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Martes, 19 de marzo de 2024

Cister: Historia IX

De Enciclopedia Católica

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En ninguna otra época de la historia de la Iglesia se habló tanto acerca de la reforma y se hizo tan poco como en el siglo XV. Los abusos eran tan notorios como lo eran la necesidad e intención de corregirlos. La causa más evidente del fracaso de todos los esfuerzos bienintencionados fue la debilidad y falta de resolución del poder ejecutivo. El movimiento conciliar fue incapaz de coordinar el deseo universal de reforma, mientras el papado del Renacimiento, empantanado en la práctica de esquemas dinásticos y en el poder político italiano, no era capaz de reformarse a sí mismo y mucho menos podía iniciar una renovación significativa más allá de los Alpes. Pero aun una Curia regenerada y un papa enérgico y generoso hubieran sido impotentes contra el naciente nacionalismo que dividió a Europa en estados mutuamente hostiles, con una conciencia de sí mismos en constante crecimiento, cada uno con una fuerte monarquía, y todos tratando de reducir al mínimo la influencia papal sobre los problemas internos. Tanto el galicanismo en Francia, como la España recién unificada o la monarquía Tudor en Inglaterra, se esforzaron por lograr la sumisión del clero.

Sin embargo, el horizonte no era desesperadamente oscuro. Los representantes del Humanismo cristiano, que fueron muchos y brillantes, dieron una prueba convincente de que la nueva erudición no era de ninguna forma incompatible con la fe y la piedad tradicional y el éxito impresionante de las reformas locales o regionales dan testimonio del entusiasmo religioso de miles de almas piadosas. A más de nuevas órdenes como los jesuatos (1360) y los jerónimos (1373), los franciscanos «observantes» llegaron a tener tanto éxito como los mínimos, Orden más austera, fundada en Calabria por san Francisco de Paula alrededor de 1457. Los benedictinos, diezmados por la commenda, encontraron una salida rechazando los títulos abaciales y organizándose dentro de congregaciones bajo una centralización firme y una disciplina estricta. El abad Ludovico Barbo († 1443) de Santa Giustina, en Padua, inició esta política destinada a tener éxito. El movimiento se difundió por toda Italia y después que se le uniera Monte Cassino en 1504, fue conocido como la Congregación casinense. El mismo movimiento inspiró a los benedictinos austríacos de Melk, quienes propagaron en forma efectiva una organización semejante por toda Baviera y Suabia. En España, la Congregación benedictina de Valladolid (1492) triunfó contra la commenda con las mismas armas de los italianos; es decir, que convirtió las abadías en prioratos bajo un superior elegido únicamente para un período breve. En Alemania, la reforma monástica mejor conocida y más efectiva fue la de Bursfeld, cerca de Göttingen, que fue comenzada alrededor de 1433 por el abad Juan Dederoth. Hacia 1530, esta Congregación había reunido noventa y cuatro abadías benedictinas bien disciplinadas a todo lo largo del país. En los Países Bajos y en la Renania se sumaron a los «Hermanos de la vida común» numerosas comunidades de beguinas y begardos. Entre todas estas comunidades sobresale la reforma de los canónigos agustinos de Windesheim, inspirada por Gerardo Groote; los canónigos, a su vez, ejercieron influencia sobre el movimiento cisterciense de la misma zona.

En la segunda mitad del siglo XV, la situación de la Orden cisterciense era similar a la de toda la Iglesia; pero en pequeña escala. En realidad, no fueron escasos los decretos de reforma, pero, por entonces, la autoridad del Capítulo General estaba tan reducida por la escasa asistencia y tan limitada por las fronteras nacionales, que el éxito de cualquier renovación dependía más del liderazgo y de las iniciativas locales, que de las ineficaces declaraciones emanadas de Cister. De hecho, el Abad de Cister estaba entre los primeros que explotaron en beneficio propio el vacío creado por un Capítulo debilitado. Reorganizada la monarquía papal y el naciente absolutismo real animaron a Cister, sin duda alguna, a asumir un control más firme sobre la administración de la Orden, y tales intentos encontraron un eco aprobador en la Curia. Ya en 1438, Eugenio IV se dirigía a Juan Picart de Cister como «abad general». Posteriormente, figuran en el mismo siglo títulos honoríficos similares en numerosos documentos, hasta que en 1499 el Capítulo General reconoció a Juan de Cirey como «padre supremo de la Orden». Sin embargo, no hubo intención de modificar la constitución de la Orden, y las medidas extraordinarias tomadas por el abad de Cister estaban respaldadas generalmente por el Capítulo.

Los celosos protoabades, en particular el de Claraval, observaban con consternación las manifiestas ambiciones de Cister. Pedro de Virey de Claraval (1471-1496), siguiendo el ejemplo de alguno de sus predecesores, libró una ininterrumpida batalla contra Cister y el Capítulo General durante toda su administración. La larga y enconada disputa llegó hasta el parlamento de París, y la secesión de Claraval y sus filiaciones amenazaba convertirse en un cisma permanente. En Roma prevaleció la influencia de Juan de Cirey, y en 1483 Inocencio VIII firmó una bula declarando la unificación de las sedes abaciales de Cister y Claraval, bajo el control de Cirey. Nunca se llevó a la práctica este decreto tan radical. En cambio, Virey dimitió en 1496, y su sucesor, Juan Foucalt, consiguió establecer mejores relaciones con Cister.

Sin duda alguna, la mayor ambición de Juan de Cirey fue la tan necesaria reforma de su Orden. No sólo era una persona de gran talento e infatigable energía, sino que gozaba del favor tanto de Roma como de París. Luis XI le otorgó, a él y a sus sucesores, el título de «consejero nato del Parlamento de Borgoña» y en 1484 tuvo el privilegio de concurrir como delegado a los Estados Generales en Tours. En 1487, Inocencio VIII le confía la reforma cabal de toda la Orden, recalcando especialmente la asistencia a los Capítulos Generales, visitas regulares, las obligaciones de los abades comendatarios y la administración de tributos e impuestos dentro de la Orden. Justamente este tópico había envenenado las relaciones entre Cister y Claraval. Anticipándose al éxito, y como muestra de su gran estima, el mismo Pontífice le confiere en 1489 el privilegio excepcional de administrar órdenes menores, y aun el diaconato, a todos los cistercienses.

El rey Carlos VIII de Francia se hizo eco del llamamiento papal en favor de una reforma religiosa, y alrededor de 1493, convocó una convención de obispos y dirigentes de distintas órdenes en Tours. El abad Cirey desempeñó un papel activo durante las negociaciones y señaló que, antes de tomar medida alguna, era imprescindible garantizar la libertad de las elecciones abaciales, reprimir el poder de los abades comendatarios y extirpar la corruptela de presentar recursos ante la justicia secular. Sin embargo, insistía una y otra vez en que las declaraciones de principios generales no eran suficientes y, si se quería que la reforma tuviera éxito, debía esbozarse y llevarse a cabo un plan concreto de acción dentro de cada orden. En cuanto a los cistercienses, Cirey señalaba con satisfacción que el movimiento reformador, ya en evidencia desde unos veinte o treinta años atrás, había dado fruto, pero tenía la firme determinación de eliminar los abusos con toda la fuerza a su disposición. El rey Carlos, ocupado en su malhadada expedición a Italia, no pudo poner en práctica el proyecto de reforma religiosa universal, pero Cirey, que no conocía el miedo, apoyó una convención de cuarenta y cinco abades franceses en el Colegio de San Bernardo de París, a inicios de 1494. El resultado fue un detallado esquema de reforma cisterciense, los «Artículos de París», que constituyen dieciséis párrafos en los que se tratan los temas más importantes. En el preámbulo, los abades niegan cualquier intención de introducir novedades radicales, dado que «reformar no quiere significar la incorporación de innovaciones de última moda, sino, con más propiedad, una modificación de costumbres y normas inspiradas en la vida de los Santos Padres. En realidad, si tuviéramos la intención de introducir nuevas formas de vida, no sería una reforma, esto es, una vuelta a la forma primitiva de vida, sino la fundación de una nueva orden religiosa». Los miembros de la convención admitieron que muchos de los abusos castigados eran consecuencias de las guerras, pestes, intervenciones laicas, abades incapaces o comunidades corrompidas, pero ellos se comprometían a efectuar la renovación deseada «en el todo como en sus partes, en los miembros como en la cabeza, tanto en asuntos espirituales como temporales».

El documento comenzaba con reglamentaciones relativas al Oficio Divino, luego recordaba a los abades sus tareas, urgía la realización de los capítulos de faltas, recalcaba la necesidad de los estudios, ordenaba retirar las chimeneas de los dormitorios, prescribía visitas regulares, resaltaba la virtud de la pobreza y la eliminación de toda renta o propiedad privada, insistía en la estricta clausura, renovaba las reglamentaciones de la Benedictina relativas a la administración fiscal, y aun incluía un párrafo sobre la reforma de las monjas cistercienses. De sumo interés es el nuevo estatuto sobre abstinencia. Después de 1475, cuando Sixto IV había permitido al Capítulo General otorgar dispensa sobre la abstinencia perpetua, se había autorizado a comer carne los martes, jueves y domingos, excepto en Adviento, Cuaresma y desde el domingo de Septuagésima hasta Pascua y días de abstinencia especificados por la Iglesia o por las leyes de la Orden. Finalmente, anticipándose a cualquier resistencia activa, el documento ordenaba a los abades «construir o reparar buenas y sólidas cárceles en sus monasterios, como medio de severo castigo contra los transgresores y aquéllos que negaran obediencia a este documento de santa reforma».

Como una consecuencia importante de los «Artículos de París», se dictó el 11 de agosto un nuevo cuerpo de reglamentaciones para el Colegio de San Bernardo en París, documento de extraordinario valor histórico, porque arroja luz sobre la vida y organización interna de la gran institución de estudios superiores, todavía floreciente en aquella época. El Capítulo General de 1494 alabó y aprobó los «Artículos de París», aunque demoró su ejecución hasta el Capítulo de 1495, debido a «imposibilidades» de ejecución local, no especificadas. No se puede realizar ninguna evaluación de los resultados de la reforma a la luz de la evidencia con que contamos. Dado que la Orden era incapaz de extirpar la fuente del mal – el sistema comendatario –, no se pudo observar ninguna renovación rápida ni en Italia ni en Francia. En otros países donde era bien evidente el éxito de la reforma, el proceso se había originado bajo inspiración local mucho antes de 1494.

La posteridad tiene que agradecer a Claudio de Bronseval, secretario del abad Edmundo de Saulieu de Claraval, las escasas pinceladas que revelan las condiciones imperantes en algunas abadías francesas a fines de 1531. Ambos emprendieron un viaje para la visita regular por España y Portugal, pero antes de llegar a los Pirineos pidieron hospitalidad en varios monasterios cistercienses de Francia. En la Prée encontraron una comunidad pequeña, «pero los hermanos eran realmente buenos y piadosos». Sin embargo, en Benisson-Dieu, los visitantes fueron testigos de la «mayor miseria» causada por «los monjes que ignoraban por completo el latín, los oficios divinos y el ritual de la Orden, así como las reglas de cortesía y civilización». Las instalaciones de la abadía estaban en condiciones igualmente malas. Por otro lado, la pequeña abadía de Franquevaux estaba bien conservada, pero encontraron a un solo religioso, que se titulaba prior. Resultó que había sido mandado allí por el comendatario hacía solamente tres meses y, peor todavía, era franciscano, que simplemente vestía el hábito cisterciense sin haber pasado siquiera un año de noviciado. El buen fraile reveló que otros dos tenían residencia legal en la casa, pero uno estaba a fuera, ocupado en una cacería de conejos y el otro, en los prados buscando huevos. En Valmagne, otrora gran abadía cerca de Montpellier, Bronseval alabó al piadoso abad comendatario, pero se refiere a los monjes como revoltosos e ignorantes. Fontfroide, a despecho de su larga trayectoria bajo encomienda, seguía habitada todavía por veinticinco monjes, que estaban bien dispuestos, pero «alejados de las observancias» de la Orden; tenían, por ejemplo, un dormitorio dividido en pequeñas celdas individuales, muchas de las cuales poseían estufas. Villelongue tenía una comunidad de doce monjes bajo un abad regular, un excelente anciano, quien quería dimitir después de cuarenta años en el cargo. Ardorel era una casa pequeña, pero bien construida, donde el abad regular era un «hombre bueno y fervoroso».

El movimiento reformador más pujante del siglo XV fue iniciado en Castilla alrededor de 1425, por un ex-ermitaño, Martín de Vargas. Su enérgica decisión condujo a la organización de una congregación cisterciense independiente. De ella hablaremos en el capítulo siguiente. En los Países Bajos, la renovación de las formas de piedad inspiró algunas fundaciones cistercienses en los siglos XIV y XV. Sin embargo, esta materia ha sido tan descuidada que en la actualidad sólo se puede dar de ello una imagen basada en conjeturas. La primera de las mismas fue la abadía de Eytheren en Holanda, aijada por la abadía alemana de Ebrach en 1342. Varios desastres hicieron que fuera trasladada a Ysselstein, cerca de Utrecht, para ser reducida a priorato, y convertirse finalmente en una casa afiliada a Camp (1394). La propia Camp apadrinó otra comunidad en 1382, establecida en la abandonada Marienkroon, anteriormente monasterio de monjas cistercienses, en Holanda, cerca de los límites con Brabante. En 1386, en otra casa de monjas vacía, vio la luz el pequeño priorato de Marienhave en Warmond, cerca de Leiden, también bajo el patronazgo de Camp. La guerra alteró la vida de la comunidad recién restaurada en 1412 por monjes de Eytheren, conocida por entonces como Ysselstein (Ijsselstein).

A comienzos del siglo XV, un devoto sacerdote secular, Juan Clemme, con algunos de sus «hermanos simples y pobres», fundó una pequeña comunidad situada en Sibculo , una región inhospitalaria de Overyssel, no lejos de Deventer. En 1407 abrazaron la regla de san Agustín, pero en 1412 se unieron a los cistercienses. Tres años después estableció una relación de visitas mutuas con Ysselstein y Warmond y, de común acuerdo, decidieron seguir el camino estrecho de pobreza, soledad y fidelidad a la Regla. Siguiendo el estilo de su existencia sin pretensiones insistieron en «una dieta frugal y ropas baratas» y renunciaron hasta a la ambición de ser elevados al rango de abadía. Sus jornadas giraban en torno de la celebración de la liturgia y el trabajo manual; más aún, en su amor por la soledad, hicieron voto de no dejar nunca los recintos de sus monasterios. Trataron de defenderse de las influencias exteriores corruptoras por la estricta limitación de sus miembros y la libre elección de sus priores. Juan de Martigny (1405-1428), abad de Cister, notaría ciertas «novedades» en sus vidas, pero las reconocía como un «pequeño rebaño», bastante semejante al que se reunió alrededor del abad Roberto cuando la fundación de Cister. Es más probable, no obstante, que la devotio moderna, poderosa corriente de renovación espiritual que prevalecía en toda la región, fuera la real inspiradora del movimiento.

Así se constituyó el núcleo de un círculo de prioratos interrelacionados, conocidos como la «Congregación de Sibculo », que florecieron bajo la protección de la gran abadía renana de Camp. El Capítulo General tuvo muy poco que ver con la organización. En el Capítulo de 1424, se mencionó por primera vez la posibilidad de la incorporación de dos casas en Westfalia, Gross y Klein-Burlo, pero se formalizó la existencia legal de la Congregación sólo hacia fines del siglo XV.

En 1446, ocurrió un hecho trascendental en la vida de la nueva congregación, con la fundación de Saint-Sauveur (Salvatorsklooster) en Amberes. Debe su existencia a la generosidad de un mercader rico y piadoso, Pedro Pot, y fue poblada por ocho monjes y cuatro hermanos conversos provenientes de Ysselstein. Saint-Sauveur se convirtió bien pronto en un centro fervoroso de estricto ascetismo y en el término de cuarenta años fundó otros cuatro prioratos, todos ubicados en la misma zona (Mariendouck, Hemelspoort, Marienhof y Bethleen). En 1448, Marienhave envió siete monjes a Waerschoot respondiendo a la petición de un devoto caballero, Simón Utenhove, quien ingresó en la nueva casa como hermano lego. La misma Marienhave fundó todavía otro priorato, Monnikendam, en 1465, cerca de Haarlem.

En 1448, Camp incorpora las casas que anteriormente habían pertenecido a los guillermitas ermitaños de San Guillermo de Maleval, de Gross-Burlo y Klein-Burlo, ambos en la diócesis de Münster e ingresaron por la misma época en la Congregación de Sibculo . Las dos casas, aisladas del resto de la Orden, habían sufrido dificultades en el plano moral y financiero y, dado que seguían ya muchas costumbres cistercienses, la solución lógica era su fusión con los cistercienses. Las dos casas eran pequeñas (Gross-Burlo tenía sólo diez miembros), pero su unión con la Congregación de Sibculo les posibilitó un siglo de prosperidad y reforma llena de éxito. Recibían a sus priores de Sibculo. El nuevo prior de Gross-Burlo, Gerlach von Kranenburg, debió haber sido un monje realmente santo y entregado, porque sus contemporáneos le llamaban «un segundo Bernardo». En el mismo año de 1448, Camp tomó posesión de un convento deshabitado, que había pertenecido a monjes cistercienses, el de Bottenbroich, en la diócesis de Colonia. En 1480, los monjes de Bottenbroich adquirían y poblaban a su vez Mariawald, en la misma diócesis.

Mientras tanto, había otras fuerzas de renovación activas en Flandes. En 1414, las dos grandes abadías de Villers y Aulne tomaban posesión de un monasterio deshabitado de monjas en Moulins, donde promovieron conjuntamente el establecimiento de una nueva comunidad de monjes bajo el abad Juan de Gesves, que fuera anteriormente monje de Aulne. En 1430, monjes de Aulne y Cambron se establecieron en otro convento extinto de monjas cistercienses, el de Jardinet. El primer abad de esta comunidad fue el eminente Juan Eustaquio de Mons, anterior prior de Moulins. Debió haber sido no sólo un gran asceta, sino también un guía carismático de almas. Durante su administración, atrajo a Jardinet a cuarenta y seis monjes y treinta y cinco conversos; en el año de su retiro (1477), la comunidad contaba con cincuenta y un miembros. Moulins y Jardinet se unieron para patrocinar el establecimiento de otras tres casas: las de Nizelle, en 1441; Boneffe, anteriormente monasterio femenino, en 1461; y Saint-Remy, en Rochefort, en 1464. Jardinet extendió ampliamente su influencia bajo Juan Eustaquio; proporcionó abades a varios monasterios y confesores a un cierto número de conventos de monjas, estando en íntima relación con los benedictinos de Gembloux y Saint-Martin de Tournay. Jardinet persistió en esa floreciente condición hasta el comienzo de la sublevación holandesa contra el régimen español, hacia 1560.

Esta racha poco común de nuevas fundaciones, en un momento en el cual las abadías francesas e italianas luchaban simplemente por sobrevivir, atrajo finalmente la atención del Capítulo General de 1489, aun cuando la iniciativa surgiera en esa oportunidad de Camp, preocupada por el status legal de un gran número de prioratos asociados. Los padres capitulares no ignoraban que la forma de vida de esos prioratos «era algo diferente de la manera habitual de la Orden. Sin embargo, dado que las desviaciones eran necesarias, debido a las costumbres diferentes de la región», no les negaron su aprobación. El mismo Capítulo aprobó una serie de ordenanzas en siete párrafos para la correcta administración de la «Congregación de Sibculo ». De acuerdo con la misma, se reconocía oficialmente la paternidad de Camp; las casas estaban autorizadas a realizar reuniones anuales y decidir sus propios asuntos, aunque sus Estatutos debían ser mandados a Cister para su aprobación. Se permitía a las casas continuar siendo prioratos, y los tres priores decanos (los de Ysselstein, Sibculo y Marienhave) debían ser elegidos por las comunidades, pero confirmados por el abad de Camp. Aunque algunas de estas casas estuvieran en «grandes ciudades» o cerca de las mismas, debían observar estricta clausura. Finalmente, por idéntica razón, el mismo Capítulo insistía en que los hermanos legos de la Congregación debían ser llamados donati o familiares.

¿Cuáles fueron las circunstancias específicas que motivaron estas fundaciones poco comunes? ¿Qué programa o espiritualidad explicaba su éxito? Ante la falta de estudios preliminares, sólo se pueden aventurar contestaciones aproximadas, que podrán ser modificadas con pruebas de mayor peso.

En el caso de la «Congregación de Sibculo», es muy poco probable que Camp tomara la iniciativa e hiciera los fundaciones con el personal a su disposición. Las comunidades pequeñas eran, con toda probabilidad, grupos espontáneos de almas afines, quizás begardos, quienes, al pasar como sospechosos ante las autoridades que los hostilizaban, buscaban refugio bajo la sombra protectora de Camp. A causa del renombre de la gran abadía, sumado a su padrinazgo voluntario, varios monasterios de monjas abandonados fueron puestos a disposición de las comunidades. La ubicación urbana o suburbana, la presencia de cierto número de laicos, pero en forma distinta a la de los antiguos hermanos legos, la preferencia por los prioratos, en contraposición con las abadías de mayores pretensiones, las normas de estricto ascetismo, todo parece indicar que la fuente de inspiración fue la devotio moderna y que la forma de vida dentro de las casas estaba conformada sobre los modelos propuestos por los begardos, o los «Hermanos de la vida común».

Las abadías flamencas anteriormente mencionadas tuvieron, en apariencia, un papel más directo en la fundación de Moulins y Jardinet. Es un hecho, que Villers y Aulne tuvieron una misma y fructífera asociación con beguinas y hay otros indicios de que los monjes estaban bien dispuestos hacia la nueva espiritualidad, como, por ejemplo, respecto al mantenimiento de las instituciones educativas en Moulins, Nizelle y Boneffe, realizado dentro del espíritu del humanismo cristiano.

El espíritu de reforma se puso muy en evidencia en toda Alemania. Marienrode, cerca de Hildesheim, había estado en decadencia durante la primera mitad del siglo XIV, pero, gracias a la benéfica intervención de la abadía de Riddagshausen, logró recuperarse después de 1378 debido a una sucesión de abades capaces y fervientes. Uno de ellos, Enrique von Berten (1426-1462), autor del notable Chronicon Marienrodense, restauró la economía arruinada, reconstruyó la iglesia dañada, y aumentó substancialmente los miembros de la comunidad. Cuando asumió su cargo encontró sólo veintiséis monjes en la casa; en tanto que, durante su abadiato admitió a treinta y seis miembros nuevos. Amigo personal del cardenal Nicolás de Cusa (quien visitó la abadía en 1450), trabajó con él por la reforma de la Iglesia en Alemania, y participó en el Concilio de Basilea (1438).

El vigor de las abadías alemanas se puso de manifiesto por su activa participación en la reforma de los monasterios húngaros. En este país, un gran rey humanista, Matías Corvino (1458-1490), tomó la iniciativa y se dirigió al Capítulo General cisterciense pidiendo ayuda para dar nueva vida a las «comunidades, en un estado lamentable de languidez y próximas a su extinción». El Capítulo de 1478 apeló a la ayuda de los abades alemanes, que respondieron con un generoso ofrecimiento de personal. Por lo menos veintidós abadías prometieron importantes contingentes de monjes para ser enviados a Hungría, Bebenhausen, Ebrach y Heilsbronn expresaron su voluntad de establecer «monasterios completos con su abad», lo que, significaba por lo menos trece monjes. Como preparación para esa empresa, los abades alemanes realizaron dos reuniones en Würzburg, y en 1480, más de un centenar de monjes embarcaron en Regensburg rumbo a Hungría, por el Danubio. Las crónicas de las décadas siguientes atestiguan claramente la enérgica acción de los alemanes. Uno de ellos, Jodoc Rosner, llegó a ser abad de Pilis, y recibió una autorización especial del Capítulo General para visitar y reformar las otras comunidades del país. Sin embargo tuvo un éxito efímero. A consecuencia de la derrota sufrida de la batalla de Mohács (1526), el centro vital de Hungría fue ocupado por los turcos y, durante las dos centurias siguientes, el país se convirtió en un sangriento campo de batalla. Hacia mediados del siglo XVI, todos los monasterios húngaros estaban deshabitados, y permanecieron en este estado hasta que fueron restaurados a comienzos del siglo XVIII.

Por ese entonces, Alemania se convertía en el escenario de una violencia crónica desatada por Lutero al intentar reformar la iglesia, independizándose de Roma. La rebelión campesina de 1525 no hizo otra cosa que iniciar las guerras civiles y religiosas que, de forma intermitente, asolaron el suelo de Alemania hasta 1648. Durante las primeras etapas de la lucha, fueron saqueadas e incendiadas varias abadías cistercienses; otras, ubicadas dentro de los territorios pertenecientes a príncipes protestantes, fueron suprimidas por decreto. No existía un plan general por lo que hace a procedimiento, todo dependía de la actitud de los monjes, de la reacción de las poblaciones cercanas y del humor del príncipe».

Hacia 1503, la gran Ebrach contaba todavía con setenta y cinco miembros, pero el nuevo abad, Juan Leiterbach, no hizo nada para prevenir la irrupción de las nuevas doctrinas. Durante la Guerra de los Campesinos (1525), la abadía fue saqueada por completo, los monjes huyeron, y dieciocho de ellos no volvieron más. Se supo que quince de ellos se pasaron al luteranismo, y algunos se casaron. Una visita episcopal en 1531, cuando Leiterbach fue por último depuesto, registró veinticinco monjes y tres hermanos legos, aunque cuatro nombres estaban marcados como apóstatas. Posteriormente, en la misma centuria, no sólo Ebrach se recobró sino que llegó a ser el centro floreciente del arte y la piedad barrocos.

En Bebenhausen (Württemberg), cuando murió el último abad católico en 1534, los mismos monjes se dividieron: veinte permanecieron católicos, dieciocho simpatizaron con los luteranos. Los católicos se vieron obligados a partir buscando refugio en los monasterios que quedaban en Austria y Baviera. Los azares de la guerra les permitieron volver en 1549, cuando eligieron un nuevo abad, quien fue a su vez depuesto y reemplazado por un luterano en 1560. Después del Edicto de Restitución en 1629 los monjes de Salem pudieron recuperar Bebenhausen, hasta que tuvieron que huir ante el ataque de los suecos en 1632. Los inquebrantables cistercienses volvieron de nuevo en 1634, aunque la Paz de Westfalia (1648) otorgó finalmente a los luteranos la muy disputada abadía. Destino similar aguardaba a los monjes de Heilsbronn, Herrenalb, Königsbronn y Maulbronn.

Como resultado del avance del protestantismo en la Alemania del norte, los monjes fueron expulsados por la fuerza o desertaron voluntariamente de sus monasterios. En el caso de Loccum (Hannover), los monjes continuaron su vida comunitaria, aunque aceptaron todos gradualmente el nuevo credo, iniciando así una forma especial de monacato luterano. La vida diaria y la vida litúrgica permanecieron casi intactas durante el siglo XVI. Más aún, el abad luterano delegó su representación al Capítulo General de 1601 en uno de sus coabades católicos. En 1658, se cambió el lenguaje de la liturgia monástica por el alemán, pero no se abandonó el celibato hasta comienzos del siglo XVIII. El abad Gerardo Molan (1677-1722), dirigente clerical luterano de la mejor reputación, fue un íntimo colaborador de Leibnitz en su intento de unificación de las iglesias cristianas. Posteriormente, la abadía fue transformada en un seminario luterano y, como tal, todavía desempeña un papel distinguido en la vida espiritual e intelectual del luteranismo alemán.

De las ciento cuatro abadías cistercienses que existían a comienzos del siglo XVI en tierras germanas, cuarenta y cinco fueron víctimas de la Reforma. Las otras sobrevivieron, y algunas llegaron a gozar de gran prosperidad, hasta la secularización final en la época napoleónica. En 1573-74, Nicolás I Boucherat, abad de Cister, visitó treinta y tres de las abadías sobrevivientes de Alemania, Flandes y Suiza, y encontró que la mayoría estaba en condiciones satisfactorias. El número significativo de novicios en muchas comunidades era un índice claro de un futuro más venturoso. En 1629, cuando después de la terminación triunfante de la etapa «danesa» de la Guerra de los Treinta años, firmó el emperador Fernando II su Edicto de Restitución, los cistercienses germanos eran suficientemente fuertes como para reclamar y volver a ocupar once de sus anteriores abadías, las que debieron ser abandonadas de nuevo a consecuencia de la victoria protestante de 1648.

La Reforma secularizó todas las abadías cistercienses en su zona de influencia en Noruega, Suecia, Dinamarca, y posteriormente Holanda y los Estados Bálticos, y redujo a cuatro las ocho casas que había en Suiza.

En ningún otro país la Reforma y la disolución de los monasterios encendió una controversia tan larga y apasionada como en Inglaterra. Aunque una revisión bien documentada de todo el material disponible ha aclarado la mayoría de los detalles históricos, el juicio sobre los motivos y la posible justificación de la violencia y destrucción que la acompañó, será siempre una cuestión discutida. Los valles, ahora llenos de paz, lo mismo que la conciencia colectiva de la nación muestran todavía las cicatrices. Pocos observadores pueden permanecer en silencio frente a las ruinas melancólicas, pero la respuesta depende del estado mental o de la creencia religiosa de cada generación.

Hay consenso general entre los historiadores para aceptar que, desde mediados del siglo XIV, el monacato inglés tuvo que sobrellevar las cargas de la disminución de sus miembros, la economía que se desplomaba, la disciplina relajada, y una opinión pública adversa. Las causas del malestar han sido estudiadas en otro capítulo, pero hay dos factores, por lo menos, que parecen ser privativos de Inglaterra. Uno es la ausencia del sistema comendatario, y el otro es el relativo aislamiento respecto de las corrientes religiosas continentales. El primero fue altamente beneficioso, aunque los abades ingleses llegaron a ser considerados como señores de la propiedad monástica, mientras que el gobierno real consideraba habitualmente a las grandes abadías como fuente fácil de recursos en cualquier emergencia. El aislamiento insular, agravado por la Guerra de los Cien Años y el Gran Cisma, privó sin embargo a los monjes ingleses del efecto estimulante de los distintos movimientos que excitaban a una reforma en Italia, España, los Países Bajos y la zona del Rhin.

Los cistercienses de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda compartieron el aislamiento de las otras instituciones religiosas. Su presencia en el Capítulo General era excepcional; abades ingleses nombrados por el Capítulo General efectuaban las visitas regulares a esas casas. Por consiguiente, las relaciones con Cister se limitaban a un intercambio ocasional de correspondencia, y al envío de alguna contribución monetaria. De esta forma, en la época de la Disolución, los cistercienses ingleses no obtenían ningún beneficio de ser todavía miembros nominales de una organización internacional; tenían que defenderse lo mejor que podían.

Sin embargo, no se debe exagerar la importancia de los problemas. Mientras que, hacia fines del siglo XIV, una casa cisterciense común albergaba un promedio de quince miembros, al comenzar el siglo XVI este número se había elevado a diecinueve. Entre los abades había buen número de hombres probos y, en vísperas de la Disolución, la moral de las comunidades cistercienses era quizá más alta que la de cualquier otra orden monástica, excepto los cartujos. Fountains, bajo la larga y benéfica administración del abad Marmadukc Huby (1494-1526), constituyó el ejemplo sobresaliente. Aun sus celosos cohermanos, los abades, tuvieron que admitir que «era un promotor de la disciplina, cultivaba la religión, era un vigoroso restaurador de las casas arruinadas en nuestros días, y puede decirse con toda seguridad que, en tales materias, ninguno de nosotros tiene su experiencia en nuestro país». Gozó de la gran estima de Enrique VII y, en sus últimos años, estuvo en buenas relaciones con el poderoso ministro de Enrique VIII, el cardenal Wolsey. Benefactor generoso del Colegio de San Bernardo de Oxford, erigió además de otras edificaciones en Fountains, la gran torre que aún se conserva, un monumento digno de la generosidad de quien lo construyó. Todavía más notable fue el crecimiento del personal de la abadía. Cuando fue elegido abad, había solamente veintidós monjes en la casa; en 1520 había cincuenta y dos monjes profesos, entre ellos cuarenta y un sacerdotes. La falta de documentación apropiada nos impide considerar el nivel de espiritualidad y disciplina en Fountains pero un aumento tan espectacular de vocaciones muy difícilmente se puede explicar sin suponer un alto grado de devoción y orden.

En la mayoría de los otros casos, la evidencia con que contamos es insuficiente para una evaluación digna de confianza de la condición general antes de 1535, a la vez que las crónicas posteriores, realizadas por visitadores reales, cuya tarea era descubrir los abusos monásticos generalizados, no merecen confianza alguna. Sin embargo, parecería que el pecado de los cistercienses ingleses no era la inmoralidad general, sino la general mediocridad. Se puede suponer que, cuando se aproximó el fin, la cobarde obediencia silenciosa con que los monjes se sometieron a la voluntad real fue resultado, no sólo de falta de heroísmo, sino también de falta de fervor y de fidelidad a su propia vocación. De todos modos, las generalizaciones, aun en este punto, pueden inducir a interpretaciones erróneas. En 1536, cuando los comisionados preguntaron a los monjes si deseaban hacer uso de la dispensa de sus votos, o preferían perseverar en la vida monástica, comunidades cistercienses enteras optaron por lo último. La información sobre este tema es escasa, pero, por lo menos, eso es lo que sucedió en Garendon, Stoneleigh y Stanley, mientras que, en Netley, sólo un monje quiso salir, y dos en Quarr.

Las condiciones locales, buenas o malas, no ejercieron influencia alguna en la marcha del procedimiento controlado con mano firme por el hábil e inescrupuloso Tomás Cromwell, poderoso ministro del rey Enrique después de su ruptura con Roma. A comienzos de 1536, un decreto real suprimía todas las casas religiosas con menos de doce miembros, o con una renta anual de menos de 200 libras. Veintidós casas cistercienses, la mayoría galesas, cayeron víctimas de esta ley. Los abades y priores recibían una pensión, mientras los monjes de dichas comunidades podían elegir entre unirse al clero secular, o ser transferidos a una de las abadías restantes. Dado que sólo disponemos de datos parciales, es imposible determinar cual fue la opción de la mayoría de los monjes cistercienses. De los cinco casos mencionados, se puede deducir que la mayoría prefirió ser transferida a otras casas de la Orden. En algunos casos, y después del pago de sumas importantes, se permitió a ciertas comunidades continuar unidas. Se otorgó tales permisos a Neath, Whitland y Strata Florida en Gales, pero esta tregua duró sólo tres años. Entre los superiores pensionados, el abad Alynge de Waverley fue bien resarcido y se mudó al Colegio cisterciense de Oxford. El abad Austen de Rewley recibió una pensión de veintidós libras, y se mudó a Cambridge, para «estudiar la palabra de Dios con sinceridad».

¿Fue la supresión de las casas pequeñas algo que se planeó simplemente como preliminar táctico a la destrucción total del monacato? Probablemente no. Wolsey había llevado a cabo un proyecto similar entre 1524-1528 sin tales implicaciones. La relativa facilidad del procedimiento y la ausencia de resistencia peligrosa alentó al gobierno para pasar adelante, donde estaba la riqueza segura.

La única manifestación de repudio contra el gobierno real y expresión de simpatía hacia los monjes fue la «Peregrinación de la Gracia», una serie de levantamientos locales desde el otoño de 1536 a la primavera de 1537. Cierto número de casas cistercienses se vieron involucradas, ya sea en forma voluntaria o bajo presión. Se atribuye a un monje de Sawley el haber compuesto la marcha entonada por los «peregrinos». Pero los rebeldes estaban mal organizados; los nobles poderosos rechazaron unírseles, y Enrique VIII no tuvo mayor dificultad en sofocar el movimiento brutalmente. «Todos los monjes y canónigos que tuvieran algún grado de culpabilidad, ordenó el rey a sus agentes, sean encadenados sin mayor dilación o ceremonia para ejemplo terrible de los otros». Siete abades cistercienses, sumados a cierto número de monjes, fueron ejecutados (Roberto Hobbes de Woburn, Tomás Bolton de Sawley, Guillermo Thirsk de Fountains, Adam Sedbar de Jervaulx, Tomás Carter de Holm Cultram, Juan Paslew de Whalley, Juan Harrison de Kerkstead); al paso que es desconocida la suerte de otros.

En un principio, se creyó que el abad Roberto Hobbes fue ejecutado por su complicidad con la «Peregrinación de la Gracia», mas murió en verdad por su fe. Había tomado a sus monjes el juramento requerido por el Acta de Supremacía de 1534, pero se arrepintió y los instó a mantenerse fieles a Roma. Después de la ejecución de los cartujos por este mismo crimen, se dirigió a sus monjes en Capítulo de la siguiente forma: «Hermanos: ésta es una época peligrosa, tal azote no se ha sufrido nunca desde la pasión de Cristo» y ordenó recitar diariamente el salmo 78: «¡Dios mío!, los gentiles han entrado en tu heredad.. . » Después de una serie de incidentes similares, fue denunciado a Cromwell por un ex-monje, el párroco de Woburn. Aunque era un anciano de salud quebrantada, fue ejecutado con dos de sus monjes. Woburn fue demolido totalmente, pero el roble donde, de acuerdo con la tradición, fue colgado el Abad, quedó allí, como un testimonio mudo de su martirio, hasta las primeras décadas del siglo XIX.

Jorge Lazenby de Jervaulx debe recordarse entre los monjes cuya ejecución no tuvo nada que ver con el levantamiento, sino que fue resultado exclusivamente de sus convicciones religiosas. A mediados de 1535, un predicador de la nueva doctrina pronunció un sermón en la iglesia abacial contra el papa; Lazenby se levantó y lo desafió en público. Posteriormente, cuando se le interrogó sobre el incidente, «dio gracias a Dios, que le concedió espíritu y audacia suficiente para decir eso». Fue conducido a Middleham Castle, donde defendió de nuevo frente a la muerte, como señala el magistrado, a «aquel ídolo y sanguijuela de Roma, tan obstinada y reciamente, como no vi nunca en toda mi vida algo semejante». Durante el juicio, admitió haber mantenido relaciones amistosas con los igualmente inflexibles cartujos de Mount Grace, donde había tenido una visión de la Santísima Virgen. No hay ninguna evidencia documentada de su ejecución, pero se relata que un monje viejo de Jervaulx, Tomás Madde, decía que se había llevado y ocultado la cabeza de unos de sus hermanos de la misma casa, que había sufrido la muerte antes de someterse a la supremacía real.

La «Peregrinación de la Gracia», lo mismo que las costosas empresas del rey en el extranjero, justificaba la presión en constante aumento sobre las abadías restantes, para que cedieran «voluntariamente» todas sus propiedades al gobierno. Uno a uno asintieron los aterrorizados abades, intuyendo que era su última oportunidad de negociar con Cromwell. Hacia fines de 1539, el monacato había desaparecido de la iglesia inglesa y comenzó inmediatamente la destrucción total de claustros e iglesias, porque los nuevos propietarios querían asegurarse de que no hubiera posibilidad alguna de retorno para los monjes, aun si cambiara el ambiente religioso. Uno de ellos expresó lisa y llanamente: «El nido ha sido destruido, no sea que los pájaros puedan construirlo a la vuelta». La vajilla y las joyas engrosaron el tesoro real, conjuntamente con los manuscritos más valiosos de las bibliotecas. El moblaje y todo lo que se pudiera sacar, desde las piedras del piso hasta los ornamentos y candelabros fueron malvendidos al instante, en pública subasta. Únicamente se conservaron aquellos edificios que parecían tener utilidad inmediata. Sir Arturo Darcy, encargado del desmembramiento de Jervaulx, describió en términos elocuentes las comodidades de la abadía que se adaptaba perfectamente para albergar la yeguada real. Se esbozaron distintos planes para el uso futuro de los bienes confiscados, pero, en definitiva, todas las propiedades monásticas terminaron en manos de la nobleza, ávida de tierras. Los nuevos propietarios se convirtieron en los más fieles puntales de la política eclesiástica de Enrique. Esto hizo que la restauración monástica bajo la reina María resultara completamente irrealizable.

A los abades que condescendieron con la Disolución se les otorgaron generosas pensiones. El abad Juan Ripley de Kirkstall recibió 66 libras anuales, y se le permitió permanecer en la portería de su monasterio. Los monjes fueron menos afortunados, aun si no había cargos en su contra. Como promedio, recibían 5 libras de pensión, lo que era apenas suficiente para vivir. Muchos de los que estaban todavía en condiciones de emplearse, buscaron posiciones entre las filas del clero secular. Los monjes de las comunidades donde el abad o alguno de sus miembros había estado implicado en algún acto de desacato fueron echados, sin la menor previsión para su futuro. Tal fue el caso de veinticinco miembros de Whalley, aunque, a fin de cuentas, la mayoría terminó por encontrar algún cargo en la clerecía. En Furness dejaron sin pensión a treinta y tres monjes, y de acuerdo con las crónicas de que disponemos, sólo seis encontraron empleo. Por supuesto, no se tomó ninguna previsión respecto de los numerosos sirvientes y trabajadores de las granjas.

En Escocia la confiscación de la propiedad monástica comenzó en 1560, bajo el firme control de Juan Knox y sus presbiterianos, pero hasta 1587 no transfirió el Parlamento escocés esos bienes a la corona. En el siglo XVI, la mayoría de las casas cistercienses escocesas estaba en manos de abades comendatarios, y eran desde todo punto de vista más débiles que las inglesas. La más grande, Melrose, contaba todavía con treinta y un miembros en 1534, pero la disciplina monástica, especialmente en lo que concernía a la pobreza, distaba mucho de ser satisfactoria. Hacia mediados de siglo, las condiciones se deterioraron aún más. La abadía estaba bajo el poder de un bastardo de Jaime V, que tenía la obligación de conservar por lo menos dieciséis monjes, pero que se negaba a cumplirla, e incluso desfalcaba la suma separada para la reparación del claustro arruinado.

En 1565, el abad comendatario de Dundrennan, Eduardo Maxwell, convirtió simplemente el monasterio en su propiedad privada y se casó; pero dio voluntariamente a sus ex-monjes una pensión. Los de Balmerino fueron menos afortunados. Se prometió una pensión sólo a aquéllos, entre los quince monjes, que abrazaran la nueva fe; los otros debían ser expulsados sin compensación. Es probable que, bajo tales circunstancias, la mayoría de los monjes profesaron el presbiterianismo, por lo menos de acuerdo con la crónica.

En Irlanda no se pudo imponer la Disolución más allá del territorio bajo el efectivo dominio de Inglaterra, «el cerco», es decir Dublín y sus alrededores. Por desgracia, quedaban incluidas en él Mellifont y Saint Mary’s Abbey, las únicas casas bajo disciplina regular. Otras comunidades subsistían más allá de este límite, con frecuencia en forma clandestina, hasta la sangrienta invasión de Oliverio Cromwell en 1650.

Anticipándose a la Disolución, el abad regular de Holy Cross (Santa Cruz), cerca de Tipperary, Guillermo Dwyer, concertó un acuerdo privado digno de admiración. Alrededor ya de 1533, muchas posesiones de la abadía fueron arrendadas por largo plazo a personas bien dispuestas hacia los monjes. Luego, en 1534, Dwyer, renunció como abad en favor de un lego casado, Felipe Purcell, quien tomó el título de «preboste» de Holy Cross. No sólo estaba dispuesto a compartir las rentas abaciales con Dwyer, sino que les permitía a los monjes permanecer en la abadía. Estos no fueron obligados a dispersarse hasta 1563, poco después de que la reina Isabel concediera la abadía a su primo, el conde de Ormond. De esta forma, la abadía no fue nunca suprimida, y formalmente sobrevivió el título abacial hasta 1751, añadido a los nombres de varios individuos.

En Francia, el gobierno real, que ya controlaba férreamente los beneficios de la Iglesia, se resistía con firmeza a la difusión del calvinismo, pero durante la débil administración de Catalina de Médicis y sus hijos enfermizos, los hugonotes ganaron considerable terreno. Las «Guerras de Religión» (1559-1598) acarrearon miseria y destrucción, sólo comparables con la devastación de la Guerra de los Cien Años. Los monasterios que siempre se suponen ricos y llenos de medios, se convirtieron en el centro de atracción de la soldadesca sin ley de ambos bandos. Mas los monjes no estaban amenazados únicamente por la destrucción física. En 1561, en los Estados Generales de Pontoise, y luego en la «Conferencia de Poissy», se escucharon voces poderosas exigiendo la secularización completa de la propiedad monástica, para proveer al gobierno empobrecido de fondos bélicos. Teniendo fresco en la memoria lo ocurrido en Inglaterra, el clero asustado votó abultadas contribuciones, que terminaron por perpetuarse en la forma de «donativos voluntarios» anuales. Muchas de las abadías, incluyendo las cistercienses, que ya estaban empobrecidas, eran incapaces de pagar las sumas asignadas, y se vieron obligadas a vender valiosas propiedades monásticas.

Mientras tanto, la administración central de la Orden llegaba a un estancamiento virtual. Durante la guerra, el Capítulo General se reunió únicamente siete veces (1560, 1562, 1565, 1567, 1573, 1578 y 1584) con asistencia de muy pocos abades. En 1560, pudieron llegar a Cister solamente trece. La propia casa madre estuvo en constante peligro. La antigua abadía fue saqueada en 1574 por las tropas del Príncipe Condé, en 1589 por Guillermo de Tavannes, y en 1595 por los soldados del Mariscal Biron. La peor de todas fue la devastación de 1589. Durante una semana entera, los hugonotes destruyeron todo, profanando hasta las tumbas en la iglesia. Los daños sumaron 600.000 libras. El hecho, tal como está registrado en la magistratura de Dijon, nos da un precioso panorama de la abadía, todavía grande y floreciente. Se consideró que la planta monástica era defendible, y se albergó dentro de la misma a un contingente de cien soldados, pagados por la abadía. Sin embargo, estos mercenarios huyeron sin presentar resistencia, al acercarse el enemigo. Muchos de los monjes, aterrorizados, siguieron su ejemplo. Por entonces, el personal del monasterio consistía en doscientos cincuenta y cuatro personas: sesenta monjes profesos, doce novicios, treinta conversos y cierto número de familiares, servidores y trabajadores. La abadía propiamente dicha tenía ciento cincuenta y ocho habitantes, rodeada de dieciséis talleres de artes y oficios, necesarios para el mantenimiento de la misma. Los establos albergaban ciento sesenta y dos caballos.

El saqueo y la destrucción fueron sistemáticos. Algunos de los monjes, y los hermanos que cayeron en manos de los saqueadores, fueron torturados para forzarlos a revelar lugares donde podían ocultarse valores. Los objetos recolectados, incluyendo las campanas y el plomo del techo de la iglesia, fueron acarreados en trescientos carros. Los treinta y cinco altares de la iglesia, con todas sus pinturas y esculturas, fueron totalmente demolidos. Las ocho granjas que rodeaban a la abadía fueron devastadas de la misma forma. De acuerdo con estimaciones moderadas, se calcula que, por lo menos la mitad de las abadías francesas, sufrieron un destino similar.

Al mismo tiempo, los calvinistas holandeses estaban haciendo su propia guerra contra los católicos españoles. Las abadías se convirtieron en el objetivo favorito de los nuevos iconoclastas. El resurgimiento monástico del siglo XV terminó bruscamente. La vida monástica se tornó tan precaria, aun en Flandes, que muchas comunidades buscaron refugio dentro de las ciudades fortificadas. En 1565, fue destruida la abadía más grande y rica de la región: Les Dunes. En 1578, cuando casi se había completado su reconstrucción, los calvinistas la atacaron de nuevo. Ya no pudo recobrarse de este desastre. Hasta las piedras de la casa fueron sacadas para fortificar Dunkirk y Nieuport. Los monjes sobrevivientes encontraron asilo, primero en una de sus propias granjas, Bogaerde, y luego, en 1621, la abadía se trasladó de forma permanente a Brujas, donde los monjes ocuparon un edificio que anteriormente pertenecía a la abadía de Ter Doest, suprimida hacía poco. Cuando, por último, llegaron a su fin las guerras de religión, los anales cistercienses cerraron la historia de esta era trágica con la desaparición de ciento ochenta abadías, víctimas indefensas de la codicia y la violencia.



L.J. Lekai Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet