Cónclaves: La elección de nuevo papa se hace exclusiva de los cardenales
De Enciclopedia Católica
Su sucesor san Gregorio VII (1073-1085), el gran monje reformador Hildebrando, consejero de cinco papas, fue curiosamente elegido al margen de la bula In nomine Domini, al ser aclamado papa “por inspiración”, cuando el pueblo secundó entusiasta la improvisa propuesta de su nombre por el cardenal Hugo Cándido. En cualquier caso, esta designación fue corroborada por todos, incluso por el emperador Enrique IV, que tantos dolores de cabeza iba a provocarle al gran Gregorio con motivo de la Querella de las Investiduras. Sin entrar en todas las vicisitudes de este primer enfrentamiento grave entre el Papado y el Imperio, baste decir que Enrique IV apoyó contra el pontífice al antipapa Clemente III (1080-1084). Próximo a la muerte en el exilio, Gregorio VII, con el fin de evitar nuevos desórdenes y cismas, propuso a los cardenales una terna de candidatos entre los cuales elegir a su sucesor a su muerte. Ninguno de ellos fue tomado en cuenta, sino Desiderio de Benevento, abad de Montecasino, propuesto por Jordán de Aversa, príncipe normando de Capua. Fue elegido canónicamente y, después de vencer sus escrúpulos, se convirtió en el papa Víctor III (1086-1087). La elección con arreglo a la bula de Nicolás II se fue consolidando en lo sucesivo. La de Eudes de Châtillon —Urbano II (1088-1099)— tuvo lugar por primera vez fuera de Roma: en Terracina. La del cardenal Rainiero de San Clemente -Pascual II (1099-1118) fue muy rápida y sencilla. A él siguió el cardenal Juan de Gaeta, que había sido canciller de la Iglesia Romana y tomó el nombre de Gelasio II (1118-1119). Antes de morir éste en Vienne del Delfinado, al hallarse Roma ocupada por sus adversarios, intentó volver a la designación testamentaria, señalando como sucesor a Conón de Palestrina. Al rehusar éste, Gelasio propuso a Guido de Borgoña. Los cardenales-obispos Lamberto de Ostia y Conón de Palestrina quisieron cubrir la elección de Guido con un manto de legalidad y convocaron en Vienne la reunión de electores con la intención de recabar más tarde la confirmación del clero y pueblo romanos. Guido se convirtió en Calixto II (1119-1124) y fue quien hizo la paz con Enrique V mediante el Concordato de Worms (1122), que acabó con la plaga de antipapas de este período suscitados por el Emperador. Sin embargo, a la muerte de Calixto, se iban a producir nuevas situaciones de cisma provocadas por elecciones dobles. Reunidos los cardenales en la iglesia de San Pancracio, convinieron en la elección del Cardenal de Santa Sabina, Teobaldo Buccapecus (Boca de Oveja), quien tomó el nombre de Celestino II, aunque no tuvo tiempo de ser entronizado, pues Roberto Frangipani se presentó proclamando al cardenal Lamberto de Ostia. La mayoría de los presentes se adhirieron al nuevo elegido, que se llamó Honorio II (1124-1130), pero no quiso ser consagrado hasta que no se convalidase su elección, lo que fue posible gracias a la generosa actitud de Celestino II que prefirió retirarse para evitar un cisma. Éste, por desgracia, sobrevendría a la muerte de Honorio II, como se ha visto en estas mismas páginas. La ocultación de la muerte del papa en 1130, dio lugar a la elección anticanónica del cardenal Gregorio Papareschi —Inocencio II (1130-1143)— y a la posterior del cardenal Pedro Pierleoni —Anacleto II (1130-1137)—, en la que se obvió el trámite necesario de declarar inválida la anterior. A Anacleto siguió el antipapa Víctor IV (1138). Las elecciones de los sucesores de Inocencio II fueron ya totalmente regulares: Celestino II (1143-1144), Lucio II (1144-1145), Eugenio III (1145-1153), Anastasio IV (1153-1154), Adriano IV (1154-1159) y Alejandro III (1159-1181). Este último, enfrentado con el emperador Federico I Barbarroja, se vio oponer tres antipapas sucesivos. Desde 1181, año de la muerte de Alejandro III, y habiéndose firmado la paz entre el Papa y el emperador, no volvió a haber antipapas en siglo y medio. Las elecciones se desarrollaron conforme a lo establecido por Nicolás II, sucediéndose pacíficamente los Romanos Pontífices, entre los que descollaron, sin lugar a dudas dos miembros de la familia de los Condes de Segni: el gran Inocencio III (1198-1216) y su sobrino Gregorio IX (1227-1241). El inmediato sucesor de este último fue el cisterciense Celestino IV (1241), que sólo reinó dos semanas, pero al que citamos por haber sido elegido en lo que puede llamarse el primer cónclave de la Historia. Los romanos, en efecto, encerraron a los cardenales electores bajo llave (cum clave) en el monasterio de Septizonium in Vrbe. La Iglesia conoció en el siglo XIII su Edad de Oro. Se abrió brillantemente con Inocencio III, que encarnó como ningún otro la gran idea de la teocracia medieval. No obstante, a la mitad de la centuria Inocencio IV (1243-1254) se empeñó en una lucha sin cuartel contra Federico II de Suabia, lo que desgastó al Pontificado además de herir gravemente al Imperio. El caso es que en 1268, muerto Clemente IV (1265-1268) era difícil encontrar un candidato idóneo que devolviese a la Sede Romana su seguridad en sí misma. Por si fuera poco, en Oriente acababan desastrosamente las Cruzadas. Los cardenales, reunidos en Viterbo, no lograban ponerse de acuerdo en un nuevo papa. Así pasó un año, después otro y estaba a punto de pasar un tercero sin que se hubiera resuelto la situación, que parecía abocada a un callejón sin salida. San Buenaventura, el gran místico franciscano, sucesor de San Francisco de Asís, exhortó a los cardenales a desquitarse de su deber por el bien de la Iglesia. De regreso a Francia con el cadáver de su padre San Luis, Felipe III y su tío Carlos de Anjou, intentaron hacerles comprender la gravedad del momento. De todos sitios llegaban demandas de una pronta y feliz solución. Nada. Los cardenales no aflojaban. Entonces intervino el pueblo de Viterbo. Por un momento, volvió a ser decisiva la intervención popular en una elección papal. Alberto de Montebono, podestà y el comandante de la milicia, de nombre Ratti, a instancias de la gente, hicieron llamar albañiles que, ante la sorpresa de los Príncipes de la Iglesia, comenzaron a tapiar puertas y ventanas del Palacio Episcopal, donde se hallaban éstos reunidos. Para que no pudieran hacer demoler esta obra, se encomendó a los Savelli —nobles romanos de antigua prosapia— que organizaran la vigilancia. En recuerdo de este servicio fueron más tarde nombrados “guardianes del cónclave” a perpetuidad. Este privilegio fue más tarde heredado por los Chigi, que hasta este siglo fueron los gobernadores del cónclave. Los electores, en número de quince, resistían, pero se hallaban como en el primer día. Los viterbienses recurrieron entonces a medios más drásticos aún. Levantaron el techo del Palacio, dejando a sus habitantes a la intemperie y redujeron progresivamente las vituallas, hasta que los cardenales se vieron sometidos a un régimen a pan y agua. Como ni aun así se entendían, nombraron de entre ellos a seis compromisarios, que se pusieron de acuerdo en elegir a un personaje ajeno al Sacro Colegio: un arcediano de Lieja llamado Teobaldo Visconti, al que hubo que consagrar y que tomó el nombre de Gregorio X (1272-1276): la sede vacante había durado dos años, nueve meses y dos días. Fue este papa el que, para evitar que volviera a producirse un interregno semejante, poco deseable para el bien de la Iglesia, emanó la bula que puede considerarse fundamental en la legislación sobre el cónclave: la Vbi periculum, promulgada el 7 de julio de 1274 en medio del Segundo Concilio de Lyon. En dicho documento legal, Gregorio X establecía que los cardenales debían entrar en cónclave en el plazo máximo de diez días después de la muerte del Papa y en el lugar donde ésta hubiese ocurrido. Serían encerrados en cónclave (bajo llave) aislándose tajantemente del mundo, con el que mantendrían el contacto sólo a través de una ventana para poder recibir alimentos. Si en el plazo de tres días no habían elegido todavía papa, se les reducirían éstos a un plato en la comida y otro en la cena; a los cinco días, se les pondría a un régimen de pan y agua, con un poco de vino. Por otro lado, mientras los cardenales estuviesen en cónclave, no percibirían ninguna renta apostólica. Su única preocupación sería concentrarse en la elección y efectuarla libremente, sin haberse comprometido previamente a nada. Por desgracia, casi de inmediato esta legislación se convirtió en letra muerta y volvieron a producirse demoras intolerables en las elecciones pontificias, como la de Nicolás III (1277-1280), que duró cinco meses; la de Nicolás IV, (1288-1292), o, peor, la de Celestino V (1294), que se prolongó dos años y tres meses. Este último Papa y su sucesor Bonifacio VIII dieron nuevo vigor a la bula de Gregorio X, haciéndola absolutamente obligatoria. Durante el período de Aviñón, especialmente, fue respetada por lo que pudieron dedicarse los Pontífices a la organización de la Curia Papal. Pero en 1378, a la muerte de Gregorio XI (1370-1378), el papa que había vuelto a Roma desde Aviñón, un doble cónclave puso a la Cristiandad en el trance del Gran Cisma de Occidente, en el que llegó a haber tres papas simultáneos y duró casi cincuenta años. No vamos a historiar aquí las múltiples incidencias de este período. Baste decir que el cisma quedó resuelto con la única elección no exclusivamente cardenalicia que ha habido en la Historia desde entonces. Depuestos el Juan XXIII, papa de la obediencia pisana, y Benedicto XIII (1394-1423), papa de la obediencia aviñonesa-peñiscolana, y habiendo renunciado Gregorio XII, papa de la obediencia romana, el concilio modificó temporalmente la bula Ubi periculum, llamando a elegir papa a los cardenales de las tres obediencias y agregándoles cinco prelados de cada una de las seis naciones representadas en Constanza. Resultó elegido Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431). Curiosamente, un cónclave convocado en 1429 en toda regla por un dimisionario Clemente VIII de Peñíscola (sucesor de Benedicto XIII), convalidó su elección, por lo que Martín V, agradecido, creó cardenal a aquél y lo preconizó obispo de Palma de Mallorca. Durante el Renacimiento, sin embargo, volvió a verificarse una relajación de la disciplina del cónclave. La clausura ya no era respetada y los distintos embajadores iban y venían libremente departiendo con los electores (con el consiguiente riesgo de presiones del poder laico). Pío IV (1559-1565) decidió tomar cartas en el asunto. En 1562, dio la Bula In eligendis, por la cual restauraba la antigua disciplina del cónclave. La hizo, además, firmar por todos los cardenales. En ella, el Papa determinó: que el Sacro Colegio no podría disponer de dinero durante la sede vacante; que una comisión permanente (compuesta por el Camarlengo y los tres cardenales cabezas de orden renovados por sorteo) se encargaría del gobierno interino de la Iglesia, de la administración de los bienes temporales y de la clausura del cónclave; que las celdas construidas en el Palacio Apostólico se atribuirían por sorteo, y que ningún cardenal por debajo del diaconado tomaría parte en la elección. Más tarde, Gregorio XV (1621-1623), por la Bula Aeterni Patris de 1621, perfeccionó estas prescripciones, entre otras cosas, proscribiendo la confección de “listas blancas” o “negras” de candidatos y autorizando las conversaciones y los entendimientos acerca de éstos. Desde esta época y durante trescientos años, el cónclave se llevó a cabo sin ningún otro cambio. En 1903, la elección del sucesor de León XIII (1878-1903) dio lugar a un gran revuelo cuando el cardenal Puszyna de Cracovia vetó al cardenal Rampolla del Tindaro en nombre del emperador Francisco José I de Austria-Hungría, que hacía así uso del antiguo privilegio llamado de exclusive, por el cual los príncipes católicos manifestaban su oposición a la elección de algún papable que consideraban persona non grata. Entre los tres siglos precedentes se había ejercido este privilegio en no pocas ocasiones. Pero a principios del siglo XX se consideraba un abuso intolerable y obsoleto. El caso es que el cardenal Rampolla no fue elegido, sino el cardenal Giuseppe Sarto, patriarca de Venecia, quien tomó el nombre de san Pío X (1903-1914). Una de sus primeras providencias fue la supresión del exclusive, mediante la constitución apostólica Commissum Nobis de 20 de enero de 1904. Después de esto, a todo lo largo del Novecientos y principios del siglo actual los sucesivos romanos pontífices introdujeron algunas modificaciones: -la constitución Vacante Sede Apostólica de San Pío X (25 de diciembre de 1904), que incorporó la supresión de cualquier veto, y la circulación de listas negras o lista blancas en el cónclave; Benedicto XV fue elegido en la décima votación. El cónclave había comenzado el 31 de agosto de 1914. Entraron en el cónclave 57 cardenales del total de 65 que componían el Sacro Colegio. El 3 de septiembre, el cardenal Della Chiesa obtenía 38 votos, justo los dos tercios exigidos para ceñir la tiara pontificia, por lo que hubo que examinar todas las papeletas para comprobar que el elegido no se había votado a sí mismo, pues si lo hubiera hecho no habría valido el resultado de la votación. -Achille Ratti (Pío XI) necesitó más votaciones para ser elegido papa. En total 14. El cardenal Primado de Hungría comentó a la salida del cónclave: Hemos hecho pasar al cardenal Ratti por las catorce estaciones del Vía Crucis y lo dejamos solo en el Calvario. El motu proprio Cum Proxime de Pío XI (1º de marzo de 1922), amplió a quince días el plazo de convocatoria del cónclave, a fin de permitir a los cardenal extra-europeos preparar con tiempo su traslado a Roma para el cónclave; -la constitución Apostólica Vacantis Apostolicae Sedis del venerable Pío XII (8 de diciembre de 1945), estableció una mayoría de dos tercios más uno de los votos para que se verificara la elección del nuevo papa; -el motu proprio Summi Pontificis electio del beato Juan XXIII (5 de septiembre de 1962), derogando la disposición anterior; -la constitución apostólica Regimini Ecclesiae Universae de Pablo VI (15 de agosto de 1967), reconoció a la Cámara apostólica, presidida por el cardenal camarlengo, o a falta de él, por el vicecamarlengo, el oficio de cuidar y administrar los bienes y los derechos temporales de la Santa Sede, en el tiempo en el que ésta está vacante; -el motu proprio Ingravescentem aetatem de Pablo VI (21 de noviembre de 1970) excluyó a los cardenales mayores de ochenta años de la participación en el cónclave; -la constitución apostólica Romano Pontifice Eligendo de Pablo VI (1º de octubre de 1975) fijó el número máximo de cardenales electores en 120 y estableció la necesidad de los dos tercios más uno de los votos para que la elección se verifique; -la constitución apostólica Universi Dominici gregis de Juan Pablo II (22 de febrero de 1996, entre otras cosas, abolió la elección por aclamación quasi ex inspiratione y la elección por compromiso, y acabó con el encierro estricto en el Palacio Apostólico, estableciendo la residencia de los cardenales en la Domus Sancta Marthae, siempre en el recinto de la Ciudad Leonina, y -el motu proprio “Normas nonnullas” de Benedicto XVI (22 de febrero de 2013), dejando a los cardenales la libertad de acortar los plazos de convocatoria del cónclave para sucederle, dado que no ha habido muerte del papa anterior. Todos estos cambios no tocan la substancia de una institución que ha sobrevivido casi mil años en medio de no pocas vicisitudes, pero que ha demostrado ser la más segura y la más adecuada para la elección de un nuevo Sucesor de san Pedro.
Rodolfo Vargas Rubio
Selección de imágenes: José Gálvez Krüger
Enlaces relacionados
Cónclave Cónclaves: No siempre hubo I Cónclaves: No siempre hubo II