Beata Sor Ana de los Ángeles Monteagudo
De Enciclopedia Católica
Aunque no se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, estaría comprendida entre los años 1602 y 1606. Fue la cuarta hija de los ocho del matrimonio formado por Sebastián de Monteagudo (natural de Villanueva de la Jara, Cuenca) y Francisca de León (arequipeña, hija del ex-corregidor Juan Ruiz de León). Vivían en unas casas detrás de las huertas y solares del convento de Nuestra Señora de las Mercedes. Su padre era comerciante, agricultor y dueño de una pulpería en el mismo domicilio, y después cerca de la Plaza de Armas, frente al templo de la Compañía. Era familiar del Santo Oficio o Inquisición.
A los tres años fue entregada al Monasterio de Santa Catalina para ser educada por las religiosas. Allí estuvo hasta los 11 años, momento en que se le retiró para desposarla. Según el testimonio del capellán del Monasterio, Marcos de Melia, tuvo una visión de Santa Catalina de Siena por la que un niño, Domingo, le mostraba el hábito dominicano y le llevó al convento. Una vez allí fue acogida con gran alegría por sus maestros. Domingo se encargó de avisar a sus padres que se negaron a aceptar tal gesto; su madre llegó incluso a decir: "Vete allá y no regreses más ni vuelvas a poner pie en esta casa", negándole la dote que tuvo que darle su hermano Francisco, futuro sacerdote.
Como nombre religioso tomó el de "Ángeles" y renunció todos sus derechos a favor de su hermano sacerdote. Tras la profesión pública en 1619-1620 se dedicó por entero a Dios a la edad de 13-14 años. La superiora era Dª Ana de los Angeles Gutiérrez, el obispo Pedro de Villagómez. Las inundaciones de 9 de febrero de 1637 provocaron rogativas a Nuestra Señora de la Consolación ante el peligro de inundarse el monasterio.
En 1645 sor Ana formaba parte del Consejo de Madres en tiempos del priorato de Sor Juana de Solís y también le tocó ejercer como maestra de novicias. A fines de 1648 fue elegida priora por un período de tres años; tal evento fue motivo de burla y escarnio por parte de algunas religiosas que la consideraban pobre y sin capacidad para el mando. Sabemos sin embargo por el testimonio de la seglar Francisca de Monteagudo que su discurso de aceptación del cargo maravilló a todas. Nos narra Catalina de Cristo que en tal momento tomó las llaves del convento, las puso delante del Crucifijo del Coro y pidió que le dieran otra responsabilidad puesto que consideraba que no tenía ni capacidad de hablar ni de escribir para acometer dignamente las obligaciones de priora. Tan aceptó cuando escuchó la voz del Crucifijo: "Toma las llaves y gobierna, yo te ayudaré".
Era tan pobre que ni hábito "decente" ni medias ni zapatos tenía. María de Gardenia, laica, natural de San Antonio de Esquilache, y que asistió a la santa en los últimos momentos de su vida, dio testimonio de que al día siguiente recibió la visita celestial de santo Tomás de Villanueva que le avisó de la relajación de alguna religiosa y la responsabilidad que tenía de reformarlas. Algunos aspectos susceptibles de reforma era el "traje de seculares" como las polleras adornadas con hilos de oro, plata y con seda que llevaban las monjas Marta de Zevallos y Francisca de la Cuadra. La priora recogió tales hábitos y los quemó en el horno del pan.
El sacerdote Marcos de Molina dirá que "tanta fue la molestia de las religiosas que aquella misma noche le obstruyeron la puerta de la celda con cuernos de carneros, de modo que al amanecer no podía salir". A tanto llegó que quisieron envenenar a la madre. El sacerdote le preguntó su situación y recibió la siguiente respuesta: "si algunas veces le vinieron impulsos de venganza, las reprimió para no sobrepasarse en lo que debía hacer como superiora y aquellos que merecían el castigo trataban de mitigárselo en cuando era posible, lo que muchas veces hizo que las religiosas aumentaran en su ira".
Hasta la cocina
De tales hechos tuvo conocimiento el obispo Pedro de Ortega. Alguna religiosa hasta llegó a quejarse de que la priora no les daba de comer. El prelado se presentó por sorpresa y se llegó hasta la cocina, allí encontró a sor Ana de los Ángeles preparando la comida. El obispo degustó y aprobó la comida. Pasó al refectorio y comprobó que las raciones eran abundantes.
Como Priora no tuvo temor en reclamar la puntual observancia de la Regla y las Constituciones que las monjas habían profesado vivir. Debido a la austeridad impuesta a mediados de 1650 cayó enferma siendo reemplazada por Ana de Tapia.
Tuvo una devoción especial por las almas del purgatorio que según sor Catalina de Cristo (Butrón) fue motivada por un libro sobre San Nicolás de Tolentino a quien ella procuró imitar. Dejó todo el dinero de sus legítimas. Así contagió a sacerdotes que celebrasen misas. Sus predilectos eran las almas de los indígenas. Sor Juana de Santo Domingo relató que Pedro Indio perdió las ovejas y, estando en la ciudad, se refirió el hecho a la santa indicándole dónde debía buscarlo. Tal devoción le llevó - un día de ayudado obligado- a decir a sor Juana de Santo Domingo: "Ve al torno que yo rezaré a las almas del purgatorio para que traiga alimentos para comer. Al llegar allá se encontró con la provisión de 8 panes, harina, queso y mantequilla".
Una sobrina suya, María de Pastrana, hija de su hermana Mariana y Gabriel López de Pastrana, tuvo una hija de soltera, de Juan Alfonso de Bustamante, llevando una vida disoluta. A la edad de 25 años fue llamada por su tía, se arrepintió e incluso ingresó en el monasterio como religiosa el 4 de abril de 1678, con el nombre de María de la Concepción.
Parece ser que tenía en su celda un gallo para -según su testimonio- recordar que al igual que san Pedro era una pecadora y que estaba muy necesitada de conversión. Su celda era muy sencilla y contaba con una frazada y un colchón roto.
Varios prodigios relacionados con el anuncio de hasta 68 profecías que testificaron los obispos Pedro de Ortega, Gaspar de Villarroel y Fr. Juan de Almoguera. Uno de los prodigios fue el descubrir la presencia de un pintor que había sido introducido a escondidas por el Licenciado Diego de Vargas y al que reprendió pues "un simple saco de huesos" no merecía nada y que "estas cosas se dejan solo para las santas". Al final de su vida quedó ciega y con fuertes dolores de hígado con abundantes sudores. Cuando la visitaban besaba las manos con gran cariño sintiéndose indigna de tales visitas. La enfermedad llegó a producirles dolores de gargantea, profundos sopores, retención de orina y altibajos de tensión. El 10 de enero de 1686 entregaba su alma a Dios con grandes signos sobrenaturales, entre otros, que pese a haber encalado su cuerpo para acelerar la corrupción, el obispo Antonio de León comprobó que estaba incorrupto. De la fama de su santidad da cumplida cuenta el propio sermón fúnebre pronunciado por el jesuita Juan Alonso de Zereceda. El milagro definitivo para su beatificación fue el operado en María Vera de Jaurín curada en 1931 de un tumor canceroso. Juan Pablo II, en su visita a Perú, la beatificó el 2 de febrero de 1985, destacando lo siguiente:
"En ella admiramos sobre todo a la cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se sienten con razón orgullosos [...] Todos encontraron en ella un verdadero amor. Los pobres y humildes hallaron acogida eficaz; los ricos, comprensión que no escatimaba la exigencia de conversión; los Pastores encontraron oración y consejo; los enfermos, alivio; los tristes, consuelo; los viajeros, hospitalidad; los perseguidos, perdón; los moribundos, la oración ardiente".