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Martes, 19 de marzo de 2024

Cister: Historia XVI

De Enciclopedia Católica

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Los Cistercienses en el siglo XX

El relato histórico de la Orden cisterciense durante las primeras tres cuartas partes del siglo XX no se puede reducir a la enumeración de unas pocas tendencias dominantes. Aunque el nuevo siglo comenzó como una continuación normal de la época precedente, el estallido de la Primera Guerra Mundial introdujo una era de violencia y destrucción, tanto física como moral sin precedentes, que llegó a su clímax en el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Después de treinta años de agonía se ha acallado el estruendo de las bombas, pero no se ha conseguido la consolidación de la paz anhelada. No son sólo la prolongada guerra fría, la confrontación entre las fuerzas del comunismo y la democracia, los que evitan el restablecimiento de una condición que ha sobrevivido en las memorias de la vieja generación como «normalidad». Hacia mediados del siglo, se hizo evidente que las bases éticas, los valores sobre los cuales podría reconstruirse el equilibrio al estilo antiguo, estaban hechos añicos sin remedio. El cuestionamiento profundo de todas las normas heredadas continuó a lo largo de toda la década del 60, sin encontrar una base para un nuevo consenso. Finalmente, surgió la idea de una «sociedad pluralista», en la cual podían coexistir conceptos variados y hasta contradictorios. Esto parecería conducirnos a admitir que las preguntas han sobrepasado a las respuestas posibles, y no hay ya esperanza de encontrar un nuevo credo por el que valga la pena morir. Para cualquier que haya estudiado la historia de las instituciones y civilizaciones, esta suposición plantea otras cuestiones fundamentales: ¿puede una «Iglesia pluralista» servir como núcleo de una nueva civilización? ¿Puede concebirse una civilización fuera de un contexto firme de valores absolutos, sin una convicción bien arraigada en la autoridad? El estudio de una orden religiosa dividida, dentro de un mundo siempre turbulento, es una tarea arriesgada, dado que el mismo cronista es forzosamente parte. Las disputas decisivas sobre valoresy principios llegaron hasta las grandes abadías, que se habían mantenido en el siglo XIX como remansos de paz, fuera del alcance del tiempo. Dado que algunas preguntas fundamentales quedan todavía sin respuesta, no hay posibilidad de examinar el pasado inmediato a partir de un punto de vista realmente objectivo. Con el afán de reducir los errores de juicio al mínimo, será suficiente que sólo presentemos un bosquejo de los eventos externos más importantes.

La Estricta Observancia

Los cistercienses de la Estricta Observancia entraron al siglo XX en medio de una vigorosa expansión territorial, aunque no todas las nuevas fundaciones resultaron duraderas. El Capítulo General Trapense contestaba con una generosidad sin reserva a la mayoría de las peticiones de los obispos pidiendo monjes. Pero, al tomarse esas decisiones, se tenía más en cuenta el personal disponible que los problemas de clima, medio ambiente, recursos materiales o implicaciones políticas. El primer establecimiento en África, Staouéli, en la Argelia francesa, se inició en 1843 con la ayuda masiva del gobierno, y la abadía se convirtió pronto en la más rica de la Orden. Pero confiar en la buena voluntad de las autoridades civiles demostró ser un riesgo peligroso, tan pronto como los elementos anticlericales dominaron la situación en París. Temerosos ante la amenaza de supresión, los padres vendieron el solar y, en 1904, se mudaron a Maguzzano en Italia, a orillas del Lago de Garda. Una aventura aún más prometedora en Sudáfrica, Mariannhill, en Natal (1882), peligró pronto por diferentes razones. Los monjes atrajeron gran número de vocaciones nativas, especialmente como conversos, pero fue tan grande el hambre de las almas por la palabra de Dios, que la comunidad se vio envuelta en un trabajo misionero cada vez más exigente. El Capítulo General no pudo pasar por alto y, en 1909, con la aprobación de la Santa Sede, la comunidad se separó de la Orden para continuar funcionando como una organización independiente de misioneros. Una fundación de Westmalle en el Congo Belga tuvo que ser abandonada en 1925 por razones similares. El clima inhóspito y el medio ambiente extraño y frecuentemente hostil causaron el fracaso de varias fundaciones en el Pacífico. Un establecimiento de 1874 en la isla de Nueva Caledonia debió ser transferido después de dieciséis años de estériles esfuerzos a Australia (Beagle Bay), sólo para encontrar allí problemas todavía mayores, que obligaron a poner fin a la heroica empresa en 1903. Por el mismo tiempo, sufrió idéntico destino un establecimiento en Nueva Bretaña, al este de Nueva Guinea, por entonces colonia. Una fundación en Brasil, apadrinada por Sept-Fons a comienzos de siglo, llegó a su fin en 1927. Canadá ofreció a los monjes emprendedores un medio ambiente mucho más propicio. Al éxito de Notre-Dame du Lac en la provincia de Quebec en 1881, le siguieron otras dos en 1892: Mistassini y Our Lady of the Prairies, en Manitoba. En el Extremo Oriente, una fundación en Japón, Phare (1896) se iba arraigando firmemente. Por otro lado, la inestabilidad política y la amenaza de la guerra hizo que dos nuevas tentativas en el Cercano Oriente fueran precarias desde el comienzo. El entusiasmo por realizar tantas fundaciones extranjeras en Ultramar, a comienzos de siglo, puede tener su justificación en las condiciones políticas de Francia, donde a consecuencia del famoso «Caso Dreyfus», las riendas del gobierno se deslizaron a manos de inveterados enemigos de la Iglesia.

Leyes anticlericales

Desde 1901, se sucedían las leyes anticlericales y, en dos años, todas las casas religiosas debieron enfrentarse con el peligro de la disolución inmediata. Fueron clausuradas unas mil quinientas, pero Dom Juan Bautista Chautard (1858-1935), abad de Sept-Fons, defendió con éxito la supervivencia de los monasterios trapenses y, sólo dos casas pequeñas, Fontgombault y Chambarand, tuvieron que ser evacuadas. Esta última fue restablecida, con todo, como convento de monjas trapenses. La Primera Guerra Mundial constituyó una severa prueba para los cistercienses franceses, porque ni los sacerdotes ni los religiosos quedaron exentos del servicio militar activo. Muchos monjes murieron en defensa de su patria y algunas abadías, como Olenberg, Mont-des-Cats e Igny sufrieron graves daños materiales. Después de su reconstrucción, Igny fue transferida a las monjas trapenses. La fundación en Siria, Akbés, tuvo que ser abandonada en 1919, después de ser totalmente devastada. En el mismo año, el nuevo gobierno de Yugoslavia se incautó de Mariastern, en Bosnia, comunidad predominantemente alemana. Las condiciones de la postguerra hicieron peligrar la posición de las fundaciones trapenses en China, que databan de 1883. Nuestra Señora de la Consolación, que prosperaba cerca de Pekín, fue saqueada durante el ataque japonés de 1937. Lo que aún podía salvarse fue aniquilado diez años más tarde por los comunistas, que asesinaron a unos treinta de los monjes sobrevivientes. La fundación más joven, Liesse, fue más afortunada. La abadía tuvo que ser evacuada, pero la comunidad pudo encontrar refugio y nuevo hogar en Lantao, dentro del territorio de Hong-Kong. En España, país de vigorosa expansión trapense en la década de los 20 (La Oliva, Huerta, Osera), los monjes se vieron pronto en medio de la sangrienta guerra civil de 1936-1939. Muchas casas lograron evitar daños muy serios, pero Viaceli, cerca de Santander, no sólo fue saqueada y bombardeada por los republicanos, sino que perdió diecinueve monjes alevosamente asesinados por una banda de anarquistas en los últimos meses del año 1936. La ascensión al poder del gobierno nazi hizo precaria la existencia de las casas alemanas. Pocos años más tarde la Segunda Guerra Mundial pondría en peligro a cada abadía cisterciense a todo lo largo y lo ancho de los países beligerantes de Europa. Engelszell, en Austria, fue secularizada en 1939. Mariawald, en Renania, suprimida en 1941, fue duramente dañada en 1945. Olenberg sufrió una devastación casi total en las postrimerías de la contienda. Maria-Erlösung (María-Zwijezda) en la Estiria yugoeslava, fue expropiada por el ejército alemán en 1941 y los monjes transferidos a Mariastern, que bien pronto se vio amenazada por el régimen de Tito, cuando confiscó todos los latifundios monásticos bajo pretexto de la reforma agraria.

Segunda Guerra Mundial

Como consecuencia de la declaración de guerra de 1939, muchos de los monjes jóvenes de las abadías francesas fueron llamados a las armas. La fulminante invasión germana de 1940 produjo relativamente pocas bajas, pero un gran número de monjes soldados cayeron prisioneros de guerra. Bajo la ocupación germana, todas las abadías francesas pudieron seguir su ritmo, pero las que estaban situadas en Bélgica y Holanda lo hicieron sólo a costa de grandes dificultades. Scourmont fue evacuada dos veces, y la mayoría de sus edificios ocupados por la Luftwaffe alemana. Echt y Achel fueron expropiadas por completo por los nazis y sus monjes dispersados. Tegelen quedó casi totalmente destruida en la lucha, hacia fines de 1944. La invasión aliada de Normandía involucró a muchas abadías francesas, alguna de las cuales, como Notre-Dame des Dombes y Timadeuc tomaron parte en forma más o menos activa en la resistencia. Esta última comunidad fue condecorada con la «Cruz de la Resistencia». La abadía belga de Orval se destacó en forma similar por ofrecer ayuda al «Ejército secreto» de los patriotas de ese país. En Italia, Frattocchie, cerca de Roma se encontró entre 1943-1944 en la línea de fuego, y terminó seriamente dañada. Al concluir la contienda, el trabajo de recuperación fue rápido, probando de nuevo la extraordinaria vitalidad de la Orden. A despecho de los daños muy considerables, en 1947 la Estricta Observancia contaba sesenta y cuatro casas, con un total de casi cuatro mil monjes. Comparando estas cifras con las de 1894, la ganancia neta a todo lo largo de la mitad más turbulenta del siglo llegaba a ocho monasterios y casi ochocientos monjes. Sin embargo, la expansión más espectacular se alcanzaría durante la década del 50, cuando se hicieron una docena de fundaciones y el número de monjes se acercó a cuatro mil quinientos. En los Estados Unidos, solamente entre 1844 y 1956, el número de establecimientos trapenses creció de tres a doce, mientras los miembros aumentaban de trescientos a mil.

La Era Vaticano II

Hacia la mitad de la década del 60 la Orden comenzó a perder vocaciones en forma considerable, sobre todo entre los conversos, aunque se hicieron varias fundaciones, especialmente en África negra. De acuerdo con las estadísticas del 31 de diciembre de 1972, la Estricta Observancia controlaba ochenta y cuatro establecimientos, que albergaban a tres mil noventa monjes de coro y novicios, de los cuales mil seiscientos ochenta y cinco eran sacerdotes, los que sumados a trescientos veinticinco hermanos conversos dan un total de tres mil cuatrocientos quince. El sorprendente desarrollo y la igualmente inesperada disminución de miembros dentro de la misma década constituye un problema intrigante para todo estudioso de la historia religiosa. La gran atracción por la vocación monástica que sintieron los veteranos de guerra es un hecho innegable, que puede encontrar explicación en la desilusión de esos millones de seres forzados a ser instrumentos de la destrucción suicida de una civilización grande, pero básicamente materialista. El monaquismo, como una nueva valoración del cristianismo en su aspecto más genuino y exigente, llenó sin dificultad el vacío espiritual, cuando cayeron convertidos en un montón de cenizas los ídolos de esa generación. La búsqueda de Dios por parte de miles de almas terminó en una abadía cisterciense, donde encontraron amor comprensivo, respuestas inmediatas, una forma de hacer penitencia por su penoso pasado, y la posibilidad de comenzar una vida nueva dedicada exclusivamente a la contemplación divina. La estructura monolítica de la Orden, su liturgia y disciplina, que en su rutina incambiable parecía trascender el tiempo, debían haber aumentado en cada novicio el sentimiento de seguridad de haber arribado al puerto de perpetua serenidad, de gozar por anticipado el sabor del cielo. Aquellas vocaciones cuya formación descansó principalmente sobre la experiencia de la seguridad espiritual, fueron rudamente conmovidas por los abrumadores desafíos que quedaron como secuela del Concilio Vaticano II. La experiencia de nuevas formas litúrgicas, distintos conceptos de disciplina e ideas modernas de gobierno, dividieron inevitablemente a las comunidades monásticas. Aquellos que dejaron la guerra para encontrar paz dentro del claustro, se sintieron profundamente perturbados y muchos partieron desilusionados. No pueden clasificarse con facilidad los motivos personales, pero los datos estadísticos son por sí mismos reveladores. Durante las décadas que examinamos (1951-1971), salieron seiscientos noventa y seis profesos de votos solemnes, sin contar con los que vivían fuera de sus monasterios en estado de «exclaustración». En el primer período de cinco años de esas dos decenas, abandonaron cielito veintiún monjes; en el segundo período de cinco años, ciento cincuenta y uno; en el tercero, ciento ochenta y seis; en el cuarto, doscientos treinta y dos. En realidad, resultó erróneo el concepto de Estricta Observancia como fortaleza y custodia de tradiciones monásticas inmemoriales. Durante el siglo XIX, se produjo un alejamiento gradual de las ideas de Lestrange y, por último, hasta de las de Rancé, y la misma tendencia continuó en forma más acelerada después de la fusión de las Congregaciones trapenses en 1892. Un mojón significativo en el camino que conducía hacia el retorno a las tradiciones genuinamente cisterciense, fue la publicación en 1910 de una versión revisada del Directorio Espiritual trapense preparado por Dom Vital Lehodey (1857-1948), abad de Bricquebec. El autor expone todo su amplio conocimiento sobre oración mental (Los caminos en la oración mental, 1908), a la cual debía darse preeminencia sobre las observancias de ascetismo externo en cualquier vida monástica auténtica. Los méritos del nuevo Directorio radican en la liberación progresiva de un pesimismo algo riguroso, característico de la atmósfera trapense del siglo anterior, que abrió la brecha hacia el retorno a las tradiciones clásicas del misticismo. El nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1917 bajo los auspicios de Benedicto XV, sirvió de poderoso incentivo para la modificación de las antiguas Constituciones en 1925, seguida por la revisión del Libro de Usos en 1935. Esas tareas fueron llevadas a cabo con la colaboración de una nueva generación de eminentes eruditos como Anselmo Le Bail, Columbano Bock y José Canivez, todos miembros de la abadía belga de Scourmont. Dom Le Bail, que finalmente llegó a ser abad de la comunidad, introdujo la lectura y el estudio sistemático de los primitivos autores cistercienses, siendo maestro de novicios. A su iniciativa se debe la aparición de la primera publicación especializada de los trapenses: la Collectanea Ordinis Cisterciensium Reformatorum. El culto secretario del abad Le Bail, Columbano Bock, fue un colaborador infatigable de la nueva revista; eminente canonista y miembro activo de la comisión litúrgica trapense, su trabajo sobre derecho cisterciense (Les codifications du droit cistercien), sigue siendo todavía una introducción indispensable a la materia. La publicación de los Estatutos del Capítulo General, desde los comienzos hasta la Revolución Francesa, por José Canivez, en ocho volúmenes, aparecidos entre 1933 y 1941, fue, sin duda alguna, la empresa intelectual cisterciense de más enjundia del siglo. Este trabajo, por sí solo, hubiera podido ser suficiente para revitalizar los estudios monásticos, tanto dentro como fuera de la Orden. El creciente interés en los estudios monásticos y en las tradiciones cistercienses dio origen en 1950 a otra revista de importancia, Cîteaux in de Nederlanden, cuyo título fue simplificado posteriormente: Cîteaux. Mientras la Collectanea continúa concentrada en la espiritualidad, la nueva publicación emprendió la promoción de los estudios históricos y, de esa forma, atrajo a un cierto número de colaboradores distinguidos, que de otro modo no estarían vinculados con la Orden. La nueva casa de estudios en Roma, Monte Cistello, tenía el propósito de promover la formación profesional en Filosofía y Teología, y se estableció en 1958 conjuntamente con la nueva residencia del Abad General, cercana a la antigua abadía de Tre Fontane. En el año escolar de 1959 a 1960, sesenta y ocho monjes jóvenes, veintiuno de los cuales eran estadounidenses, concurrieron a la nueva institución y podían asistir libremente a las clases de cualquiera de las grandes universidades de Roma. Este grupo de la generación joven fue el que respondió con entusiasmo a la llamada del Concilio Vaticano II para la «renovación» de la vida religiosa y, en especial los americanos más progresistas, promovieron una serie de cambios revolucionarios. La creciente importancia de los americanos dentro de la Orden no puede ser explicada sin tomar en consideración la influencia de Thomas Merton (1915-1968). Cuando ingresó en Gethsemaní en 1941, sólo parecía ser uno de los tantos intelectuales jóvenes y desilusionados, que buscaban a Dios en el «desierto» de Kentucky. Pero su biografía, un best-seller (La montaña de los siete circulos), publicada en 1948, resultó el comienzo de una carrera literaria fecunda, que le dio fama y popularidad especialmente entre los jóvenes. Sin duda alguna fue el imán que atrajo a centenares a una u otra de las comunidades trapenses en rápida multiplicación. Aunque Merton. – el «Padre Luis» para los monjes de su abadía – declaró siempre ser un contemplativo, su carácter complejo y su íntimo contacto con el «mundo» y todos sus problemas candentes, difícilmente pueden calificarlo como típicamente trapense. A través de todas las etapas de su itinerario espiritual e intelectual, cada una ilustrada por el constante fluir de sus escritos, se convirtió en guía y modelo de sus entusiastas lectores. Dado que él mismo poseía una mente ampliamente receptiva, abierta a los cambios y a la variedad de nuevos enfoques del monaquismo contemporáneo, su profunda influencia contribuyó con toda seguridad a reforzar los esfuerzos reformistas. Pero la demanda por un cambio distó de ser universal dentro de la Orden. Las antiguas abadías europeas preferían ir a paso más lento. No habían experimentado ni el boom de las vocaciones, ni la dramática crisis vocacional de fines de la década del 60 con la misma intensidad de sus hermanos más jóvenes de allende el Atlántico. Muchas de ellas siguieron sin convencerse de la necesidad de reformas radicales e inmediatas. El Capítulo General aceptó el desafío y comenzó a luchar a brazo partido por solucionar una amplia gama de problemas fundamentales, sobre muchos de los cuales aún existen opiniones divergentes. Dado que se hizo evidente que todos los aspectos de la vida cisterciense debían volver a examinarse, la Orden tuvo cuatro Capítulos Generales especiales sucesivos (1967, 1969, 1971, 1974), dedicados exclusivamente al problema de la renovación. Cada uno de ellos duró varias semanas, y cada uno de ellos también motivó pesados volúmenes de discursos, estudios preparatorios, informes de comisiones, actas de discusiones, conferencias y consultas con expertos sobre los diversos temas en estudio. Se adoptó la decisión fundamental de abandonar un gobierno centralizado y una uniformidad en las observancias, en la esperanza de encontrar «una vida monástica más auténtica gracias a una legítima diversidad». En realidad, los padres capitulares percibieron el pluralismo como «un acto de fe en los valores monásticos fundamentales. Precisamente en la experiencia de esos valores esenciales se funda la unidad». Los primeros y más llamativos cambios pertenecían a la Liturgia. El latín y el canto gregoriano se transformaron en materia de opción, que pocas comunidades eligieron, al mismo tiempo que se abría a experimentación la estructura completa del oficio divino. En cuanto al misal, prevaleció el rito romano, permaneciendo sólo algunas particularidades cistercienses de menor importancia. Quedaron sin fijarse ciertos detalles y, dentro de las normas, se permitía también la posibilidad de adaptación a la situación local. Se tomó otra decisión de igual trascendencia con respecto a los hermanos legos. Se abolió la distinción entre los hermanos y los monjes de coro, tanto en lo externo, como en el status legal; se otorgó a los hermanos voto efectivo en las elecciones monásticas y se los estimulaba a participar activamente en las oraciones litúrgicas de la comunidad. Como se ha señalado, el abandono del latín tiene obvia justificación en el hecho de que, sin el cambio a la lengua vernácula, los hermanos no podrían participar por entero en la Liturgia. Se ha iniciado una cabal revisión de las Constituciones antiguas, aunque el proceso no llegó a su fin y la redacción de una Constitución pedirá años probablemente. Sin embargo, se han adoptado generalmente algunos principios. Tales son la descentralización y el fortalecimiento de la autonomía local, a los que se agrega la exigencia de una amplia consulta en el momento de tomar decisiones. Se puede ejercer la autoridad únicamente después de considerar los deseos de la comunidad afectada. Se busca sólo la unidad, y no la uniformidad, y aun esto en lo absolutamente básico. En todos los detalles, «el pluralismo permitirá a cada comunidad e incluso a cada monje descubrir su verdadera identidad en Cristo», afirmaba el Capítulo General de 1969. De acuerdo con esta postura, el Capítulo General no se reuniría ya anualmente. Por otro lado, conferencias regionales, hasta ahora informales, organizadas sobre bases nacionales o lingüísticas, pueden convertirse en acontecimientos anuales, a los que se confía funciones tan importantes como la valoración de las experiencias comunitarias en cada abadía de la región. El tradicional Definitorio, con su autoridad algo reducida, ha sido rebautizado como Consejo Permanente, con funciones de asesoramiento del Abad General. El recién organizado Consejo General (Consilium Generale), en el cual cada región (doce en total) tendría una participación adecuadamente equilibrada, constituye la acertada expresión de un gobierno representativo. El proceso legislativo no se ocuparía en adelante de los detalles de las observancias, sino que velaría con más propiedad por la integridad del espíritu de la Regla de san Benito, y los principios de la Carta de Caridad. El muy debatido tema de la duración del abadiato ha cambiado el concepto tradicional vitalicio y los abades, incluyendo al Abad General, serán elegidos por tiempo indeterminado, o sea, mientras puedan ser realmente útiles para el bien de la comunidad. La duración del mandato podría decidirse mediante periódicos votos de confianza. Mientras tanto, como «experimento», cada comunidad podría elegir abades por un término fijo de seis años. En el campo de las costumbres, usos y observancias, los últimos cuatro Capítulos de renovación adoptaron una actitud flexible y, en ese proceso, cayeron en desuso instituciones antiguas como el capítulo de faltas. Sin mitigar el espíritu de penitencia se otorgaron concesiones relativas a la comida y al vestido, considerando las circunstancias locales, y hasta la obligación de dormir en dormitorios comunes ha sido abolida y se ha concedido libre opción para construir celdas individuales. En forma similar, aunque han recibido nuevo énfasis las normas relativas al silencio y separación del mundo, se han levantado muchas de las antiguas tradiciones sobre comunicaciones. El alcance universal y el carácter radical de los cambios que se han efectuado entre los cistercienses de la Estricta Observancia, una Orden que se enorgullecía con justicia de su fidelidad a tradiciones monásticas inmemoriales, no tiene paralelo en la historia fuera de esa década turbulenta. Aunque en la perspectiva del desarrollo bosquejado en las últimas páginas, las novedades sean sorprendentes, han sido bien preparadas por fenómenos que evolucionaron en forma gradual. La extensión geográfica de la Orden mucho más allá de los confines de Europa tendió a disminuir la firmeza del control ejercido por las casas-madres francesas. En realidad desde hacía tiempo se hizo evidente que eran inevitables ciertos ajustes a las costumbres en abadías situadas en climas tropicales. La rigidez de una rutina diaria, que dominaba una liturgia larga y compleja, ha sido cada vez más discutida por aquellos que están en favor de una atmósfera más propicia para la contemplación. Las diferencias existentes entre los hermanos legos, con frecuencia profesionales instruidos, demandó se les diera una mayor participación en el gobierno monástico, y sirvió de justificación para introducir el idioma vernáculo en la Liturgia. El mayor énfasis en el estudio socavó gradualmente la tradición de simplicidad rústica y transformó a las comunidades, volviéndolas más receptivas a las corrientes contemporáneas. Y, por último, el rápido crecimiento del número de vocaciones creó serios problemas para la formación clásica de los candidatos, mientras el equilibrio se inclinaba a favor de los jóvenes, quienes por naturaleza se sentían mejor dispuestos hacia los cambios que los mayores, generalmente más tradicionalistas. Si este estilo y estructura de vida religiosa, nuevo y valiente, conducirá o no realmente hacia la tan deseada renovación espiritual, es una pregunta que solamente los monjes de la próxima generación podrán contestar.

La Común Observancia

También para la Común Observancia, el siglo XX comenzó como una era de expansión y de insospechadas adversidades. En Francia, se repitió en cierto modo la historia del abbé Barnouin. Un sacerdote rico y devoto, Bernard Maréchal, que previamente fuera miembro de la Congregación del Santísimo Sacramento, estaba buscando una comunidad deseosa de respaldar su plan de fundar un monasterio contemplativo, dedicado especialmente a la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Fontfroide, de la Congregación de Sénanque, aceptó la idea. Dom Maréchal se unió a los cistercienses y, en 1892, construyó un monasterio costeado de su peculio particular en Pont-Colbert, cerca de Versalles, convirtiéndose en el primer abad del nuevo establecimiento. Pero la vida monástica no transcurrió pacíficamente. La persecución de las órdenes religiosas, entre 1900 y 1904, interrumpió la vida de Sénanque, de Fontfroide y también de Pont-Colbert. Algunos de los monjes buscaron refugio en Italia, otros en España, pero la comunidad de Pont-Colbert pudo encontrar un nuevo monasterio en Onsenoort (Marienkroon) en Holanda, en 1904. Después de la Primera Guerra Mundial, fueron readmitidos en Francia los dispersos cistercienses y volvieron a la vida monástica en Sénanque y Pont-Colbert, mientras la comunidad de Fontfroide, ante le imposibilidad de recobrar su antiguo hogar, se estableció en 1919 en los Pirineos, en un antiguo monasterio benedictino abandonado, Sant Miquel de Cuixá. Onsenoort continuó su vida como afiliada a Pont-Colbert, hasta que en una época más reciente se unió a la Congregación Belga. En 1898, Mehrerau reorganizó la antigua abadía cisterciense de Sittich (Sticna) en Eslovenia (fundada en 1135 y suprimida en 1784), como su segunda casa filial. El fin de la Primera Guerra Mundial enfrentó a esta comunidad floreciente con un problema crucial. Dado que la abadía quedaba dentro de los límites del nuevo estado de Yugoeslavia, era conveniente que los monjes de habla alemana abandonaran el país. Encontraron asilo temporal (1921-1931) en Alemania, en Bronnbach (Baden), que fuera anteriormente una abadía cisterciense y por ese entonces pertenecía a la familia del Príncipe Löwenstein; posteriormente adquirieron el convento cisterciense abandonado de Seligenporten (Alto Palatinado), donde se reanudó la vida monástica en 1931. Sticna infundió nueva vida al monasterio polaco de Mogila, que a su vez sirviera como casa de estudios a la Congregación Polaca y cuya comunidad había disminuido considerablemente después de un largo período in commendam. Gracias al trabajo realizado por los monjes eslovacos, se unió a la Congregación de Mehrerau. Causas similares aumentaron la familia de Mehrerau. Su nuevo miembro fue esta vez la renaciente Himmerod, una de las abadías más grandes de la Alemania medieval, suprimida el 1802. Los miembros del monasterio trapense de Mariastern en Bosnia (Yugoeslavia), incapaces de continuar su vida bajo el nuevo régimen, habían adquirido las ruinas del antiguo monasterio de Himmerod en 1919. Ante la insistencia del Arzobispo de Tréveris de que los miembros del nuevo establecimiento debían cooperar activamente en tareas pastorales – condición inaceptable para los trapenses-, los monjes se dirigieron a la Común Observancia para recibir asistencia. Marienstatt aceptó apadrinar la fundación y en un breve plazo surgió de las ruinas un nuevo y magnífico monasterio. Marienstatt se convirtió en abadía-madre de otra casa cisterciense restaurada en Hardehausen (Westfalia). Cuando el régimen nazi confiscó su propiedad en 1938, los monjes hallaron refugio temporal en la ciudad de Magdeburgo hasta el fin de la contienda. Mehrerau restauró también para la Orden, en 1939, la antigua abadía suiza de Hauterive, suprimida el 1848. Las operaciones bélicas de la Primera Guerra Mundial dejaron los establecimientos de la Común Observancia intactos, a excepción de las casas polacas. Los tratados de paz consecutivos condujeron a una reagrupación de las Congregaciones existentes. La división del Imperio Austro-húngaro debilitó los vínculos entre los miembros de la Congregación Austríaca. Hohenfurt y Ossegg, al caer dentro de los límites de la nueva Checoslovaquia, formaron la Congregación del Inmaculado Corazón de María en 1920. Zirc y sus afiliadas constituyeron la tan deseada Congregación Húngara en 1923. Mehrerau ya había reunido sus propias fundaciones en una Congregación independiente desde 1888, mientras las casas austríacas que quedaban se unieron formando la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús. Más importante que esos cambios administrativos fue la fusión, en 1929, de Casamari y sus tres casas afiliadas con la Común Observancia. Este grupo, que en sus comienzos estaba más cercano a la disciplina de los trapenses, había rechazado la unión en 1892, quedando independiente. Unida con la Común Observancia demostró su fuerza real al fundar ocho casas nuevas en Italia, en un lapso de veinte años, y doblar el número de sus miembros. La Congregación de san Bernardo en Italia contribuyó también a la expansión general, reorganizando la primera casa española desde la secularización, la importante abadía medieval de Poblet, en la provincia de Tarragona, que fue restaurada en 1940. La renovación de Boquen, en Bretaña, realizada en 1936 fue obra de Dom Alexis Presse (1883-1965), anteriormente abad trapense de Tamié, pionero destacado de la renovación monástica previa al aggiornamento. Después de su alejamiento de Tamié, Dom Alexis vivió cierto tiempo como ermitaño en medio de las ruinas de Boquen, luego congregó a un puñado de almas afines y comenzaron a reconstruir el claustro del siglo XII. En 1950, su pequeña comunidad fue recibida dentro de la Común Observancia, aunque siguió siendo esencialmente contemplativa. Por desgracia, Dom Alexis sólo sobrevivió unos pocos meses a la consagración de su iglesia de Boquen, en 1965, que había sido restaurada con tanto esmero. El Capítulo General, reuniéndose cada cinco años, reanudó la rutina de su trabajo de administración central, aunque estuvo muy limitado por el hecho de que, ni la asamblea, ni el Abad General tenían residencia permanente, despacho apropiado, o adecuado cuerpo de colaboradores. Por esta razón, el Capítulo de 1900 se reunió en Roma, los de 1905 y 1910 en la abadía de Stams en Austria, y en 1920 convergieron en Mehrerau. Cuando, en 1900, Àmadeo de Bie, abad de Bornem, fue elegido cabeza de la Orden como sucesor del abad Wackarz, decidió residir en Roma, por un tiempo como invitado de Santa Croce, y luego en un apartamento alquilado. Después de su muerte en 1920, el nuevo Abad General, Casiano Haid, abad de Wettingen-Mehrerau, aceptó la elección a condición de poder permanecer en su amado Mehrerau. Su deseo fue respetado, pero, dado que la Congregación de Religiosos exigió nuevamente la necesidad de establecer los organismos centrales de la Orden en Roma, Casiano Haid dimitió en 1927 y un Capítulo extraordinario eligió a Francisco Janssens, abad de Pont-Colbert, que debía procurar una residencia permanente en la Ciudad Eterna. Ese mismo año la Orden adquirió una casa en Monte Gianicolo (Villa Stolberg) que sirvió como residencia del Abad General hasta 1950, cuando se terminó un nuevo edificio, mejor ubicado, que podía albergar a los miembros del gobierno central y servir a la vez de Casa General de estudio para toda la Orden. La definición satisfactoria de simples tecnicismos no solucionó otro problema de importancia vital: el eficaz funcionamiento de la Orden como unidad orgánica. Los monasterios, aunque sobrevivieron a la Revolución Francesa y a la secularización de comienzos del siglo XIX, perdieron su cohesión real. Las abadías del imperio de los Habsburgo y de Italia, como restos de congregaciones más o menos independientes, cada una con sus costumbres y privilegios inmemoriales, restablecieron voluntariamente el cargo de Abad General y el Capítulo General, pero la idea de disciplina generalizada, control y dirección estricta ejercida desde afuera, nunca consiguió arraigarse firmemente. El tema principal de discusión de todos los Capítulos desde 1900 en adelante fue la definición precisa de poder y autoridad del Abad General y del Capítulo General. Una actitud paciente y comprensiva del problema asumida por todas las partes interesadas consiguió por último el fin propuesto. Después de varios intentos previos y a través de años enteros de experimentación, el Capítulo General de 1933 redactó una Constitución para el gobierno central de la Orden, que al año siguiente fue aprobada por la Congregación de Religiosos. Escrita siguiendo las pautas del nuevo Derecho Canónico, demostró ser una sabia combinación de las tradiciones cistercienses con las necesidades modernas. Una prueba excelente de la eficiencia del revitalizado Capítulo General por un lado y del espontáneo vigor de la Orden por el otro, fue la iniciación de una activa obra misionera, y por su intermedio la rápida expansión fuera del continente europeo. El Capítulo de 1925 apoyó sin reservas el programa de misiones exteriores en gran escala propiciado por el Papa Pío XI, y bosquejó también cómo una comunidad monástica podría realizar actividad misionera sin sacrificar sus características básicas. Los cistercienses, en lugar de poner a simples monjes en puestos de misiones aisladas, iban a establecer comunidades bien organizadas y, por medio del ejemplo de su vida y de la actividad educativa, promoverían y profundizarían la auténtica vida y cultura cristiana. Esta difícil tarea encontró a un promotor diligente en el abad Aloysius Wiesinger de Schlierbach, cuyo monasterio se convirtió bien pronto en el centro del movimiento. El abad informó al Capítulo General extraordinario de 1927 sobre el resultado de sus investigaciones, relacionadas con América del Norte y del Sur, y el trabajo comenzó de inmediato. Himmerod, que todavía estaba luchando contra los inconvenientes de un difícil comienzo mandó sus pioneros a Itaporanga (São Paulo, Brasil). Mientras los sacerdotes se encargaban de tareas pastorales, los hermanos se adaptaron con éxito a los métodos locales para cultivar la hacienda y en 1939 proyectaron la fundación de un nuevo monasterio. En nuestros días, la floreciente comunidad alcanzó ya el rango de abadía, y paralelamente al trabajo parroquial los monjes se ocupan de la agricultura. La donación de una gran extensión en Jequitibá (Bahía, Brasil) posibilitó una fundación realizada por una misión proveniente de Schlierbach en 1938. Hacia 1945, habían terminado una parte considerable de su programa de construcciones y, al lado de las normales actividades misioneras, ejercían otras en el campo de la educación en forma muy activa. En 1950, este monasterio fue elevado también al rango de abadía. Una tercera fundación brasileña, la de Itatinga, fue llevada a cabo en 1951 por la comunidad de Hardehausen, que quedó sin monasterio después de la supresión de 1938. En 1952, la Santa Sede reconoció a Itatinga como la sucesora legal de la abadía de Hardehausen. En 1961, las tres casas brasileñas formaron la Congregación Brasileña de la Santa Cruz. A requerimiento del papa Pío XI, la Congregación de Casamari había estado preparando en su propio seminario para vocaciones monásticas desde 1930, a gran número de jóvenes africanos nativos de Eritrea, por entonces colonia italiana. Después de concluir sus estudios, fueron enviados a su país, donde surgió en 1940 un nuevo y floreciente monasterio cisterciense cerca de Asmara. En su liturgia seguía el rito etíope, pero afiliados a la Congregación de Casamari. En la Indochina francesa (Vietnam), un sacerdote misionero, Enrique Denis, fundó en 1918 un establecimiento para vocaciones contemplativas de los nativos en Phuoc-Son. En 1933, la comunidad solicitó ser admitida en la Común Observancia y el Capítulo General del mismo año se pronunció en forma favorable. En 1935, la desbordante población de Phuoc-Son estableció otra casa en el norte, Chau-Son. La guerra civil que desgarró al país después de 1945 obligó a esta última comunidad a huir al sur, encontrando refugio en 1953 en Phuoc-Ly. En ese mismo año, hasta Phuoc-Son se vio obligada a trasladarse al sur, restableciendo la vida comunitaria en Thu-Duc. A pesar de la conmoción causada por la guerra incesante, los cistercienses vietnamitas experimentaron un crecimiento constante y formaron su propia Congregación (1964), bajo el nombre de la Sagrada Familia, uniendo así a cinco comunidades. La victoria final de las fuerzas comunistas a comienzos de 1975 ha comprometido, sin embargo, hasta la misma subsistencia de la vida cisterciense en esa región, que tanto ha sufrido. El Abad General Janssens demostró un agudo interés por la expansión de la Orden en América del Norte. Por su iniciativa personal y estímulo constante se adquirieron cuatro propiedades entre 1928 y 1932, con el propósito de realizar dos fundaciones en Canadá, y otras antas en los Estados Unidos. Pero el momento no era adecuado. La depresión económica mundial convirtió en muy precarias las bases financieras de las instituciones nacientes y la Segunda Guerra cortó el vínculo entre Europa y América. Rougemont, una de las fundaciones canadienses en Québec, sobrevivió bajo la tutela de Lérins (Francia), y demostró ser un miembro próspero de la Congregación de Sénanque, rebautizada como Congregación de la Inmaculada Concepción. En 1950, Rougemont fue promovida a abadía. En los Estados Unidos, Nuestra Señora de Spring Bank, en Wisconsin, fue poblada por monjes austríacos en 1928, que bien pronto se encontraron con graves dificultades financieras, agravadas por las leyes de inmigración, que impedían a los hermanos legos transformarse en residentes permanentes del país. La pequeña comunidad sobrevivió, pero por bastante tiempo su futuro fue incierto. La segunda fundación americana, en el estado de Mississippí, denominada Nuestra Señora de Gerowval (1935) no pudo elevarse más allá del nivel de una pequeña residencia que funcionaba como parroquia misionera. Durante el curso de la Segunda Guerra Mundial pocas casas de la Común Observancia en Europa sobrevivieron sin haber sufrido daños materiales considerables y, en Alemania y Austria, donde los monjes no fueron eximidos del servicio militar activo, algunos murieron en los distintos campos de batalla, mientras otros pasaron años de cautiverio como prisioneros de guerra. Mucho más trágico aún fue el pacto de postguerra que aseguró a los comunistas el control de los países situados detrás del «Telón de Acero». Las dos florecientes comunidades de Checoslovaquia (Hohenfurt y Ossegg) fueron secularizadas, y dispersados los monjes. En Hungría, se llevó a cabo la misma política (1948-1950) y terminó con la vida de Zirc y todas sus casas y escuelas afiliadas. Muchos monjes, incluso el abad Vendelino Endrédy (†), fueron encarcelados; otros fueron obligados a encontrar empleos seculares. Sólo una fracción de sus casi doscientos cincuenta miembros pudo huir al extranjero. En Polonia, aunque todas las instituciones religiosas cayeron bajo un régimen de control estatal, la Orden ha sobrevivido. Las vocaciones jóvenes posibilitaron a la Congregación Polaca obtener y repoblar varias casas antiguas de la Orden y, de acuerdo con los últimos cálculos, un total de seis monasterios albergan a ciento diez cistercienses. Un contingente considerable de refugiados húngaros pudo encontrar nuevas oportunidades en los Estados Unidos. Al principio, ayudaron a revitalizar la despoblada Spring Bank, Wisconsin, luego, en 1956, la mayor parte participó en la fundación de la Universidad de Dallas, donde pronto erigieron su nueva abadía de Our Lady of Dallas, y su propio colegio secundario para muchachos. Después de la partida de los húngaros, Spring Bank admitió a un pequeño grupo de ex-trapenses. Este mismo grupo fundó en 1967 un priorato en New Ringgold, Pennsylvania, cerca de Allentown. En el ínterin, monjes de la suprimida Ossegg pudieron reagruparse en Rosenthal, cerca de Dresde, y en Langwaden, cerca de Düsseldorf. En 1958, la abadía de Hohenfurt se unió a la abadía austríaca de Rein. Durante los difíciles años de la posguerra, Casamari demostró ser la congregación más vigorosa dentro de la Común Observancia y, entre 1950 y 1974, no sólo aumentó el número de casas afiliadas, sino que el total de sus miembros se elevó de ciento cincuenta y uno a doscientos seis. Esta Congregación incluye Our Lady of Fatima, una pequeña comunidad americana fundada en 1967 en Moorestown, Nueva Jersey. La crisis vocacional de la década del 60 resultó fatal para varias comunidades europeas. En 1967 tuvo que ser suprimida, por falta de vocaciones, Seligenporten, en Alemania. En Francia, la Congregación de la Inmaculada Concepción (Sénanque) se vio obligada a abandonar Sant Miquel de Cuixá, luego Pont-Colbert y hasta Sénanque para asegurar monjes suficientes a Lérins. Otra pérdida importante fue Boquen, que después de la muerte del Abad Alexis Presse se convirtió en una «domus experimentorum» de renovación para la juventud, perdió su carácter monástico y fue suprimida por consiguiente en 1973. Por otro lado, Poblet fundó una segunda casa en Catalunya en 1967: Solius, en la comarca de la Selva. Dentro de la Común Observancia, la exigencia de «renovación» no creó una revolución comparable con la ocurrida entre las filas de la Estricta Observancia. La idea de «pluralismo» – autonomía local-, respuesta positiva a las necesidades de la Iglesia contemporánea y una fructífera interacción entre el monasterio y el mundo se practicaban desde hacía tiempo en la mayoría de las Congregaciones de la Común Observancia. A pesar de lo cual, el Capítulo General dedicó dos sesiones especiales para considerar las nuevas exigencias, una en 1968 en Roma, y en 1969 la otra, en la abadía alemana de Marienstatt. Fruto de esas asambleas fue la publicación de una Declaración detallada (cincuenta y dos páginas impresas) sobre la misión del monaquismo cisterciense en el mundo moderno y una nueva Constitución para el supremo gobierno de la Orden. La nueva constitución define a la «Orden Cisterciense» (O. Cist), en ciento nueve artículos, como «una unión de congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales al número de monjes. El Capítulo debe ser convocado cada cinco años, para legislar sobre la Orden en conjunto. El Abad General debe ser elegido por el Capítulo General por un término de diez años, aunque siempre sigue siendo reelegible. Debe residir en Roma, y está ayudado por un consejo de cuatro miembros, también elegido por el Capítulo. El histórico definitorium, que ha sido rebautizado como «Sínodo», debe incluir al Abad General, al Procurador General, a los Presidentes de cada congregación y a otros cinco miembros elegidos por el Capítulo General. El Sínodo debe reunirse al menos año por otro, y debe tratar los asuntos urgentes que se susciten entre las reuniones del Capítulo General. La reglamentación de la vida monástica a nivel local reservada a las Congregaciones autónomas, cada una bajo un Abad Presidente y un «Capítulo congregacional» que regulan temas tan importantes como el tiempo de duración del abadiato, la posición legal de los conversos, la reforma litúrgica y las observancias monásticas. La tarea primordial de cada Abad Presidente es la visita trienal a cada casa de su congregación. Su propia abadía es visitada por el Abad General. El Capítulo General de 1974, reunido en Casamari, contó con la participación, por primera vez, de algunas abadesas cistercienses como observadoras. La asamblea confirmó, con ligeras variantes, el trabajo de las sesiones extraordinarias previas de renovación y consideró, entre otras cosas, asuntos litúrgicos y la persistente crisis vocacional. Las estadísticas compiladas para esta sesión del Capítulo demostraron que la disminución de miembros durante la década pasada no ha sido tan acentuada, a despecho de las pérdidas trágicas e irreparables tras el «Telón de Acero». En 1950, el total de miembros alcanzaba a mil setecientos veinticuatro, en 1974 era de mil quinientos cuarenta y siete, un descenso algo mayor del 10%. El número de novicios no mostró gran fluctuación. Era llamativo el alto porcentaje de novicios que han salido: de seiscientos veintitrés novicios de coro admitidos entre 1961-1965, sólo perseveraron doscientos sesenta y cuatro, y la proporción de deserciones es aún mayor entre los novicios para hermanos legos. Entre 1966 y 1970, fueron admitidos menos novicios de coro (quinientos veinticinco), pero un porcentaje relativamente mayor (doscientos cuarenta y siete) alcanzó a hacer la primera profesión. Otro elemento en la general disminución del número de miembros ha sido los que dejaron la Orden después de la profesión solemne. Entre 1964 y 1968, catorce monjes pidieron dispensa de sus votos antes de la ordenación; veinte sacerdotes fueron secularizados; trece recibieron autorización para vivir en forma permanente fuera del monasterio; dos sacerdotes pasaron al estado laical. Entre 1969 y 1974, las cifras para las mismas categorías y en el mismo orden habían aumentado a 20, 31, 12 y 30. Es particularmente notable el gran incremento de las reducciones al estado laical. Los que buscan consuelo en el hecho de que la disminución dentro de la Orden ha sido mucho más baja que en otros institutos, fueron advertidos por los abades austríacos, quienes señalaron la alarmante desproporción entre jóvenes y viejos. En 1974, sobre un total de trescientos veintinueve monjes y novicios austríacos, más del 19% contaba más de 70 años de edad y sólo el 10% menos de 30. El grupo que acusaba netamente un mayor porcentaje (26,3%) reunía a aquellos cuyas edades oscilaban entre 60 y 70 años. En realidad, sólo el aumento muy reciente del número de novicios mantiene alguna esperanza de un apreciable desarrollo de la Orden en un futuro cercano

Fuente: [1]

Selección: José Gálvez Krüger