; una primacía distinta de la de Pedro e igualmente divina en su origen121. Estas reflexiones tan sugerentes suscitan los siguientes comentarios: 1. Es muy justo decir que María personifica a la Iglesia, pero como su tipo trascendente, como una causa no solamente ejemplar, sino también eficiente (aunque dependiente). Precisamente porque María personifica a la Iglesia como comunión de amor, es que puede y debe ser denominada su corazón; y el Corazón de María, que personifica a María, puede y debe ser llamado corazón de la Iglesia. Y como la Iglesia es la razón de ser universo, como lo decía san Epifanio122, María también puede ser llamada el corazón de la humanidad y del mundo. 2. Como lo muestra el padre Schultze123, la imagen del corazón aplicada a la situación de María en la Iglesia tiene la ventaja de subrayar su rol activo. El rol de María en la Iglesia no es puramente pasivo, como lo quería Barth. Bulgakov, en tanto, minimiza la pasividad de María. 3. La más grave crítica que se le podría hacer es haber transferido inconscientemente- en beneficio de María la esfera de la suprema autoridad jurídica en la Iglesia que niega a Pedro. Después de haberla desconocido en el plano visible de Pedro, la afirma gratuitamente respecto de María en la Iglesia primitiva y, ahora, puesto que María está en cielo, reduce esta suprema autoridad a ser puramente invisible. ¡Elimina de esta manera la visibilidad de la Iglesia!124. En realidad, durante la vida de María después de la Ascensión de Jesús, ya era Pedro la cabeza visible de la Iglesia, y María le era sumisa como lo fue en otro tiempo a José. La influencia secreta, pero muy real, de María sobre la Iglesia primitiva se ejercía -como la del corazón en el cuerpo humano- invisiblemente mediante el amor y la oración. María ya era el corazón invisible de la Iglesia visible. Sin embargo esta influencia sobre todo invisible tenía repercusiones visibles, traduciéndose en una influencia visible por la palabra y por el ejemplo. María es hoy, no solamente el corazón invisible, sino además invulnerable (en toda extensión de la palabra) de la Iglesia visible; y este Corazón se vuelve en alguna manera visible por y en la oración amante de la Iglesia, virgen y madre. Hay que reconocerlo; Scheeben había respondido de antemano a Bulgakov: “En el cuerpo místico de Cristo, el lugar de María se define de manera más adecuada como la de corazón (...) María aparece así como el miembro en el cual se refleja más perfectamente toda la vida de la cabeza, y cuyas funciones condicionan y sostienen de múltiples formas la acción de la cabeza sobre los otros miembros. Por otro lado, esta imagen muestra de manera contundente el lugar personal y vivo de María en el organismo interior del Cuerpo de Cristo, por oposición al lugar que corresponden a los representantes oficiales de Cristo en el organismo exterior de la Iglesia (...) María no tiene ninguna participación en el ejercicio del poder público del magisterio o del señorío (Scheeben hace alusión al poder de jurisdicción). Su colaboración con Cristo es, más bien, íntima y secreta, del corazón con la cabeza, en la comunicación interior de la vida a los miembros; actividad por la cual Cristo realiza por excelencia su misión de Redentor125. El rol de María dentro de la Iglesia es, por tanto, mayor que el de Pedro - ministro exterior - o de Juan. Es profundamente diferente y complementario. La mariología católica, precisando el rol de María como corazón de la Iglesia, se mantiene igualmente alejada de los errores - por defecto - del protestantismo o - por exceso - de la escuela sophiánica rusa. Pero evidentemente la Iglesia Católica, al negar que María haya recibido de Cristo, como Pedro, un poder de jurisdicción sobre la Iglesia, afirma el señorío de María sobre el pueblo de Dios que es también el suyo, y su estricto derecho a ser conocida, alabada y amada.


María, Corazón de la Iglesia y la proclamación de su maternidad eclesial por Pablo VI

Algunos lectores podrían objetar que la Iglesia, por voz de Pablo VI ha proclamado solemnemente que María es su Madre, sin ninguna alusión a su función de Corazón de la Iglesia. Es cierto que no existe, que yo sepa al menos, ningún texto del Magisterio que declare explícitamente que María es el Corazón de la Iglesia. Sin embargo, en el mismo discurso en que Pablo VI proclamaba a María Madre de la Iglesia, al precisar que este título sintetiza admirablemente el lugar privilegiado en la Santa Iglesia reconocido a la Santa Virgen por el Concilio (Vaticano II)”126, recordaba que María es la “portio maxima, optima, præcipua, electissima” de la Iglesia, y sobre todo promulgaba solemnemente la constitución dogmática Lumen Gentium. Ahora bien, ésta afirma que María es también su “miembro supereminente y completamente singular”127. Estas dos imágenes, lejos de oponerse se complementan por no decir que tienen el mismo sentido: si se concibe a la Iglesia como la familia de Dios, se dirá que María es la Madre; si se la concibe como el Cuerpo místico de Cristo, se dirá que es su corazón (¿cuál otro sería?)128 o su madre, si se desea indicar su trascendencia respecto de los otros miembros del cuerpo, y su cualidad de origen del conjunto del cuerpo. En realidad, tal como son empleadas, con sus connotaciones precisas, estas dos imágenes parecen revestir la misma significación: María es Madre de la Iglesia porque ella es primero su hija en tanto criatura de Cristo, Jefe de la Iglesia, y redimida por Él, “hija de Adán, nuestra hermana, discípula de Cristo, entregada totalmente a Dios y a Cristo, único Redentor”129; de otro lado los teólogos (Scheeben, Tromp) que exaltan a María como el Corazón de la Iglesia subrayan que es también su Madre130 y el padre Schillebeckx expone maravillosamente el nexo que sintetiza ambas imágenes: “Como madre, tipo de la Iglesia (María), colabora maternalmente en la edificación de la Iglesia emprendida por Cristo. Ella es la madre de la Iglesia, que le debe, por consecuencia, su propio carácter maternal. Pero en esta Iglesia, ella es el seno espiritual-corporal. Como madre, le da la vida”131 La imagen de seno corresponde a la del corazón, del que hemos señalado ya el carácter activo y dinámico. Como María es hija espiritual del Jefe de la Iglesia, Jesús, para poder ser la madre de sus miembros, así recibe, como corazón, el influjo de la cabeza para dar la sangre y la vida a los otros miembros. En el plano especulativo, nada, absolutamente nada, se opondría a lo que el Magisterio de la Iglesia, después de haber proclamado solemnemente que María es a la vez miembro supereminente y Madre de la Iglesia, precisara que su Corazón inmaculado es el Corazón de la Iglesia. En el asunto referido al título de María, Corazón de la Iglesia, se puede decir exactamente lo que decía Pablo VI sobre la denominación de Madre de la Iglesia: “sintetiza admirablemente el lugar privilegiado en la Santa Iglesia reconocido a la Santa Virgen por el Concilio”. Ambos reunidos muestran mejor que estando separados que -retomando las palabras de Pablo VI- “la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, su liturgia, sus sacramentos, y sus ordenanzas jurídicas. Su esencia profunda, la fuente primera de su eficacia santificadora debe ser buscada en su unión mística con Cristo; unión que no podemos concebir haciendo abstracción de aquella que es la Madre del Verbo Encarnado”132. Puesto que la esencia profunda de la Iglesia consiste en su unión mística con Cristo, es evidente que nadie la realiza ni la encarna mejor que María, tan inseparablemente unida a Jesús como el Corazón a la Cabeza.

Ventajas ecuménicas y pastorales de la presentación del Corazóninmaculado de María como Corazón de la Iglesia

La Iglesia católica entró con Vaticano II en un periodo de intensa renovación. Por consecuencia, es normal que piense en adaptar a las necesidades actuales del pueblo de Dios y de la humanidad la presentación de las devociones más queridas para los cristianos. El Concilio tuvo como objetivo doctrinal principal la profundización del misterio de la Iglesia. Parece, entonces, que todo que pudiera poner de relieve la relación entre este misterio y una devoción se sitúa en la misma dirección que las inspiraciones actuales del Espíritu de Cristo. Presentar al Corazón de María como Corazón de la Iglesia es asociar visiblemente en el corazón de los cristianos dos amores inseparables. Es mejor percibir la realidad; unir lo que el Concilio quiso considerar concordantes. También es volver más aceptable para la tendencia protestante a la subjetividad, la aceptación del dogma mariano; o al menos su mejor comprensión. Además se evita contrariar al mundo protestante por un cierto aislamiento de María, que es lo que se nos reprocha. Finalmente, es facilitar el acercamiento con los ortodoxos, muchos de los cuales - como lo hemos dicho - quieren ver a María como el Corazón de la Iglesia. ¿La devoción al Corazón de María no les sería más accesible si fuese presentada como el Corazón de la Iglesia? Citemos aquí a un teólogo ortodoxo ruso que no hemos mencionado todavía: María es “el corazón místico de la Iglesia, su centro místico, su perfección ya realizada en una persona humana plenamente unida a Dios, encontrándose más allá de la Resurrección y del juicio, escribe V. Lossky133. Los protestantes y ortodoxos de buena fe pertenecen ya de cierta manera al pueblo de Dios134, que es también - lo ha precisado San Juan Damasceno- el pueblo de María. Todo este pueblo de María aspira, conscientemente o inconscientemente, a consagrarse todos los días al servicio del Corazón de su Reina, que es también su propio Corazón de Dios, el Corazón triunfante de la Iglesia peregrinante. Esta consagración es una etapa en su peregrinaje histórico. Un nuevo factor de la unificación del pueblo de Dios en marcha que, si tiene un Jefe visible para representar a su Jefe invisible, Jesús, no tiene más corazón “visible” que los santos para representar en alguna manera a su invisible Corazón, María135. María, dice San Pedro Crisólogo, “recibió la salvación para devolverla a los siglos136 y a la historia humana. Ese nombre de Madre de la Iglesia, precisa San Juan Damasceno, contiene todo el misterio de la Encarnación y toda la historia de la economía divina en este mundo”137. Dicho de otra manera, el nombre de Madre de Dios contiene toda la historia del pueblo de Dios en este mundo, de este pueblo de Dios que es y debe ser, por su consagración a la Soberana, el pueblo de María, para ser plenamente y perfectamente pueblo de Dios. Porque consagrándose a María, Corazón de la Iglesia, ¿no se consagra al cumplimiento de la voluntad del Corazón Inmaculado de María; a saber, la edificación consumada de la Iglesia que es él mismo? 15. Sentido de la consagración al Corazón de María - ¿No es lo que intuía obscuramente San Juan Damasceno? No solamente el gran predicador mariano no dejó nunca de hablar de la Madre del Verbo encarnado (“qué ofrecer a la Madre de la Palabra, si no nuestra palabra”)138, sino sacaba de su propia experiencia mística mariana una voluntad cada vez más mayor de consagración a la Inmaculada. ¿Qué hay más suave que la Madre de mi Dios? Ella cautivó mi espíritu, reina sobre mi lengua, día y noche tengo presente su imagen. Ella, la Madre de la Palabra, me da de qué hablar”139. El antiguo funcionario del califato convertido en monje a los cincuenta años de edad lo sabía por experiencia personal: “si evitamos con coraje nuestros vicios pasados, si amamos con todo nuestro ardor las virtudes, ella (María) multiplicará sus visitas cerca de sus propios servidores, seguidas de todo el conjunto de bienes; y traerá consigo a Cristo, su Hijo, Rey y Señor universal, que habitará en nuestros corazones”140. Si queremos ayudar a probar la suavidad de María a todos los cristianos, presente día y noche en sus espíritus; si deseamos que cautive sus espíritus y reine sobre sus lenguas para que, por ella, reciban las visitas de Cristo, renovemos nuestra consagración al Corazón de María, corazón inmaculado de la Iglesia inmaculada, Corazón virginal, nupcial y maternal de la Iglesia virgen, esposa y madre, Corazón pre-redimido para ser el único corredentor de la Iglesia, esposa del Cordero “Pantocrator”, corazón triunfante de la Iglesia peregrinante, de la cual María es Madre, Reina y Servidora. Inspirémonos en el ejemplo de las palabras de San Juan Damasceno, autor de una de las primeras consagraciones a María: “Oh Soberana, Madre de Dios y Virgen, unimos nuestras almas a la esperanza de que eres, para nosotros, como un ancla absolutamente firme e irrompible; te consagramos nuestro espíritu, nuestra alma, nuestro cuerpo, cada uno en toda su persona; queremos honrarte con salmos, himnos, cánticos inspirados (cf Ef 5, 19; Col 3, 16) tanto como esté en nosotros; porque rendirte honores según tu dignidad sobrepasa nuestras fuerzas. Si es cierto según la palabra sagrada, que el honor rendido a otros servidores es una prueba de amor hacia el Maestro común, el honor que se rinde a ti ¿puede ser ignorado? ¿No hay que buscarlo con celo? ¿No es preferible inclusive al aliento vital, y no da éste141 la vida? De esta manera indicamos mejor nuestra unión a nuestra propio Maestro. ¿Qué digo? Basta, en realidad, a aquellos que guardan piadosamente tu memoria tener el don inestimable de tu recuerdo; se vuelve la plenitud de la dicha imperecedera. ¿De qué alegría, de qué bienes no estará lleno aquel que ha hecho de su espíritu “la secreta morada de tu santísimo recuerdo? En su homilía, en Fátima, el 13 de mayo de 1982, Juan Pablo II analiza la noción de consagración al Corazón de María: “El Corazón de María fue abierto por el mismo amor hacia el hombre y al mundo con el que Cristo amó al hombre y al mundo, ofreciéndose por ellos en la Cruz, hasta ser traspasado por la lanza del soldado. Consagrar el mundo al Corazón Inmaculado de María significa el hecho de acercarnos, a través de la intercesión de la Madre, a la misma fuente de vida que brota sobre el Gólgota. Esta fuente fluye de forma ininterrumpida con la Redención y la gracia. Consagrar el mundo al Corazón Inmaculado de María significa un regreso a la Cruz de su Hijo. Más todavía: quiere decir consagrar este mundo al Corazón traspasado del Salvador, haciéndolo regresar a la fuente misma de la Redención. La Redención es siempre más grande que el pecado del mundo (...) El Corazón de María está consciente de esto más que cualquier otro, visible o invisible (...). Consagrarse a María significa dejarse ayudar por ella y ofrecernos, nosotros mismos y la humanidad, a Aquel que es Santo, infinitamente Santo; (...) la Madre de Cristo nos invita a unirnos a la Iglesia del Dios vivo en esta consagración del mundo, a esta ofrenda del mundo”. El punto de este texto es perfectamente claro: el Papa quiere alentar una consagración cristocéntrica al Corazón de María, nos invita a unir nuestra consagración a la Madre de Cristo, aquella mediante la cual ella misma se entrega al amor que el Corazón de su único Hijo ofrece a todo el género humano. Semejante orientación está en perfecta armonía, no solamente con la visión cristocéntrica de la devoción mariana que nos sugiere el segundo Concilio Vaticano, sino, además, con la preocupación de hacerse conocer y amar que manifiesta el Corazón de Jesús crucificado en sus últimas palabras, que se hace eco en el prefacio de la misa votiva de la “recomendación a la Virgen María”:

“Sobre la Cruz, como su testamento, Cristo nuestro Señor estableció entre su madre y sus discípulos un nexo de amor muy estrecho: Les entrega por madre a su propia Madre y los discípulos la reciben como preciosa herencia de su Maestro”

Semejante recomendación significa que, en nuestro regreso a Jesús, María es el camino hacia Aquél que es Verdad y Vida.


N.B. Sobre el tema de María, Corazón de la Iglesia, el lector encontrará una bibliografía en la obra de G. Roschini, Mariologia (2ª edición), t. II , II, p.349 ss. El trabajo publicado aquí sobre el Corazón de María Corazón de la Iglesia, ya había aparecido en la Revista Ephemerides Marialogicæ, t XVI (1966) pp. 189-227.


Anexos

Sugerencias marianas relativas a la reforma del calendario en el rito latino

Transformación de la vigilia de la Asunción en fiesta de la Dormición de María

La liturgia actual de la Asunción, en el rito latino, celebra la entrada de María en la gloria, en alma y cuerpo. El acento no se pone en la muerte, que Pío XII no quiso incluir en la definición dogmática, pero a la que hace alusión en la bula definitoria, y que al menos es una verdad cierta enseñada por el magisterio de la Iglesia, especialmente a través de “su órgano más importante, la liturgia” según las expresiones de Pío XI (cf. Martimort, L´Eglise en prière, Desclée 1961, pp. 221-2). En efecto, no se podría subestimar la importancia de los numerosos testimonios de los ritos, copto, bizantino y latino que afirman categóricamente la muerte de María. Citaremos los textos en forma de apéndice. Puesto que la Iglesia enseña ya esta verdad mediante su magisterio ordinario y su liturgia, o mejor dicho sus liturgias, se desea y propone transformar la actual vigilia de la Asunción en fiesta de la Dormición. La misa de esta fiesta sería votiva, de tal suerte que podría celebrarse los días de 4ª clase, o si la fiesta no fuese concedida, la misa votiva podrá ser concedida pro aliquibus locis, y celebrada el 14 de agosto. La fiesta tendría por objeto celebrar la importancia de la muerte de María, y la entrada inmediata de su alma en la visión beatífica, para la economía de la salvación. La fiesta de la Asunción, por el contrario, sería la de la resurrección corporal de la Virgen Inmaculada. El desdoblamiento sugerido transportaría al rito latino, luego de adaptarla, la práctica del rito copto, que celebra en enero la muerte o Dormición de María (“koimêsis”) y en agosto su Asunción (“metastasis”). La institución de la fiesta de la Dormición en el rito latino, el 14 de agosto, no sobrecargaría en nada el calendario, puesto que reemplazaría la vigilia que ya existe y sería justificada por los motivos y ventajas siguientes:

1. En el plano dogmático y pedagógico: la fiesta subrayaría una verdad cierta, la muerte de María, que nunca tuvo su expresión adecuada en el rito latino en el que inclusive, desde 1950, ya no es afirmada: en efecto, la bella colecta Veneranda, introducida por el Papa sirio Sergio I (687-701) desapareció de las misas después de haber proclamado durante doce siglos la muerte de María. La fiesta de la Dormición, el 14 de agosto, retomándola, mostraría el sentido de la muerte de María en la economía de la salvación: participación supremamente amante y meritoria de María en la muerte de Jesús y en su sacrificio redentor por la humanidad; último acto meritorio de la libertad inmaculada de María, recapitulador de todos los precedentes, por el cual María, aceptando una muerte que no merecía, ofreció su última contribución, no digo a la Redención objetiva, sino a su propia redención subjetiva y a la de toda la humanidad. Una fiesta de la Dormición sería la fecha de la muerte subjetiva Corredentora de María y, simultáneamente, de la entrada de su alma inmortal en la visión beatífica. Celebrada justo antes de la Asunción y no, como en el copto, con seis meses de distancia (cf. Maria, tomo VII, p.77), ¿no realizaría junto a la Asunción, al día siguiente, la contrapartida mariana del triduum pascual? ¿No sería anormal que conmemoráramos solamente la muerte victoriosa de Jesús y no la de su Madre, que la muerte de Jesús había merecido en tanto que victoria? ¿Y qué nombre convendría mejor que el de Dormición, designación neotestamentaria de la muerte del cuerpo?

2. En el plano ecuménico: la institución de la fiesta de la Dormición subrayaría, frente al mundo protestante, que María, criatura superior a las otras, fue sin embargo mortal como los otros, y murió efectivamente como su Hijo y Salvador. San Juan Damasceno decía ya: “no es una diosa a la que celebramos, a la manera de las fábulas prestigiosas de los griegos, puesto que proclamamos su muerte; sino reconocemos a la Madre del Dios encarnado” (PG 96, 743).

3. Una objeción se transforma en motivo suplementario: “la muerte es triste y no podría ser objeto de una fiesta”. San Juan Damasceno parece haber previsto la dificultad: “No es la muerte que te volvió bienaventurada - dice a María - , eres tú la que has iluminado a la muerte, quitándole su tristeza y mostrando en esta muerte una dicha” (PG 96, 717 c)- De otro lado, este obstáculo no detuvo al rito copto (“Salud a la partida de tu alma, y a tu muerte que es semejante a una boda”, concluye el sinaxario de la Asunción: Maria, t. I , p. 387), ni, durante doce siglos al rito latino: Veneranda diei festivitas, in qua Sancta Dei Genitrix mortem subiit temporalem, nec tamen mortis nexibus deprimi potuit (...)” Podemos decir, entonces, junto al padre Galot: “semejante a la muerte de Cristo (la muerte de la Madre de Dios) cobra un valor superior; el de una victoria sobre la muerte misma; de un triunfo de la vida y de la dicha” (Maria , VII, p. 201)

Apéndice: Textos litúrgicos sobre la muerte de María: las liturgias de los ritos orientales son particularmente ricos al respecto. Citemos, entre otros, éstos textos del rito bizantino:

“Tu muerte fue el paso hacia una vida eterna o mejor, Oh Pura; de una condición mortal, te transporta a una vida verdaderamente divina y permanente, Oh Inmaculada, para contemplar en la dicha a tu Hijo y Señor. Si Su fruto incomprensible, gracias al cual gana el cielo, sufrió voluntariamente en tanto mortal, ¿como rehusaría esta tumba, aquella que engendró sin la obra del matrimonio? No es de asombrar que la Virgen salvadora del mundo haya muerto, si el mismo Creador del mundo murió en su carne” (Textos citados por DOM Mercenier, Prière des Eglises du rite byzantin, Amay, 1939, t. II, pp. 301, 303; cf. Pp. 297, 299. No sabemos si el trabajo de J.P. O’ Connel, The testimony of sacred Liturgy relative to Mary’s death, in “Mariam Studies”, 8 (1958), PP. 125-42) hace alusión a los ritos orientales).

===María a la luz de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento Vaticano II lo ha recordado=== Para descubrir exactamente el sentido de los textos sagrados: hay que tener en muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe; el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo; el Nuevo descubre al Antiguo; los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, hacen aparecer en una perfecta claridad la figura de la Mujer, Madre del Redentor” (DV, 12 y 16) Estos principios, aplicados por el Concilio a muchos pasaje del Antiguo Testamento (Gn 3, 15 ; Is 7, 14) esclarecen más el sentido literal “pleno” de Prov 8, 22-30; Si 24, 5-31; Sb 7, 26-27, mucho tiempo comentadas en función a María (Scheeben, Bouyer, etc). ¡Sentido previsto, no necesariamente por los autores humanos, sino por el Autor divino, supremo y único del conjunto de las Escrituras! En Col 1, 17 ss, el Apóstol aplica la descripción de la Sabiduría eterna a Cristo, Sabiduría encarnada. Si los pasajes mencionados más arriba describen la Sabiduría principalmente en su origen y su naturaleza supra-terrestres, no es presentada, ajena y desvinculada del mundo, sino como existiendo y actuando al interior del mundo, en vínculos actuales con él. El principio (bíblico y patrístico) de la asociación de María, Nueva Eva, con el Nuevo Adán, su Hijo, se junta a la descripción de la Sabiduría bajo rasgos femeninos, y a la de una Madre en la casa del padre, que nos permite reconocer a María en los textos sapienciales aplicables a una simple criatura. La transferencia de estos textos a María, la más alta participación puramente creada de la Sabiduría de Dios, es el efecto de la analogía de la fe, que interpreta un texto particular de la escritura bajo la luz de la totalidad de la doctrina de la Iglesia. Citemos a San Antonio de Florencia (1389-1459) : “María fue predestinada antes de todos los siglos para ser el principio de la nueva creación de todo lo creado; y es así que ella dice “Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos” (Prov 8, 22 ss) es decir al comienzo de todas sus obras, porque soy la primera de todas sus criaturas que son simples criaturas (...)Ella es la primera nacida antes de toda criatura, más noble y más perfecta, en gracia y en gloria, que toda otra simple criatura. Porque lo que es el primero en un genero es causa de todos los otros seres en el mismo género. Para Antonio, la primacía de María querida por Dios después de Cristo, pero antes de cualquier otro, entraña su causalidad universal, no física y eficiente, sino moral y meritoria. Ella es “madre por la dignidad, porque ella es la primera nacida, antes de toda criatura”: maternidad espiritual respecto del universo corporal y material, no puramente y simplemente, sino a partir del misterio de la predestinación de María, unida a la consideración de los grados del ser y del actuar. Aquí, los representantes de las escuelas escotista y tomista se unen en un consensus en cuanto a la causalidad moral y meritoria de la Virgen, en dependencia de Cristo en la Cruz, respecto de la existencia y consumación del universo físico y de cada naturaleza humana. Primera de los predestinados después de Cristo, María no causa solamente (en dependencia de Él) gracia y gloria en todos los elegidos, sino además, por su intercesión, la naturaleza misma. Poco antes de Antonio, Bernardino de Siena veía en María la causa ejemplar y final de universo. Ciertamente, ninguna persona creada podría ser la causa moral y meritoria de su propia creación por Dios. Pero, nos dice Juan de Santo Tomás (1589-1644) “no hay ningún inconveniente de hablar de un instrumento moral de la creación; no repugna el que Dios cree por sí solo, pero en respuesta a la intercesión de un santo (...) tal y como un hijo es concedido a causa de la oración de un santo”. Así, Urs von Balthasar nos cita al dominico Godoy: “Cristo nos mereció por su Pasión la existencia, ya que nuestro ser fue el efecto de la predestinación y por consecuencia el precio de los méritos de la muerte de Cristo” En el plan divino, Cristo y María son vistos después de la fundación del mundo como inmolados en su favor (Ap 13, 8); el mundo mismo parece creado y fundado en la Sangre del Cordero y en las lágrimas de María, al pie de la Cruz. Su existencia misma depende de su amor sufriente. Mereciendo nuestra divinización, merecieron lo mínimo que la condiciona: nuestra creación de la nada. Se trata de una causalidad moral y meritoria, contenida en el consentimiento creado a la voluntad increada y creadora de Dios. Aimé Forest lo entrevió magníficamente: podemos entrar en el absoluto del acto creador, según nuestra condición de criaturas, mediante el consentimiento que nosotros le damos; respuesta al acto por el cual Dios crea: “Cuando Dios trazó los fundamentos de la tierra, yo estaba a su costado” (Prov 27-31). Tal nos parece ser la verdad que se escondía en los errores gnósticos sobre la Magna Mater, la Tierra misma. En Platón, la materia es la madre del universo. La Escritura, subrayando la maternidad de la Tierra (Si 40, 1; Gn 3, 19; Job 1, 21) rechaza el culto pagano de la Madre-Tierra. Se puede admitir que el Dios creador de la Madre-Tierra, nutricia y tumba, preparó a los hombres para reconocer su intervención en la historia a través de una Mujer, Madre de su único Hijo (Ga 4, 4), la verdadera Magna Mater pura criatura, Madre de Dios infinitamente grande y, por Él, espiritualmente, Mater Materiæ, madre de la Materia, al consentir meritoriamente en la creación. Si la Madre-Tierra, merced a un admirable cambio, se nos muestra suspendida en su existencia como en su fecundidad de la oración y de las lágrimas de la Virgen, ésta no es - como lo creían los coliridianos de los que habla Epifanio de Salamina - una diosa creadora merecedora de un sacrificio, sino moralmente procreadora de un universo físicamente independiente de ella. ¿Si los hombres pueden ser físicamente procreadores, por qué María, los santos, los ángeles, en pocas palabras, la Iglesia - razón de ser de todo, dice también Epifanio - no lo serían moralmente? Estamos, entonces, gracias a los Libros sapienciales y a la teología medieval, franciscana y dominica, en presencia de una protología mariana completada por una escatología mariana. La intercesión de la Cordera (Melitón de Sardes) y también la invocación de la Orante obtienen - con la Parusía de su Hijo resucitado - la resurrección, por ella, de todos sus elegidos en la gloria, al final de los tiempos. La Virgen no resucitará a los hombres de una manera física y directa, sino al lado de la Sabiduría “haciendo sus delicias entre los hijos de los hombres - que son los suyos -; María resucitará, mediatamente y moralmente, por sus súplicas a los miembros de su Hijo tal y como (si se nos permite seguir a San Juan Eudes) había colaborado ya moralmente”, por el ardor de su amor, por el fervor de sus deseos y por la virtud de sus plegarias” en la Resurrección física de su Hijo y Salvador. Entretanto, María ofrece sin cesar, con cada Eucaristía, su triple consentimiento a la creación del universo, a la Encarnación y a la muerte de su Hijo (incluyendo las nuestras), al Padre, en el Espíritu, para obtener nuestra propias resurrecciones gloriosas (Dictionnaire marial, C.L.D., 1991).

N.B. : Este anexo apareció en la revista Ephemerides Mariologicæ, tomo XV (1965) pp. 476-479.

BERTRAND DE MARGERIE, S.J. INTENTO DE SÍNTESIS TEOLÓGICA Traducción de José Gálvez Krüger. Revista de Humanidades Studia Limensia