Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Jueves, 21 de noviembre de 2024

Cister: Historia IV

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar
Saint Bernard gravure.jpg
San Bernardo 2.jpg
San Bernardo 1.jpg
San Bernardo 3.jpg
San bernardo 4.jpg

San Bernardo y la expansión

Es comúnmente aceptado que las vocaciones religiosas eran abundantes en «la edad de la fe». La primera mitad del siglo XII se destaca, aun en el medioevo, como una época única por su entusiasmo piadoso, cuando el monacato se convirtió en un movimiento de masas de una magnitud sin paralelo. Como en otros fenómenos similares, por ejemplo las Cruzadas, tampoco puede darse ninguna explicación racional al anhelo de incontables miles de seres humanos, deseosos de abandonar el mundo y buscar a Dios detrás de los muros de instituciones, donde todo estaba preparado para darles amplia oportunidad de practicar una vida de austeridades heroicas. También los contemporáneos, cabalmente conscientes de lo que acontecía, estaban tan desconcertados como nosotros, buscando las razones que los motivaron. Se cita con frecuencia a Orderico Vital, quien señaló: «Aunque el mal abunde en el mundo, la devoción de los fieles en los claustros crece con más abundancia, y fructifica el ciento por uno en el campo del Señor. Se fundan monasterios en todas partes, en valles y planicies, observando nuevos ritos y vistiendo hábitos diferentes; el enjambre de monjes encapuchados se extiende por todo el mundo». Este autor estaba igualmente asombrado que una de las órdenes más austeras, la cisterciense, fuera la que obtuviera más éxito. La atracción de los monjes blancos parecía romper todas las barreras sociales e intelectuales: «muchos guerreros nobles y filósofos profundos han acudido multitudinariamente a ellos a causa de la novedad de sus prácticas y han abrazado voluntariamente el insólito rigor de su vida, cantando alegremente himnos de gozo a Cristo, porque van por el camino derecho». Un contemporáneo suyo algo mayor, el obispo Otto de Bamberg († 1139), que observó y fomentó el desarrollo monástico, trató de explicarlo con un argumento extrañamente apropiado para la actualidad, aunque un poco prematuro para esa época: «Al comienzo del mundo, cuando había pocos hombres, la propagación de los mismos era necesaria y por eso no eran castos… Ahora, sin embargo, en el fin del mundo, cuando se han multiplicado sin medida, es el tiempo de la castidad, ésta fue mi razón, mi intención, al multiplicar los monasterios». No hay duda de que, en tales circunstancias, Cister tenía todas las posibilidades de lograr el éxito. Su programa ascético era la encarnación de todo lo que buscaban sus contemporáneos; estaba organizada bajo una dirección capaz e inspirada y su constitución aseguraba la cohesión del movimiento, cuando éste se difundiera más allá de los confines de Borgoña. Grandmont, Savigny, la Grand Chartreuse, y otras reformas similares, prosperaron con menos elementos potenciales de éxito que Cister. El hecho asombroso de que la Orden Cisterciense estallara con tanta fuerza, y hacia la mitad del siglo XII, poseyera cerca de trescientas cincuenta casas en todos los países de Europa, puede explicarse únicamente por el carácter dinámico y la actividad del «hombre del siglo»: San Bernardo. Es una exageración perdonable el concepto vertido con frecuencia, de que fue el verdadero fundador de la Orden, pero no es injustificado que durante siglos se conociera a los cistercienses como bernardos. Bernardo nació en 1090, de noble linaje borgoñón, en Fontaines, cerca de Dijón. Tras su educación en el seno de una familia profundamente religiosa, fue enviado a Châtillon, donde concurrió a la escuela de los canónigos de Saint-Vorles. Al volver a su casa, vivió la vida de cualquier joven de su época con sus hermanos mayores, pero este muchacho, silencioso y reservado, decidió muy pronto que su lugar estaba en Cister, ya bien conocido en la vecindad. Apenas estuvo seguro de su vocación, comenzó a convencer a todos sus hermanos, sus parientes más cercanos, y sus amigos para que se le unieran en la santa empresa. Ésta fue la primera ocasión en que demostró ser un líder nato, con una voluntad inquebrantable y un atractivo personal irresistible. En la primavera de 1113, él y sus compañeros pidieron ser admitidos en Cister. La austera preparación religiosa en la abadía no cambió con ello su carácter; al contrario, Bernardo encontró en Cister el medio ambiente más acogedor para su propio temperamento espiritual, y a su vez demostró ser el intérprete más elocuente y efectivo para el mensaje de Cister al mundo. El abad Esteban lo reconoció como un genio enviado por Dios, y en 1115, el joven de veinticinco años se convierte en fundador y abad de Claraval (Clairvaux, en francés). Las pruebas y penurias de los fundadores de Cister se revivieron durante los primeros años de Claraval, mas la fe y la determinación de Bernardo permanecieron inalterables. El espíritu heroico del Abad atrajo tantos prosélitos que, en sólo tres años, Claraval pudo fundar su primera casa hija en Trois-Fontaines. La fama de su santidad y sabiduría se divulgó con rapidez en Francia, apenas aparecieron sus primeros escritos; aunque nunca se preocupó por alcanzar renombre, pronto se encontró convertido en el centro de atracción de una época que buscaba desesperadamente un liderazgo capaz y competente. Le tocó actuar en una época de tumultos políticos en todo Europa central y occidental. En Alemania, el poderoso emperador Enrique V, el último miembro de la dinastía sálica, murió sin dejar heredero (1125), y el país se vio desgarrado entre los partidarios de las dos familias rivales, Güelfos y Gibelinos. En Inglaterra, se produjeron disturbios similares después del reinado de Enrique I, mientras el rey niño de Francia, Luis VII, era todavía demasiado joven e inexperto para desempeñar el papel de su padre. Simultáneamente, en Italia las ciudades poderosas y las familias más influyentes, aprovechando la debilidad de sus vecinos del norte, comenzaban de nuevo sus sangrientas rivalidades. Cuando en Roma, el Papado fue otra vez víctima de los bandos en conflicto, se produjo un Cisma peligroso en la Iglesia. Después de la muerte de Honorio II en 1130, dos partidos opuestos eligieron el mismo día dos papas, Inocencio II y Anacleto II. El mundo cristiano, confundido, era en aquel entonces absolutamente impotente para solucionar el problema; el único poder capaz de restaurar el orden en Roma habría sido Roger II de Sicilia, que sólo trataba de sacar provecho de la ocasión, para extender territorialmente su nuevo reino. Una asamblea de clérigos y nobles franceses en Étampes encomendó la decisión de este problema crucial a san Bernardo, quien se declaró partidario de Inocencio II. Eran mucho más difíciles de resolver las ramificaciones políticas de la doble elección, es decir, la tarea de convencer a los poderes en pugna para reconocer unánimemente a Inocencio y arrojar al usurpador de su baluarte romano. Para alcanzar esa meta fueron necesarios ocho años de tedioso trajinar, conferencias, encuentros personales y centenares de cartas. Durante todos esos años, san Bernardo fue literalmente el centro de la política europea, aunque nunca actuó simplemente como diplomático. Jamás cedió ante una amenaza de fuerza, ni la usó; pero tampoco transigió. El secreto de su éxito fue su superioridad moral, su generoso desinterés y el magnetismo de su personalidad. Por lo demás, el hecho de que todo el mundo europeo obedeciera al pobre y humilde Abad de Claraval, indica que todavía se trataba de una era en que prevalecían los ideales morales sobre la violencia brutal. La vida pública de san Bernardo alcanzó el pináculo, cuando su discípulo, antiguo monje de Claraval, fue elegido papa como Eugenio III (1145-1153). Por orden del mismo, el Santo inició la Segunda Cruzada en 1146. Su prédica movilizó a cientos de miles de personas, y no fue obstáculo para ello que no pudieran comprender su lenguaje. Su palabra poderosa y su irresistible personalidad hizo maravillas en otro campo de su actividad, entre los herejes maniqueos de Francia y Alemania. El sur de Francia estaba al borde de una abierta rebelión contra la Iglesia. Sin embargo, san Bernardo, con su creencia firmemente arraigada «de que la fe es materia de persuasión, no de coacción», rehusó propugnar medidas violentas contra ellos. Aunque su misión sólo tuvo efectos temporales, sus sermones y milagros dejaron honda huella. No tanto por su elocuencia, como por su inteligencia penetrante y su profunda erudición, luchó con éxito contra aberraciones doctrinales; su triunfo más notorio fue el registrado frente a Abelardo, y posteriormente contra Gilberto de la Porrée. La actividad pública de Bernardo no se limitó a temas de importancia política y eclesiástica. Durante unos treinta años, él y sus cartas, escritas en un latín magistral, estaban presentes cada vez que la paz, la justicia o los intereses de la Iglesia reclamaban su intervención. La Orden Cisterciense creció y se expandió juntamente con su fama y popularidad, siempre en aumento. Sus biógrafos hacen notar que el poder de su elocuencia era tal «que las madres escondían a sus hijos y las casadas a sus esposos intentando ponerlos a salvo de los esfuerzos del santo por reclutar voluntarios, que fluían constantemente, desbordando su amado Claraval». Esta abadía, por sí sola, estableció sesenta y cinco filiaciones en vida de Bernardo. Algunas otras abadías tuvieron casi el mismo éxito de Claraval, y pronto Francia contó con unos doscientos establecimientos cistercienses. Sin embargo, no todas eran nuevas fundaciones. Una tendencia irresistible condujo a muchos monasterios ya existentes a entrar en el grupo cisterciense. Así, por ejemplo, en 1147, de las cincuenta y una casas nuevas registradas, veintinueve habían pertenecido a la congregación reformada de Savigny, mientras algunas otras habían sido miembros de organizaciones más pequeñas, bajo los monasterios de Obazine y Cadouin. Por esta época, los monjes blancos estaban listos para cruzar los límites de Francia y establecerse permanentemente en otros países de la Europa cristiana. Reformas monásticas anteriores, incluyendo Cluny, se habían visto limitadas en su mayoría a su región de origen; ya sea porque a sus programas les faltaba atractivo universal, o porque eran incapaces de controlar con eficacia un gran número de casas afiliadas distantes. Cister fue la primera que tuvo éxito aboliendo tales barreras, y convirtiéndose así en la primera Orden religiosa verdaderamente internacional en la historia de la Iglesia. En 1120, un grupo de monjes de La Ferté cruzó los Alpes y fundó Tiglieto en Liguria. La misma La Ferté fue responsable del establecimiento de Locadio (1124), en la diócesis de Vercelli y, mucho más tarde (1210), de Barona. Tiglieto se convirtió en madre de Staffarda (1135) y Casanova (1150), en la diócesis de Turín. La fundación francesa de Morimundo dio vida a la italiana Morimondo Coronato (1136), en Lombardía; mucho más numerosas fueron las fundaciones italianas de Claraval, que los viajes de san Bernardo a través de la región dejaron como huella. Chiaravalle, cerca de Milán (1135), y Chiaravalle della Colomba (1136), en la diócesis de Piacenza, se convirtieron a su vez en madres de otras muchas casas cistercienses dispersas por toda la península. Los cistercienses reformaron buen número de monasterios ya existentes, tales como el antiguo de Santos Vicente y Anastasio en Roma, conocido posteriormente como Tre Fontane y ofrecido a san Bernardo por Inocencio II. Su primer abad cisterciense (1140), Bernardo Paganelli de Pisa, fue discípulo y amigo personal del santo, y llegó a ser el primer papa cisterciense con el nombre de Eugenio III (1145-1153). Otra conquista de gran significado en el futuro fue la de Casamari, al sur de Roma (1140), primitivamente abadía benedictina y madre de Sambucina (1160), Matina (1180), San Galgano (1200) y Sagittario (1202). Se llegaron a totalizar así en Italia hasta ochenta y ocho fundaciones. En el sur de Italia y Sicilia, fueron muy favorecidos por el emperador Federico II (1212-1250), pero las interminables revueltas que siguieron a su muerte marcaron el fin de la prosperidad y expansión. Italia fue escenario de la primera escisión en la férrea organización de Cister. El cisma se originó en Calabria, donde estaba muy arraigada la tradición de ascetismo y eremitismo oriental, a la vez que las florecientes comunidades cistercienses parecían no ser capaces de satisfacer esas aspiraciones de gran austeridad. El iniciador del movimiento continúa siendo uno de los caracteres más enigmáticos y abigarrados de la historia religiosa medieval, Joaquín de Fiore († 1202). De joven, realizó una peregrinación a Tierra Santa y, a su regreso, se unió a los cistercienses de Sambucina y pasó posteriormente a Corazzo, donde llegó a ser su abad en 1177. Dejó la Orden en 1189 y, con la firme esperanza de un nuevo reino del Espíritu Santo, estableció en San Giovanni in Fiore una nueva comunidad entregada a la absoluta renuncia del mundo. Pronto brotaron otras casas, y la nueva federación fue aprobada por Celestino III en 1196. Hacia la mitad del siglo XIII, la Congregación de Fiore o florense tenía cerca de cuarenta casas. Habían adoptado los rasgos externos de los cistercienses, mas su espiritualidad presagiaba ya a los franciscanos. Su rápido crecimiento fue seguido por una disolución igualmente precipitada. Con el tiempo, muchas abadías, inclusive Fiore, emprendieron su camino de vuelta al rebaño de Cister. La primera comunidad cisterciense de Alemania fue fundada por los monjes de Morimundo, quienes establecieron la de Kamp (Altenkamp), cerca de Colonia. Tanto éxito tuvo esta casa, que gracias a su población siempre en aumento, pudo fundar en rápida sucesión Walkenried en Brunswick (1129), Volkenrode en Turingia (1131), Amelunxborn cerca de Hildesheim (1135), Hardebausen en Westfalia (1140), y Michälstein en la diócesis de Halberstadt (1146). Mientras la familia de Morimundo se fortalecía en el norte y nordeste, Claraval expandía su zona de influencia a lo largo del Rhin, en los Países Bajos y Baviera. Monjes de Claraval establecieron así Eberbach en Nassau (1131), Himmerod, en el electorado de Tréveris (1134), la abadía de Las Dunas (Ter Duinen) en Flandes (1149), y posteriormente Klaarkamp en Frisia (1165). Hacia el final del siglo XII, el torrente de fundaciones cubría toda la tierra alemana, porque los monjes blancos siguieron la expansión germana en Prusia y a lo largo de la costa báltica durante todo el siglo XIII. La abadía más lejana en el nordeste fue Falkenau, en Livonia, cerca de Dorpat (1234). La primera casa cisterciense en Suiza fue Bonmont (1131), originariamente monasterio benedictino. Luego se sucedieron Montheron (1135) y Hauterive (1137), aunque las más grandes del conjunto de ocho casas fueron las dos últimas: Saint Urban (1195), y Wettingen (1227). En Austria, la primera fundación fue Rein, hoy el más antiguo de la Orden (1130), poblada a expensas de Ebrach, de Baviera. Un futuro prometedor aguardaba a Heiligenkreuz (1135), cerca de Viena, fundada directamente por Morimundo. Ambas casas fueron eficaces propagandistas de la Orden; monjes de Heiligenkreuz construyeron la primera abadía húngara, Cikádor en 1142. En tierras germánicas se contaba pues con alrededor de un centenar de abadías. Waverley, la primera fundación en Inglaterra, fue iniciada en 1129 por la casa francesa de L’Aumône; si bien fue un éxito, no tuvo consecuencias especiales. Al establecerse Rieval (1132) (en francés Rievaulx) y Fountains (1135), ambas en el Yorkshire, se creó una atmósfera de tal popularidad, que durante los veinte años consecutivos, las más grandes familias de la región rivalizaron unas con otras por el favor de tener monjes blancos en sus dominios. La historia de la fundación de Fountains reúne todos los elementos de tensión, suspense y amenaza de violencia que precedieron a la segregación de los monjes disidentes de Molesme; únicamente eran distintos los nombres. De hecho, eruditos modernos, al analizar los orígenes de la fundación de Fountains, entrevén la posibilidad de que el paralelo puede haber sido trazado intencionadamente por el autor, Hugo de Kirkstall; por eso, ciertos detalles de tensión (como en el caso de Cister) podrían ser más literarios que históricos. Sea como fuere, esta vez la rebelión tuvo lugar en la abadía de Saint Mary de York, donde unos trece monjes fervorosos, tomando por ejemplo a los cistercienses exigieron volver a una disciplina menos relajada. El arzobispo Thurstan de York tomó partido por los reformadores, quienes, después de una borrascosa discusión con la mayoría renuente, se separaron de ellos bajo la dirección de Ricardo, su prior. Thurstan les dio un lugar en Ripon, donde ese grupo reducido de almas heroicas acampó varios meses bajo un olmo gigantesco, durante el invierno de 1133-1134. Eligieron a Ricardo como abad, pero eran una comunidad sin abadía y sin una afiliación definida. Volvieron sus ojos a san Bernardo, que había seguido su lucha con simpatía, y les aceptó dentro de la familia de Claraval; enviándoles a uno de sus monjes más experimentados para introducirles en la observancia cisterciense. Con la ayuda de benefactores generosos, pronto comenzaron a construir la gran abadía de Fountains, que aun en ruinas, ha quedado como un recuerdo glorioso de la fe de sus constructores. Fountains atrajo a muchos de los clérigos más eminentes de Inglaterra; pero el poder de atracción de esta comunidad fue eclipsado por el desarrollo asombroso de Rieval. Los terrenos de la abadía cerca de Helmsley, unos 50 kilómetros al norte de York, fueron donados por Walter Esper, un caballero entrado en años, de gran piedad, quien al no tener herederos, pudo ser muy generoso con los cistercienses. Junto con otros proyectos similares, apadrinó la fundación de Warden en Bedforshire en 1135. Quedó en la memoria de los monjes de Rievaulx como un anciano de agudo ingenio, de gran estatura, con miembros bien proporcionados, cabello negro, larga barba, frente amplia y grandes ojos penetrantes. Su voz sonaba como una trompeta. La fundación al margen del río Rye fue cuidadosamente preparada por el mismo san Bernardo, quien mandó de regreso a su tierra natal como pioneros, a algunos de sus discípulos ingleses más prometedores. El ejemplo de Rievaulx revolucionó a Saint Mary de York, pero la primera se convirtió en un verdadero centro magnético de poder irresistible después de que se le uniera en 1134 un joven llamado Elredo. Nacido en 1110 de padres ingleses, recibió su educación en la corte del rey David I de Escocia como compañero de los príncipes; su atractivo juvenil, talento eminente y precoz erudición le abrieron las puertas de las más altas posiciones en la Iglesia y el gobierno, pero una visita casual al recién fundado Rievaulx le hizo para siempre prisionero de los ideales cistercienses. Fue maestro de novicios bajo el abad Guillermo, luego, en 1143, se convirtió en abad de Revesby, en el Lincolnshire, a poco de fundado, y finalmente, en 1147, sucedió a Mauricio de Durham como tercer abad de Rieval, puesto que ocupó hasta su muerte en 1167. San Elredo, llamado con justicia «el san Bernardo del norte», es uno de los caracteres más atractivos de la historia monástica. No pudo alcanzar la talla de san Bernardo como estadista y reformador, pero estuvo a su altura en cuanto a su amor compasivo y su comprensión por el hombre de cualquier tipo de vida. Atrajo innumerables vocaciones a Rievaulx por medio de sus escritos, marcados por una gran piedad y profundidad, y aun en mayor grado por sus contactos personales. Probablemente fue una exageración de su biógrafo que la abadía llegara a contar seiscientos cincuenta monjes y hermanos legos bajo su administración, pero el cuadro de la iglesia abacial «con los monjes formando una masa compacta, estrechados unos con otros como enjambre de abejas», debe haber dejado un recuerdo imborrable en sus visitantes. Como señaló su discípulo y biógrafo Walter Daniel, «monjes necesitados de compasión y misericordia acudían en multitud a Rievaulx desde pueblos extraños, y desde los últimos confines de la tierra, para encontrar allí la paz y la santidad verdadera, sin las cuales ningún hombre verá a Dios. Así, los que vagaban por el mundo sin que se les diera entrada en ninguna casa religiosa, llegaban a Rievaulx, la madre de misericordia, encontraban las puertas abiertas, y entraban libremente, dando gracias a su Señor». Cuando la muerte de Elredo, ya había pasado el cenit de la expansión cisterciense en Inglaterra, pero Rievaulx había hecho cinco fundaciones, Fountains ocho, y cada una de las mismas había hecho a su vez, de tal forma que en ese momento Inglaterra y Gales juntas poseían setenta y seis abadías, trece de las cuales habían sido originariamente miembros de la Congregación de Savigny. En Gales, se dio calurosamente la bienvenida a los cistercienses, porque eran considerados francos, más que anglonormandos. En realidad, la mayoría de las catorce casas de ese principado fueron pobladas directamente por monasterios franceses, aunque las ubicadas en la región limítrofe, las «Marcas», tenían fuertes lazos ingleses, como por ejemplo Tintern, fundada en 1131 por L’Aumône. Por otro lado, Whitland (1140), apadrinada por prominentes nobles galeses y poblada desde Claraval, era completamente galesa, y pronto se convirtió en madre de otras, pobladas igualmente por galeses, como Cwmhir (1143), Strata Florida (1164) y Strata Marcella (1170). Todas estas abadías iban a sufrir mucho durante la conquista inglesa, aunque Eduardo 1 (1272-1307) fue generoso, ofreciendo ayuda para la reconstrucción. El recrudecimiento de la guerra de guerrilla y el desorden general del siglo XV explican la despoblación y pobreza de la mayoría de las casas galesas, en vísperas de su disolución. En Escocia, los cistercienses fueron popularizados por el protector de san Elredo, el rey David I (1124-1153). La primera abadía escocesa, Melrose, fue establecida en 1136 por Rielvaux y, a su frente, estaba un amigo de la infancia de Elredo, san Waldef, hermanastro del rey David, anteriormente canónigo agustino y compañero de Elredo cuando monjes en Rievaulx. Melrose fue una madre fecunda de cinco fundaciones. Con la ayuda de Inglaterra, Escocia llegó a tener once abadías cistercienses al terminar el siglo XIII. La primera fundación en Irlanda, Mellifont (1142), a unos 8 km. de Drogheda, fue fruto de la amistad entre san Bernardo y san Malaquías, arzobispo de Armagh. Aunque en Claraval prepararon cuidadosamente el primer contingente de monjes; las tradiciones del monaquismo celta estaban muy arraigadas para ser reemplazadas por nuevas observancias. A pesar de este primer revés, el desarrollo posterior fue tan rápido y extendido como en todas partes, y finalmente llegó a contar cuarenta y tres abadías, aunque muchas de las cuales eran pequeños monasterios que con anterioridad habían sido celtas. La penetración inglesa en la isla en 1171 añadió otro problema insoluble: el odio implacable entre dos razas, que tendía a la separación de las abadías controladas por Irlanda y las controladas por Inglaterra, donde cada grupo negaba la admisión a miembros de la otra nacionalidad. No se aceptaban visitadores ingleses en las abadías irlandesas, y resultó inútil todo intento del Capítulo General por hallar un medio práctico de controlar las irlandesas. La situación se hizo crítica al finalizar el siglo XII. En 1228, el abad Esteban Lexington de Salley, acusado de reprimir la «Conspiración de Mellifont», visitó el país con riesgo de su vida. No pudo encontrar entre los irlandeses ningún vestigio de observancias cistercienses; una situación triste, que se fue agravando hasta su disolución en el siglo XVI. La única excepción la constituían las dos grandes abadías: Mellifont y Saint Mary en Dublín. La cronología de las fundaciones cistercienses en la Península Ibérica ofrece a menudo problemas. De acuerdo con investigaciones modernas la primera abadía no fue Moreruela, supuestamente instalada en 1130, sino Fitero, patrocinada en 1140 por el rey Alfonso VII de Castilla y poblada por la casa gascona de l’Escale-Dieu, aunque transcurrieron doce años hasta que los monjes establecieran la abadía en su definitivo emplazamiento. La misma comunidad francesa fue responsable de otras cinco fundaciones: Monsalud (1141), Sacramenia (1142), Veruela (1146), La Oliva (1150) y Bugedo (1172), todas de la familia de Morimundo. Claraval ejerció su influencia principalmente por intermedio de Grandselve y Fontfroide, ambas muy activas en propagar la Orden en Cataluña, por entonces recién conquistada a los musulmanes. Fontfroide estableció el gran Poblet (1150), que a su vez se convirtió en madre de tres monasterios más, uno de ellos La Real, cerca de Palma de Mallorca (1236). En 1150 Grandselve funda la ilustre Santes Creus. Moreruela, mencionada anteriormente perteneció a la misma filiación, pero fue fundada alrededor de 1158. Al concluir el siglo XIII, la marea de fundaciones cistercienses en España, como en otras partes, ya estaba en baja. Dado que por aquel entonces la parte sur de la Península, o estaba bajo el control de los musulmanes o se consideraba. insegura, casi todas las casas cistercienses se ubicaron en la zona norte del país. Constituían excepciones San Bernardo y Valldigna, ambas cerca de Valencia, y San Isidoro en Sevilla, todas fundaciones tardías. El número total de casas cistercienses españolas fue de cincuenta y ocho, lo que incluía algunos monasterios benedictinos. Alcobaça (1153), el primer establecimiento cisterciense en Portugal, situado entre Lisboa y Coimbra, fue poblado directamente por Claraval. Creció convirtiéndose en uno de los establecimientos monásticos más grandes de Europa y fue madre de todas las otras doce casas situadas en Portugal. En su mayoría, los primeros establecimientos cistercienses en Suecia y Dinamarca fueron resultado del esfuerzo del arzobispo Eskil de Lund, un amigo de san Bernardo, que terminó sus días en Claraval (1181), y de Absalón su sucesor en Lund. Alvastra, en Suecia, cerca del lago Wetter, fue establecida en 1143 directamente por Claraval y llegó a convertirse en el santuario monástico más renombrado de la región, por ser panteón de la familia real de Sverker, escenario de las visiones de santa Brígida, y madre de otras tres casas en el mismo país. La otra gran abadía sueca fue Nydala, otra hija de Claraval, nacida también en 1143, pero patrocinada por el obispo Gislon de Linköping. Herisvad (Herrevad), situada en el sur de Suecia, pero que por entonces pertenecía a Dinamarca, fue otro fruto de la admiración que el arzobispo Eskil sentía por la nueva Orden. La poblaron en 1144 monjes de Cister. Esrom resultó la abadía cisterciense danesa más próspera; anteriormente benedictina, se incorporó a la familia de Claraval en 1153, con la bendición del mismo Eskil. Esrom, a su vez, fue responsable de la incorporación de otro monasterio benedictino, Soro cerca de Copenhage (1161). La única hija de Nydala fue Gudvala (Roma) (1164), en la isla de Gotland. Dentro de los límites políticos actuales, Suecia poseía en conjunto ocho casas cistercienses, Dinamarca once, seis de las cuales fueron originariamente comunidades benedictinas. La Noruega medieval, con su escasa población, sustentó únicamente tres monasterios de la Orden. El primero, Lyse Kloster, cerca de Bergen, fue fundado en 1146 por monjes ingleses de Fountains; Hovedo, en una pequeña isla de la bahía de Oslo, fue edificada el mismo año también por monjes ingleses, que esta vez arribaron de Kirkstead. La abadía cisterciense ubicada más al norte de Europa, Tuttero (Tautra), sobre una isla en el fiordo de Trondheim, vio la luz en 1207, como hija de Lyse. Bohemia formaba parte del Imperio Germánico, y sus tres primeras fundaciones cistercienses, Sedletz (1143), Plass (1145) y Nepomuk (1145) fueron obra de monjes alemanes, estaban ubicadas en la diócesis de Praga, y pertenecía a la familia de Morimundo. Cuatro fundaciones posteriores, Ossegg (1192), Hohenfurt (1259), Goldenkron (1263) y Königsaal (1292) gozaron con el tiempo de mayor fama y prosperidad que las anteriores. El total de casas en el reino era de trece, incluyendo Moravia, cuya abadía más notable fue Welehran (1205) en la diócesis de Olomuc. Dentro de las fronteras históricas de Polonia, existieron veinticinco abadías, veinte de las cuales eran filiaciones directas o indirectas de Morimundo. Sin embargo, sólo nueve de ellas se establecieron en el siglo XII; el resto lo hicieron en un momento en que el crecimiento de la Orden en Europa occidental estaba bastante disminuido. Las abadías polacas de este último grupo alcanzaron su máxima expansión únicamente en el siglo XIV, una época en la cual Occidente experimentaba el fenómeno contrario. Pero el número de monjes en Polonia, y en particular el de los hermanos legos, se mantuvo, siempre relativamente bajo, y en muchos casos abadías fundadas directamente por Francia o Alemania continuaban reclutando sus miembros en el extranjero. Sulejow, por ejemplo, poblado en 1179 directamente desde Morimundo, retuvo su carácter francés durante todo el medioevo; de igual forma Lad, Lekno y Obra todas hijas de la abadía alemana de Altenberg, cerca de Colonia, fueron habitadas durante centurias por piadosos ciudadanos oriundos de esa ciudad alemana. Según todo parece indicar, no había ningún plan político nacionalista germánico de colonización detrás de tan extraño fenómeno; la estructura de la misma sociedad polaca nos da la explicación. Los príncipes y obispos fueron tan generosos hacia los cistercienses como los benefactores de Occidente, pero en Europa oriental el aflujo de vocaciones era problemático. De acuerdo con las leyes polacas de herencia, todos los hijos de una familia noble tenían su parte en los bienes familiares. Por lo tanto, los jóvenes no tenían ningún incentivo especial para unirse a las Ordenes monásticas. En Occidente, la mayoría de las vocaciones provenían de la burguesía y otras clases profesionales que no existían prácticamente en las tierras eslavas. Los hermanos conversos occidentales eran frecuentemente arrendatarios libres de granjas, mientras que los labriegos de la Europa oriental no eran libres, sino siervos sujetos a la tierra, y normalmente no podían ser hermanos. Por otro lado, la escasez de hermanos legos obligó a los establecimientos cistercienses de Europa oriental a abandonar la idea de cultivar directamente la tierra, y a aceptar siervos y aldeas campesinas, que abrieron el camino hacia una expansión ilimitada de propiedades, sin paralelo en Occidente. Una situación semejante podría ser la causa principal del modesto éxito obtenido en Hungría. El primer intento de Heiligenkreuz de introducir la Orden en ese país, Cikádor en 1142, no tuvo mayores consecuencias. Más prometedora fue la iniciativa del rey Béla III (1176-1196), cuya segunda esposa, Margarita, era hermana del rey Felipe Augusto II de Francia. Debido a tales conexiones, llegaron al país monjes franceses que fundaron Egres (1179), bajo la paternidad de Pontigny, Zirc (1132), de Claraval, Pilis (1184), de Acey, San Gotardo (1184), de Trois-Fontaines, Pásztó (1190), de Pilis y Kerc (1202), de Egres. Esta última, en la lejana Transilvania, señala la mayor distancia alcanzada por la Orden en la Europa oriental. El número total de casas cistercienses se acercaba a las 20, incluyendo tres monasterios anteriormente benedictinos. Por desgracia, la invasión tártara (1241-42) hizo estragos en las instituciones jóvenes, y debido a la falta de suficientes vocaciones locales, la Orden continuó languideciendo en Hungría por todo el resto del medioevo. El P. Leopoldo Janauschek, en su hasta ahora indispensable lista cronológica de todas las fundaciones cistercienses para hombres hasta 1675, identificaba 742 monasterios. Debe señalarse, sin embargo, que, en algún momento dado, el total de las abadías que coexistía era considerablemente menor que ese. Ciertas fundaciones, por ejemplo aquellas situadas en los estados que tomaron parte en las Cruzadas y en el Imperio Latino, resultaron efímeras; algunas fueron suprimidas o se unieron a otras comunidades. En verdad, es totalmente equivocada la idea de que todas las abadías de la Orden tuvieran una población desbordante en el siglo XII. A la sombra de gigantes como Claraval, Las Dunas, Fountains o Rievaulx, había muchos establecimientos marginales, y el Capítulo General de 1189 se vio obligado a recalcar nuevamente que cada casa debía tener por lo menos doce monjes bajo el abad, «o de lo contrario debía reducirse a una granja o disolverse». En 1190 el Capítulo ordenó al abad de Jouy visitar Bonlieu en la diócesis de Burdeos, y lo autorizó a cerrar la casa si no podía asegurar la presencia de por lo menos doce monjes que vivieran regularmente allí. En 1191, se decidió lo mismo con relación a San Sebastiano en Roma y a Lad en Polonia. En 1199, se informó al Capítulo General de que a San Sebastiano se sumaban otras cuatro casas italianas subpobladas (Falera, San Giusto, San Martino del Monte, y Sala). Un poco más tarde (1232), se unió a la lista Roccamadore, en Sicilia. A despecho de las medidas apropiadas, el Capítulo General de 1204 todavía se quejaba «de que hubiera abadías en la Orden que, debido a la deficiencia y escaso número de personal, provocaban ciertos escándalos entre los fieles». La amenaza de supresión se llevó a cabo inclusive en 1216, cuando el Capítulo decidió reducir San Vicente, en Asturias, a una granja, porque «la casa es tan pobre que difícilmente podía proveer a más de dos monjes». Es muy raro encontrar información que merezca confianza sobre el número real de monjes en un monasterio concreto en el siglo XII. Aunque siga siendo valedero que una sucesión tan rápida de fundaciones no puede explicarse sin una población sobreabundante en muchas casas de la Orden, algunas cifras tradicionalmente aceptadas parecen haber sido muy abultadas. Solía asignar a Claraval bajo san Bernardo, y aun a Bellevaux, unos quinientos monjes, a Grandselve unos ochocientos, Rievaulx bajo san Elredo unos seiscientos o más. Cifras algo menores, pero todavía de más de un centenar, fueron citadas con frecuencia sin documentación suficiente. Es igualmente difícil establecer la relación proporcional entre monjes de coro y hermanos conversos. De acuerdo con toda la información disponible, los hermanos legos sobrepasaban numéricamente a los monjes; por consiguiente, una casa, por término medio, pueden haber tenido durante el siglo XII quince monjes y veinte conversos. Si esta suposición fuera correcta, se puede llegar a una aproximación de la población cisterciense total. En consecuencia, en 1191 cuando el número de fundaciones cistercienses llegó a 333, la población de la Orden debe haber superado los 11.600 hombres. Un siglo después, las 647 abadías de la Orden albergaban a más de 20.000, incluyendo a los hermanos legos. Esta cifra comenzó a disminuir poco después, debido al constante descenso de vocaciones para conversos. A fin de obtener una apreciación total de tales estadísticas, debemos interpretar estas cifras en el contexto de los valores de población de los siglos XII y XIII, que probablemente eran menos del 10 % del nivel actual. El gran número de fundaciones que se desarrollaron rápidamente en todo el continente europeo atestiguan la atracción universal experimentada hacia los ideales cistercienses, que afectaban a toda la sociedad contemporánea. Sin embargo, un número asombrosamente alto de vocaciones provenía de la élite intelectual. Durante los primeros años de Claraval, la famosa escuela de Châlons quedó casi vacía, porque los estudiantes, conjuntamente con sus profesores, respondieron a la llamada del joven Bernardo. Casos similares se repitieron por doquier a que el Abad predicara, especialmente en Reims, Lieja y París. Siguiendo a Arnaldo, uno de los primeros biógrafos del santo, Claraval fue al monasterio donde «hombres de cultura, maestros de retórica y filosofía en escuelas de este mundo estudiaban la teoría de las virtudes divinas». La razón por la cual la generación de jóvenes estudiosos prefirieron a los cistercienses, no puede atribuirse exclusivamente a la honda impresión causada por la personalidad de san Bernardo, ya que muchos de ellos no vivirían en Claraval, sino en otros monasterios. El factor decisivo para la elección de estos intelectuales debe haber sido la atracción ejercida por la vocación cisterciense. Es ocioso preguntarse cual hubiera sido el destino de Cister sin Bernardo. Su influencia personal en la evolución de la Orden ha sido seguramente un factor de importancia capital. Sin duda alguna, el programa de los Padres Fundadores de Cister fue puramente contemplativo, animados como estaban por un celo admirable de heroico ascetismo. El joven abrazó de todo corazón y sinceramente la vida de Cister como era, y bajo la dirección del abad Esteban se convirtió en uno de los más grandes contemplativos de todos los tiempos. Fue, sin embargo un genio único y universal, con una misión providencial de liderazgo. Le resultó imposible esconderse por mucho tiempo entre los muros de Claraval, pero aun durante los años de su actividad febril siguió siendo, en lo profundo de su ser, el mismo asceta y contemplativo cisterciense. A medida que crecía su fe en los ideales cistercienses, trabajaba más arduamente para propagarlos. Nunca ocultó su firme convicción de que la regla cisterciense era el camino más seguro para la salvación, y nunca dudó en aceptar a nadie en Claraval, desde criminales públicos hasta príncipes, desde monjes fugitivos hasta obispos. El desarrollo prodigioso de la Orden durante la primera mitad del siglo XII habría sido imposible sin él, y por lo tanto fue, aunque en forma inconsciente, el principal responsable de las consecuencias de esto. Debe observarse en este crecimiento el inevitable antagonismo entre cantidad y calidad. Mientras que el siglo XII fue una época excepcionalmente apropiada para engendrar y nutrir vocaciones contemplativas, queda en pie el hecho de que la contemplación, de acuerdo con su naturaleza, nunca pudo llegar a las masas. Por consiguiente, es muy poco probable que esos cientos de nuevas fundaciones dieran refugio únicamente a auténticas almas contemplativas. Citando nuevamente a Orderico Vital, «muchas de ellas están inspiradas por la pobreza voluntaria, la verdadera religiosidad, pero se les unieron muchos hipócritas y posibles embusteros como la cizaña al trigo». El problema se hizo aún más agudo cuando la Orden alcanzó el máximo de expansión, pero poco después, debido a la proximidad del espíritu secularista del Renacimiento, se fueron reduciendo el número de vocaciones monásticas. Al mismo tiempo, la maquinaria del Capítulo General funcionaba con seriedad. Los visitadores denunciaban año tras año las más pequeñas desviaciones a la disciplina común, y los transgresores recibían siempre severos castigos. Pero la lucha desesperada del Capítulo estaba dirigida únicamente hacia los síntomas, y por supuesto era incapaz de controlar la causa real: el cambio en la mentalidad europea. La Orden era un cuerpo demasiado grande para resistir victoriosamente los vientos de una tormenta que amenazaba estallar en cualquier momento. Por lo demás, es asombroso lo conscientes que eran los Padres Capitulares de los peligros ocultos tras la espectacular expansión. Lejos de quedar satisfechos de su propio éxito, procedieron con cautela creciente en materia de nuevas fundaciones, o para incorporar a la Orden monasterios ya existentes. Una posteridad demasiado reverente borró toda traza de disensión entre los miembros del Capítulo General de esa época gloriosa. Sin embargo, hay algunos indicios de que, en materia de fundaciones demasiado apresuradas, las opiniones distaba mucho de ser unánimes. Inclusive es muy difícil de aceptar que la única razón de la dimisión de Esteban Harding en 1133, fuera su edad avanzada. Seguramente, se escondían en el trasfondo otras razones, ya que su retiro causó una seria crisis. Su sucesor inmediato como abad de Cister, Guido, previamente abad en Trois-Fontaines, fue depuesto poco después de su elección, y hasta borrado su nombre de la lista de abades, sin especificar la razón. Luego Reinaldo, monje de Claraval e íntimo amigo de san Bernardo, ocupó la posición central de la Orden. Su abadiato fue una época de poderosísima expansión. Cuando murió en 1150, Gosurino, abad de Bonnevaux (una hija de Cister) le sucedió en el alto cargo. El Capítulo General se volvió inmediatamente contra la política anterior y, en 1152, prohibió categóricamente la fundación o incorporación de otras casas en el futuro. Aunque no podamos llegar muy lejos con tales hechos, los mismos prueban terminantemente que era muy claro el problema causado por el rápido crecimiento. La decisión del Capítulo contrariaba las ambiciones cuidadosamente fomentadas por san Bernardo, que por entonces yacía mortalmente enfermo en Claraval, falleciendo al año siguiente. Es necesario decir, que la prohibición de nuevas fundaciones fue desobedecida. En la cima de su popularidad, el crecimiento de la Orden no podía ser frenado, aunque el ritmo de su expansión disminuyó considerablemente. Una consecuencia natural e inevitable de la expansión en gran escala fue el aumento del prestigio, poder y actividad de la Orden en la vida pública de la Iglesia. Bernardo fue el primero en responder a la llamada de la Iglesia angustiada y él, el gran contemplativo, desempeñó un papel sin igual en la conducción de la política europea durante treinta años. Su ejemplo fue un desafío irresistible para la posteridad cisterciense, tanto más cuando las más altas jerarquías eclesiásticas y seculares confiaban esperanzadas en que la Orden, con el poder de su inmensa fuerza moral, continuara prestándoles servicio como campeones de la paz, justicia y orden entre las naciones cristianas. Este papel de desfacedores de entuertos en la Iglesia estaba lejos sin duda de los ideales de los Padres Fundadores de Cister, quienes habían buscado una vida de perfecto silencio alejada por completo de los negocios mundanos. No obstante, rechazar el desafío y retirarse de nuevo a la soledad era tan imposible como reducir el número de abadías a la proporción de las vocaciones, que ya habían comenzado a disminuir. La incorporación de monasterios ya existentes, particularmente toda la Congregación de Savigny, planteó serios problemas de naturaleza económica y disciplinaria. El rechazo de las rentas feudales era concretamente una de las características básicas de la vida cisterciense. Pero todas las abadías controladas previamente por Savigny fueron admitidas sin la obligación de deshacerse de sus iglesias, diezmos, siervos y otras fuentes similares de ingresos. Estas concesiones estimularon a otras comunidades para alcanzar posesiones hasta ese momento prohibidas. En 1169, el abuso estaba tan difundido, que el papa Alejandro III dirigió una severa bula a la Orden, llamando la atención sobre las alarmantes desviaciones a las «santas instituciones» de los Padres Fundadores. Es muy difícil suponer que san Bernardo, el mayor responsable de la fusión de Savigny, ignorara la discrepancia existente entre las bases económicas de la abadía recién admitida, y las de las fundaciones cistercienses originales; tampoco pudo haberse equivocado al valorar el efecto potencial que concesiones semejantes al por mayor podrían tener sobre el resto de la Orden. ¿Por qué, entonces, fue el promotor de la unión? La única respuesta lógica es que, a su juicio, los beneficios espirituales del arreglo sobrepasaban los inconvenientes del compromiso. Pero sería injusto culpar únicamente al Santo por lo que aconteció más tarde. El Capítulo General adoptó la misma actitud indulgente aún después de su muerte: la consideración de las necesidades locales acaparó el interés de los Padres Capitulares. Estaba muy lejos de la mentalidad cisterciense de la primera época, principios preconcebidos y una adhesión rígida a posiciones dogmáticas, que no admitiera excepciones. A decir verdad, la eficiencia del Capítulo General quedó muy debilitada por la enorme expansión territorial de la Orden. Se suponía que el Capítulo anual debía reunir a todos los abades, Las primeras reglamentaciones aceptaban una única excusa para la ausencia: la enfermedad. La rapidez de la expansión geográfica hizo sin embargo difícil, si no imposible, la asistencia regular de aquellas casas situadas en tierras lejanas. Pronto se otorgaron excepciones por razones de gran distancia, gastos y peligros del viaje. De esta manera, a los abades de las casas en Siria se le exigía concurrir al Capítulo cada siete años, y otros recibían concesiones similares, proporcionales a su distancia de Cister. No nos han llegado cifras del número de abades participantes en las deliberaciones del Capítulo durante los siglos XII y XIII. A pesar de esto, por las quejas constantes motivadas por ausencias sin autorización, se puede deducir que los problemas del viaje eran impedimentos poderosos. En todo caso, las condiciones de espacio de Cister para su alojamiento eran muy reducidas. Aun después de estar completamente terminado el claustro gótico en 1193 (Cister III), el lugar regular de las reuniones, la sala capitular, era una habitación de 17 m X 18 m, con una doble o quizás triple hilera de bancos en torno a las paredes. Se estimaba que podía albergar a trescientas personas, pero es muy dudoso que la sala estuviera alguna vez repleta. Probablemente, lo más realista sería suponer una sesión con la asistencia de alrededor de un tercio de los abades (250). ¿Cómo se notificaban a los abades ausentes las resoluciones del Capítulo? Los documentos del siglo XII guardan silencio sobre el registro, conservación y promulgación de estatutos. El hecho de que los manuscritos existentes no den información del desarrollo de cada una de las sesiones hasta cerca de 1180, parece indicar que las discusiones quedaron sin recopilar y las resoluciones del Capítulo, si había alguna, se transmitían oralmente. El problema se agudizó porque los concurrentes a la asamblea cambiaban constantemente, de año en año. Así, una parte considerable de los abades de una reunión dada ignoraba las discusiones llevadas a cabo en años anteriores. El resultado fue, con frecuencia, la aprobación de reglamentaciones incongruentes y contradictorias, que conducían a la confusión y a una actitud escéptica con respecto a la validez de estatutos individuales. La razón de la repetición de decisiones importantes año tras año, no fue por consiguiente un incumplimiento deliberado, sino un medio para conseguir que, mediante tales repeticiones, todos los abades pudieran estar correctamente notificados. La visita anual a cada monasterio por el padre inmediato se deterioró en igual forma, por las penurias del viaje, así como el excesivo número de visitas que estaban obligados a realizar algunos abades con numerosas hijas. Cister tenía 24 casas afiliadas directamente, Pontigny 16, Morimundo 27, y Claraval más de 80. Dado que, en la práctica, era imposible que estos abades u otros en posición similar visitaran tal multitud de establecimientos dependientes, o bien delegaban sus poderes, o la visita se demoraba; pero, en ambos casos, se resentía la supervisión efectiva de la comunidad subordinada. La asombrosa ascensión de la Orden cisterciense a partir de una pequeña comunidad de humildes monjes – ermitaños hasta una red internacional de cientos de abadías durante la vida de Bernardo, difícilmente puede ser explicado considerando solamente factores naturales e históricos. Ni siquiera el genio del Abad de Claraval puede dar cuenta adecuada de este fenómeno único y específicamente religioso. El secreto debe radicar en el eco resonante y espontáneo que la espiritualidad de Cister despertó en tantos miembros afines a esa devota generación, ejemplo de espiritualidad para ricos y pobres, sabios e ignorantes por igual, gracias a la vida austera y contemplativa de los Monjes Blancos. Mas la tarea de conservar el precioso legado de Cister demostró ser una carga abrumadora. La ola de crecimiento estaba obligada a bajar; ni Bernardo ni sus heroicos compañeros pudieron ser reemplazados por gente de su talla. Mientras tanto, el cambio constante del ámbito religioso y social planteó nuevos problemas y exigió nuevas soluciones. La historia futura de la Orden es prueba convincente de que se hicieron serios esfuerzos para asegurar el alto nivel de disciplina monástica y para asumir nuevas y desafiantes responsabilidades. A pesar de los continuos esfuerzos por mantener a la Orden actualizada frente a un mundo que cambiaba con rapidez, exigieron que se comprometieran genuinas tradiciones cistercienses.

Bibliografía

(…)

L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet