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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Cister: Historia XII

De Enciclopedia Católica

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Los Cistercienses y el Antiguo Régimen

El fervor religioso que animó a la Estricta Observancia no quedó de ninguna manera restringido a Francia. Tan pronto como la Paz de Westfalia (1648) puso fin a una centuria de devastadoras guerras religiosas, el espíritu de la renovación católica se manifestó en toda la Europa central y oriental. Fue la era del Barroco, caracterizada por una apasionada búsqueda de gloria, grandeza y magnificencia, pero también por un entusiasmo religioso claramente expresado en las artes plásticas, la música, o la mística, la pompa de la liturgia y la devoción popular. El mensaje del monaquismo vestido con formas y colores novedosos llegó de nuevo a las masas católicas. Se multiplicaron las vocaciones y, en cierto número de casos, los claustros medievales resultaron demasiado pequeños. Muchas de estas abadías fueron reedificadas por completo, o por lo menos sustancialmente remodeladas. Monasterios en ruinas, abandonados y casi olvidados, cobraron vida y fueron repoblados por una nueva generación de pioneros cistercienses. La devastada Hungría, reconquistada a los turcos, se convirtió nuevamente en un lugar prometedor para volver a establecer cuatro abadías en el transcurso de pocas décadas. La populosa Welehard, en Moravia, envió a los nuevos moradores primero a Pászto (1702) y luego a Pilis (1712). Después de varios intentos sin éxito Heinrichau, Silesia, adquirió y reconstruyó Zirc (1726), abadía que se convertiría en el gran centro de renovación cisterciense. La austríaca Heiligenkreuz se interesó por la abandonada San Gotardo y encendió de nuevo el fuego de la vida monástica en una abadía elegantemente reconstruida. El celo de los cistercienses polacos dio por resultado fundaciones completamente nuevas en Lituania. Entre 1670 y 1710, se erigieron tres casas para monjes, a las que sucedió, poco después, un convento de monjas. Varias abadías alemanas arruinadas y abandonadas en la tormenta de la Reforma volvieron a tener vida. Waldsassen, cerca de Regensburg, fue reavivada en 1669 por Fürstenfeld. En un plazo breve, la renaciente abadía, habitada por cincuenta monjes, se convirtió en un hogar magnífico de arte y piedad barrocas. En Flandes, bajo régimen austríaco durante todo el siglo XVIII, Villers se recobró completamente de las guerras de Luis XIV y en 1734 alojaba sesenta y dos monjes. Por esa misma época, Aulne gozaba de gran prosperidad y hacia fin de siglo contaba con alrededor de ochenta sacerdotes. Les Dunes, totalmente destruida, fue trasladada a Brujas donde su numerosa comunidad construyó una abadía nueva y magnífica, sede actualmente del seminario diocesano. En la distante Portugal, Alcobaça alcanzaba su apogeo en el siglo XVIII. No sólo la planta del monasterio se extendió en un complejo de edificios monumentales, sino que su población se elevó en 1762 a ciento treinta y nueve monjes profesos. El abad era miembro permanente de las Cortes y el Consejo real, servía como Gran Limosnero en la corte, ostentando entre muchos otros, los títulos de «Excelencia» y «Defensor de las Fronteras». Guillermo Beckford (1760-1844), el conocido viajero y autor inglés, visitó Alcobaça en 1794 y publicó una descripción de la abadía y sus alrededores llena de color. Calculaba el personal del magnífico establecimiento en cerca de cuatrocientos, y alababa la pródiga hospitalidad de los monjes, que incluía conciertos y representaciones realizadas por los mismos en el teatro de la abadía. La exquisita comida, lo más apreciado por el irreverente inglés, era preparada en una cocina de enormes proporciones, «el templo de la glotonería más distinguido de toda Europa». Alcobaça no fue de ninguna manera el único centro cisterciense que florecía en el país: Tarouca, Salzadas y Bouro, cada uno poblado por más de cincuenta monjes, gozaban de similar prosperidad. Muchas abadías en España, en especial la prestigiosa Poblet, continuaron su existencia ininterrumpidamente durante el siglo XVIII. Las abadías suizas compartieron el éxito de las bávaras y renanas, y únicamente en Italia, debido principalmente a la falta de recursos financieros, quedó rezagado el proceso de recuperación.

La coyuntura barroca y el rol de la música

El esplendor del barroco y el crecimiento externo se combinaban por lo general con un renacimiento moral igualmente impresionante y un alto grado de disciplina monástica. Sin embargo, debe admitirse que la civilización del barroco, básicamente aristocrática, penetró profundamente en las filas de los monjes. Los abades adoptaban, o por lo menos emulaban, el empaque de los príncipes vecinos, y los monjes sucumbían con frecuencia ante la tentación de crear dentro de los claustros una atmósfera palaciega. Una de las manifestaciones más notables de esta espontánea tendencia fue el amor apasionado por la música. Había entre los cistercienses unos pocos compositores originales que lograron amplia reputación, tales como el fuliense Lucretio Quintiani de Cremona y Juan Nucius (1620), abad de Himmelwitz consumado prosélito de sus contemporáneos holandeses, especialmente Orlando di Lasso. En las iglesias, se empleaba frecuentemente la polifonía y, a veces, aun una orquesta, y los ambiciosos monjes-músicos encontraban amplia oportunidad de desplegar todos sus talentos en frecuentes celebraciones monásticas. En tales ocasiones – lo mismo que en cualquier otra reunión aristocrática-, la orquesta de cámara entretenía a los religiosos y a los huéspedes invitados durante la cena. En algunos monasterios, por otra parte bien disciplinados, tales costumbres se impusieron sin reparos, en otros casos se los tildó de intolerables abusos. El problema se discutió en el capítulo provincial de Bohemia en 1737, donde los abades condenaron y prohibieron cualquier tipo de música a la hora de comer y en cualquier ocasión. Un vocero del grupo, escribió en 1737 un trabajo muy erudito titulado De musita monachorum, un documento extraordinario sobre el tema. Seguramente exageró al describir el entusiasmo universal por la música; sin embargo, merece citarse una observación mordaz: «Al recibir un candidato para el noviciado se le interroga principalmente sobre música. No hay ninguna alusión ni indagación respecto a su educación, cualidades morales o estudio; una pregunta se le formula como único requisito, o por lo menos el más importante: si sabe música». En Austria, la música representó un papel importante en la mayoría de las abadías cistercienses. El abad Juan Seifried de Zwettl (1612-1625) compuso y puso en escena un oratorio que alcanzó éxito. Posteriormente, en el mismo siglo, uno de sus sucesores, Gaspar Bernhard (1672-1695), adaptó para su diario las palabras del salmo 150: «En estos días resuenan en nuestro monasterio música festiva y admirable, con la que alabamos al Señor con coro y órgano, con el alegre resonar de címbalos, lo mismo que con el bronco ruido de las trompetas y el son de los cuernos». En 1768, un jubileo abacial dio ocasión para la representación de una cantata escrita por los monjes y titulada Applausus. La excelente obra fue orquestada por el genio de la música austríaca, José Haydn.

Las colecciones artísticas

A imitación de sus aristocráticos vecinos, cada abadía se enorgullecía en poseer finas piezas de arte y colecciones de interés históricos o científicos. En algunos casos, se instalaron laboratorios de física bien equipados, o aun observatorios astronómicos. Un visitante benedictino describió Raitenhaslach tres años antes de su secularización como un verdadero hogar de las artes y las ciencias. Una galería de arte incluía ciento cincuenta pinturas de maestros famosos. Tenían un laboratorio para la experimentación física espléndidamente provisto, varias colecciones de botánica y zoología, y una biblioteca excelente, bien equipada en especial para las ciencias naturales. Al mismo tiempo, el huésped quedó muy impresionado por la disciplina ejemplar mostrada por los cuarenta y tres monjes. A primera vista, esta mezcla extraña de tradiciones monásticos cistercienses y mentalidad barroca puede parecer contrapuesta y contradictoria. Sin embargo, así como el refinamiento barroco no encontró objeción para remodelar las iglesias góticas en el nuevo estilo, la adaptación de las costumbres monásticas fue aceptada con la misma naturalidad y comprensión. Bartolomé Sedlak, secretario del Abad de Heinrichau, describió con habilidad cómo la simplicidad y la magnificencia, pobreza y prodigalidad, disciplina y relajación podían estar combinadas en una armonía incomparable en Salem, el importante centro de la Congregación Alemana. Siendo el propio Padre Bartolomé miembro de una comunidad rica y floreciente, se acercó a la abadía con un espíritu predispuesto para los celos y el prejuicio. Mas su informe de 1768 refleja, con toda seguridad, su admiración por todo lo que vio y experimentó. El Abad de Salem, de esmerada educación y magnífico mecenas del arte y las ciencias, fue honrado con el título de «Excelencia», como cabeza de un territorio inmediatamente subordinado al Emperador (Reichsunmittelbar). A su llegada, el visitante fue conducido al refectorio, donde se maravilló por el espléndido servicio y la música vocal e instrumental bien ejecutada para su entretenimiento. Paseándose por el magnífico edificio, admiró el tesoro de la sacristía, especialmente una enorme custodia valorada en 60.000 florines, las catorce campanas de la torre y la colección única de la biblioteca, cuyo bibliotecario dominaba siete idiomas. Elogiaba la precisa perfección del canto gregoriano y los oficios litúrgicos, el fausto de una misa mayor solemne, pero estaba mucho más impresionado por el edificante recogimiento de los monjes. «Allí, mientras observaba tan exacta disciplina regular», escribía el Padre Bartolomé, «tuve la impresión con gran consuelo de mi corazón, que estaba viendo Claraval en la época de nuestro Padre san Bernardo. Había setenta monjes en la casa, pero, aunque pasamos varias veces por los corredores, no encontramos a ninguno. Esto no sucede por casualidad; estaban absortos en sus estudios y el hábito de soledad había penetrado en su propia naturaleza. Aunque el monasterio posee muchos recursos, los monjes sobresalen por su gran pobreza. El material de sus hábitos es sencillo, y no usan ropa interior de lino, sino de lana. En materia de disciplina monástica siguen al pie de la letra la reforma constitucional de Alejandro VII». La influencia de la ilustración dentro de los monasterios cistercienses germanos tuvo vida corta y superficial, y afectó sólo a monjes concretos. La famosa abadía bávara de Kaisheim nos proporciona de ello un ejemplo característico. Allí, durante la década de 1770, la joven generación de clérigos estuvo influenciada por el eminente profesor Ulrico Mayr, graduado en la Universidad de Ingolstadlt y un entusiasta de la filosofía «ilustrada». «Estoy contento de ser monje», escribió a un amigo, «porque.creo que, por su profesión, el monje puede servir a los ideales de la filosofía cristiana. Es un hombre que vive en soledad silenciosa, libre de las cargas domésticas, rodeado de amigos cultos, y es siempre un virtuoso filántropo». ¡Oh, cuánto podría contribuir al bienestar general! Aceptó complacido la abolición de la Compañía de Jesús, así como las medidas del emperador José contra las comunidades contemplativas, mientras que puso todo su empeño en conformar su monasterio a las pautas «ilustradas». Sin embargo, la oposición de la mayoría creció poderosamente y, en 1785, dejó con gran tristeza Kaisheim por una parroquia rural. La reacción conservadora contra la Ilustración fue igualmente fuerte entre todos los cistercienses de Baviera; en los círculos «ilustrados» de Würzburg eran llamados «los jesuitas blancos».

Cister de Francia : caso especial

Por razones obvias, en su examen de la historia de la Orden debe prestarse especial atención a Francia. Por su lado, la mitad de las abadías que sobrevivieron a la Reforma estaban situadas dentro de las fronteras de Francia. Luego, seguían residiendo en Cister los organismos de administración central, el Capítulo General y el abad general. Estas eran otras características que también habrían apartado a los cistercienses franceses de sus hermanos de cualquier otro punto de Europa. Ya hemos hablado de la aparición de la Estricta Observancia como institución predominantemente francesa. La persistencia del sistema comendatario fue otra característica de la vida monástica francesa, que redujo aún más los resultados beneficiosos de la renovación litúrgica universal, tan espectacular en otros lugares. En Francia, se hicieron sentir más agudamente los perniciosos efectos de la interminable disputa entre el abad general y los cuatro protoabades, así como la interferencia gubernamental en la administración y legislación de la Orden, en constante aumento. Para concluir, las profundas incursiones de la Ilustración socavando la posición social de las órdenes contemplativas, preparando a la opinión pública para los acontecimientos de la Revolución, eran allí más evidentes. Aun la Estricta Observancia fue incapaz de eliminar las pretensiones y las presiones fiscales de los abades comendatarios. Se llegó a un compromiso: la disciplina y la administración interna quedaban confiadas al prior conventual, nombrado por los superiores monásticos, mientras que el manejo de los bienes abaciales constituía un derecho del abad comendatario. A pesar de esto, el problema crucial había sido siempre la división de las rentas monásticas. La usanza legal, establecida a comienzos del siglo XVII por cierto número de decretos cortesanos, requería una distribución tripartita del ingreso bruto. El primer tercio (mensa abbatialis), era pagado al abad; el segundo (mensa conventualis), se dejaba aparte para proveer de alimentos y ropa a un número estipulado de monjes. Esta suma, dividida entre los monjes, se llamaba con frecuencia «pensión». El tercero (tiers lot), se reservaba para los gastos de manutención, incluida la reparación de los edificios. Los términos de la distribución eran aceptados por medio de un contrato formal. No obstante, el abad rehusaba frecuentemente entrar en cualquier relación contractual o ignoraba sus términos. En ambos casos, continuaba sacando lo más que podía de los bienes monásticos, sin tener la menor consideración con las más elementales necesidades de los monjes. Pleitos interminables por tales causas llenan páginas incontables de las crónicas monásticas. Una de las primeras y peores consecuencias del sistema comendatario fue el gran descenso del número de monjes. A los ojos de las personas nombradas por el rey, que recibían sus abadías como recompensa material a variados servicios, la presencia de monjes había sido siempre una gravosa carga financiera. Hicieron todo lo posible por reducir el número de monjes al mínimo absoluto; si la abadía era víctima de la guerra u otro desastre, rechazaban reconstruirla y repoblarla. Aun en el mejor de los casos, cuando el contrato especificaba las obligaciones financieras del abad, se fijaba el número más bajo posible de monjes y de «pensiones», sin esperanza alguna de acrecentar el número de miembros o de mejorar la situación económica. El descenso del número y el bajo nivel del personal no se deben en forma alguna a una disminución general de vocaciones, sino a una limitación malsana y artificial que escapaba al control de la Orden. Donde el número de monjes había sido fijado ya por contrato, algunos abades comendatarios concentraron sus esfuerzos para forzar la admisión de sus propios protegidos para las plazas vacantes. Si el candidato no era aceptable para la Orden, se originaban nuevas disputas y los comendatarios se desquitaban impidiendo la admisión de novicios. En comunidades donde las «pensiones» eran muy reducidas, los mismos monjes sintieron una fuerte inclinación a mantener bajo el número de miembros y mejorar las condiciones aprovechando el dinero destinado a las plazas vacantes. En cierto número de casas, la presencia de un único monje era simplemente una formalidad legal; quedaron todavía más monasterios completamente vacíos, o que fueron perdidos por la Orden por distintas causas. Cuando el Capítulo General de 1667 arregló las cosas para la visita de todas las casas de Francia, la lista de monasterios, tanto de la Estricta como de la Común Observancia era sólo de ciento cuarenta y nueve comunidades, lo que significaba que, cerca de cincuenta casas a fines prácticos estaban vacías. En 1683, el número de monasterios para ser visitados había aumentado hasta 164, pero el desarrollo territorial de Francia fue el mayor responsable del incremento. Sin embargo, debe señalarse con toda justicia que la mayoría de los comendatarios estaban de hecho forzados a contribuir con parte de sus rentas a la reconstrucción de los edificios, mientras que la recuperación moral fue promovida eficazmente por distintos organismos de la Orden. En 1600, un monasterio con miembros disciplinados, posesiones bien administradas y edificios conservados era una excepción rara; hacia 1700, en cambio, la mayoría de las casas cistercienses sobrevivientes poseían por lo menos lo más esencial para una vida religiosa ordenada, y ya no eran frecuentes los casos de negligencia o desorden total. Donde fue posible la reconstrucción material y se podía garantizar el mantenimiento de una comunidad algo grande se seguía la recuperación moral, casi espontáneamente. Por el contrario, cuando la falta de celo y disciplina eran crónicas, el número de miembros era generalmente reducido y la pobreza en aumento. Dado que el control sobre factores económicos decisivos estaba en muchos casos más allá del poder de la Orden, la uniformidad quedó sólo en deseo, pero nunca se logró. A la sombra de magníficas abadías, con monjes ejemplares, subsistían simplemente casas pequeñas, en lucha constante, dominadas por problemas sin solución. La afiliación a la Estricta Observancia fue, con certeza, un poderoso factor en el proceso de recuperación de una tercera parte de las casas francesas. No obstante, el movimiento tuvo un éxito más espectacular en los casos donde la introducción de la reforma estaba unida al retorno de los abades regulares, o realizada con el apoyo total del abad comendatario. La simple adquisición de un monasterio por la Estricta Observancia raramente dio por resultado mejoras apreciables. Aunque es muy posible que el promedio de las casas de la Estricta Observancia estuviera en un plano moral y económico más alto que sus similares de la Común Observancia, se debe considerar también el mayor, porcentaje de abadías regulares en la Estricta Observancia. En el máximo de su expansión, la reforma contaba con casi la tercera parte de las casas cistercienses pobladas, incluyendo la mitad de las abadías regulares. La tarea de restauración dentro de la Común Observancia fue inculcada por el Capítulo General y promovida por fervientes visitadores, pero, en última instancia, su éxito se debe a la constitución apostólica In suprema de Alejandro VII, de 1666. Sobre la base de este documento, se había logrado hacia fines de siglo un grado razonable de disciplina interna en todos los monasterios.

Administración central

En lo relativo a la administración central, el recrudecimiento de la lucha enconada entre Cister y los cuatro protoabades debe reconocerse que constituyó el problema clave durante el resto del Ancien Régime. Cuando, después de décadas enteras de ardua lucha, la Estricta Observancia se vio forzada a someterse, los protoabades se prepararon para reasumir su oposición a Cister, sólo para descubrir que gozaban de muy poca simpatía en el gobierno de Luis XIV. El régimen absolutista no podía apoyar a súbditos rebeldes contra una autoridad establecida, que, en el caso de Cister, aseguraba una efectiva influencia francesa sobre poderosas congregaciones extranjeras. Por esta razón, el abad Juan Petit (1670-1692), victorioso tanto contra la Estricta Observancia como contra sus cuatro antagonistas, llegó casi a establecer un control monárquico sobre la Orden Cisterciense. Los sucesores de Petit se esforzaron por mantener la misma prominente posición en el puesto de control de la Orden. Conscientes de que el Capítulo General y el definitorium eran los únicos tribunales donde los humillados protoabades podrían exponer sus motivos de queja, los abades de Cister se volvieron cada vez más reticentes para convocar a Capítulo, a pesar de que la In suprema establecía sesiones trienales. Nicolás Larcher (1692-1712) reunió sólo una de esas asambleas en 1699. Bajo Edinundo Perrot (1712-1727), no hubo ningún Capítulo. Perrot, como sus antecesores, descansaba en el apoyo brindado por sus colegas germanos en su batalla contra «ese viejo dragón de cuatro cabezas». El portavoz alemán Esteban Jung (1698-1725), abad de Salem, formuló una clásica expresión representativa de su posición, sacando del olvido el argumento de la generación precedente. Aludiendo al dicho popular francés une foi, une loi, un roi (una fe, una ley, un rey), escribía a Luis XV: «Así como tenemos un solo Dios y una sola fe, así nuestra Orden tiene una única cabeza», y agregaba una antigua amenaza: «si no se puede hallar otro remedio en un futuro cercano, nosotros, los alemanes, estamos decididos a elegir un General especial para Alemania, acción que perjudicaría enormemente al Reino de Francia».

Andoche Pernot

Andoche Pernot (1727-1748) se vio obligado a convocar un Capítulo en 1738 bajo fuertes presiones, pero su maquiavelismo por asegurar el apoyo de la asamblea a su política sólo aumentó la hostilidad de los protoabades, y acentuó la determinación de éstos de asentar un contragolpe apenas se les presentara la oportunidad. Entretanto; los cambios en el ambiente social y político del siglo XVIII comenzaron a favorecer lentamente a los protoabades. Durante la primera mitad del siglo XVIII, los miembros de la nobleza francesa, reducidos por el «Rey Sol» al impotente papel de cortesanos, lograron una notable renovación. Compartieron en mayor escala el poder político y reforzaron sus antiguos privilegios. Al mismo tiempo, una filosofía política popular, cada vez con mayor auge, denunciaba los gobiernos absolutistas, y volviendo sus ojos envidiosos al otro lado del Canal, exigían una administración más representativa y el equilibrio e interdependencia de los tres poderes gubernamentales. Como exteriorización visible de tales aspiraciones, la nobleza recobró su monopolio sobre las sedes episcopales, y trató de forzar la sumisión de las órdenes monásticas exentas, la exención había sido, sin duda, un privilegio muy criticado durante siglos, pero el hecho de que, en el siglo XVIII, casi todos los abades pertenecían a una burguesía en rápido ascenso, rica e influyente, agregaba al crónico antagonismo entre obispos y abades el matiz de una lucha de clases. En esencia, la mayoría de los ataques al poder del abad de Cister puede tildarse de trivialidades, pero el plan obvio de obligar al superior de la Orden – que había sido de otro estamento –, a volver a su propio lugar dentro de la escala social, transformó cada disputa en una lucha de principios. Durante esas querellas que se prolongaron décadas enteras, los protoabades libraron una batalla constante contra Cister, que estaba a favor de la vuelta a la actividad y el mantenimiento del Colegio de San Bernardo en Toulouse. Larcher y sus dos sucesores inmediatos hicieron repetidos esfuerzos por insuflar nueva vida a la decadente institución, y presionaron a las abadías vecinas para que apoyaran el Colegio, tanto moral como financieramente. Al mismo tiempo, los protoabades nunca cesaron de señalar que el motivo real oculto tras la idea era la ambición de poder del Abad General, y su explotación de los monasterios. El Capítulo General de 1738 proporcionó al abad Pernot una victoria pírrica, por cuanto sus humillados colegas salieron más determinados que nunca a resarcir sus motivos de queja. Su sucesor en Cister, Francisco Trouvé, fracasó en el intento de lograr la reconciliación en 1748. El nuevo General, un natural de la Champaña de origen burgués, por entonces un hombre relativamente joven, de 37 años era doctor en La Sorbona y prior de la Clarté-Dieu, un monasterio pequeño de la diócesis de Tours. Su personalidad, sus pulidos modales y su erudición se unían a un agudo sentido de su nueva dignidad y a una firme decisión de defender o aun fortalecer su encumbrada posición. La nueva disputa alcanzó su clímax en un proceso judicial iniciado por los protoabades ante el Grand Conseil el 12 de marzo de 1760. Durante los meses subsiguientes un sinfín de panfletos y memorias, firmados por ambos bandos, trataban de influenciar a los jueces, lo mismo que al público interesado. Los protoabades atacaban, alegando que, durante los últimos cuarenta años, había tenido lugar una «revolución» organizada por los abades de Cister, «para cubrirlo todo con el manto de su opresivo poder». Ya no tenían sentido los Capítulos, porque estaban cambiando un gobierno de corte aristocrático, basado en el derecho, por otro monárquico, donde todo quedaba en manos del Abad de Cister. Trouvé replicó en forma cortante que había planeado repetidas veces la convocatoria de un Capítulo, pero no pudo hacerlo por circunstancias adversas o por el rechazo inesperado de los poco propicios protoabades. Más aún, proseguía el General, la administración de la Orden no podía depender de un «senado» aristocrático convocado sólo en raras ocasiones. Tal asamblea, si es que iba a ofrecer asistencia significativa al Abad de Cister, debería estar, por lo menos potencialmente, en sesión permanente.

Gran Conseil

El 14 de marzo de 1761, el Grand Conseil publicó la tan esperada decisión, favorable en líneas generales a los protoabades. Invalidaba un cierto número de decretos aprobados por el Capítulo de 1738, conjuntamente con los nombramientos subsiguientes y las medidas administrativas tomadas más recientemente por Trouvé. El mismo arrêt recalcaba que todas esas disposiciones tendrían que ser elaboradas consultando a los protoabades reunidos en capítulo. Trouvé apeló el veredicto de inmediato, dirigiéndose directamente al rey, pero era evidente que no se podía diferir por mucho tiempo la convocatoria del Capítulo General. Sin embargo, ante el cambio operado, un Capítulo ofrecía más ventajas a los protoabades que a Cister. El Capítulo se inició el 5 de mayo de 1765 después de larguísimas preparaciones, en presencia de Antonio Juan Amelot de Chaillou, intendente de Borgoña, representante del gobierno real. Asistieron a la sesión únicamente sesenta miembros con derecho a voto, divididos en dos facciones casi iguales. La mayoría de los abades franceses apoyaban a los protoabades, mientras que los extranjeros, especialmente los alemanes, se alinearon sólidamente detrás del General. No obstante, antes de que pudiera discutirse nada de importancia, surgió de nuevo el problema de la constitución y autoridad del definitorium. Dado que los protoabades podían controlarlo fácilmente, Trouvé insistía en la preeminencia de la sesión plenaria del Capítulo. Después de algunos días de altercados inútiles, el Capítulo General se disolvió en desorden, más o menos como había ocurrido en 1672. Las dos partes en pugna se dirigieron al Parlamento de Dijon, para alcanzar justicia. Cuando ese tribunal, bajo presión de los alemanes, falló a favor de Trouvé, los protoabades apelaron ante el Consejo real. Por ese entonces (1766), se había establecido bajo auspicio del rey la «Comisión de Regulares» encabezada por Étienne-Charles de Lomérie de Brienne, arzobispo de Toulouse. De aquí en adelante, todos los problemas importantes tendrían que ser solucionados por medio de este cuerpo de oficiales eclesiásticos y estatales. Tal como se estableciera inicialmente, el propósito de la Comisión era la reforma de las órdenes religiosas. Las oportunidades en que debía intervenir específicamente, y los medios con que contaba fueron indicados sólo posteriormente por medio de una serie de decretos reales. Esas reglamentaciones señalaban con gran detalle la determinación de la edad y otras cualidades de los candidatos, la organización de los noviciados y una serie de cuestiones administrativas y disciplinarias. Los artículos esenciales de la reforma eran la exigencia de una revisión y una nueva publicación de las constituciones monásticas y el establecimiento de un mínimo de miembros en cada casa. Como es lógico, este último requisito podía satisfacerse únicamente reduciendo el número de comunidades pequeñas; más aún, en el caso que, medidas tan agudas no produjeran las mejoras deseadas, estaba proyectada la secularización de toda la Orden. En realidad, durante el período de trabajo de la Comisión, se cerraron más de cuatrocientas cincuenta casas religiosas, y se secularizaron nueve órdenes enteras. Aunque se repitiera hasta el cansancio y se asegurara solemnemente que la única intención de la Comisión era promover una sana reforma, y de esta forma contribuir al bienestar de la Iglesia, no pudieron silenciarse las críticas ni vencerse la activa oposición. El hecho de que los más ruidosos agitadores a favor de una reforma fueran los mismos individuos que tramaron la expulsión de los jesuitas, confirmaba las sospechas de los que creían firmemente que la nueva organización era en realidad un instrumento para la destrucción del monacato. Por desgracia, el carácter y la personalidad de Loménie de Brienne no podían ser garantía para la honrada ejecución de las metas propuestas por la Comisión. No sólo su vida privada estaba muy por debajo del mínimo exigible a los eclesiásticos, sino que aún su fe en la existencia misma de Dios era muy cuestionada. La Comisión trató de enfrentarse con los problemas de cada orden con una flexibilidad poco común. En el caso de los cistercienses, las tácticas de la misma fueron en extremo refinadas. Brienne explotó simplemente las agrias disputas periódicas entre las fracciones rivales de Cister y los protoabades. Se admite comúnmente que podría haberse llegado a un arreglo más satisfactorio revisando la constitución de la Orden. En el sentido estricto de la palabra, no había ninguna constitución actualizada. El documento que másse le parece, el breve In suprema de 1666, firmado por Alejandro VII, aunque era de naturaleza amplia, se refería especialmente al problema de las observancias. Siempre se había planeado una colección sistematizada de leyes, pero nunca había llegado a materializarse. De esta manera, el propósito principal de la Comisión, la reforma constitucional, no se lograría por presiones externas, sino mediante la amplia cooperación de ambas partes, guiando simplemente la actividad del Capítulo General en la dirección deseada. Dado que los distintos elementos especiales de la reforma proyectada podrían ser incorporados con facilidad a la nueva constitución, no se ejercía presión alguna sobre la Orden para que aceptara exigencias concretas, y aun la supresión de pequeñas comunidades quedaba diferida hasta la ratificación final de la nueva constitución. El Capítulo General de 1768 se dedicó por entero a los preliminares de la reforma constitucional. Entre los cincuenta y cuatro miembros con derecho a voto, los partidarios del General tenían neta mayoría. Sin embargo, dos comisionados reales, el ya mencionado Amelot de Chaillou y Juan Armando de Roquelaure, obispo de Senlis, actuando de acuerdo con las instrucciones recibidas de Brienne, dominaron las sesiones. Dado que la intención de Brienne era democratizar el gobierno de la Orden, otorgando mayor influencia a los protoabades, el partido de Trouvé tenía pocas posibilidades de triunfar. La sesión se inició el 2 de mayo con la puesta en circulación de un cuestionario de cien preguntas preparado por la Comisión de Regulares y concerniente al gobierno de la Orden. Brienne anticipó evidentemente una amplia gama de respuestas, pero simplemente se redujeron a dos grupos que apoyaban líneas partidarias estrictas: treinta y uno favorecieron la posición del General y veintitrés la de los protoabades. Como no se pudo llegar a ninguna conclusión durante cinco días consecutivos de acaloradas discusiones, el borrador del texto preliminar fue confiado a un comité abacial, en el cual estaban representados los dos bandos. Después de tres años de labor, el Comité, tal como podía preverse, no pudo zanjar las diferencias, y el resultado fue la aparición de dos propuestas de constitución en lugar de una. La tarea del Capítulo General de 1771, que duró desde el 2 de septiembre hasta el 2 de octubre, la sesión más larga que se haya registrado jamás, era debatir los textos en conflicto, y llegar a una posible decisión en materia tan compleja. Sobre el total de sesenta y cuatro participantes con derecho a voto, el partido del General estaba de nuevo en amplia mayoría, gracias a la presencia de veintitrés abades extranjeros. A pesar de la constante intervención de Roquelaure, el inevitable resultado fue la constitución que representaba el punto de vista de Trouve, y que por consiguiente era totalmente inaceptable para Brienne. El próximo paso fue el nombramiento de un subcomité compuesto por cuatro miembros de la Comisión de Regulares encargado de la redacción del tan buscado texto de compromiso que pudiera ser aceptado por las facciones en disputa. Esta tarea resultó a todas luces imposible, y los puntos claves quedaron sin decidir por más de una década. Los acontecimientos trágicos en el Imperio austríaco, que aislaron a Trouvé de sus leales defensores, cortaron el nudo gordiano y dieron ventaja decisiva al partido de los protoabades. Mientras que en Francia disminuía gradualmente la campaña contra los monjes, el gobierno imperial iniciaba un ataque devastador contra las abadías ricas y poderosas, dentro de su esfera de influencia. La prosperidad de los monasterios «inútiles» era una tentación a la cual no podían resistir los déspotas «ilustrados». Mantener correspondencia con superiores extranjeros, mandar fondos al exterior, concurrir a capítulos más allá de las fronteras, se habían hecho cada vez más difícil, aun durante los últimos años de la muy religiosa María Teresa. Su hijo y sucesor, José II, asestó ahora un golpe mortal. Un decreto imperial del 12 de enero de 1782 disolvió todos los establecimientos monásticos que no sirvieran directamente al interés público. Durante los años subsiguientes, fueron secularizadas casi todas las abadías dentro del territorio de los Habsburgo. Las pocas que se las ingeniaron para sobrevivir, estaban paralizadas por el temor constante. De pronto, en tal atmósfera, los problemas de la nueva constitución o la victoria de Trouvé sobre sus oponentes llegaron a ser irrelevantes. Casi exclusivamente abades franceses concurrieron a las dos últimas sesiones del Capítulo General, antes de la Revolución. Mostraron todavía un grado de vitalidad sorprendente, pero trabajaron bajo la grave amenaza de su inminente ruina. Frente al cambio de situación, podía ignorarse con toda tranquilidad la oposición de los poderosos abades extranjeros. Por eso, el subcomité redactó el tan esperado texto de la nueva Constitución, decidiendo todas las cuestiones a favor de los protoabades. El nuevo documento trataba únicamente de los organismos legislativos y administrativos de la Orden y postergaba lo relativo a disciplina y liturgia. El anteproyecto constitucional contenía las previsiones básicas que siguen: Los futuros Capítulos Generales serían convocados cada tres años, y debían comenzar siempre en la misma fecha: el lunes de la cuarta semana después de Pascua. El General debía publicar su indictio (convocatoria), por lo menos tres meses antes de abrirse la sesión. Si no lo hiciera, todas las personas en condiciones de participar irían directamente a Cister, aun sin invitación. Si se declaraba al General inhabilitado para presidir, su lugar sería ocupado por el abad más antiguo entre los presentes. Los abades titulares (in partibus) estaban excluidos expresamente de toda participación activa. Al formar el definitorium, el general podía rechazar a sólo uno de los cinco nombres presentados por cada uno de los cuatro protoabades. Cada tema que no contara con el voto unánime del Capítulo sería transferido al definitorium. El Capítulo General tenía facultades de veto parcial sobre las decisiones de este cuerpo, que a su vez podía no ser admitido por los definidores. Al año siguiente de cada Capítulo General, debían realizarse capítulos intermedios con la participación del general, los protoabades, visitadores, vicarios generales de congregaciones y los dos procuradores generales. Este cuerpo sólo podría adoptar, sin embargo, medidas de emergencia que serían aceptadas o rechazadas por el próximo Capítulo General. El abad general tenía jurisdicción directa únicamente sobre las filiales de Cister, y cada uno – de los protoabades gozaba de la misma autoridad sobre sus propias hijas, sin la intervención del General. Esta autoridad no sólo incluía el derecho de visita, sino también el de nombrar priores y otras autoridades en casas in commendam. El mismo documento establecía un mínimo de nueve monjes, incluyendo el superior local, para cada monasterio. En lo referente a la explotación de los bienes monásticos, venta de propiedades, impuestos y otras contribuciones financieras, préstamos o resortes similares de la administración fiscal, se daba una supervisión por parte de las distintas oficinas del gobierno real, que hasta podían ejercer con frecuencia el veto final.

Constitución

El texto de la constitución fue presentado al Capítulo General de 1783, dominado por cinco comisionados reales. Los treinta y ocho participantes, entre los cuales sólo se encontraban cuatro alemanes, no tuvieron otra alternativa que aceptar el texto propuesto, aunque en realidad sugirieron un cierto número de modificaciones. El General y sus reducidos leales expresaron su disconformidad por medio de la resistencia pasiva. Después de algunas correcciones de última hora, el Capítulo de 1786 aceptó el texto final. La validez legal de la nueva constitución dependía obviamente de la sanción real y papal, pero este documento trascendental de la historia cisterciense nunca recibió la aprobación de dichas autoridades. El gobierno real, ya sentenciado a muerte, no tenía ya tiempo ni interés para dedicarse a tales asuntos. ¿Fue esta constitución una obra legislativa viable? Nunca se comprobó su valor práctico. Siempre será problemático hacer un juicio definitivo sobre sus méritos. En realidad, fue una trágica ironía del destino que la promulgación de esta importante ley coincidiera con la extinción casi total de la Orden en el caos de la Revolución. La prisa por lograr la reforma constitucional no fue en modo alguno el único interés de la Comisión de Regulares. La investigación de evidencias que pudieran fundar planes para una reforma más amplia de todas las órdenes religiosas necesitaba reunir datos estadísticos de todo el país. Sobre la base de esa fuente de material poco común, el investigador puede esbozar una imagen global de la Orden cisterciense en Francia, en vísperas de la Revolución. Dentro de los límites de Francia en el período pre-revolucionario había en conjunto 237 instituciones cistercienses, incluyendo nueve prioratos titulares y tres colegios. Sólo treinta y cinco abadías estaban gobernadas por abades regulares cistercienses, todas las otras estaban in commendam. La determinación del número exacto del personal monástico es mucho más difícil. Tal cifra, aunque abultada, probó no ser digna de confianza. La cifra total más aproximada debe haber estado entre 1.800 y 1.900, lo que deja como promedio ocho monjes por institución. Esas cifras permanecen notablemente constantes durante todo el siglo XVIII, y no cambiaron incluso en los cálculos de las autoridades revolucionarias en 1790. En muchos casos, las comunidades concretas eran demasiado reducidas para una vida monástica significativa. La razón fundamental de esa situación realmente deplorable no era sin embargo la falta de vocaciones, sino la disminución de ingresos que hizo imposible mantener comunidades grandes. En efecto, el valor real de los bienes de las abadías cistercienses era elevado, pero, contrariamente a la propaganda revolucionaria posterior, los ingresos disponibles eran, en la mayor parte de los casos, modestos. Claraval era, con mucho, la más rica, con una entrada de alrededor de 100.000 libras anuales, pero también era la más poblada, con cincuenta o sesenta profesos que había que alimentar y vestir. Parece que la mayoría de las comunidades habían aprendido a vivir de acuerdo con sus posibilidades, porque las crónicas no mencionan deudas insuperables. De acuerdo con los mismos registros, casi todas las abadías estaban en buen estado de conservación; muchas habían sido reconstruidas y remodeladas durante el siglo XVIII. Sin embargo, el esplendor barroco de los monasterios alemanes tuvo pocos imitadores en Francia. Pudo servir de escarmiento la bancarrota de Châlis a causa de un proyecto de edificación en extremo ambicioso a comienzos del siglo. Las grandes ampliaciones de Cister y Claraval, aunque monumentales, fueron austeras en comparación de Ebrach o Fürstenfeld. La Comisión de Regulares estimuló a los obispos franceses a informar sobre la condición moral de las abadías dentro de sus diócesis, pero son pocos los comentarios interesantes. Sólo sesenta y siete establecimientos cistercienses fueron objeto de ese estudio episcopal, de los cuales recibieron alabanzas ilimitadas treinta y dos; muchos otros fueron descartados como «inútiles». Solamente diecisiete casas fueron censuradas por irregularidades o escándalos declarados, pero diez de las mismas estaban ubicadas en dos diócesis, cuyos obispos eran enemigos declarados de los monjes. Aunque registros tan abundantes se presten a variadas interpretaciones, sigue en pie el hecho de que las órdenes monásticas eran impopulares entre vastos sectores de la jerarquía y sufrían los ataques del mismo grupo de intelectuales «ilustrados» que había logrado la destrucción de los jesuítas. Sin embargo, parecía que los cargos de relajación eran usados simplemente para justificar los ataques, cuyo objeto real no eran los abusos, sino la existencia misma del monaquismo. Según el juicio de los críticos «ilustrados», esa institución medieval no encajaba en una sociedad que necesitaba de un cambio radical. Estaban en lo cierto cuando señalaban que muchas comunidades religiosas no habían logrado vivir de acuerdo con sus antiguos ideales, pero los mismos detractores no comprendieron que la sociedad de su época no les ofreció el mismo medio ambiente apto y comprensivo del siglo XII. Ninguna organización religiosa podría mantener indefinidamente normas que han sido descartadas por la sociedad tiempo atrás. Los impacientes forjadores de un nuevo mundo vieron incluso a las casas bien disciplinadas como reliquias inútiles del pasado, desesperadamente estancadas y sin ningún rasgo de «ilustración», que estorbaba el progreso, y estaban por lo tanto destinadas a la supresión. La mayoría de las casas cistercienses a fines del siglo XVIII no estaban carcomidas por la decadencia moral, pero fracasaron en adaptarse a tiempo a los nuevos ideales de un mundo que cambiaba con rapidez. Los autores modernos que retratan al monacato anterior a la Revolución como una institución en progresiva decadencia sufren el mismo espejismo que el pasajero de un vagón de ferrocarril, a gran velocidad, que ve rezagarse los postes telegráficos.

Fuente: http://omesbc.wordpress.com

Selección de José Gálvez Krüger)